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Durante la cena nos habló de su vida y correrías. De muy joven había marchado a Karachi, allí terminó los estudios y se formó en mecánica y electricidad, encontró trabajo en una tornería y consiguió vivir con holgura. Volvió para casarse, la boda estaba concertada y no tuvo el suficiente valor para contradecir a su madre; además, daba la casualidad que ya de adolescente se sentía muy atraído por la que había de ser su mujer. Al poco murió su padre y le dejó tierras y casas. Se había convertido en el hombre más rico de la zona y el único del pueblo con estudios, dominaba el inglés y el urdu, aparte del cachemir de su tierra. Su intención había sido emigrar con su mujer, pero no se sintió capaz. Era su tierra y su gente, y en invierno cuidaba de su ganado y ejercía de maestro. Y ya cenados, a la luz de un quinqué nos habló de política, de sus inquietudes. El cachemir soñaba con la independencia, no se sentía paquistaní ni hindú, pero sabía que era una quimera y, por escoger, se sentía mejor en Pakistán que en la India.
El
paquistaní es celoso de su identidad, pero respeta la diversidad y
no es excesivamente nacionalista; en cambio, el hindú lo es y
desprecia las etnias minoritarias y a los musulmanes, no acepta de
tan buen grado las veleidades autonomistas y, al contrario de lo que
parece, es muy centralista.
Y nos
explicó que no debíamos temer al soldado paquistaní ni a la
guerrilla. El soldado hindú, nos repitió, mata y viola porque no
está en su casa, y considera extraño y enemigo al pueblo que dice
defender; en cambio, la guerrilla cachemir nunca lo hace, porque
lucha por lo que siente suyo y por su gente.
Al día siguiente despertamos tarde. Nos había costado mucho dormir y estuvimos hablando hasta la madrugada con una manta sobre los hombros. Y me descubrí haciendo el amor a Anna, pero no como se entiende sino con ternura, como es en realidad; con un brazo sobre su hombro y acariciándoselo hasta casi llegar a sus pechos. Ella se dejaba y me correspondía apoyando su cabeza sobre mi hombro y acariciando mi cintura con su mano. Cualquiera que nos viera daría cuenta de nuestra unión, tan fuerte e intensa que hacía del sexo algo secundario. Al notar que ya se me cerraban los ojos, le besé la nuca y nos introdujimos en nuestros respectivos sacos. Y ella aún aguantó un rato más de lado, mirándome y bromeando de cosas insustanciales, hasta que se dio cuenta que la pesadez de mis ojos se me hacía insoportable; entonces, casi en un arrebato, se acercó y me besó en la boca. Había sido la primera vez y le correspondí como pude, por reflejo.
Preparamos la salida con el máximo detalle. Probablemente en bastantes
días no encontraríamos ningún lugar habitado, y lo menos que
deseábamos era, aparte de minimizar el peligro, encontrarnos sin
vituallas ni agua potable, además de sin vendas y desinfectante.
Necesitaríamos
un par de buenos cuchillos, no para defendernos sino para sobrevivir,
y cuerda resistente, frutos secos, el potingue casero que utilizaban
los pastores para defenderse de las quemaduras solares, dada la
altura a la que llegaríamos, ropa de lana, y más cosas que hoy no
recuerdo.
Por la mañana nos bañamos en un remanso del río, tan grande que parecía un pequeño lago. Nos acompañaron los tres hijos de Yuz Benzir, que era como se llamaba nuestro amigo y anfitrión, que jugaron en la orilla y se bañaron con nosotros. El agua estaba tan fría que apenas pudimos aguantar dos minutos en su interior. Nos bañamos desnudos, aunque cerca trabajaban un par de campesinos segando el campo y cosechando manzanas, que sin duda nos habían visto, pero curiosamente sin hacer el mínimo caso.
Una vez más nos sorprendió su cultura, tan sexista para unas cosas y tan liberal para otras. O quizá no fuera eso y solo respetaran la intimidad del extranjero, en la creencia que para nosotros era lo habitual. Lo cierto es que hacer eso mismo en cualquier río de nuestra sociedad liberal, hubiera significado escándalo público, una detención y gritos e insultos de muchos presentes. Paradojas, pensé, mientras cubría de las miradas ajenas y con un gran pañuelo de algodón, el precioso cuerpo de mi compañera, que día tras día parecía excitar más mi libido. El cansancio es, para eso, el peor enemigo; sin embargo, llevábamos dos días de descanso y buenos y bien sazonados alimentos, y mi sexo lo notaba.
Antes
del mediodía habíamos llenado nuestras mochilas con todo lo que
creímos necesario, pese saber que durante el camino algo
encontraríamos a faltar. En las travesías pirenaicas pasaba lo
mismo: a mis amigos y a mí, por muy preparados que creyéramos
estar, siempre nos faltaba algo y cuando más lo necesitábamos.
Calculamos
que nuestras mochilas pesarían entre quince y veinte kilos cada una,
sin contar los sacos, la tienda y la cantidad de ropa que llevábamos
puesta, ligera pero abundante. En la montaña tanto podía hacer
mucho calor como helar.
Salimos
aún con la penumbra y encontramos a medio pueblo en la calle, en las
puertas de las casas, en la plaza. Eran muchos los que se habían
levantado para despedirnos. El sol ya aparecía cuando por fin
habíamos conseguido saludar y abrazar a todo el mundo. Nunca
habíamos visto ni sentido nada igual, era inimaginable lo que nos
estaba pasando. No sabíamos como rechazar las vituallas y regalos,
desde una piedra de afilar, hasta un pequeño talismán de piedra con
una inscripción grabada, que tiempo después nos enteramos que eran
palabras extraídas del Corán, que una mujer entregó a Anna
entremetido en un puñado de avellanas. Era imposible que pudiéramos
cargar tantas cosas. Nuestro anfitrión, previéndolo, se abstuvo de
darnos mucha comida e hizo todo lo posible para que saliéramos
ligeros de su casa.
Antes
de salir me lanzó una advertencia.
- A las mujeres, para que te cuiden y te protejan, hay que maltratarlas y hacerles regalías. La tuya es especial, distinta a todas. Trátala como merece-
Había piropeado a mi compañera, a mi modo de ver al estilo del mejor musulmán, directamente al hombre, y con sana y sincera envidia en sus ojos. Tiempo después y por las costumbres del lugar, entendí el significado de sus palabras, que eran una burla a las ideas preconcebidas que muchos tenían de su cultura, y a la vez una loa a una mujer realmente especial. Y es que el día anterior, durante la conversación que mantuvimos con su grupo de amigos frente la mezquita, y tras volver a advertirnos de lo peligroso que podía ser caer en manos de los hindúes, Anna, sorpresivamente y sin explicación alguna, le cogió la cabeza y le besó en el cuello, justo detrás de la oreja.
Era algo que hacía a menudo, una manera de demostrar su amistad y su cariño. Los besos de mi compañera eran famosos por su ternura, turbaban a su receptor y podían llevar a la confusión. Y, cierto, nuestro amigo estaba confuso, no podía creer lo que le había pasado. El resto disimuló su sorpresa mirando hacia otro lado o fingiendo no haber visto. El tipo me miró con clara preocupación. Yo, que aún no me había levantado y apoyaba mi barbilla en una mano, pude esconder la sonrisa y mi asombro, ya que su cuello no era un ejemplo de limpieza; y mi amiga, aunque la sabía dura para todo, era muy remilgosa con esas cosas. Lo que no pude evitar fue la risa de mis ojos, que a nadie pasó desapercibida. Y me encogí de hombros, ¿qué podía hacer si no?
Anna, al percatarse de lo que había provocado, explicó que era un beso de amistad, solo eso, e intentó mostrar su desolación. Y es que un musulmán de buenas costumbres, no puede tocar una mujer fuera de su familia más directa. El pobre hombre, absolutamente turbado y dirigiéndose a mí, murmuró: si los de amistad son así, cómo serán los demás. Respondí con mi mejor mímica y Anna se rió mientras acariciaba mi nuca, para demostrar a la perpleja concurrencia el amor que sentía hacia mí.
La historia del beso debió durar años y provocar muchas bromas por aquellas tierras. Aún hoy, recordar la anécdota hace que me ría sin aparente motivo.
Es curioso que, de aquel hombre que tanto nos ayudó, solo conserve el recuerdo de su afabilidad y la viveza de sus ojos; aparte del porte chulesco, que nada tenía que ver con su carácter. Pero de su cara, de sus facciones, de su altura y de su volumen, no guardo el menor recuerdo.
A la
mujer, casi siempre cubierta, solo se le podían ver los ojos,
excepto a la hora de la cena, cuando ya no había riesgo que un
extraño entrara en su casa y violara su intimidad. Morena, casi
mulata; los ojos de un verde claro y muy atractiva. Al principio de
conocerla yo apenas la miraba para que no se sintiese ofendida, pero
al ver que ella no sentía ningún reparo en mirarme e intentar
interactuar conmigo, incluso cogiéndome del brazo, abandoné mis
prejuicios.
Recuerdo
sus facciones, quizá por la morbosidad que representaba ver su cara
y sus bellísimos ojos sin que nada los escondiera. Casi no hablaba y
cuando lo hacía era en cachemir, y su compañero la traducía casi a
desgana; más por su carácter que por desprecio, ya que el cuidado y
el respeto con que la trataba, superaba todo lo conocido en nuestra
sociedad.
Descubierta
solía mirarme por debajo de mi barbilla, pero cuando intentaba
hacerse comprender o su compañero traducía sus palabras, me miraba
directamente a los ojos de una manera que turbaba mis sentidos. Sin
embargo, estando cubierta sentía sus ojos clavados en los míos más
tiempo del normal e incluso del aconsejable para su sociedad.
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