martes, 24 de noviembre de 2020

El Camino Infinito, 6ª parte

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La experiencia africana nos hizo adultos de la noche a la mañana. Después de aquel viaje nada fue como antes, todo cambió. A mis viejos amigos: Jep, Joan, Toni, nunca les conté lo que habíamos vivido, no solo demasiado increíble y fantástico, sino también de una crueldad incomprensible y despiadada. Nada de lo que podíamos vivir en nuestro país podía compararse, ninguna de las injusticias de las que tanto se hablaba o vivíamos, ni la represión y su estupidez, ni siquiera la visión del dictador, con la pomposidad de sus uniformes; de los obispos, sus palios y su indumentaria de payasos; de la comicidad del NODO.

Poco tiempo después, debía ser sábado o domingo, nos divertíamos en los coches de choque del Tibidabo. Ya nos creíamos mayores para eso, pero, por lo que fuera, quizá para hacer unas risas, Artur y yo nos subimos a ellos. De vez en cuando sufríamos una buena embestida, eran dos chicas morenas, tan jóvenes como nosotros o algo más. Eran muy atractivas, aún recuerdo el flequillo, los grandes ojos, los gruesos labios, la sensual cara de una de ellas. Su irónica y simpática sonrisa me cautivó y no paraba de seguirla con la mirada. Artur conducía, siempre lo hacía él, y las esquivaba como podía. Recuerdo que ella, al pasar por nuestro lado, alargaba la mano y me tocaba con descaro, estaba prohibido y no paraban de llamarle la atención. De la otra chica no recuerdo el nombre ni qué se hizo de ella. Debía ser una amiga circunstancial, del barrio, de la escuela o vete a saber. Compartimos el resto de las atracciones: la montaña rusa, la sala de los espejos, el castillo encantado.

Anna era una mujer extraña, a su edad ya vivía sola. Navarra de nacimiento, sus padres vivían en Zaragoza, y para seguir los estudios le habían alquilado un pequeño piso en el barrio gótico de Barcelona, en una de las calles más encantadoras de la ciudad. Pronto se sintió atraída por mi amigo y se le insinuaba, quería tener una aventura. Pero Álvar, más frío y distante que yo para estas cosas, no se dejaba, hasta que finalmente la compartimos como amiga, yo más que él. La recuerdo por las tardes presentarse sin avisar, y si coincidía con alguna otra chica, el típico ligue de Artur, se apartaba con respeto y simulaba estar más conmigo que con él. Mi amigo no lo entendía y hacía esfuerzos para disimular, como excusándose, y ella se reía y se burlaba de él. Un día nos encontró en plena pelea. Para nosotros no era nada, solo nos entrenábamos y ensayábamos golpes, pero ella se asustó por la agresividad que utilizábamos, no podía creerse que fuera un simple juego. Ya más tranquila nos pidió que le enseñáramos.

–Si un tío me asalta, sabré defenderme- nos dijo.

Al principio no la creímos, pero luego la idea nos excitó. A partir de aquel día solo jugábamos si ella estaba y participaba, pero con cuidado y sin pasarnos demasiado, hasta que un día nos pidió sin rodeos que la atacáramos los dos a la vez y con más dureza de la acostumbrada. Y cuando descubrimos que respondía bien empezamos a pasarlo bien, la chica se defendía con denuedo y sin contemplaciones, por lo que empezamos a tratarla con menos miramiento, mostrándole sus puntos débiles y los nuestros. Y le enseñamos que, de verse amenazada, lo mejor era atacar sin aviso.

–Ningún cabrón espera que una chica le arree un buen y contundente castañazo- le explicamos.
Años después y ya conviviendo conmigo, utilizaría lo aprendido para salir airosa de un mal encuentro junto a mis amigas, no solo con un hombre sino con varios.

No recuerdo como sucedió, si mi amigo se excedió de tiempo en su interminable juego de seductor o ella se cansó. Anna buscaba algo más que besos, toqueteos y preciosas palabras. Conmigo era diferente, la relación se volvió fluida y de mucha más confianza. La amistad se afianzó, quizá porque estúpidamente creía que no la conseguiría sexualmente. De todos modos lo que más me atraía de ella no era su espléndido físico y su belleza sino su fuerte personalidad. Anna ni siquiera sentía la necesidad de discutir su paridad con el mejor y más fuerte de los hombres. Nuestra amiga distinguía, incluso mejor que yo, el deseo sexual del amor, algo que Artur no había podido entender.

Mi deseo seguía ligado a mi preciosa y esquiva amiga de la adolescencia, con la que había descubierto tanto. Nuestro viaje a África no había servido para olvidarla. No había pasado día, aun estando en pleno bosque tropical o durante la noche, cuando dormimos en el campamento de leñadores, que no dejara de pensar en ella. Artur hacía tiempo que había abandonado la idea de convencerme, decía que estaba enfermo, pero participaba de nuestra filosofía.
A mi vuelta la llamé a su casa y sus padres me dieron excusas, como si quisieran esconderla. Pero de tanto insistir, terminaron diciéndome la verdad, Alba había marchado de casa, solo tenía dieciséis años, pero se sentían impotentes para retenerla.
No podía olvidarla. Era más fácil cuando sabía donde podía encontrarla. Los largos paseos y las ya muy maduras charlas habían sido demasiado importantes para mí, habían forjado mi personalidad mucho más de lo que podía parecer y las echaba en falta, pero aún más estar con ella, a su lado. Había sido la primera mujer por la que sentí deseo de hombre y, aunque fuera consciente de mi impotencia por conseguirla, seguía estando completamente enamorado y todas las noches soñaba con ella.

Con Artur conocí más chicas, jóvenes estudiantes del interior de Catalunya, que vivían emancipadas y con las que mantuve amistad y algún que otro requiebro amoroso. Mientras, junto a mis viejos amigos del pueblo hice amistad con algunas chicas durante las fiestas de verano y los bailes, pero sin llegar a más. Ninguna de ellas consiguió que olvidara a Alba, ni en las grandes fiestas que Artur y yo organizábamos en Barcelona, ni las salidas, cada vez más comprometidas, con chicas de más edad que nosotros, sin demasiados complejos y con ganas de diversión. La reencontré gracias a nuestra antigua amiga Eva, que era actriz y actuaba en la compañía teatral más vanguardista y joven de aquellos tiempos. Tenía dieciséis años, los mismos que ella.

-Alba se fue de su casa y vive en una comuna- me dijo al final de una obra en el teatro Romea.

El tiempo pasaba rápido, pero lo disfrutábamos, corríamos tanto, que hoy, al recordar, me parece haber vivido una docena de vidas a un mismo tiempo. Y una vez más sentados en un poyete, esta vez en las plazoletas del barrio gótico barcelonés.
Por entonces, Artur y yo conocimos una mujer, ya no era una chica, tenía treinta y cuatro años, el doble que yo. Era culta, rica, pragmática y sin ningún prejuicio. Nos habían invitado a una divertida fiesta en la que éramos los más jóvenes. Estábamos acostumbrados, habitualmente solíamos serlo pero no hasta tal punto. Yolanda, que así se llamaba, también era la más joven de su grupo de amigos. Desde un principio me di cuenta que nos seguía con la mirada. Era atractiva, sin embargo, no nos atraía, supongo que por la edad. A Artur y a mi nos gustaban las chicas de nuestra edad, pero yo, no sabía por qué, atraía a las más jóvenes. De pronto la vi acercarse, no le di importancia. Me miraba a los ojos, dejó su vaso en la mesa y me besó en los labios.

-Me gusta tu amigo, podrías presentármelo- dijo con voz melosa.

Nunca me había pasado nada igual. No sabía si me gustaba más de lo que me divertía.

-No me extraña, él es quien siempre liga y yo voy detrás- respondí con una sonrisa.

La fiesta lo merecía, aunque ni por asomo esperaba ser asaltado de tal manera. Su grupo iba muy lanzado y alguno ya bailaba medio desnudo, sin que los anfitriones mostraran reparo ni preocupación. Y creí que, sin saberlo, nos habíamos introducido en una orgía. La mujer, sin cortarse lo más mínimo, me dijo.

-Pues he empezado contigo porque me atraes más- Y mientras arañaba con uno de sus dedos mi pecho, siguió
-Me gustan los tíos jóvenes y fuertes, con un puntito de madurez y ganas de divertirse. ¿Te sientes violentado? Si es así lo dejamos. No me gusta perder el tiempo.

Pese no ser el tipo de mujer que me gustaba, sentí cómo se enervaban mis sentidos. El pulso se me puso a mil. Ella llevaba una sencilla camisa, eso sí, de marca cara. Con delicadeza desabroché los primeros botones, acaricié sus senos a través del sostén y con suavidad acaricié sus dos pezones a la vez. Abrió los ojos y me miró sin disimular su sorpresa, no lo esperaba, debió pensar que sería uno de esos tímidos niñatos que no saben cómo reaccionar. La miré a los ojos, tranquilo. La primera impresión había pasado y mi pulso había vuelto a la normalidad. Me estaba divirtiendo.

-¿Te molesta?- le pregunté con todo mi aplomo.

-Para nada- respondió.

En esas vi acercarse a Artur y se lo presenté. La fiesta terminó como era de esperar y sin llegar a nada, pero a nosotros no nos importaba, habíamos ido en busca de aventura, conocer alguna chica, relacionarnos con ella; no a una orgía descontrolada, donde no sabes a quién terminas metiendo en tu cama. A los pocos días nos llamó para invitarnos a comer. Llegamos a su casa sin pensar en nada. Nos caía simpática y su conversación escapaba a todo lo conocido.

Un piso en Pedralbes, pequeño y encantador, lleno de esculturas y plantas sobre espejos en el suelo. Luces extrañas que iluminaban rincones con la pared delicadamente labrada. La magnífica mesa de mármol blanco estaba puesta, sencilla, sin pretensiones, ella también. Llevaba un elegante batín, que enseñaba las piernas e insinuaba lo que había en su interior: la desnudez de un cuerpo muy cuidado y de gimnasio, sin un ápice de grasa ni huesos que afloraran en exceso.
La comida frugal, delicada y de calidad, hacía pareja con la hembra que teníamos enfrente, y una botella de vino que nos pareció exquisito. Yo tenía diecisiete, Artur dieciocho; para aquella mujer e incluso para nosotros mismos, éramos unos adolescentes, algo vividos, eso sí, pero adolescentes hasta la médula. Era la primera vez que veía un dormitorio absolutamente diseñado para el placer y me impresionó. Habíamos oído historias sobre una famosa casa de citas barcelonesa, de sus habitaciones, pero, obviamente, no la conocíamos. Espejos no muchos, pero sí los justos para que no pudiera escapar nada de lo que se hacía; preciosos dibujos, que, sin explicitar sexo, emitían mensajes inequívocamente eróticos; y la gran cama cubierta de frescos cojines de algodón, sobre un cubrecama de pelo de color crudo.

Yolanda fue una magnífica maestra, con ella traspasamos la frontera de nuestros complejos, nos enseñó que en sexo nunca debíamos decir no hasta haber probado. Lo pasamos bien, mejor que con cualquiera; y ella, tal vez por la morbosidad de nuestra juventud, por ser dos y no dejarnos manipular, por saber qué hacer y qué dejarnos hacer por una mujer, consiguió lo que deseaba hasta un límite que nosotros nunca habíamos visto y quizá ella tampoco esperara.
El siguiente sábado nos llamó. Yo había quedado con Anna, comer con ella y pasar la noche en su casa charlando de nuestras cosas. Hice filigranas para poder complacerla. Llegué algo tarde, Artur y ella me esperaban sin impaciencia, sentados en el sofá. Entonces nos quiso compensar, lo hizo con admirable sutileza, primero queriéndonos pagar unos gastos idiotas, luego, cuando le comentamos que queríamos independizarnos, propuso ayudarnos. Artur, como siempre en esos casos, se puso nervioso; yo la miré divertido, con toda la ironía que podía salir de mis ojos. Se dio cuenta al instante, pero ya no tenía arreglo. Cerró los ojos y esperó. Me gustó su gesto.

Me levanté y la besé, con delicadeza abrí su escote y pasé mis dedos por sus pezones, casi pellizcándoselos.

-¿Te molesta? -Volví a preguntarle con toda la tranquilidad del mundo.
Y entendió. Era una manera de volver a empezar.

Yolanda nos divertía, era inteligente y culta, muchísimo, y nos llenaba por completo. Tenía muchos amigos, todos mayores que nosotros, y nos explicaba lo que hacían, sus morbosidades. Nunca nos mezcló con ellos, siempre supo mantener la distancia. Nos llamaba a menudo y le correspondíamos, a veces por la noche, otras al mediodía. Era una constante aventura, el perfecto aprendizaje en todos los sentidos. Tenía mucho sentido del humor y se burlaba de sí misma y de sus amigos, de sus contradicciones, con refinada ironía. Era muy progresista, profundizaba hasta el límite todo lo que hablaba, y nos enseñó a no confiar de lo que parecía seguro, del dogma; y a huir del individuo de fácil dialéctica, que convence sobre lo que no cree.

Nuestra relación terminó convirtiéndose en una borrachera de sexo y búsqueda de placer, como si supiéramos que no podía durar demasiado; pero también en un brutal aprendizaje de la realidad y de las relaciones humanas. Artur parecía sentirse cómodo, yo no tanto. Con el tiempo empezó a gustarme más su conversación y las respuestas que encontraba, que el juego sexual. Con ella aprendí el arte de la transigencia y del diálogo, a saber ponerme en la piel de los demás, antes de caer en la tentación de apartarlos de mi entorno. Sin embargo, mi mundo volvía a ser el de antes y no quería perder una vez más a Alba.

 

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domingo, 15 de noviembre de 2020

El Camino Infinito, 5ª parte

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Una noche, al volver del trabajo sin haber encontrado a Alba, me llamó Artur.

-Me voy a Río Muni. Es una ocasión única y será difícil que pueda repetirla. Mi padre te invita, dice que así estaré acompañado y no dejarás que haga muchas tonterías.

Eso me dijo, riéndose de la locura que representaba dejarnos a los dos solos por aquella tierra. Por entonces mi amigo ya denotaba su carácter aventurero y osado, y yo era su contrapunto o eso parecía.

Tenía un mes para prepararlo todo, suficiente para despedirme del trabajo, conseguir el permiso de mis padres con el consiguiente papeleo, preparar mi mochila con la ropa que me habían aconsejado y presentarme en su casa. No me despedí de Alba, que parecía rehuirme, y me prometí aprovechar el viaje para olvidarla.

El padre de Artur era propietario de una naviera, minas, terrenos en toda España y poseía fábricas de tratamiento de la madera. Sus barcos tanto transportaban mineral como madera, en este caso la que compraba a los grandes propietarios madereros de Guinea. Tenía despachos y almacenes en casi todos los puertos y Bata era uno de ellos.

Un avión reactor hasta las Canarias y otro a hélice hasta Santa Isabel, lo que hoy es Malabo; y con el mismo avión y después de una larga espera, a Bata. El avión iba lleno de peninsulares, hombres de negocios y trabajadores, muchos de ellos canarios, más para trabajar que por negocios. Y no vimos ningún hombre de color hasta Santa Isabel, donde embarcaron algunos. Bata era la capital de Río Muni, un país en el que apenas se veía europeos, excepto monjas y sacerdotes, los soldados acantonados y algún que otro funcionario. Al menos eso es lo que nos pareció.

En España, por entonces, era difícil ver un hombre de color. Quizá paseando por las Ramblas barcelonesas se podía ver alguno cuando un barco norteamericano estaba de paso. Aparte de eso, ver un hombre de raza negra era un acontecimiento que se daba una vez por semana. Allí lo extraño era ver un blanco, aunque se diera con más frecuencia, o debiera darse, porque a nosotros, en cuanto desembarcamos en Bata, el capataz del padre de mi amigo, junto a su hijo, de la misma edad que Artur, nos introdujo en un Land Rover y nos llevó directamente a su casa. Era la costumbre, nos explicó Julián, en ningún sitio estaríamos mejor. Y una vez salimos de ella, pocos blancos tuvimos ocasión de ver, y de esos, la mayoría parecían estar asalvajados, o tan alineados a su cometido que parecían santos.

El padre de Artur siempre me había impresionado. Era un hombre incansable, robusto y grande, muy simpático y abierto; de risa fácil y sincera, rubio y de ojos azules como su hijo. En cuanto nos instalamos nos explicó que su amigo y capataz nos había preparado un Land Rover para nosotros. Estaba seguro que tanto Artur como Julián podrían conducirlo, siempre y cuando lo hicieran despacio. También una lista de lugares donde podríamos pernoctar, comer y estar cómodos.

-Lo pasaréis bien, siempre y cuando hagáis caso al guía y a los responsables de los lugares indicados- dijo, refiriéndose a Julián como el guía, algo que su padre no veía tan claro.

Lo cierto es que el padre de mi amigo, en cuanto vio el ambiente y la vida que se llevaba en la capital, creyó que sería una locura intentar mantenernos en ella.

A nuestra vuelta, mis amigos me preguntaron por el país y su gente. Y les conté cómo eran las calles de Bata, todas de tierra, su anchura y extraña limpieza; y sus pequeñas escuelas regidas por sacerdotes y monjas; y sus tiendas, pequeñas y llenas de variopintos productos. Y cómo los guineanos salían a pescar con sus largas barcazas en grupo, llenas a rebosar de pescadores, que de tan saturadas no entendíamos dónde guardarían la pesca. Y la suciedad del puerto y su olor a pescado podrido, el agua tan oscura como la piel de los pescadores, en contraste al de su tierra, llena de luz y de color; y la selva, que en realidad era un bosque, tal como se enseña en los cómics de Tarzán, pero sin apenas montañas y con vastas áreas taladas por las madereras.

No les conté nuestro viaje a través de la selva, con Artur conduciendo magistralmente el Land Rover. Mi amigo tenía diecisiete años y era impensable, para un europeo de bien, que pudiera hacer algo así. Les hablé de Julián, nuestro guía y amigo de color, pero no de nuestra aventura con él, a la búsqueda de elefantes salvajes que, enloquecidos por perder su hábitat, se decía que atacaban los poblados sembrando confusión y a veces muerte.

Para nuestro guía y amigo, años más tarde conocido arquitecto barcelonés, nuestra presencia era la posibilidad de vivir una aventura. Sabía orientarse y llegar a las diferentes explotaciones, hablar con los pobladores y preguntar si habían oído o visto algún elefante sin levantar demasiada alarma, por mucho que la gente nos tratara de locos y respondiera que los elefantes se esconden del hombre hasta que se sienten perseguidos. Entonces son como el guerrillero, que ataca sigilosamente y emboscado. A mis amigos tampoco les conté que vimos gorilas. Nadie los veía, ni siquiera los leñadores, que cuando se lo contamos, se rieron de nosotros. No se podía correr, ni siquiera por las calles de Bata, que aun habiendo terminado la época de lluvias, aún estaban embarradas. Llevábamos una potente emisora, allí todos la llevaban, pero nos pidieron que no nos alejáramos demasiado, ya que había zonas que a más de diez o doce kilómetros se perdía la onda. En la península son las montañas, en el bosque la frondosidad de los árboles, miles de ellos, millones, uno puesto al lado del otro, tanto que apenas se podía pasar entre sus troncos y cuando encontrabas un espacio, la espesura de los matorrales impedía el paso. Era el auténtico bosque, tan parecido a la pintura que se hace de ella que sorprendía. En Río Muni podría haber existido Tarzán, porque en muchos lugares era más factible viajar colgado de lianas que andando.

-No os internéis por el interior, cerca de la frontera con Gabón. Dicen que corren elefantes y son peligrosos.

¡Elefantes! No podíamos imaginar que los hubiera. Creíamos que era al otro lado de África, tal como contaban las películas, en la sabana, pero no en un bosque tan cerrado.

El primer día lo pasamos en casa de Julián, para descansar nos dijeron, ya que el viaje debía haber sido agotador. Y no, no estábamos cansados, a nuestra edad nadie siente tal cosa y menos con una aventura en ciernes. Su madre me recordaba a mi abuela: solícita y generosa. Adoraba a su hijo y se encantaba escuchando todo cuanto éste decía, como si de un sabio se tratara. La buena mujer no tenía estudios, se había casado con su pareja gracias a una boda concertada por intereses familiares, muy típico en África y en multitud de pueblos de la península. Supongo que la casualidad, el continuo trato y la común ansia de prosperar, hicieron que la convivencia se tornara amor. Fue una mujer afortunada. Al parir a Julián le descubrieron una enfermedad padecida por las mujeres de su familia, pero esta vez con la suerte de poder remediarla. El coste fue no tener más hijos y la pareja se volcó en el único que tenían, así pudo estudiar en los salesianos, junto a los hijos de los españoles y de los más ricos de la provincia. El resto de los naturales debían confiar en su suerte o en la benevolencia de algunos misioneros.

En cuanto salimos, a Artur le faltó tiempo para pedir a Julián ver algún elefante y a éste intentar satisfacerlo. La frontera con Gabón estaba al otro extremo del país, no muy alejada; pero tal como eran y estaban los caminos se necesitaba más de un día para llegar. En cuanto nos quedamos solos Julián se rió de la prevención.

-Hay elefantes por todas partes, los han visto cruzar la carretera y algunos en la frontera con Camerún, a ciento cincuenta kilómetros.

Allí, ciento cincuenta kilómetros de carretera, eran como mil quinientos en cualquier otro lugar, eso si podemos llamar carretera a una pista embarrada de cinco metros de ancho, unas veces seis y otras cuatro, flanqueada por un bosque que pugnaba por absorberla. Tuvimos que hacer multitud de paradas para desatascar el automóvil y a otros muchos que íbamos encontrando por el camino. Mucha gente, mujeres, hombres y niños, andaban por él sin importarles el barro, acompañados de los mil ruidos de la selva; de los monos negros, grises y melenudos, marrones, con largos bigotes, con barba. Y pájaros de pico largo, corto, de vivos colores, grandes, pequeños. La gente se paraba y nos ayudaba, y a otros los ayudábamos nosotros. Atascarse era habitual, pero no pasábamos más de cinco minutos parados. Al poco ya llevábamos el coche lleno y el techo rebosante de trastos. No hacía falta ofrecerse, la gente nos daba su mercancía y nos decía donde debíamos dejarla, y Julián sólo aceptaba la que sabía no nos iba a desviar. Artur y yo nunca habíamos visto nada igual.

Las casas de los poblados estaban hechas con maderas y planchas de hojalata, Y digo bien, porque no eran de madera sino con maderas. Tablones verticales, aprovechados de las sobras de las serrerías, conformaban las paredes; y los techos eran piezas de lata superpuestas. Nosotros, europeos de postín, no sabíamos cómo diferenciar un poblado de un pueblo y una choza de una chabola. El bosque era “tarzánico”, los poblados no. Solo llegar a uno bajábamos del Land Rover y descargábamos los bultos que le pertenecían; los dejábamos bajo el primer cobertizo que encontrábamos y nos marchábamos. Nadie preguntaba y, si lo hacía, respondíamos con el nombre del receptor o de su propietario, entonces afirmaban con una sonrisa. Eran pobres de solemnidad, pero el fardo, la maleta o la caja eran intocables, su destinatario o propietario podía dormir tranquilo. En España, eso hubiera representado la inevitable pérdida de la mercancía. Y recordé las palabras de mi tío, refugiado político en Francia, cuando me contaba el por qué de la mala fama de los españoles.

En los pequeños pueblos del sur, Cerbère, Port Vendres o el mismo Perpignan, antes de la llegada de los refugiados, la gente dejaba dinero en la puerta de la casa; pasaba el lechero, llenaba la lechera y cogía lo que le pertenecía; pasaba el quiosquero y hacía lo mismo; pasaba el panadero e igual. Pero con la llegada de los españoles, tuvieron que abandonar tan sana costumbre. Más adelante, al no tener nada que robar, entraban en las casas, ya que a nadie se le había ocurrido cerrar las puertas, y los lugareños tuvieron que instalar cerrojos.

-¿Y sabes qué? También tuvieron que poner más barrenderos, porque los españoles son más sucios, incluso que los moros, aparte de escupir como ellos-

Debo reconocer que mi tío era un republicano convencido, pero sus valores traspasaban el ámbito político y se sentía más francés que español y, por encima de todo, internacionalista. Lo conocí de muy pequeño, a una edad insuficiente para juzgar. Estaba casado con una hermana de mi abuela y daba coraje verlas juntas, abrazarse y llorar las poquísimas veces que podían encontrarse.

A mi abuela la recuerdo escribiendo cada día, en su tocador, interminables cartas a su hermana. Poco después de morir, mis padres visitaron la poca familia que les quedaba en Francia, el sobrino de mi madre había muerto y su compañera le cedió el correo recibido por su suegra; al llegar a su casa lo tiró de la misma manera que hizo con el de su madre.

-Eran un estorbo- me dijo con su habitual desprecio.

Por entonces mi abuelo me contaba que los franceses eran parecidos a los españoles, que poco nos diferenciaba y que lo de la suciedad era una cuestión de costumbre social y de respeto por lo público, y que a título individual dependía de la clase social.

-Si tienes agua corriente te lavas más a menudo que si la tienes que ir a buscar al pozo- me decía con mucha razón.

Mi tío, tan inteligente para unas cosas, sufría ceguera por otras. Un francés muerto de hambre, desposeído de todo cuanto tenía, también era capaz de hacer cualquier cosa. África es distinta y su pueblo llano, y aunque no es mejor ni peor que cualquiera de sus semejantes europeos, no siente la ansiedad de la posesión.

Uno de los lugares donde debíamos pernoctar era una escuela. El padre de nuestro amigo estaba muy interesado que la visitáramos y nos esperaban. El padre de Artur la había financiado. Era pequeña, pero muy bien construida, tampoco hacía falta más dado los pocos niños que iban. Una nave de una planta, excepto la parte central que se componía de dos. El tejado típico mediterráneo de teja catalana, con un desván que servía de almacén. La puerta que subía al pequeño terrado estaba cerrada con una verja, de manera que los niños no pudieran subir. Era de suponer que, de correr y saltar, se habrían movido las baldosas formándose goteras. Una puerta central y dos más pequeñas a los lados. La principal daba a un gran descampado que servía de patio.

Misioneros, misioneras. Era la España ultra católica y los negritos de África no podían aspirar a otra cosa. Los empresarios españoles explotaban su tierra y solo algunos revertían parte de los beneficios en la esquilmada población. Nos esperaban fuera, en el gran descampado, niños y niñas de todas las edades, vestidos, no con bata como imaginábamos, sino con lo mejor que tenían, y algunos padres y la plantilla de misioneros. Me sorprendió, no había distinción de sexo como en la península. Allí los sacerdotes hacían y deshacían y nadie se atrevía a controlarlos, ni siquiera el jefe local del Movimiento, que no sabíamos que lo hubiera. Supuse que algún rapapolvo se llevarían de la congregación, aunque tampoco tenía claro que alguien se preocupara de algo tan lejano como extraño.

Pasamos mucha vergüenza, en el caso de Julián fue peor, aún tenía presente su raza y aquello era una demostración de sumisión. Unos jóvenes de dieciséis y diecisiete años agasajados como representantes de su protector.

Los niños cantaron dirigidos por un misionero. Nosotros de pie frente a ellos rodeados del profesorado, Julián que quería desaparecer, los padres aplaudiendo. Después nos enseñaron la escuela, las aulas, el comedor, la enfermería, la biblioteca, la cocina. Excepto por la falta de patio, que ni puñetera falta hacía, era mejor que muchas de la península. El terreno colindante era grande, despejado y limpio; y los chicos, fuera de allí, tampoco tenían donde ir. La escuela estaba en las afueras del pueblo y todo el mundo se conocía. Les obligaron a darnos la mano y presentarse, fue el único momento en que nos sentimos algo bien, porque así pudimos corresponderles como iguales. En algunos sentí hastío y yo, con la mirada, intentaba darles a entender mi desolación. Artur, más temperamental, se subía por las paredes sin disimulo. A nuestra vuelta su padre lo lamentó, no por nosotros, que consideró que éramos lo suficiente maduros para soportarlo y entender la situación, sino por la humillación que había representado.

En Senegal el gobierno francés procuró la enseñanza. En Guinea tuvo que ser el religioso, cobrando un buen dinero al que lo podía pagar; y el misionero, con el dinero de los pocos patronos que se sentían en la obligación de devolver algo de lo extraído, o con la limosna recolectada por su congregación. En eso los españoles somos tan canallas como los británicos, aunque sea por distintas razones. Ellos lo hacen conscientemente y nosotros porque no llegamos a más. Ellos porque no les interesa que el sometido aprenda y nosotros porque nos importa un carajo.

En la escuela se comía como en cualquier otra de la península, casi los mismos alimentos, pero con sabores algo distintos, y es que de ganado había poco. Tampoco se podía, supuse, cultivar lo típico del secano; sin embargo no existía regadío, ni siquiera en las zonas controladas por las misiones. La carne era de caza, sobre todo de mono o de un pollo más pequeño y sabroso que el peninsular; comíamos yuca frita en aceite de palma, arroz, plátanos, judías. La gente era tan pobre que los padres y los pocos niños que les acompañaban sin estar escolarizados, parecían desnutridos en comparación a sus hijos, hermanos, primos, con la suerte de estarlo.

Habíamos seguido el curso de un río de aguas tranquilas, que tanto aparecía como desaparecía a través del gran bosque, al formar grandes meandros. A veces se ensanchaba tanto que parecía tener casi medio kilómetro, otras no llegaba a los cien metros. Julián le llamaba Wele y nos contaba que en época de lluvias a menudo cubría la carretera por la que circulábamos, no era un desbordamiento sino su estado natural. Y al buscarlo descubríamos que podíamos estar a doscientos metros de él. El río entonces debía tener medio kilómetro de ancho o más. Y entendimos el por qué del barro y la poca firmeza del piso.

Por la mañana y con los depósitos llenos de carburante salimos a la aventura. Esta vez ya directos a introducirnos por los senderos que llevaban a los poblados del interior, fuera de la carretera o de las explotaciones madereras. El camino no era peor, pero sí más embarrado y, a menudo, debíamos usar el molinete y fijar la cadena en algún árbol para arrastrar el coche. Y, aunque pocos, volvimos a encontrar caminantes que nos ayudaban a cambio de nada. Nosotros, ya sin la prevención del espacio, terminamos por subirlos al coche, hasta el punto que la conducción se iba haciendo más difícil y las ruedas se hundían más y más, y riéndonos por la situación. Éramos multitud y, una vez solucionado el problema, volvíamos a entrar encogiéndonos como acordeones o subiéndonos sobre el techo. De haber llevado una filmadora, habríamos compuesto el mejor anuncio de un Land Rover.

En el último poblado que visitamos, cuando creímos que nadie nos relacionaría con la escuela, empezamos a preguntar por el elefante. Allí había una gran pradería, jalonada por grupos de árboles y vegetación selvática, más sembrados, búfalos y muchas gallinas correteando por las calles. Las casas, que ya eran chozas, perecían más cuidadas y muchas eran redondas, con el techo de chamizo. La gente parecía vivir mejor y pocos hablaban nuestro idioma. Era curioso de ver, que a medida que la influencia del colonizador menguaba, el indígena prosperaba en su manera de vivir, aunque no hubiese escuelas ni misioneros y los niños correteasen descalzos y medio desnudos. Pocas veces vimos mujeres, que en aquellos poblados tan alejados eran bellas, amables, mucho más saludables y con los pechos al aire. Indudablemente, el catolicismo había hecho estragos en su modo de vida, sacrificando su libertad y felicidad por una miserable e imaginaria parcela en un supuesto paraíso.

Y nos hablaron del elefante solitario, que no va en manadas o grupos reducidos, que entra en los sembrados, los destruye y ataca al granjero que topa con él; pero cuando preguntamos si conocían algún caso luctuoso, respondían que no, que si en el poblado vecino, que si al hermano de un conocido lejano, pero no de viva experiencia. Los leñadores, que tenían permiso de armas, de vez en cuando daban alguna batida para matarlo, porque, aunque fuera difícil tener un mal encuentro, que estábamos seguros que más de un desdichado había terminado entre sus patas, al intentar expulsarlo de sus sembrados, era seguro que destruía y machacaba todo lo que encontraba a su paso. Y nos contaban que apenas cazaban alguno, siempre joven e inexperto, porque el elefante de la selva era más inteligente y tenía más memoria que el cazador.

Los lugareños miraban a Julián de manera más extraña que a nosotros, no parecían estar acostumbrados a ver gente como él y, al poco de hablar con ellos, nos lo aclaró. En un país tan pequeño, con un tamaño similar al de Catalunya, la gente se movía poco, y la mayoría de sus habitantes apenas conocía su comarca. El poblado en que nos encontrábamos era de los más remotos, y era más común la visita de un empresario maderero, en compañía de un funcionario peninsular y varios guardias civiles, un misionero o algunos naturistas llegados de la península, de Francia o del Reino Unido, que un natural del país arribado de la capital.

Nos pidieron que nunca abandonáramos la protección del vehículo, cuando ellos no tenían reparo en andar kilómetros por los senderos de la selva con solo un bastón. Unos cuantos kilómetros más adelante, haciendo caso omiso a las recomendaciones, abandonamos el coche. Creímos que, de oír el motor, el elefante se escondería. Anduvimos una hora, quizá algo más, bordeando los claros de la selva y marcando la corteza de algunos árboles para señalar el camino de vuelta. Era una costumbre que aprendimos por nosotros mismos, cuando andábamos por un bosque o los nevados prados pirenaicos, y que nadie nos había enseñado, pero que nos daba seguridad para afrontar la vuelta. De pronto los vimos, parecían tan perplejos como nosotros. Con Artur sólo los habíamos observado en el zoológico, de más jóvenes, cuando nos emocionaba visitarlo solos o con la escuela, y nos habían impresionado mucho. Julián era el más sorprendido, nos hizo callar, aunque por suerte hacía rato que solo resoplábamos por la gran humedad, e hizo que nos sentáramos en silencio. Ellos veían nuestras cabezas y nosotros las suyas, pero sin mirarnos a los ojos. No sabíamos qué debíamos hacer, nadie nos lo había explicado, si levantarnos e irnos, si acercarnos más, si saludarlos; aunque eso último, por muy jóvenes que fuéramos, era más por nuestro sentido del humor que por el común. Al poco, nuestro amigo en voz queda nos pidió que no denotáramos alarma ni preocupación, que hiciésemos como ellos, recoger algo del suelo sin preocuparnos por su presencia. Habíamos andado a la búsqueda de elefantes y nos topamos con una familia de gorilas, y no sabíamos si lo uno era más interesante que lo otro. Lo que sí, es que era tan o más difícil lo segundo que lo primero. Estuvimos mucho rato sentados, hablando en susurros o fingiendo que buscábamos comida. De vez en cuando los mirábamos para recrearnos con su belleza y grandiosidad. El más grande, de ancho debía hacer como tres de nosotros, y su cabeza era enorme e impresionaba; los que le seguían eran bastante más pequeños, aún así daban mucho respeto. No era prudente ni lógico seguir tan inmóviles y agachados, y poco a poco fuimos levantándonos. Sin habernos percatado, uno de ellos se había acercado, estaba casi a nuestro lado, sin dar señal de nerviosismo o irritación. Parecía sentir nuestra misma curiosidad, aunque, como nosotros, la disimulara recogiendo hojas y ramas del suelo. Si no hubiese sido por la excitación del momento, nos habríamos reído con ganas, ellos y nosotros. Allí, perdidos en el extremo de un claro de bosque tropical, se encontraban dos grupos de primates haciendo las mismas tonterías con tal de estudiarse mutuamente. Nos habíamos de ir y no sabíamos si echar a correr, andar lentamente o retroceder sin darles la espalda. A nuestro amigo, indígena y sin un ápice de tonto, nadie le había explicado qué hacer ante un caso tan poco habitual. Optamos por la segunda, era la más natural y creímos que el gorila tampoco era idiota. Los primates no andan de espaldas y si corren es que huyen. Cogimos el coche con el pulso a mil por hora, y esta vez no por la humedad, el calor o el cansancio.

De vez en cuando, cuando creíamos ver pisadas de elefante o el rastro que deja a su paso al entrar en el bosque, parábamos a mirar. Y pocas veces nos equivocábamos, el elefante es claro en su rastro, destroza y aplasta los grandes arbustos por su paso. Entonces nos introducíamos con cuidado, haciendo el menor ruido posible para no espantarlo, y era impresionante lo que veíamos, grandes plantas parecidas a helechos, cuyas ramas medían dos o más metros, aplastadas como si de hierbajos se tratara; pequeños árboles de cuatro o cinco metros de altura, tumbados en el suelo y con ramas arrancadas. Artur los estudiaba y nos decía que no era reciente, y Julián lo miraba perplejo, yo no tanto, ya que conocía las habilidades de mi amigo. Y de aquel momento recuerdo el ruido, los miles de sonidos del bosque ecuatoriano. Teníamos el cuidado de andar lentamente, de manera parecida a cuando lo hacíamos en la nieve, y cerca de grandes árboles, por si habíamos de subir para guarecernos. Nos habían dicho que si no se sentía amenazado, cabía la posibilidad que no atacara. Y nos reímos mucho con el detalle de la posibilidad.

Años después, entendí al elefante de igual manera que el oso himalayo. Tanto el uno como el otro pelean con el hombre porque compiten por el mismo alimento. El uno por los sembrados y el otro por el pequeño ganado. El oso pardo, sin embargo, aun siendo más fuerte y grande que el himalayo, no ataca al hombre porque pocas veces ese le quita su manduca. Si nos hubiéramos encontrado al elefante, lo lógico es que nos hubiese atacado. El elefante es inteligente y tiene memoria, y esta le dice que somos peligrosos, que lo buscamos para matarlo.

-Los gorilas viven en lo profundo del bosque y no se dejan ver. Temen al hombre. Si los habéis visto decidnos dónde y compartiremos sus pieles y su carne - Y se rieron al ver nuestras caras de consternación.

Eso nos dijo un grupo de leñadores españoles, cuando les explicamos que habíamos estado con una familia de esos primates. Era tarde cuando los encontramos y ya no hacían ruido. Habíamos pensado dormir en el coche, teníamos agua y comida suficiente para pasar el día. Los descubrimos por el claro que habían hecho al limpiar y cortar maleza, aparte de ver podados un grupo de grandes árboles. Era curioso de ver árboles de treinta a cuarenta metros de altura, magníficos, de tronco grande y recto, casi sin irregularidades, podado hasta casi el límite de su copa.

El árbol, por lo menos allí, antes de cortarlo en diferentes trozos, se limpiaba de ramas con las que, supusimos, también comerciaban, porque las tenían apiladas para el transporte. Aquellos tipos, primero lo limpiaban de monos y de grandes roedores, así mantenían cubierto el alimento del campamento y de las familias de los peones.

Cuando vimos los árboles, nos maravillamos de hasta dónde eran capaces de escalar con tal de talarlo; pero al poco y por sus conversaciones, descubrimos que eso lo dejaban a sus peones, que por casi nada y la seguridad de unas comidas, aceptaban el riesgo. Y no pasaba la temporada sin que uno de ellos cayera, muriendo por el golpe, por las heridas o quedando inútil de por vida.

Ya no les preguntamos por el elefante. No hacía falta. Su explicación nos sirvió para descubrir la inteligencia de los animales. Los gorilas se habían dejado ver porque no llevábamos armas. Un hombre con arma es peligroso, sin ella no. Es posible, incluso, que los consideren especies distintas; el hombre con un palo de fuego es una especie peligrosa, y el que no lo tiene otra. Los elefantes de la selva, por lo visto, no tienen esta percepción. Para ellos el hombre bueno es el hombre muerto.

Pasamos la noche en el campamento. Gruesas y grandes lonas soportadas por largos palos para cubrirse de los repentinos aguaceros, un fuego central que se apagaba con la lluvia y un pequeño círculo de brasas en el centro de cada tienda, que servía para intentar ahuyentar los terribles mosquitos, a costa de ir echando hojas aromáticas.

Con risas nos invitaron a que compartiéramos una chica, hija de un peón. Era muy joven, más que nosotros. Y al ver que Julián se levantaba y marchaba, callaron avergonzados, aunque lo disimularon con alguna risa contenida. Artur se levantó para calmar a nuestro amigo, mientras yo intentaba hacerme una idea de la situación. La chica se había acercado y tomó asiento a mi lado. Vestía normal, una falda larga y una blusa que le iba a la medida, las dos prendas muy gastadas, nada raro para donde estábamos.

Los leñadores dormían con mujeres del poblado, a las que follaban sin recato y a la vista de todos; mujeres e hijas de sus peones, que eran forzados a prestarlas cuando les venía en gana y a punta de fusil, que eran usadas como mercancía y burladas; tomadas, algunas de ellas, como amantes fijas por alguno, que sentía algo más que hambre animal y se encariñaba de ella, pese estar casada. Lo cierto es que, aparte de sexo, de ellas obtenían ropa limpia y bien remendada, y que les hicieran la comida.

A mi vuelta pensé que lo vivido en aquel claro de selva, demostraba lo que Alba y yo creíamos, que el amor en pareja era producto de la costumbre sexual, de la seguridad y de la comodidad del plato y la ropa lavada.

Estos hombres solían tener esposa e hijos en la península, hablaban de ellos sin ningún complejo y con melancolía frente nosotros; pero allí compartían, con interesado cariño, las mujeres de sus subordinados. Y eran intocables para el resto, como si existiera un contrato no escrito. Solo las intercambiaban entre ellos, unas veces por el gusto de variar, otras para evitar encariñarse demasiado. Y lo percibimos en una sola tarde noche, al escuchar las conversaciones, la manera de expresarse y cómo hablaban entre ellos sobre la tal o la cual, la compañera de este o de aquel, la comida que servía, cómo lavaba, si remendaba bien los calcetines. Y hablaban de cómo follaban y lo mal que se movían, y lo hacían como de pasada, simulando indiferencia.

Dormimos con la chica a nuestro lado. Por mucho que se notara su buen castellano, mejor que el de muchos peninsulares, era extremadamente parca en habla. De vez en cuando conseguía arrancarle una sonrisa, ya que en eso de contar anécdotas divertidas ganaba a mis dos amigos. Pero, al momento, cambiaba y recuperaba la gravedad de su semblante. Supusimos que era consciente que no la tocaríamos, pero sabía lo que le esperaba al día siguiente. No podíamos llevarla con nosotros, hubiese sido fatal para su familia. Allí mandaba el blanquito que tenía el arma y derecho a no dar cuentas a nadie, mientras cortara muchos árboles. No, esas cosas no se podían explicar. Después si, como todo, cuando eres adulto y sabes que no es tan extraño ni fantástico.

Recuerdo los árboles, el color de la madera, tostado por dentro y de corteza lisa, y el olor a podredumbre, pero no sus nombres. Recuerdo la selva sin claros, sin luz y siempre en una extraña penumbra; y, cómo no, el ruido de la noche, sonidos casi metálicos, guturales, refinados, parecidos al del niño llamando a su madre; tantos había, que al fin dormimos tranquilos.

Las fronteras las hace el extraño, el extranjero que no sabe de hombres y tribus. Pasábamos de un país a otro sin saberlo. Decían que en uno se hablaba francés y en otro español, pero en ninguno de los poblados a lo largo de las pistas hablaban uno u otro y, sin embargo, todos lo hacían con el mismo idioma, el suyo. En el límite nos decían que el vecino comía carne humana, que no fuéramos, que, de hacerlo, no bajáramos del todo terreno. Y más allá, en aquel pueblo, nos decían lo mismo del que veníamos.

-Id con cuidado, son caníbales y en cuanto pueden comen carne humana.

Y pasábamos por poblados completamente desiertos y oscuros, en los que no se percibía actividad humana.

-Por nada del mundo bajéis del coche - nos decían.

Artur, intrépido como siempre, pretendía bajar y pasear por el poblado. No le dejamos. Y Julián ni por asomo estaba dispuesto; y eso que, según él, todo era una leyenda. Decía que al ser negro y de otra aldea corría más riesgo. Artur y yo nos reíamos, le recordábamos que poco antes nos había dado garantías que el canibalismo no existía.

Bajé yo. La condición era que me siguieran a corta distancia con el Land Rover. Un hombre salió de su casa y me miró con una sonrisa, que, en aquella oscuridad, se me antojó diabólica y caníbal. Entonces era casi tan alto como ahora y me sentía muy fuerte y rápido. Ahora, con el tiempo, me asombro de lo que fui capaz de hacer, pese el reparo que sentía. Me acerqué a él con determinación, ahuyentando de mi mente cualquier miedo. El hombre, sorprendido o temeroso, fue retirándose sin darme la espalda, hasta acercarse a la puerta de una cabaña de la que salieron dos perros. Parecían mansos, si me hubiese agachado, seguro que se habrían acercado para olisquearme; pero el tipo, desde la puerta entornada los llamó con alarma. Debió pensar que el desconocido salido de la oscuridad, de raza ambigua dado la falta de luz, y con un Land Rover siguiéndolo de cerca, a falta de buen filete humano se zamparía los perros. Me volví para que, a través del parabrisas, mis amigos vieran mi cara de sorpresa. Estaba claro que de allí no sacaríamos nada, a no ser un tiro de ballesta.

Por entonces y supongo que ahora también, los indígenas no podían tener armas de fuego y cazaban con ballestas artesanales de gran precisión y trampas de lazo, más eficaces que una buena carabina, pues al no hacer ruido, evitaban la espantada de las posibles presas. La explotación del colonizado solo puede perpetuarse manteniéndolo desarmado.

Son historias muy lejanas que me sorprende recordarlas tan vivamente. La calle del poblado, que era la misma pista que llegaba a él, las cabañas de madera, las chozas circulares tan de película, la tierra húmeda y la negrura de la noche. Era un país muy deshabitado. Diez kilómetros eran muchos, pues la dificultad y los peligros que acechan al viajero de a pie son demasiados. Los poblados eran pequeños, sucios y poco habitados, y su gente se escondía de los forasteros nocturnos. Entonces descubrí lo que mucho después leería sobre el tema, el canibalismo no existe y, de ser así, sería en forma de necrofagia. La realidad sigue al refrán: “cuando el río suena es que agua lleva”. Es de suponer que los habitantes de aquellas tierras habían sido necrófagos o caníbales, pero ya no lo eran; y que entre vecinos se inculparan, era más por costumbre y autodefensa, que por certidumbre.

Los de aquel poblado son caníbales. Eso decían, pero cuando les preguntabas si habían sido testigos de ello, lo negaban.

A los cinco días volvimos a Bata, con la sorpresa del padre de Julián, de vernos con pocas picaduras de mosquito y sin haber perdido ningún kilo.

-Se os da bien este clima -nos dijo -No habéis sufrido descomposición y vete a saber por dónde habréis corrido y comido.

No le contamos que habíamos ido tras el elefante, por un capricho de Artur muy bien compartido; pero sí que habíamos visto una familia de gorilas del bosque, y que habíamos pasado una noche en un campamento de leñadores y otras dos en el interior del Land Rover. El pobre hombre se horrorizaba, pero, con tino, no le dimos posibilidad de pedir explicaciones a su hijo. Yo, atropelladamente, canté alabanzas de su audacia, lo experto que era, lo bien que conocía la vegetación y las costumbres de los animales; y cómo se entendía tanto en bubi como en fang, detectaba el mal camino y el buen claro en la selva, y prevenía la reacción de los grandes simios. Y le conté que nos había enseñado a orientarnos en lo más frondoso del bosque, sin la luz del día con la que guiarnos. Y si no fuera por las gafas de sol que llevaba, los ojos de Julián hubiesen sido un poema, porque, aun siendo mi perorata algo cierta, la había hinchado hasta reventar. Su padre no sabía qué cara poner, había descubierto una vertiente en su hijo hasta entonces desconocida, y no sabía si bajar del cielo o seguir subiendo. El padre de Artur le dijo cogiéndole del hombro:

-Ves como no iba tan desencaminado, con tu hijo podían ir tranquilos.

Y Julián ayudó a su deshinchazón al contarle el paripé que nos habían preparado en la escuela, lo mal que lo habíamos pasado, en especial él; y que, si no fuera por no dejarnos solos, habría salido corriendo. Y eso lo decía mientras yo sentía el escozor de su mirada, que, por mucha gafa de sol que llevara, sabía que me atravesaba hasta llegar al cerebelo. Imaginaba que ahora debería explicar de qué conocía tantas cosas. Y Artur y yo nos partimos la caja con la mirada.

Al poco de nuestra vuelta, los españoles abandonaron la colonia, que era eso por mucho que la disfrazaran de provincia. Macías dio un golpe de Estado e instaló un régimen de terror, lo más normal del mundo, ya que España era regida por gente de la misma calaña. El problema vino cuando el sátrapa culpó de todos los males a sus mentores y a sus capataces, y el padre de nuestro amigo era uno de ellos. El padre de Artur abandonó su despacho y sus naves nunca más tocaron un puerto guineano. El de Julián quiso quedarse, dijo que era su país, y no volvimos a saber nada de él ni de su mujer. Poco antes vino su hijo. El padre de mi amigo había movido cielo y tierra para traerlo a su casa, como uno más de su familia. Aún hoy somos amigos y, aunque lleve el apellido de su padre y su color sea distinto, todos lo tratamos como hermano de Artur.


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sábado, 7 de noviembre de 2020

El Camino Infinito, 4ª parte

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De Sven Hoppe - www.camera-colonia.de, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=287934

 

Aquel mismo año, Alba abrazó el hipismo incondicionalmente como una forma de vivir y de ser, y poco a poco me dejé arrastrar por sus ideas y por su personalidad, pero principalmente por convicción. Ella tenía quince años, uno menos que yo. Nuestras charlas empezaron a rondar sobre la filosofía Brahman, la paz y la libertad. El año anterior, cerca de nuestro instituto, se habían dado los sucesos de la caputxinada, en que el movimiento estudiantil había sobrepasado lo anecdótico, los profesores se alineaban con los estudiantes y muchos sacerdotes se habían apuntado a la revuelta. Nosotros éramos distintos, no creíamos en la política ni lo que representaba; nos burlábamos de los marxistas y de los nacionalistas, los únicos que se hacían notar y que representaban algo parecido a una resistencia al régimen. Éramos muy jóvenes, completamente despolitizados, un auténtico producto del régimen, amorfo, desinformado, inofensivo, pero dispuesto a conseguir la libertad más absoluta a través del amor y de la paz. Para nosotros, el aire que se respiraba en el extranjero no era muy distinto al de España. Creíamos que la libertad era algo más de lo que se nos intentaba hacer ver, y dividíamos a la gente entre los que creían en ella y los que preferían el alineamiento bajo una bandera o el dogma de una ideología.

Mi amiga al poco abandonó el instituto. Había sido una alumna brillante, lo aprobaba todo con matrículas y podría haber estudiado cualquier cosa, pero prefirió estudiar en una escuela de pintura, que era lo que siempre había soñado. Yo la seguía donde fuera, pero ya no como un loco desquiciado de amor.

Durante el verano, supongo que con los diecisiete recién cumplidos, Artur y yo tuvimos nuestra primera aventura con chicas, si se le puede llamar así. Debió ser en Junio, porque no recuerdo a mucha gente. Habíamos ido a pasar el fin de semana a Cadaqués. Lo hacíamos a menudo. Nos gustaba bañarnos desnudos en las calas de Cap de Creus.
Acampamos en el camping y bajamos al pueblo. La noche era preciosa, aún la recuerdo. En la playa, frente al Casino, había una plataforma de cemento sobre la que colgaban luces de colores y ristras de banderines. Vimos dos chicas bailando descalzas y nos acercamos. Eran vascas, de nuestra edad, y habían hecho una escapada. Tendrían dieciséis o diecisiete años. Las llevamos a Les Arrels, una impresionante discoteca al aire libre en medio de la montaña, formada por múltiples terrazas con viejos olivos y grandes y retorcidas raíces. Y nos sedujeron. Nosotros éramos muy cortos en esto. Después cogimos una pequeña barca varada en la playa y las llevamos al centro de la bahía, allí donde nadie podía vernos, rodeados de una oscuridad absoluta. Era incómodo, tanto que no había quien se entendiera. Terminamos en su tienda de campaña sin pasar de las caricias y los besos, hasta que unos turistas alemanes, alertados por el ruido y las risas, alertaron a los guardas. Tuvimos que salir corriendo con ellos tras nosotros, pero la emoción de descubrir que podíamos gustar a unas chicas nos cambió por completo e hizo que durante un tiempo solo pensáramos en ellas.

Pasado el verano nos relacionamos con un grupo de amigos, no recuerdo quién nos los presentó. Era muy peculiar y desinhibido, de la infancia. Nosotros no pintábamos nada, se notaba y me hacía sentir muy violento. Yo, pese nuestra aventura veraniega, seguía con mis complejos. Cada fin de semana se encontraban en una casa distinta, la que había disponible; y allí se bailaba, se jugaba a las cartas y se charlaba hasta la noche. Las chicas sacaban a bailar a los chicos, era la costumbre. Llevaban las riendas y decidían con quien emparejarse. Porque era eso, en cuanto una escogía, el chico pasaba a ser suyo durante lo que restaba de día, tanto en el juego como en el baile, que siempre era lento. Yo nunca bailaba, ninguna me escogía, y a Artur contadas veces. No éramos habituales y solo íbamos cuando se nos invitaba y diera la casualidad que no tuviésemos algo mejor qué hacer.

A mi me gustaba horrores una chica de baja estatura, bien formada y estilizada, de ojos grandes, almendrados y oscuros, y muy morena. Cuando bailaba con alguien, lo miraba a los ojos fijamente y le acariciaba el pecho. Me fascinaba su manera de ser y su personalidad. A veces se hablaba de nuestra manera de pensar y de ser, de política y de sexo, nunca con prejuicios, entonces explicaba mis ideas sobre el amor libre, la pareja, el mundo hippie y su filosofía. Yo era contrario a la pareja como centro de relación, creía, y aún lo veo así, que la condiciona, reprime y coarta, construye barreras artificiales que restringen el amor y la amistad.
Un día vimos que hablaban entre ellos de manera queda y un par de veces cómo miraban en nuestra dirección. No sabíamos de qué se trataba, no discutían ni parecían preocupados. Al final, una de las chicas se nos acercó y nos preguntó, como si fuera lo más natural del mundo, si queríamos participar en una orgía. Yo no entendía nada, pero alegremente dije que sí, mientras mi amigo, atenazado por la sorpresa, hizo como si no le gustara la idea y se sintiera forzado. La chica, entonces, con un desparpajo impresionante, le dijo que no hacía falta ya que sobraban chicos; y lo hizo terminantemente, dando por cerrado el asunto. Artur, que era muy atractivo y no estaba acostumbrado a esos desprecios, al día siguiente ya se había arrepentido.

Habíamos quedado para la semana siguiente, en una pequeña casita a las afueras de Sarriá, casi al pie de la montaña. Estaba todo muy bien preparado, con meticulosidad y gusto; luces cubiertas con pañuelos rojos, verdes, en semi penumbra. Ellas eran cinco, cuatro vestidas en ropa interior muy sensual, me abrieron la puerta sin ninguna vergüenza. La música era suave, para bailar muy lento y ambientar la situación. No recuerdo cuántos chicos éramos, quizá ocho, todos los del grupo y yo. No todas habían aceptado participar. La morena que tanto me gustaba iba vestida como siempre. Había venido como acto de solidaridad y para ver la situación. Lo decía abiertamente, sin cortarse, y el resto lo aceptó como lo más natural.
Nos duchamos e íbamos saliendo del baño en ropa interior, alguno con solo los calzoncillos. Yo no me sentía cohibido. En los refugios de alta montaña nos cambiábamos sin esconder nuestros cuerpos, y de haber chicas solo teníamos el cuidado de llevar puesta la ropa interior.
Tal como iba la fiesta y por la naturalidad con que todos actuaban pensé que no debía ser su primera vez, pero lo era. Hacía poco que en sus pequeñas reuniones empezaban a prodigarse los besos y las caricias, Artur era uno de los que repartían y recibían, pero nadie terminaba de emparejarse, quizá porque ninguno se sentía con ánimo de empezar.

Tuvimos el cuidado de llevar preservativos, aunque estábamos convencidos que no harían falta. No era su intención que la fiesta terminase con sexo total. Aunque se sintieran cómodas, estaban en minoría y pensé que no las tendrían todas consigo. Lo vi correcto. ¿Qué podía hacer sino?
Solo sentarnos y beber algo, la chica vestida se puso a mi lado. Me había escogido y me pareció maravilloso, el sexo tampoco era tan importante y ella me encantaba. En el fondo no esperaba gran cosa, el grupo seguía con su costumbre, las chicas sacaban a bailar a los chicos, la diferencia consistía en la ropa interior. Salimos a bailar. Debía ser curioso ver a un tipo alto, grande y fuerte, en ropa interior, bailando con una chica bajita, delgada y de ojos almendrados, vestida, mirándolo fijamente a los ojos y acariciándole el pecho. Me excitó mucho. Los demás estaban igual, solo que sus manos ya se movían por el interior de la poca ropa de sus parejas y se besaban. El resto de compañeros esperaban sentados en las butacas o el sofá de la estancia, mirando el panorama tranquilos, sin preocuparse, hablando entre ellos de las cosas más diversas. Una de las chicas, ya medio desnuda, al pasar rozándonos con su pareja, dijo a mi compañera.

-Ya va siendo hora- así, sin malicia ni tono especial, con la misma naturalidad con que nos hablábamos en cualquier otro momento.

Mi compañera se rió, me besó en la boca y se desnudó de cintura para arriba. Su cabeza justo me llegaba a la barbilla, le levanté el mentón para recrearme en sus ojos, eran una maravilla. Se pegaba a mí, pero yo la separaba, le acariciaba el cuerpo y lo admiraba, y ella parecía feliz. Poco a poco las chicas fueron separándose de sus parejas y sacaban a bailar a otro y otro. Los que esperábamos en el sofá o las butacas nos manteníamos en silencio, temerosos de romper el hechizo y sin entender cómo había sucedido.

La orgía empezó en aquel momento y transcurrió como cualquiera de sus fiestas. Con la misma tranquilidad y serenidad. Esparcimos cojines y colchones por el suelo, no había nada preparado y se notaba, porque los buscábamos por las habitaciones en compañía de alguien familiarizado con la casa. Entre ellas hablaban sobre cómo hacerlo mejor y qué nos podía gustar, y a menudo nos preguntaban si había algo que nos atrajera en especial. En mi inocencia e inexperiencia, percibí en ellos algo que sabía que no entraba dentro de lo que en aquellos tiempos se consideraba normal, aunque a partir de entonces me esforzaría en convertirlo en mi normalidad. No era una orgía sino otra de sus fiestas, pero esta vez se practicaba el sexo de una manera libre, sin prejuicios, y como en cualquier otra de ellas, las chicas eran quienes dirigían la orquesta.
Terminamos bien entrada la mañana. Recogimos la casa hasta dejarla impecable y nos despedimos. Días mas tarde, o quizá al siguiente, ahora no recuerdo, llamé a Artur para contarle lo sucedido. Me sentía maravillosamente bien, había perdido la virginidad de la manera más divertida y salvaje que se podía imaginar. Iluso de mi, estaba convencido de haber aprendido en un solo día, más que la mayoría en un año y algunos en toda una vida.

Nos seguimos viendo hasta la primavera, ya no de la misma manera, la experiencia había cambiado el tipo de relación. Nos convertimos en parte del grupo y los encuentros muchas veces eran de todo el fin de semana. Las chicas que no participaron hicieron el esfuerzo de romper un tabú que en realidad nunca había existido. Más adelante se emparejaron y dejamos de vernos con tanta asiduidad. Algunos encontraron su compañero fuera del grupo, otros buscaron intimidad, y al final el grupo desapareció.
Artur cambió su manera de ser, aceptó la lección y abandonó su prepotencia. Había descubierto que era tan normal como cualquiera. Yo perdí la timidez, me sentía mucho más seguro, pero lo más importante que aprendí es que en el sexo todos somos distintos y que no es difícil dar placer a la pareja, Y lo que es más importante, que podía dar y recibir amor de más de una chica, por enamorado que estuviera de una de ellas. Este concepto del amor, que con Alba aceptaba por necesidad, lo interioricé por completo.

Años después me encontré con uno de ellos, y al preguntarle me contó que se veían muy poco y con algunos nada. Y sentí su melancolía.

 

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