viernes, 21 de mayo de 2021

El Camino Infinito, 45ª parte

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La cumbre del Nanga Parbat nos salvó, se convirtió en nuestro guía como si de un imán se tratara. Sabíamos que no podríamos subirlo, que solo estaba hecho para los escaladores más preparados y osados y nosotros ni siquiera lo éramos; pero desde el primer día que lo vimos, entonces a nuestra derecha en el cruce de Gilgit a Skardu, sentimos su atracción.
La meseta era una plataforma gigantesca, de muchos kilómetros, tantos que nos era imposible recorrerla en su totalidad. Estaba cubierta de grandes matorrales y quebrada por innumerables fallas en la misma piedra, de distintos kilómetros de largo, entrecruzándose unas con otras de la manera más caprichosa que pueda imaginarse.
El Nanga Parbat se mostraba formidable a lo lejos, con las inmensas nubes cubriendo su mitad superior. Debíamos seguir andando siempre con él a nuestra derecha. Abandonamos la zona de vegetación y frente nosotros apareció la paradoja más sorprendente: pequeños lagos, y riachuelos. Agua por doquier corriendo casi sin sentido, y la desolación, el desierto más absoluto. Acampamos después de haber andado dos o tres kilómetros hacia el suroeste, sin encontrar camino o sendero, como si no nos atreviéramos a penetrar en su interior. Frente a nosotros la impresionante y bella desolación, tras nuestro el gran precipicio y las altas montañas de una cordillera que creímos separaba la India del Pakistán.
Nos bañamos en uno de los lagos. Hacía mucho sol, apenas corría el aire y el agua daba la sensación de calidez; sin embargo, al salir nos helamos.

Para nosotros, algo tan simple como el papel higiénico se había convertido en el más acuciante de los problemas. Comida o agua nos podrían haber faltado, aunque supiéramos que no por mucho tiempo; pero lo de nuestra higiene más íntima se hacía difícil y muy incómodo, y carecer de papel nos preocupaba y amargaba, incluso más que no saber si podríamos comer durante las siguientes horas. Solo en Karachi y Lahore lo pudimos encontrar con cierta facilidad, y supusimos que en Pindi o en Islamabad también, pero estas ciudades no estaban a nuestro alcance.
Al lado de los inodoros, que simplemente eran agujeros en el suelo, lo máximo que podíamos encontrar era una palangana con agua, que servía para lavarnos con las manos y que después la teníamos que echar por el agujero. Pero en la montaña era aún más difícil. Los caminos no siempre seguían el curso de un río y, cuando sí, eran rápidos y bajar hasta su cauce se hacía muy peligroso.
Cuando por casualidad encontrábamos algo de papel que pudiera suplir el higiénico, hacíamos acopio, no mucho por lo que ocupaba y porque lo utilizábamos con respeto.
Era curioso vernos tan preocupados por eso y tan poco por cosas bastante más angustiosas, puesto que nos habían asegurado que por allí corrían muchos leopardos y osos.
El leopardo daba caza a íbices, cabras azules, conejos, y conocía poco al humano. Y eso, como todas las cosas de este mundo, tenía su lado bueno y su lado malo. El bueno es que no nos consideraba presa, el malo es que no reconocía como arma un palo pintado.

Nos habían recomendado ir siempre juntos, puesto que, como buen felino, solo ataca al que se separa de la manada, a quien huye y se espanta. Y ante tal disyuntiva, decidimos no separarnos ni para hacer nuestras necesidades. Y cuando preguntamos qué hacer con el oso, nos respondieron que con una ráfaga de Kalashnikov era suficiente; que con un tiro no había bastante y tiro a tiro a veces no daba tiempo. Y nos lo dijeron tranquilos, como de pasada. Y respondimos que eso nos daba sosiego, porque no llevar arma simplificaba mucho el asunto. Y alegremente nos explicaron que lo habitual es que dejara tranquilo al caminante.
Nosotros sabíamos que con el oso lo mejor era pasar desapercibido, no dar muestras de espanto ni hacer ruido. Haberlo encontrado dos días antes, precisamente donde nadie nos había alertado, nos enseñó que no era tan agresivo como nos lo habían pintado.

El oso himalayo es peligroso si se le molesta. El truco, en caso que lo hubiera, creímos que consistía en saber lo que para él es molestia. Si bebíamos, pescábamos, cazábamos en sus lugares preferidos; o si corríamos, huíamos o intentábamos asustarlo, seguro que lo era. Pero si lo mirábamos de lejos o andábamos tranquilos, dando un rodeo para no coincidir, el oso no se agitaría y seguiría con lo suyo.
Días después, por un naturalista de Karachi nos enteramos que allí no era peligroso, ya que no estaba maleado por el hombre; que lo era por donde habíamos viajado más tranquilos, y que llevar los palos pintados había sido una temeridad, porque el oso podía sentirse amenazado. Lo que demuestra que nadie sabe nada, por muy entendido que parezca o se crea.

Anduviéramos hacia el sur o el oeste, nuestra mirada siempre se dirigía al Nanga Parbat. Ya en el largo valle nos fijamos en él. Unas veces se veía nítido entre las altas montañas, como si fuera el destino escogido; en otras sobresaliendo tras un pico. Ahora que lo teníamos enfrente, casi a nuestro lado, nos parecía tan imponente como inalcanzable.
Algunos tramos de la meseta estaban cubiertos de vegetación, arbustos cubiertos de bayas o frutos que no conocíamos, rosales silvestres y alguna pradería de rododendros. Entre las grandes formaciones rocosas, tan llanas como la poca tierra que había, corrían multitud de conejos que se dejaban cazar con facilidad, grupos de perdices y algún faisán despistado, y vimos un pequeño rebaño de cabras azules. No existía camino, parecía que nadie hubiera pasado por allí, de manera que tuvimos que inventarlo sorteando las grandes grietas que servían de ríos, y la multitud de pequeños lagos. El paisaje era grandioso y no cansaba.

Al segundo día decidimos pescar con la mano, una vez más como había aprendido en el Pirineo, levantando las piedras con forma de cuña y presionando la tripa del pez hasta sedarlo. Encontramos muchos panales de abejas, algunos pegados a las paredes rocosas. Nunca pensamos en robarles su miel, no habríamos sabido cómo hacerlo y tampoco hubiera sido prudente, ya que lo más probable es que estuviera hecha con el néctar de los rododendros, y la miel salida de sus flores es tóxica.
Al final del día encontramos el paso que tanto habíamos buscado. Un ancho desfiladero se abría frente nuestro, agreste y salvaje y en la dirección esperada, la del oeste. Cierto que en el valle nos habían hablado de la gran meseta y que debíamos atravesarla, también que nuestro protector de la barba blanca nos había dicho lo mismo y nos dirigió hacia ella con sus planos dibujados en el suelo, pero nadie nos explicó qué camino seguir una vez nos encontráramos en ella, quizá porque no lo había.

En la meseta por primera vez tuvimos la percepción de habernos perdido, de no saber qué dirección tomar ni qué hacer para encontrar la salida. Nuestra guía había dejado de ser el sol, era más fácil mantener el Nanga Parbat como referencia, y mientras anduviéramos con él a nuestra derecha, nos sentíamos tranquilos, aun sabiendo que podíamos desviarnos muchos kilómetros o pudiera ser que nuestro camino quedara más al sur o más al norte.

Se hace extraño al caminante andar sin sendero ni señales que marquen la dirección de un lugar habitado. En aquella tierra nunca vimos señales, pero los senderos nos daban seguridad, sabíamos que llevan a algún lugar o, como mínimo, encontraríamos el porqué habían sido creados. Una o dos semanas antes nos habría alarmado o llenado de incertidumbre, pero ya no temíamos nada, tal vez porque estábamos a gusto, no teníamos problemas de alimentos, de agua ni de higiene, y empezábamos a sentir el constante deseo del contacto físico, de la caricia o, simplemente, de ir cogidos de la mano; aunque por el cansancio, por lo mucho que nos absorbía la experiencia o porque nuestras largas conversaciones lo suplían con creces, habíamos dejado de sentir, al menos yo, tanta necesidad de sexo.

Descubrir que en el ancho y salvaje paso tampoco había camino no nos arredró. Pensamos que, en caso de habernos equivocado, un día o dos de andadura perdido no significaba nada, tan solo tiempo, que era lo que nos sobraba. Y lo único que pensamos es que, en caso de fracasar, siempre quedaba la opción de desandar lo andado, aunque fuera por otro lugar para disfrutar del país, o dirigir nuestros pasos hacia el Nanga Parbat, para rodearlo y encontrar la carretera principal. Nos daba igual que fueran cincuenta, cien o doscientos los kilómetros.
La vaguada era practicable, de tal que pensamos que mucho tiempo atrás habría existido un camino para franquearla. En ella se apreciaba otra clase de vegetación, más abundante y verde, llena de arbustos cubiertos de bayas, frutos que no conocíamos, y rosales silvestres. Podíamos subir por las rocas que iban escalonándose, algunas con la suficiente suavidad, mientras que otras debíamos escalarlas con mucho sufrimiento.

Teníamos suficiente comida, sin embargo, recolectábamos la que podíamos, ya solo por el gusto de comer huevos de faisanes y de perdices, fruta fresca, pequeñas y sabrosas ciruelas, y albaricoques silvestres; o pequeños conejos que nos lo ponían demasiado fácil, ya que allí, excepto algunas aves de presa y un tipo de culebra grande y vistosa, nadie les daba caza. Era tanta la tranquilidad de aquellos animales, que de haber querido habríamos comido perdices en todo momento; pero nos daba coraje darles caza, cuando no nos hacía falta y era un engorro prepararlas.

Nos sentíamos integrados en la naturaleza, los matorrales nos cubrían casi por completo y los pájaros no levantaban el vuelo a nuestro paso, de tal que casi podíamos tocarlos; ni siquiera las abejas, a las que siempre había tenido mucho respeto, parecían molestarse. Había agua por doquier en forma de pequeños torrentes, con cascadas y plantas acuáticas. Nos refrescábamos constantemente y llenamos las cantimploras con la que parecía salir de una mina, tan limpia como potable, por las ranas que la merodeaban y el rastro de los innumerables animales que paraban para beber.

 

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martes, 18 de mayo de 2021

Escalada Libre a Vuelapluma

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 Dan Osman murió, curiosamente, mientras hacía caída libre con cuerda.

Abro la web de JOT DOWN, muy recomendable por cierto, y un artículo atrae mi atención. No puedo resistirlo y lo abro. Quien me conoce sabe lo irresistible que es para mí.
Aunque en mi historia no salga, me pregunto por qué, la montaña, principalmente la de paredes de roca, siempre me ha llamado la atención. Incluso las que no son de roca, esas que proliferan por nuestra geografía urbana, se me hacen irresistibles a la mirada. Es algo innato, levanto la vista y automáticamente calculo al milímetro como subir por la fachada. Eso es algo que mi cuñada, una hija para mí, sabe muy bien. El día de su boda consiguió esconder las llaves de su casa, de modo que su grupo de amigos no pudo entrar en ella para jugarle las consabidas gamberradas. Los encontré junto a mi hijo, compungidos mirando el balcón sin saber cómo estropearle la velada.
- No conseguimos la llave- me dijeron.
Era tan fácil que incluso me dio vergüenza. Les pedí un par de minutos, me descalcé y subí hasta el balcón. Unos chavalotes fuertes y jóvenes abajo, y un abuelo arriba extendiendo una pancarta para que todo el barrio se enterara que allí vivían unos recién casados. Luego, claro está, picar los cristales hasta que mi cuñada, con los ojos como boinas, abriera el balcón para seguir la fiesta.
- Subir es fácil, bajar no tanto. No querrás que tu cuñado se rompa la crisma-
Por supuesto, bajar no es tan sencillo, me habría costado uno o dos minutos más.

La escalada libre no es un deporte, al menos a mi no me lo parece, aunque para afirmar algo así y con esta contundencia, primero se habría de definir lo que es deporte. Quizá lo sea, igual que muchas otras cosas que todos hacemos sin darnos cuenta.
La escalada libre es algo que sale de uno, que lleva dentro de su espíritu. Ves una pared, un acantilado, y no puedes frenarte, te atrae como un imán. En unos pocos segundos sabes si para ti es practicable. Luego empleas unos minutos, lo estudias con detenimiento y te lanzas. Si es alto y tu vista no llega, coges unos prismáticos, y si ni así, lo intuyes. La intuición es primordial, nunca falla.
No es desafío ni pretender ser mejor que otros. En escalada eso no debe hacerse porque invariablemente se convierte en tu ruina, que en la versión libre, es decir sin cuerdas, eso significa la muerte. No, no es eso. El deporte es competitivo, aunque sea compitiendo con uno mismo. Con la escalada libre no compites con nadie, ni con el compañero, ni siquiera contigo mismo. Ves una pared y no puedes remediarlo, y si es en el mar, solo de pensar que luego te lanzarás a él desde donde sea, eso ya hace que tengas ganas de llegar.

Todo empezó de muy joven, al poco de que mis amigos, Artur, Jordi y Sebas consiguieran sacarme de encima la mierda del vértigo. Con el tiempo descubrí que podía ser un defecto del oído, es decir nada psicológico; pero mira, a la vista está que el oído lo tenía bien, de modo que todo era de coco.
A los pocos días ya la estaba liando parda, subiendo por la fachada de una casa abandonada. Al principio costó, sentía mucho miedo, muchísmo; demasiados años evitando cualquier altura, incluso una montaña rusa me había dado pavor, pero levanté la vista y la atracción que sentí fue demasiado.
A las pocas semanas ya escalaba con mis amigos, buscando, cómo no, eso que llaman límite.

En escalada libre el límite no lo marca tu músculo sino tu racionalidad.
El límite real es el de tus capacidades y para conocerlo siempre has de intentar traspasarlo. Solo cuando no has conseguido llegar conoces el tuyo. El problema es que en escalada libre si no llegas la palmas, así de claro, de modo que antes de empezar tienes que valorar muy bien si podrás o no. En escalada libre se busca, es parte de la naturaleza humana, pero solo lo encuentra quien deja los huesos en el intento. La grandeza de la escalada libre es que solo sobrevive quien sabe dejar el justo margen, y eso que parece tan sencillo, es lo más difícil.

Éramos tan jóvenes y libres que no sabíamos nada de escalada. Para nosotros subir una pared era escalar, no teníamos ni idea de que se necesitaran cuerdas, anclajes y otras gilipolleces. Luego la historia se complicó y solo quedamos Artur y yo, y con los años solo yo. Por entonces ya sabíamos de cuerdas y anclajes, pero no entraban en nuestro imaginario. Para nosotros subir una pared o un acantilado era mirarlo, sentirnos atraídos por su belleza y subir, solo eso. Las cuerdas y los anclajes no eran escalada y punto, porque solo con prepararse y tal ya se perdía la magia del momento y la belleza que representaba.

Con los años te vuelves más osado, no por ser riesgoso sino porque la pared es más alta y lisa, porque se curva hacia fuera y eso nunca lo habías hecho, porque… e instintivamente buscas los puntos donde agarrarte, imaginas los que encontrarás, y lo ves posible, luego seguro y a los pocos minutos sonríes porque ya lo ves fácil. Y subes, no lo puedes remediar. Y si es en el mar, ¡oh, el mar! te lanzas a él con tanta felicidad que mientras escribo esas líneas los recuerdos me llenan de gozo.

El peligro no está en la escalada libre sino en lo que conlleva, lanzarte en ala delta sin preparación, de un acantilado al mar sin asegurarte que no haya una roca escondida, ir a la montaña en invierno sin valorar la nieve que caerá. En suma, que la osadía en lo que dominas, te convierte en osado en lo que no.

 

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sábado, 15 de mayo de 2021

El Camino Infinito, 44ª parte

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Llegamos agotados a una pequeña plataforma previa a la cumbre. Nos costaba respirar o eso creímos. En lo que llevábamos de viaje era la primera vez que nos pasaba y nos sorprendió. En principio nos habíamos aclimatado muy bien, mejor de lo esperado, de modo que solo podía deberse a que habíamos subido quizá más de la cuenta y por la tensión no nos habíamos percatado.
¿A qué altitud podíamos estar?
No lo sabíamos, pero ni mucho menos era de las montañas más altas, lo que demostraba que al Oeste seguían siendo muy elevadas. El pueblo que habíamos dejado atrás, seguramente superaba los tres mil metros de altitud, y no habíamos parado de subir con el río y ahora ya muy por encima de él. Descansamos durante una hora para que nuestros pulmones e incluso nuestra mente se adaptaran, aunque fuera un poco, y subimos los pocos metros, quizá cien, que faltaban para la cumbre.
Desde allí el paisaje era de una grandeza sobrecogedora. Nos sentimos pequeños, ridículos. Tal vez nunca más podríamos ver algo parecido y lo observamos enmudecidos por la belleza. A nuestro alrededor se veían tres valles, sus pequeñas casas, minúsculas desde la altura, los campos, las terrazas y las cumbres tan nevadas como la nuestra, infinidad de ellas hasta perderse en el horizonte.
Decidimos acampar, no había otra opción y la subida nos había agotado por completo, además queríamos ver la puesta de sol y el amanecer. Cavamos una profunda hendidura en la nieve y montamos la lona como toldo. Era un nuevo sistema de iglú, medio en este caso e ideado para la ocasión. Una manera de cubrirnos del viento helado, en caso que soplara durante la noche, y del frío cuando la temperatura cayera por debajo de los cero grados. Los plásticos y la ropa de las mochilas nos sirvieron de impermeable y de aislante, y los mullidos sacos de borrego para resguardarnos del frío. El truco, y debíamos rogar para que así fuera, consistía en que no nevara durante la noche, porque de lo contrario nos costaría salir.

Ya nunca más, con los años y mis viajes por el altiplano peruano, el desierto mauritano, la selva amazónica y birmana, navegando entre tempestades y la grandiosidad de alta mar, en el Pirineo nevado y salvaje, en el Cap de Creus o en los acantilados de Menorca, vería algo comparable. Ni de lejos.
El crepúsculo se abatió sobre nosotros y un millón de estrellas iluminaron el cielo y la tierra; después apareció la luna, primero su luz tras el horizonte de montañas, y el paisaje se convirtió en fantasmagórico, suave, dulce como los cantares de aquella tierra.
Nos despertamos por el frío, seco, duro, implacable. ¡Qué tierra tan extraña! Con treinta grados algunos días, y tantos grados bajo cero en aquel amanecer. No llevábamos termómetro, no sabíamos si era sensación o realidad. Nos habíamos aclimatado tanto que no teníamos modo de calcular la altura, y es que de tanto subir y bajar nos habíamos hecho un lío con la falta de oxígeno. Dependía de la orientación, del clima, de la cantidad de valles que nos rodeaban y de su verdor. Nuestro amigo Yuz Benzir nos había explicado que la altura era fundamental, pero en algunos lugares de cinco mil metros se podía respirar mejor que en otros de cuatro mil quinientos.

Temíamos la bajada, sin embargo, y al contrario que en la subida, encontramos el camino bastante arreglado y cómodo. Y no tenía mucho sentido, porque en la cumbre no había nada. Era verano y allí no había pastos, ni siquiera los típicos matojos de otros lugares. Una vez en el valle encontramos a dos hombres trabajando la tierra. El camino estaba lleno de ganado, gallinas, patos, por lo que debimos andar con cuidado para no pisarlos o tropezar con ellos. Los muy taimados no se apartaban y a veces se metían tanto entre nuestras piernas como las de los búfalos. Nos acercamos, más que nada para saber dónde estábamos o que nos dibujaran un mapa. Los valles y las vaguadas se entrecruzaban siguiendo direcciones aleatorias y no siempre era posible seguir la puesta del sol.

Preguntamos por el camino hacia Muzaffarabad, que es dónde queríamos llegar. Y perplejos por la pregunta y el camino por donde habíamos llegado, nos señalaron los caminos de los valles para volver a Skardu, con la recomendación de buscar alguien que nos llevara por lo peligroso y complicado del trayecto. Y cuando les explicamos que queríamos seguir el camino de las montañas, nos miraron como si fuéramos extraterrestres y respondieron que no lo había; y tras nuestra insistencia nos dijeron que aparecía y desaparecía, y que no conocían a nadie que lo hubiera andado. Y al vernos convencidos nos dibujaron lo que podía ser parecido a un camino, el que los pastores recorrían hasta un punto muerto porque más allá no había sendero. Pero lo cierto es que día a día, preguntando a unos y otros, nos íbamos acercando a nuestro objetivo, y no sabíamos si alegrarnos o apenarnos.
Aquellos dos hombres no fueron una excepción. A medida que íbamos encontrando pobladores, fueran labradores o pastores, todos pretendían que siguiéramos el curso del río.

En aquella comarca ya no llegaba la influencia de nuestros amigos, y su idioma o dialecto era distinto, sin embargo, la figura del comandante seguía estando presente; y no se nos escapaba que por muy recóndito que fuera el lugar, siempre había alguien que sabía de nosotros y que le daba aviso de nuestro paso.
- ¿No habéis visto a los soldados?-
Eso nos preguntaron cuando supieron de dónde veníamos y por dónde habíamos pasado. Y es que en la cumbre donde habíamos acampado había un pelotón de soldados.
No, no los habíamos visto y era extraño.
- Es que están camuflados- nos dijeron.
Los reemplazaban todas las semanas y vigilaban la ladera del sur, es decir la Cachemira ocupada. Y eso nos demostró que no sabíamos donde estábamos. Inconscientemente habíamos bordeado la frontera, pero lo más sorprendente es que los soldados seguramente nos habrían visto, vigilado y dado parte de nuestro paso, sin molestarnos ni descubrirse. Entonces entendimos porqué el camino hasta la cumbre estaba tan bien arreglado por aquel lado de la montaña.

La gente era igual de amable y hospitalaria, aunque fuera de tribus o familias muy distintas, tanto que hasta en sus rasgos parecían diferentes. Las mujeres vestían con menos uniformidad y muchas no llevaban la cabeza cubierta. Pero nos seguía siendo difícil pagar por lo que comprábamos, aunque lo cierto es que no había tiendas y debíamos hacerlo directamente en los caseríos.
Un día lo pasamos siguiendo el ancho y caudaloso río, que nunca supimos cual era, de caserío en caserío, invitados a almorzar, a cenar, a pasar el día con ellos. La gente dejaba el trabajo por tal de conocer o cambiar unas palabras imposibles, ya que no había manera de entendernos, pero sí compartir una canción, una risa o simplemente una buena comida.
La primera noche la pasamos en un granero. Una vez más nos negamos a que alguien cediera su cama. Para nosotros, acostumbrados a dormir a la intemperie, bajo una simple lona soportada por cuatro palos y en el interior de sacos hechos con piel de oveja, un granero era lo más parecido a la suite de un hotel de cinco estrellas.
La familia estaba desolada, creía haber hecho algo mal; aunque nosotros, con signos señalamos a los chicos, a las chicas y sus dormitorios, para dar a entender nuestra postura. Anteriormente habríamos intentado explicarnos hasta el aburrimiento, pero entonces ya no lo hacíamos, nos habíamos cansado que simularan no entendernos y nos negamos en redondo.

Durante los dos días siguientes atravesamos un precioso y boscoso valle, poblado de pino azul y otra conífera que no supimos precisar, lleno de vida animal y absolutamente deshabitado por el hombre. Allí por fin vimos al oso negro, el animal contra el que tanto nos habían apercibido. Lo vimos de lejos, igual que él a nosotros, y, como es natural, nos rehuyó de inmediato. Seguimos andando, nos habría gustado acercarnos y verlo más de cerca, pero aunque viajara solo y lo encontráramos pequeño, sabíamos que era tentar a la suerte. Por encima de todo debíamos hacer caso a la sabiduría popular, y esa lo dejaba muy claro, había más muertes por ataques del oso que del leopardo.
Aquella noche plantamos el toldo como siempre, pero tuvimos el cuidado de colgar las zamarras con nuestros alimentos en lo alto de uno de aquellos grandes árboles, de manera que el animal no pudiera alcanzarlas. Nos acostamos como siempre, pero muy pegados, tanto que dormimos abrazados, con la lona en forma de tienda y las mochilas cubriendo las aberturas de sus extremos. Nos habían explicado que el oso respeta los lugares cerrados.
A media noche creí oír como olisqueaba una mochila, debió sentir curiosidad y pasó unos minutos dando vueltas a nuestro alrededor. Mi sueño es ligero, por entonces dormía con facilidad, pero cualquier ruido inesperado o que pudiera provocar alarma me despertaba. Me quedé inmóvil, casi sin respirar. Anna dormía tranquila a mi lado, ajena a lo que acontecía. Al fin marchó, supuse que decepcionado por no haber probado bocado. Por la mañana, ante mi asombro, lo primero que dijo mi compañera fue:
- Esta noche nos ha visitado el oso, supongo que el mismo que vimos en el bosque. No te he despertado para no alarmar a ninguno de los dos-
Y me reí con ganas, me había puesto en el mismo paquete que al oso.

A los tres días de caminata llegamos al pie de la gran meseta, era necesario atravesarla para conseguir llegar a nuestro destino, eso nos habían dicho. Una formación rocosa, inmensa y elevada que debíamos franquear evitando rodearla. No había camino ni nada que se le pareciera para subir a ella. Lo único que se nos ocurrió fue escalarla o seguir su contorno hasta encontrar un acceso para superarla. Lo primero se me hacía difícil incluso a mí, entrenado para ello, por carecer de los útiles imprescindibles. Lo segundo parecía imposible, porque hasta donde llegaba la vista no se apreciaba ninguna irregularidad. Pero a las dos horas de caminata encontramos una grieta de doscientos metros de anchura, un desprendimiento convertido en escalera natural. ¿Cuántos metros tendría? Allí todo era grande, gigantesco. Subir a la meseta significaba escalar trescientos metros y no valían lamentos. Podríamos no haber encontrado la grieta o haber andando muchos kilómetros hacia el sur, con el riesgo de entrar en la Cachemira ocupada.

 

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miércoles, 12 de mayo de 2021

El Camino Infinito, 43ª parte

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El paisaje era grandioso. La piedra parecía seca, no obstante, por sus grietas rezumaba tanta agua, que al reflejarse con el sol parecía hecha de mil espejos rotos en irregulares pedazos; y si mirábamos un poco a lo lejos, podían verse decenas de arco iris entre montañas, rocas y el mismo sendero, algunos sensitivamente tan cercanos que parecía que los pudiéramos tocar o atravesar con nuestros cuerpos. En cualquier caso debíamos andar con cuidado para no resbalar.
Poco a poco fuimos abandonando la gruesa vestimenta, práctica para unas cosas, pero incómoda para andar con ella con el sol del verano, hasta quedar desnudos de cintura para arriba.

El calor y el frío dependen de la situación y el momento y se convierten en sensaciones. Para nosotros el calor era una realidad sensitiva, pero no debíamos olvidar que a unos pocos cientos de metros empezaba la nieve, que en algún momento la pisaríamos. De haber llevado un termómetro encima, habríamos descubierto que no debíamos pasar de los diecisiete grados, quince seguramente. No obstante quisimos aprovechar aquellos caminos solitarios y el buen tiempo para broncearnos, poco porque podíamos quemarnos con mucha facilidad y sin darnos cuenta. El sol de la montaña es engañoso, el aire refresca los cuerpos, y la altura y la pobreza de la atmósfera provocan quemaduras e insolaciones. No debíamos olvidar el porqué de la vestimenta del país y que viajábamos por parajes situados entre tres mil quinientos y cuatro mil metros de altitud. Eso creímos entonces, luego descubrimos que en algunos momentos habíamos sobrepasado esa altitud. Nuestras caras y manos estaban tan bronceadas, que, de no ser por nuestro idioma y nuestras costumbres, habríamos pasado por oriundos. Bajo el turbante llevábamos un pañuelo de tul transparente de seda negro, que nuestro amigo Yuz Benzir nos había entregado al despedirnos, tan fino que parecía tela de araña, y que al principio lo llevábamos a modo de cortina para proteger los ojos y la nariz; pero poco a poco lo fuimos alargando hasta enrollar toda la cara. Podría ser curioso y bastante morboso ver a dos jóvenes de ambos sexos, con el torso desnudo, turbante y la cara cubierta de aquel tul negro; pero allí, excepto algunos lagartos, pájaros, cabras salvajes y alguna fiera que nos vigilara de lejos, no había nadie que pudiera escandalizarse.

Llegamos a una pequeña meseta. A unos doscientos metros de ella y a su izquierda, una pequeña cumbre dominaba el paisaje; y en ella, dos jinetes montados en sendos y fuertes caballos conformaban una magnífica estampa, uno de espaldas al otro, sus monturas se movían inquietas, perfilándose en el horizonte. El primero en vernos nos saludó levantando el fusil y al momento hizo dos disparos. A lo lejos sonaron otros dos. No era el eco sino una respuesta o la continuidad de un mensaje. Mi compañera, medio paralizada por la sorpresa, se cubrió los pechos con las manos. Ellos jinetes cabalgaron hasta nosotros y uno de ellos, sin inmutarse por lo inusual de la estampa, en forzado inglés dijo:
- Hammed Malek es feliz de saber que estáis bien-
Después nos entregó una zamarra de lona con pan tierno, queso y dos pedazos de carne seca en su interior. Sin duda había aprendido el mensaje de memoria. Se despidieron con los fusiles en alto y sin esperar respuesta, y, como nuestros viejos amigos, ya desde lejos miraron para atrás, supuse para confirmar que lo que habían visto no había sido un sueño. Y los entendí, porque mi compañera, desafiante como siempre, de inmediato había rectificado su postura y mostraba su magnífico torso con bravura. El encuentro, si se le podía llamar así, no había durado ni treinta segundos y había sido tan inesperado que tardamos un buen rato en recuperarnos de la sorpresa.

No hacía falta pasar por la nevada cumbre para seguir nuestro camino, sin embargo, subimos para ver el paisaje y lo que nos esperaba; y entendimos el porqué los jinetes se habían situado allí. Desde la cima se veía todo el serpenteante camino como zigzagueaba para subir una gran y lejana montaña, incluso podían verse o intuirse los que recorrían las montañas al otro lado del río. Era impresionante. Bajo nuestro se abría un gran valle de piedra, de colores tostados y grisáceos, en él apenas había matojos y esos crecían como podían entre piedras y rocas, pero profusamente floridos, de manera que el cuadro se componía de una peculiar y grandiosa terraza de piedra salpicada con manchas de color violeta, naranja, amarillo y verde. El río bordeaba el camino por donde habíamos pasado y se notaba que pocas horas antes lo había invadido, dejándolo cubierto de grandes piedras. Y entendimos la congoja de los jinetes y de Hammed Malek, el jefe de barba blanca. Habrían pasado de largo mientras dormíamos, sin haber podido ver nuestro refugio, por encontrarse sensiblemente más alto y escondido. El agua habría borrado nuestro rastro, el de cualquiera; y al no encontrarnos ni vernos desde aquella altura, debieron pensar lo peor, lo más lógico. Y al vislumbrar el lugar por donde habíamos de pasar, recordé las palabras de nuestro protector sobre la cautela, y mi respuesta interior sobre el respeto a la montaña. ¿Qué más daba si casi significaban lo mismo? Aun así, estaba seguro que nos había salvado el respeto que siempre le he profesado, que ayuda a prevenir posibles desprendimientos o accidentes, no la cautela de la que él hablaba.

El olor había cambiado, era tan limpio como las rocas, como el cielo; tan puro como el aire. El horizonte se componía de montañas, innumerables. En lo alto de todas, mucha nieve. No había señal de seres humanos, ni una choza o humo. El paisaje, de tan desolado parecía grotesco. A lo lejos, tal vez a unas tres horas de camino, se veía la gigantesca cumbre que nos tocaba atravesar, del mismo color, sin que pudiera vislumbrarse un ápice de verdor, al menos desde donde nos encontrábamos.
El río bajaba con mucho caudal, pero al ser llano ya no revestía peligro. Bajamos a él con mucha dificultad y desplazando algunas piedras pudimos construir un pequeño remanso para bañarnos.
Uno de los problemas que teníamos era de higiene, quizá el más importante. En aquella tierra no había papel higiénico ni nada que se le pareciera, además llevarlo hubiera significado más espacio y peso. Nos limpiábamos con las manos y agua en abundancia, por eso cuando podíamos disfrutar de un río en soledad, aprovechábamos para bañarnos, y si no podíamos nos echábamos agua uno al otro con las risas de rigor y ateridos de frío.

De un lado de la montaña bajaba un gran torrente, quizá de cuatro metros de ancho, con caídas de cinco o más metros de cristalina agua. El camino se encontraba al otro lado, por lo cual tuvimos que pasarlo con los jirones de cuerda de lo que quedaba de la pasarela y la que nosotros llevábamos. Y una vez más Anna me demostró de qué pasta estaba hecha. Dejamos las mochilas en el suelo y se colgó con piernas y manos de la única cuerda que quedaba entera, para ir pasando las que yo iba añadiendo con nudos hacia el otro lado del torrente. Una vez pasadas tres de ellas, las justas para agarrarse de pies y manos con la original que había quedado entera, con los restos que quedaban y los palos y ramas arrastrados por el aguacero, la terminé a modo de pasarela colgante, tal como habíamos aprendido con el comandante. Cuando la tuve asegurada y antes que pudiera dar un paso para volver a cruzarla, la vi entrar cargada con una de las mochilas. Y sin haber terminado de pasarla, la descargó y volvió para atrás para recoger la otra. La pasarela de fortuna era insegura, se movía mucho y los nudos a duras penas aguantaban el peso, de manera que mi idea era cortar el apaño que había hecho, para que nadie se arriesgara demasiado y recuperar la cuerda utilizada. La llamé para que cruzara el río.
- Yo peso menos y soy muy ágil para esas cosas- respondió.

El camino, curiosamente por lo desolado del lugar, estaba bien dibujado y sin grandes piedras por medio. Todavía nos estábamos felicitando, cuando de improviso se convirtió en un cúmulo de rocas sin sentido, entre las cuales se acumulaba la nieve caída durante la noche anterior. De estar estaba, lo habíamos visto desde la cumbre, pero en el lugar no parecía que existiera.
A medida que avanzamos las piedras y a veces grandes rocas se iban desprendiendo, arrastrando otras por el camino y convirtiéndose en pequeños aludes, aunque en otro momento y en nuestro país nos hubieran parecido bastante más grandes.
Miramos para arriba y todo parecía ser lo mismo. Podríamos haber llorado, parecía ser nuestro final. No podía pasar mucho tiempo que la mala fortuna nos obligara a pisar la roca equivocada y terminar montaña abajo, aplastados por las que siguieran o rotos por la caída.

De vez en cuando veíamos un íbice, otras a una cabra más parecida a la montés, de las que abundan en los Picos de Europa. Y parecían vigilarnos desde lo alto de las peñas, y en cuanto los veíamos y señalábamos, desaparecían por ensalmo. Aquellos animales, pesados y grandes, no movían ni media piedra por pequeña que fuera. Parecían hechos de pluma o de aire, porque otra cosa no podía ser, y nos llenó de envidia. Encontramos un macho grande y poderoso en medio del camino, sobre las piedras que parecían conformarlo. Estaba a pocos metros y nos miró, desafiante, majestuoso y tranquilo, ocupando todo el inestable paso. Nos paramos y nos reímos por la impotencia que sentimos. Ahora qué hacemos, nos preguntamos desconcertados por la extraña situación. Aquel animal no parecía tener intención de moverse durante todo el día. Nos quedaba intentar ahuyentarlo con los palos, pero la experiencia y la prudencia nos decía que no nos moviéramos. Si nos embestía caeríamos montaña abajo, si decidíamos dar la vuelta también, porque solo hacer el gesto de girar ya era arriesgado por la inestabilidad y estrechez del camino. Y de pronto el animal dio un salto y desapareció. No movió una sola piedra. Nos miramos perplejos, no por su súbita desaparición sino por su nitidez. Nos acercamos al lugar y miramos las piedras. Alguna explicación habría y de encontrarla podríamos seguir mucho más tranquilos. Las toqué con cuidado para moverlas hacia los lados y presionarlas hacia abajo, y se desplazaron peligrosamente, y descubrí que siempre había un punto en el se mantenían quietas y seguras. Cada piedra tenía el suyo y la cabra debía conocerlo antes de saltar o con solo sentirlo bajo sus pezuñas.

Al girar en un recodo, el camino volvió a ser visible, pero tan estrecho e inseguro que en algunos lugares apenas cabía un pie. La sensación era tan brutal que nos obligaba a andar ladeados hacia la montaña, por miedo a un gesto, un traspié o que la mochila nos desequilibrara momentáneamente. No sabíamos si era preferible la inestabilidad de las piedras o la precariedad del camino. No podíamos parar, era imposible, ni siquiera nos atrevíamos a dar la vuelta o mirar para atrás, no fuera que el gesto nos hiciera perder el frágil equilibrio. De vez en cuando se escuchaba una risa tras mío. Era Anna, quién sino, que nerviosa se burlaba de nuestra suerte y locura; porque era evidente que había más posibilidades de dar un mal paso, o que uno de nuestros pies resbalara o rompiera la débil y pequeña cornisa marcada por la suave y estrecha línea de nieve helada, a que todo saliera bien.

Tuvimos suerte de vestirnos convenientemente cuando pudimos. La visita de los dos jinetes había sobresaltado a Anna, además no llevábamos protección solar y había empezado a refrescar. En aquellas montañas se pasaba de una agradable calidez al frío más intenso. No habíamos hecho ni la mitad de camino, y lo seguro es que allí no podíamos abrir una mochila para buscar algo de abrigo, ni siquiera hacer el gesto de ponérnoslo.


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sábado, 8 de mayo de 2021

El Camino Infinito, 42ª parte

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¡La incertidumbre! Amábamos la incertidumbre, hacía que nos sintiéramos vivos y seres humanos. No saber qué nos depararía el futuro, cuándo encontraríamos agua, si un leopardo caería sobre nosotros, si nos encontraríamos con un oso al doblar el camino; no conocer el país, no tener la garantía. Allí no había señales, excursionistas, latas de conserva, fogones de camping-gas. No sabíamos si nos encontraríamos con una patrulla del ejército hindú, una partida de la guerrilla o bandoleros, un pueblo o caseríos abandonados. Nuestra brújula era el sol y su puesta nuestra dirección.
Habíamos aprendido a hacer acopio de excrementos secos, a hacer yesca con cualquier cosa que pareciera combustible, a andar sin planos y sin conocer el nombre del siguiente pueblo, montaña, valle o río. Teníamos comida y agua para dos días, quizá tres si consumíamos con cuidado y lo justo, muchos más de volver a cazar, encontrar plantas comestibles asilvestradas y huevos. Era la mejor época y confiábamos en ello.

Hablando con nuestro amigo de la barba blanca, descubrimos que por mucho que hubiéramos andado, habíamos hecho pocos kilómetros en línea recta. Los valles eran pequeños, incluso el que nos pareció tan grande. De un pueblo a otro podía haber entre quince y veinte kilómetros, por carretera el doble y nosotros hacíamos el triple al zigzaguear por las altas montañas y los senderos. El esfuerzo también era mayor, aunque nosotros no lo notáramos porque no contábamos el tiempo.

Desde que cruzamos el valle, habíamos estado bordeando la frontera, lo cual hacía que por un lado nuestro camino fuera más accidentado y, por otro, más solitario y sin bandolerismo; pero peligroso por la soldadesca hindú, que podía disparar desde sus escondidos puestos de vigilancia solo por hacer tiro al blanco. Nuestro amigo nos explicó que el ataque podía haber provocado dos cosas bien distintas, que el ejército hindú abandonara su belicosidad por las consecuencias que acarreaba, o, al contrario, se explayara con caminantes solitarios para vengar la desaparición de su compañía.
Andamos durante toda la mañana, y aprovechamos el desayuno para descansar. El paisaje solo nos brindaba desolación y grandiosidad. Tan imponente era eso último, que convertía en belleza lo anterior.

El cansancio de los dos últimos días y haber dormido tan pocas horas nos pasó factura. De no haber sido ella, habría sido yo quien cayera rendido con una exclamación de queja. La marcha había sido lenta y difícil por un camino pedregoso, con constantes cambios de nivel y desprendimientos, que, se notaba, habían sido reparados con prisa y parcialmente. Paramos para descansar y almorzar, nos dolían las extremidades, desde la rodilla hasta el último dedo del pié. Y descubrimos que apenas habíamos probado bocado en dos días, que el desayuno de unas horas antes había sido el ágape más importante desde la mañana del bombardeo. La prisa del jefe tribal -teníamos claro que lo era sino alguien muy cercano a él- para que marcháramos del pueblo había impedido reabastecernos correctamente, y parte delos alimentos comprados en las tiendas de la carretera se había echado a perder por el destrozo, ya que los habíamos dispuesto para compartirlos con las maestras, o porque tanto nosotros como el resto de gente echó mano tanto de él como del que iba llegando.

Tres horas después del almuerzo encontramos un río, torrencial por su desnivel y muy caudaloso. Y nos preguntamos cómo sería su nacimiento, de dónde podía salir tanta agua en un lugar tan seco. De pronto oímos tronar y en pocos minutos el cielo se llenó de grandes y oscuros nubarrones. El día se convirtió en noche y empezó a llover, primero poco, pero en pocos minutos torrencialmente. No fue difícil encontrar un saliente de roca donde refugiarnos. La geología del terreno lo facilitaba, igual que al infortunado dueño del machete que nos apropiamos. Una hora después, quizá menos, tuvimos que cubrirnos con la lona, estábamos ateridos de frío, abrazados para conservar el calor corporal y ocupar el menor espacio posible. En el improvisado refugio el agua entraba y se encharcaba. Y construí un parapeto de piedra con bastante éxito, mientras Anna temblaba al fondo.
Al rato oímos un rugido y cogí el machete dispuesto a defender la madriguera, porque es lo que era, una madriguera que ahora ya considerábamos nuestra. Y es que al entrar tropezamos con algún resto de huesos y excrementos, aunque de mucho tiempo atrás.

Anna me preocupó. Arrebujada con una manta y la lona, solo oír el rugido levantó los ojos con impotencia, con clara postura de rendición. Al escuchar con más cuidado descubrimos que el rugido procedía del río, también oímos grandes rocas chocar entre sí, con violencia. Y pensé que un aguacero tan fuerte tenía que venir de lejos, y por fuerza haría daño en el valle. Estábamos a gran altura, muchos metros por encima del río, no obstante, salí del escondrijo para ver su crecida. Llevábamos dos horas y la situación empeoraba por momentos y había que estar alerta. Debían ser las cinco de la tarde y era difícil ver algo por la oscuridad y a través de la cortina de agua, como si a la vez que lloviera, estuviéramos en el interior de una espesa nube. Me acerqué al precipicio y me impresioné. Nunca había visto nada igual. Solo podía igualarse a lo que me contaron de lo sucedido, durante las famosas inundaciones del Vallès, en las que en una noche se ahogaron más de seiscientas personas, y en las que una riera más o menos seca y nada peligrosa, se convirtió en un río que se lo llevaba todo, incluso hormigoneras. Quedaban más de dos metros de pared para que el agua llegara donde estábamos, era mucho, pero sobre lo crecido era poco. De pronto, sin que nada pudiera predecirlo, la lluvia cesó. Una hora más tarde el río seguía bajando con la misma fuerza, pero ya no se oía bajar tanta piedra, y no por su falta, que de eso aquellas montañas andaban sobradas.

Anna seguía temblando, le puse la mano en la frente y me pareció que tenía fiebre. No parecía ser solo producto del frío, sino que debía arrastrarlo de uno o dos días atrás, o quizá fuera el resultado de la tensión posterior al bombardeo. La abracé para tranquilizarla, busqué una aspirina en nuestro botiquín para bajársela, limpié un par de zanahorias, y se las di con un poco de queso y agua. Y, sorprendido, vi que tenía ganas de llorar, pero no quería o no podía.
Mi compañera estaba en plena menstruación y los sucesos de la escuela se la habían cortado. Estaba débil, apenas había comido y el día anterior no había podido dormir. La abracé y la besé. Tuve la intuición que su mal era más espiritual que físico, y para curar el segundo debía enfrentarse al primero. A Anna le había estallado todo lo vivido de un golpe, justo en el momento que tuvimos que refugiarnos. Sus párpados habían palidecido. La palma de sus manos, siempre tan cálidas y secas, estaban frías y húmedas. La hice salir del refugio, y que apoyara su frente en mi mano y le introduje los dedos en la boca. Vomitó. Le di agua y, con cuidado, le ayudé a bajar hasta donde corría el río. Clareaba y vimos que estaba a punto de salir el sol. Y allí, sentados frente la corriente, hablamos de lo sucedido en el pueblo.

Mi amiga se sentía culpable, la niña había muerto en mis brazos, no en los suyos; no pudo hacer nada, se sintió impotente, incapaz de soportar la tensión y no le quedó más remedio que cedérmela. Anna estaba hecha para la acción, para curar, moverse, solucionar problemas irresolubles para la mayoría, pero sentir como la vida de la niña escapaba en sus brazos alteró sus sentidos y no pudo resistirlo.
Con las piernas cruzadas y la mirada puesta en el caudaloso río, recordé, aunque durante unos instantes, cómo el espíritu de la niña escapaba a través de su mirada y de sus suaves gemidos. Mi compañera necesitaba escuchar esta historia por mi boca, vivirla como suya. Y lloró casi en silencio, tal como era. Ver correr el agua del río le ayudó a ahuyentar sus demonios. Con la mano le refresqué la cara, con mis labios acaricié su rostro. Y de pronto se levantó.
- ¡Marchemos! Aquí no hacemos nada-

El suelo de roca se estaba secando por momentos. Hice que se sentara en la entrada del refugio, tendí la lona y nos cambiamos de ropa. Volví a darle de comer. Seguro esta vez que su cuerpo lo aceptaría.
Por el agua ya no debíamos sufrir. De las rocas se filtraba en abundancia, eso si no encontrábamos una fuente llena de vida animal y vegetal, señal inequívoca de su salubridad.
Era más o menos las cinco de la tarde y mi intención era quedarnos. La losa que nos cubría no podía considerarse un buen refugio y el piso donde podíamos descansar era bastante incómodo, apenas nos quedaban alimentos, pero vi a Anna débil e intuí que volvería a tener fiebre. Teníamos comida para un par de días y agua para muchos. El río poco a poco se tranquilizaría y, aunque tardara en volver a formar remansos, podríamos llegar a él y lavarnos. Pronto se haría tarde y nadie podía asegurar que haría buen tiempo.

Y una vez más se formaron nubes a nuestro alrededor, asaltando la montaña por el Este y el Sur a un mismo tiempo, chocando y retorciéndose donde nos encontrábamos. Un rato antes habíamos oído tronar, pero, engañados, creímos que era la tormenta que se alejaba. Esta vez, con la cautela que sordamente había despreciado de nuestro amigo, construí un muro de piedras y matojos con tierra, lo suficiente compacto para no dejar entrar el agua. Instalé la lona como cortina y con los excrementos que se habían conservado secos Anna hizo un fuego. Ya se sentía mejor y más tranquila. Y hablamos de nuestras inquietudes sexuales, de nuestros gustos y fantasías, de nuestros amantes. Nunca hasta entonces habíamos compartido este tipo de confidencias, al menos hasta ese punto. Y me descubrió su bisexualidad, su primera aventura con una mujer mayor que ella y más tarde con una de sus mejores amigas; y con hombres, no muchos, puesto que odiaba el compromiso y lo que representaba, y según ella los hombres, por mucho que renegaran de ella, pretendían estabilidad emocional o sexual. Amaba sin freno y sin condiciones, le atraían los hombres por lo que eran, no por lo que representaban; por su sexualidad, no por sus ideas.
- Tú nunca me gustaste, no eres el tipo de chico malo que me mola; nunca me había sentido atraída por ti hasta la mañana que nos bañamos en el cruce de Gilgit; no obstante, desde el primer día que te conocí supe que terminaríamos amándonos-
La escuché perplejo. Estaba hablando de más de un año atrás, justo cuando la conocí con Artur y se encaprichó de él. A Anna le gustaban los tipos de piel curtida y castigada, de voz masculina, fuertes y de mirada dura y, por encima de todo, muy trabajados. Y yo, de todo eso solo tenía la fuerza física o eso creía, pero no la aparente, esa que gusta a las mujeres, sino la real. No le atraje hasta aquella mañana, cuando, desnudos, nos bañamos en el Indo, y probablemente terminaría siendo algo pasajero. Me sentí patético, casi insultado, aunque por mucho que la idea me rebelara no engañado. Nunca pensé que pudiera gustarle. La creía inalcanzable y, por tanto, nunca hice nada por conquistarla. Por entonces Alba me tenía sorbidos el seso y el alma.

Volvió a llover, tanto o más que la primera vez, después de una fuerte tormenta eléctrica. El río volvió a rugir. Parecía que el cielo estuviese cayendo sobre la tierra. Y una vez más salí para comprobar que no iba a desbordarse, aunque allí, por mucho que subiera, era imposible que lo hiciera, no había por donde. El camino era su territorio, parte de su cauce.
Anna volvió a tiritar de frío, le castañearon los dientes. Le hice beber agua y la cubrí con una manta. Sabía que no era un buen remedio para la fiebre, pero realmente hacía frío y llegué a la conclusión que su enfermedad había terminado.
Tocándole la frente e introduciéndole un dedo en la boca, tal como mi madre me había enseñado de pequeño, no aprecié demasiada temperatura; y su pulso era normal, aunque un poco rápido. Ocho horas más tarde le di otra aspirina, con agua y algo de pan con queso para que su estómago no sufriera.
Estuvo lloviendo casi toda la noche, ininterrumpidamente. Nos instalamos en el rincón más resguardado. No teníamos miedo, nos daba todo igual. El mañana no nos importaba, nos deparase la mejor o peor de las suertes.

La observé mientras dormía, pudiendo recrearme en sus ojos, en su boca, en su nariz. Si el clima hubiera dependido de mí, de haber poseído en aquel momento el asa de la regadera de la lluvia, no habría dudado ni un instante y la hubiera descargado poco a poco en el lugar donde estábamos, para que aguantara el tiempo que hiciera falta. Así de enamorado estaba. Pero no me hice demasiadas ilusiones. La intuición me hizo ver con demasiada claridad cuál podía ser mi futuro con ella, a menos que supiera manejarlo y no me empeñara en aspirar en algo que yo tampoco comulgaba. Anna era demasiado parecida a mí, pero el amor juega malas pasadas y trastorna las ideas y los sentidos. De lo único que estaba seguro, es que a partir de aquel día nos convertiríamos en amigos hermanos amantes, un concepto que nunca había utilizado ni imaginado, que no había encajado con ninguna mujer de las que había conocido, y que nada ni nadie podría quebrar.

Serían las dos o las tres de la madrugada -hacía mucho que habíamos guardado los relojes en el fondo de las mochilas- cuando se puso a sudar, tanto que empapó la ropa. La desnudé con cuidado y sequé su cuerpo. La volví a cubrir, pero solo con la manta. Dormía tan profundamente que no se daba cuenta de nada. Estaba agotada de haber pasado la noche en vela con la maestra.
Por la mañana las nubes habían desaparecido por completo, no había rastro de ellas. Parecía que estuviéramos en nuestro país, con sus grandes chaparrones de verano que tanto daño hacen, y que al día siguiente todo era luz, frescura y color.
Se despertó con la luz, y al verse desnuda me preguntó lo que había pasado.
- Te aprovechaste de mí, seguro que sí,- dijo riéndose.
Y la miré con fingido disgusto.
- Pues claro. Destrozado por la noche que he pasado, contigo sudando, en este lugar y con el agua subiendo. Iba tan quemado que no se me ocurrió otra cosa que violarte-

Estaba fresca como una lechuga, habiendo dormido más horas que nunca y hambrienta. Por el contrario, yo estaba para el arrastre.
Comimos gran parte de lo que nos quedaba, con el convencimiento que algo encontraríamos por el camino. Recogimos nuestras cosas y nos pusimos en movimiento, poco a poco, con tranquilidad.

 

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miércoles, 5 de mayo de 2021

El Camino Infinito, 41ª parte

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Las noticias de Bangla Desh y de la guerra de Vietnam, llenaban por completo las páginas dedicadas al extranjero; y el que unos hindúes bombardearan una escuela en la alta Cachemira, cuando nadie sabía dónde se encontraba eso, carecía de importancia.
Los paquistaníes, en Bangla Desh cometían una atrocidad parecida todos los días. En el mismo Pakistán se habló mucho de la premeditada matanza en un pueblo de Cachemira; sin embargo, nada se publicó sobre la de los hindúes. A los paquistaníes no les interesaba y sus vecinos prefirieron esconder sus vergüenzas. Ya era bastante haber bombardeado la escuela de un país con el que no estaban en guerra. Solo les faltaba aceptarlo y asumir que un grupo de guerrilleros, al que consideraban de medio pelo, se había cargado una compañía entera sin haber sufrido una sola baja y en su propio territorio. Meses después y gracias a Bill, nos enteramos que algunos medios occidentales hablaron del bombardeo de la escuela por parte hindú, y de la muerte de alrededor de cien militares hindúes por parte de la guerrilla cachemir. Pero los publicaron como actos por separado y habiendo sucedido mucho más al sur. La prensa de aquellos tiempos era mucho mejor que la de ahora, los periodistas más profesionales; sin embargo, también cometían errores y no eran demasiado fiables.

Me eché al lado de nuestra tienda. La granada había respetado nuestro dormitorio, por lo cual solo habíamos perdido algo de la comida que habíamos comprado en la tienda. Desde allí podía seguir el bullicio de la plaza, saber si la gente se retiraba o no. A la vuelta ya había tomado una decisión, pero éramos dos y antes tenía que convencer a Anna, aunque de antemano conociera su respuesta. El temor lo habíamos perdido al principio, antes de llegar a Skardu. De la gente del país nada debíamos temer, y a la soldadesca hindú habíamos dejado de respetarla. Solo una cosa podía hacernos dudar, la brutalidad de la naturaleza y no saber lo que esta nos depararía.

¿Qué importa la incertidumbre si no intentamos vivir como queremos, si en el último momento nos espanta dar cumplimiento a nuestros sueños, a sentirnos seres humanos hasta el límite?
Éramos jóvenes y odiábamos lo previsible, el orden que da seguridad al cuerpo y ata al espíritu; que si pasa lo inesperado, tu mente te perdona y exige a la sociedad su adecuada, asegurada y regulada compensación, aunque sea en forma de lástima.
Sentíamos la vida en su máxima plenitud, en la tierra donde se le da valor y cuesta lo que se merece; donde para mantenerla, hay que tirar de ella, arañarla para que no escape; donde se le da el valor que tiene y se lucha por ella, donde uno se siente tan cerca del cielo como de la tierra. Y pensé que si salía bien y ganábamos, eso que tendríamos; y si mal, eso que nos llevaríamos.

En la plaza solo quedaba un grupo de hombres, el resto se había repartido entre las casas como huésped. Entre ellos el de la barba blanca y a su lado Anna. Y los encontré escuchando embelesados la historia de nuestro largo viaje. Por vez primera no oí preguntar por nuestro país sino por el suyo, por las montañas y los valles que tanto amaban, vistos desde nuestros ojos. Aquellos hombres, tan sensibles como despiadados, tan andróginos, escuchaban como mi compañera cantaba sobre la belleza y el espíritu que contenía su tierra. Miraban con embeleso a la mujer, mientras escuchaban con admiración su historia. Hablaba en su inglés entremezclado con algunas palabras en urdu, y las que faltaban las expresaba con sus manos, su mirada, su mímica de frío, calor, dificultad, placer, felicidad, hambre, sed, peligro, cansancio, amor.
Me acerqué con sigilo y alguien me hizo sitio en el largo escalón que bordeaba la fuente. Uno de ellos traducía su discurso al cachemir, con la misma cadencia con que ella relataba. Y entonces aprecié en toda su plenitud la belleza de aquel idioma, la dulce música que emitían aquellos hombres, que horas antes habían torturado a docenas de seres hasta la muerte.
Y le preguntaban sobre el valle que solo nosotros habíamos visitado; de qué nos habíamos alimentado cuando ya nada nos quedaba; qué habíamos bebido durante tantos días en aquella tierra tan seca y hostil. Y ella, sin saber de mi presencia, tenía el cuidado de hablar sobre mi pericia, mi fuerza y mi indomable espíritu, mis habilidades como escalador, cazador y montañero. Sabía que entre aquellos hombres yo debía ser el dominante y ella mi compañera, fuerte y rebelde, pero respetuosa y fiel hasta la muerte. Y reí en mi interior y hacía cábalas sobre las risas que haríamos a costa de esta historia.
Mi vecino, el que me había hecho sitio, me dio un codazo y soltó una risa. Respondí con otro y se rompió el encanto. Ella me vio o fingió que hasta entonces no había sabido de mi presencia.
- ¡Ah! Estás ahí. Les estaba contando el viaje-
Y lo dijo en inglés para que supieran.
Respondí diciéndole que debíamos ir a dormir, que marcharíamos antes que saliera el sol.
El tipo de la barba blanca me preguntó:
- ¿Ya has decidido el camino a seguir?-
- Sí- respondí pensando que luego lo hablaría con ella - el de la incertidumbre-.
El tipo me miró con una sonrisa. Es lo que debía estar esperando.
- En esta tierra el de los valles ya lo es, dijo con un encogimiento de hombros. Y me pidió que le enseñara el reloj y el anillo. Los fui a buscar a la tienda dejando que Anna siguiera con su charla.
Cuando los tuvo en su mano, meneó la cabeza.
- Solo un hombre rico puede permitirse este reloj- dijo
En aquel país, pocos tenían uno de pulsera y, menos aún, de bolsillo. No conocía a nadie que tuviera uno, a menos que lo mantuviera escondido para no levantar suspicacias. El anillo no lo recordaba y, por tal como encontramos el esqueleto, debía llevar mucho tiempo abandonado.
- Antes la gente viajaba con escopetas de caza, y kalachnikovs apenas se veían. Todo el mundo tenía una. Son más prácticas para los animales, pero menos para defenderse de los hombres. Ahora hay menos depredadores y más presas; sin embargo, los caminos se han vuelto inseguros y se dan casos de bandolerismo-

Al hombre le sorprendió que no encontráramos escopeta, papeles y dinero. Y Anna respondió a sus meditaciones en voz alta. No habíamos caído en lo de los papeles. Si no estaban es que alguien se los habría llevado, aunque en el estado que se encontraba su zamarra, casi destruida por el agua y el sol, lo extraño hubiera sido encontrarlos. Que viajara con un machete y aquel reloj, que nadie de la zona supiera de él ni lo buscara, daba a entender que podría haber sido un forastero, un europeo como nosotros.
- ¿Un forastero solitario allí?- Preguntó con desdén - Imposible- Y al momento nos miró y soltó una carcajada.
Le expliqué lo que nos dijeron los pastores, Lahore.
- Os dijeron Lahore porque los habitantes de aquel valle, hace pocos años emigraron allí, pero nunca hubieran abandonado a uno de los suyos. Es posible que muriera por enfermedad y sus compañeros dejaran su cuerpo en manos de la naturaleza. No se llevarían el reloj porque era suyo, pero sí sus documentos y la escopeta-
Y acto seguido nos explicó que en aquellas montañas unos pocos seguían una religión que, en cambio de enterrar o quemar a sus muertos, los abandonaba para que volvieran lo antes posible al ciclo de la vida.

Y hablamos de Dios, el de todos los hombres. Quería saber si era cierto que en occidente ya pocos veneraban a Dios y si nosotros éramos de esos.
- Nosotros tenemos el nuestro- expliqué - y lo veneramos en nuestro interior. Es el dios de la naturaleza. No obliga a nadie seguir un rito, no castiga más de lo que uno se castiga a sí mismo cuando siente que ha obrado mal, y solo exige que se le tenga respeto-

El traductor tuvo que repetir varias veces el pequeño discurso. El pobre hombre no supo cómo dar el correcto significado a mis palabras y el resto no paraba de interrogarlo. El tipo de la barba blanca, que me entendió perfectamente, soltó una risotada y anunció que, poco más o menos, todos teníamos el mismo dios. Y vimos que el traductor se acogía a aquellas palabras como a un hierro candente, porque los demás entendieron que también éramos seguidores de Dios, solo que de una secta que rezaba en la intimidad y de una manera muy extraña.
Y seguimos hablando de los distintos dioses, y que todos eran uno, de la naturaleza y del sentido del bien y del mal, hasta altas horas de la noche.

Aquellos hombres probablemente no habrían dormido desde el día anterior, a causa del trasiego que les dieron los desafortunados hindúes que cayeron vivos en sus manos. Aunque, al hablar del tema, al contrario de turbados parecían satisfechos por haberles servido en bandeja el camino a su cielo, ya que los desgraciados no habían parado de reconocer la barbaridad que habían cometido y lo mucho que merecían el castigo. Y lo explicaron riéndose con nosotros, que habíamos visto en la escuela el horror que aquellas alimañas habían provocado.
Al despedirnos y viendo la hora que era, invitamos bajo nuestra lona a los que buenamente cupieran. Sabíamos que se negarían, pero era lo menos que podíamos hacer para estar a su altura. Su líder, el de la blanca barba, nos hizo una última recomendación, que seguramente sabía que no tendríamos en cuenta.
- Id con cautela-

Y recordé lo aprendido con Artur, cuando atravesábamos las cumbres nevadas de nuestro querido Pirineo. La cautela es el peor enemigo del hombre, porque es el miedo que aflora de su interior, que le hace ver la piedra más grande de lo que es, y hace que tropiece con más facilidad en ella. A la montaña hay que respetarla, no temerla. Eso habría deseado decirle con la suficiencia de un joven aventurero con suerte. Sin embargo, solo le di las gracias por el consejo. Nos dio la mano y se despidió.
- Vayáis como vayáis, que Ala os proteja- y, tras una pausa y con su característica risotada - o vuestro dios, que es el de todos los hombres-

Mi compañera, antes de dormir quiso despedirse de la maestra y terminó pasando lo que quedaba de noche con ella en su casa.
Me levanté al alba, casi no había dormido y mis piernas flaqueaban. Había echado en falta la compañía de Anna. En una noche como aquella, seguramente nos habríamos ayudado mutuamente a descansar. Recogí la lona y los palos, doblé y até los sacos, las mochilas ya estaban preparadas. La vi llegar con pasos cortos y muy lentos, como si le costara marchar de aquel modo.
Sabíamos qué camino tomar, el jefe nos había mostrado cómo llegar a él, dibujando un mapa de la comarca en el suelo para que no nos perdiéramos, por lo menos hasta una gran y alta meseta. Allí las montañas eran menos elevadas, pero, por el contrario, la zona era un desierto, tan bello como desolado y sin una casa donde acogerse, con pequeños lagos, praderías y ríos. El oso y el leopardo eran los señores de aquella tierra.
- Allí no hay caminos a seguir, os tendréis que guiar por vuestro instinto, el sol y las estrellas- nos dijo-

Debíamos andar con cuidado, aún no había clareado y cualquier tropiezo podía hacernos caer montaña abajo.

 

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martes, 4 de mayo de 2021

Milpiés

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Ayer conseguí llegar un par de kilómetros más lejos que el máximo alcanzado. No son muchos ciertamente, pero para un tipo que en un mes cumplirá los setenta y que hacía años apenas se movía de una silla y frente a un ordenador, es una barbaridad. Hoy, sin embargo, he conseguido llegar a la meta mínima que me había propuesto, aproximadamente 30 kilómetros de una tirada, con solo un bocadillo, una botella de agua y un plátano, sentado en una piedra a medio camino. Además llevo días sin tomarme el maldito ibuprofeno, y eso también es mucho.
Ya solo me queda cargar la mochila con diez kilos de provisiones, que es el peso máximo que debería llevar, y durante unos días hacer el mismo recorrido o quizá un poco más. Pero lo más importante ya lo he conseguido. Ahora sé que estoy preparado para hacer el Camino que me gusta, el más accidentado, y de la manera que quiero, completando las etapas por las mañanas, para así poder disfrutar las tardes con tranquilidad.


Cada día paso por un lugar con cientos de milpiés cruzando el camino, tanto para un lado como para el otro. Intento no pisarlos, después de todo lo más probable es que en unos cien millones de años, de esos bichos salga la especie dominante. Nosotros habremos desaparecido, no quedará ni rastro, y esos diplopodos habrán evolucionado en mil seres distintos, que volverán a poblar el planeta, y uno de ellos reinará y quizá lo haga mejor que nosotros, que tampoco es tan difícil. También cabe la posibilidad que sea un octópodo muy evolucionado, pero eso sería antes. En fin, que hacer cábalas sale gratis. En cualquier caso, hay bastantes posibilidades que de un milpiés salga una nueva especie destructora. Nuestro origen también partió de un bicho parecido.


Últimamente me cruzo con demasiados abuelos sin mascarilla. Supongo que estarán vacunados, como yo por cierto, y se creerán inmunes. También con grupos de policías en bicicleta y sin uniforme, gozando de su día libre.
¿Cómo sé que son policías?
Hacerme esta pregunta es insultarme a mi mismo.

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