miércoles, 24 de julio de 2019

Historia de amor y de guerra

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Hace unos días, hablando con una buena amiga, recordé mi antigua aversión a las alturas y cómo la controlé. Dominarla por entero no, eso nunca se consigue, pero el hecho de haberla controlado te da también un cierto control, primero de tu mente y luego de tu cuerpo.
Todos los que me han leído o me conocen, saben de mi deseo de volar con traje de ala, que debido a mi edad ya no podré.
Pero hoy me gustaría hablar de otro tipo de vértigo, si se le puede llamar así.
Mi abuelastro era fascista, un poco especial porque además de amigo de Machado era muy transigente, de hecho es quien me enseñó a serlo. Mi padre era republicano, sin embargo, eso de la transigencia le venía grande. Mi abuelastro luchó en el bando fascista y participó en la batalla del Ebro, la más sangrienta de la contienda, pero sin pegar un solo tiro.

-Yo, Pablo, no he matado a nadie, ni siquiera he podido herirle - me contó un día que pescábamos en la playa de Sant Feliu.
-Cuando avanzábamos hacia un pueblo, desde su campanario nos
dispararon. Me lancé al suelo y ya no volví a levantarme hasta que un compañero me dijo que nos retirábamos. Tuve suerte, a nuestro capitán lo habían trasladado a otra compañía, al teniente lo habían herido y al sargento matado. No quedaba nadie para ejecutarme por cobarde -
Eso me contó con la esperanza de que yo jamás viviría algo así.
Y no, lo mío fue peor, algo peor, pero eso ahora tampoco viene al caso.

En el ejército aprendí a manejar todo tipo de armamento, además de radios y explosivos -
y ustedes se preguntarán cómo un hippie pacifista, que de buenas a primeras ya pidió un trabajo en el que no tuviera que tocar un arma, terminó siendo un experto de la muerte y de la destrucción. Y como es una larga historia que ahora no viene al caso, lo dejaremos para otro momento-. Y allí una de las cosas que aprendí es disparar con el fusil de francotirador, ya que según mi capitán yo tenía una endiablada puntería. Para hacerlo solo se necesita pulso, velocidad y unas cuantas cosas más. Es decir, que fuera de otras finuras, cuando tienes tu objetivo a tiro y el alza bien calibrada (eso es fácil en una sala de tiro, pero no por ejemplo en medio de un río y camuflado entre pedruscos, brezos y cañas) no puedes dudar; y para eso has de saber que no es una añagaza y que le vas a dar, porque solo tienes una oportunidad.
Un enemigo abatido de manera
efectiva no es un enemigo muerto sino gravemente herido. Y les voy a explicar por qué. El objetivo del francotirador ha de ser un oficial o su radio, porque esos elementos son muy necesarios y atraerán a otros de su rango en su auxilio. En el caso del oficial para socorrerlo y recoger sus órdenes y planos, por lo cual el enemigo distraerá recursos humanos y durante un tiempo carecerá de mando. En el caso del radio, inevitablemente alguien irá a recoger el aparato con urgencia, casi siempre un suboficial que se pondrá a tiro. De inmediato el francotirador ha de cambiar de posición, más de dos disparos es mucho y puede convertirse en objetivo; y esa nueva posición ha de estar preparada con disimulo, no excesivo para que el francotirador contrario no se fije en ella y pueda descubrir la irregularidad.
Como pueden observar eso de la guerra es pura aritmética, cruel pero aritmética.

¿Por qué les cuento eso? Pues porque mi abuelastro seguramente se salvó gracias a un experto francotirador republicano, que primero abatió al capitán de la compañía vecina, luego al teniente de la suya y después al sargento cuando lo auxiliaba. Es decir, a quienes lo habrían ejecutado.

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