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Una noche, al volver del trabajo sin haber encontrado a Alba, me
llamó Artur.
-Me voy
a Río Muni. Es una ocasión única y será difícil que pueda
repetirla. Mi padre te invita, dice que así estaré acompañado y no
dejarás que haga muchas tonterías.
Eso me
dijo, riéndose de la locura que representaba dejarnos a los dos
solos por aquella tierra. Por entonces mi amigo ya denotaba su
carácter aventurero y osado, y yo era su contrapunto o eso parecía.
Tenía
un mes para prepararlo todo, suficiente para despedirme del trabajo,
conseguir el permiso de mis padres con el consiguiente papeleo,
preparar mi mochila con la ropa que me habían aconsejado y
presentarme en su casa. No me despedí de Alba, que parecía
rehuirme, y me prometí aprovechar el viaje para olvidarla.
El
padre de Artur era propietario de una naviera, minas, terrenos en
toda España y poseía fábricas de tratamiento de la madera. Sus
barcos tanto transportaban mineral como madera, en este caso la que
compraba a los grandes propietarios madereros de Guinea. Tenía
despachos y almacenes en casi todos los puertos y Bata era uno de
ellos.
Un
avión reactor hasta las Canarias y otro a hélice hasta Santa
Isabel, lo que hoy es Malabo; y con el mismo avión y después de una
larga espera, a Bata. El avión iba lleno de peninsulares, hombres de
negocios y trabajadores, muchos de ellos canarios, más para trabajar
que por negocios. Y no vimos ningún hombre de color hasta Santa
Isabel, donde embarcaron algunos. Bata era la capital de Río Muni,
un país en el que apenas se veía europeos, excepto monjas y
sacerdotes, los soldados acantonados y algún que otro funcionario.
Al menos eso es lo que nos pareció.
En
España, por entonces, era difícil ver un hombre de color. Quizá
paseando por las Ramblas barcelonesas se podía ver alguno cuando un
barco norteamericano estaba de paso. Aparte de eso, ver un hombre de
raza negra era un acontecimiento que se daba una vez por semana. Allí
lo extraño era ver un blanco, aunque se diera con más frecuencia, o
debiera darse, porque a nosotros, en cuanto desembarcamos en Bata, el
capataz del padre de mi amigo, junto a su hijo, de la misma edad que
Artur, nos introdujo en un Land Rover y nos llevó directamente a su
casa. Era la costumbre, nos explicó Julián, en ningún sitio
estaríamos mejor. Y una vez salimos de ella, pocos blancos tuvimos
ocasión de ver, y de esos, la mayoría parecían estar asalvajados,
o tan alineados a su cometido que parecían santos.
El
padre de Artur siempre me había impresionado. Era un hombre
incansable, robusto y grande, muy simpático y abierto; de risa fácil
y sincera, rubio y de ojos azules como su hijo. En cuanto nos
instalamos nos explicó que su amigo y capataz nos había preparado
un Land Rover para nosotros. Estaba seguro que tanto Artur como
Julián podrían conducirlo, siempre y cuando lo hicieran despacio.
También una lista de lugares donde podríamos pernoctar, comer y
estar cómodos.
-Lo
pasaréis bien, siempre y cuando hagáis caso al guía y a los
responsables de los lugares indicados- dijo, refiriéndose a Julián
como el guía, algo que su padre no veía tan claro.
Lo
cierto es que el padre de mi amigo, en cuanto vio el ambiente y la
vida que se llevaba en la capital, creyó que sería una locura
intentar mantenernos en ella.
A
nuestra vuelta, mis amigos me preguntaron por el país y su gente. Y
les conté cómo eran las calles de Bata, todas de tierra, su anchura
y extraña limpieza; y sus pequeñas escuelas regidas por sacerdotes
y monjas; y sus tiendas, pequeñas y llenas de variopintos productos.
Y cómo los guineanos salían a pescar con sus largas barcazas en
grupo, llenas a rebosar de pescadores, que de tan saturadas no
entendíamos dónde guardarían la pesca. Y la suciedad del puerto y
su olor a pescado podrido, el agua tan oscura como la piel de los
pescadores, en contraste al de su tierra, llena de luz y de color; y
la selva, que en realidad era un bosque, tal como se enseña en los
cómics de Tarzán, pero sin apenas montañas y con vastas áreas
taladas por las madereras.
No les
conté nuestro viaje a través de la selva, con Artur conduciendo
magistralmente el Land Rover. Mi amigo tenía diecisiete años y era
impensable, para un europeo de bien, que pudiera hacer algo así. Les
hablé de Julián, nuestro guía y amigo de color, pero no de nuestra
aventura con él, a la búsqueda de elefantes salvajes que,
enloquecidos por perder su hábitat, se decía que atacaban los
poblados sembrando confusión y a veces muerte.
Para
nuestro guía y amigo, años más tarde conocido arquitecto
barcelonés, nuestra presencia era la posibilidad de vivir una
aventura. Sabía orientarse y llegar a las diferentes explotaciones,
hablar con los pobladores y preguntar si habían oído o visto algún
elefante sin levantar demasiada alarma, por mucho que la gente nos
tratara de locos y respondiera que los elefantes se esconden del
hombre hasta que se sienten perseguidos. Entonces son como el
guerrillero, que ataca sigilosamente y emboscado. A mis amigos
tampoco les conté que vimos gorilas. Nadie los veía, ni siquiera
los leñadores, que cuando se lo contamos, se rieron de nosotros. No
se podía correr, ni siquiera por las calles de Bata, que aun
habiendo terminado la época de lluvias, aún estaban embarradas.
Llevábamos una potente emisora, allí todos la llevaban, pero nos
pidieron que no nos alejáramos demasiado, ya que había zonas que a
más de diez o doce kilómetros se perdía la onda. En la península
son las montañas, en el bosque la frondosidad de los árboles, miles
de ellos, millones, uno puesto al lado del otro, tanto que apenas se
podía pasar entre sus troncos y cuando encontrabas un espacio, la
espesura de los matorrales impedía el paso. Era el auténtico
bosque, tan parecido a la pintura que se hace de ella que sorprendía.
En Río Muni podría haber existido Tarzán, porque en muchos lugares
era más factible viajar colgado de lianas que andando.
-No os
internéis por el interior, cerca de la frontera con Gabón. Dicen
que corren elefantes y son peligrosos.
¡Elefantes!
No podíamos imaginar que los hubiera. Creíamos que era al otro lado
de África, tal como contaban las películas, en la sabana, pero no
en un bosque tan cerrado.
El
primer día lo pasamos en casa de Julián, para descansar nos
dijeron, ya que el viaje debía haber sido agotador. Y no, no
estábamos cansados, a nuestra edad nadie siente tal cosa y menos con
una aventura en ciernes. Su madre me recordaba a mi abuela: solícita
y generosa. Adoraba a su hijo y se encantaba escuchando todo cuanto
éste decía, como si de un sabio se tratara. La buena mujer no tenía
estudios, se había casado con su pareja gracias a una boda
concertada por intereses familiares, muy típico en África y en
multitud de pueblos de la península. Supongo que la casualidad, el
continuo trato y la común ansia de prosperar, hicieron que la
convivencia se tornara amor. Fue una mujer afortunada. Al parir a
Julián le descubrieron una enfermedad padecida por las mujeres de su
familia, pero esta vez con la suerte de poder remediarla. El coste
fue no tener más hijos y la pareja se volcó en el único que
tenían, así pudo estudiar en los salesianos, junto a los hijos de
los españoles y de los más ricos de la provincia. El resto de los
naturales debían confiar en su suerte o en la benevolencia de
algunos misioneros.
En
cuanto salimos, a Artur le faltó tiempo para pedir a Julián ver
algún elefante y a éste intentar satisfacerlo. La frontera con
Gabón estaba al otro extremo del país, no muy alejada; pero tal
como eran y estaban los caminos se necesitaba más de un día para
llegar. En cuanto nos quedamos solos Julián se rió de la
prevención.
-Hay
elefantes por todas partes, los han visto cruzar la carretera y
algunos en la frontera con Camerún, a ciento cincuenta kilómetros.
Allí,
ciento cincuenta kilómetros de carretera, eran como mil quinientos
en cualquier otro lugar, eso si podemos llamar carretera a una pista
embarrada de cinco metros de ancho, unas veces seis y otras cuatro,
flanqueada por un bosque que pugnaba por absorberla. Tuvimos que
hacer multitud de paradas para desatascar el automóvil y a otros
muchos que íbamos encontrando por el camino. Mucha gente, mujeres,
hombres y niños, andaban por él sin importarles el barro,
acompañados de los mil ruidos de la selva; de los monos negros,
grises y melenudos, marrones, con largos bigotes, con barba. Y
pájaros de pico largo, corto, de vivos colores, grandes, pequeños.
La gente se paraba y nos ayudaba, y a otros los ayudábamos nosotros.
Atascarse era habitual, pero no pasábamos más de cinco minutos
parados. Al poco ya llevábamos el coche lleno y el techo rebosante
de trastos. No hacía falta ofrecerse, la gente nos daba su mercancía
y nos decía donde debíamos dejarla, y Julián sólo aceptaba la que
sabía no nos iba a desviar. Artur y yo nunca habíamos visto nada
igual.
Las
casas de los poblados estaban hechas con maderas y planchas de
hojalata, Y digo bien, porque no eran de madera sino con maderas.
Tablones verticales, aprovechados de las sobras de las serrerías,
conformaban las paredes; y los techos eran piezas de lata
superpuestas. Nosotros, europeos de postín, no sabíamos cómo
diferenciar un poblado de un pueblo y una choza de una chabola. El
bosque era “tarzánico”, los poblados no. Solo llegar a uno
bajábamos del Land Rover y descargábamos los bultos que le
pertenecían; los dejábamos bajo el primer cobertizo que
encontrábamos y nos marchábamos. Nadie preguntaba y, si lo hacía,
respondíamos con el nombre del receptor o de su propietario,
entonces afirmaban con una sonrisa. Eran pobres de solemnidad, pero
el fardo, la maleta o la caja eran intocables, su destinatario o
propietario podía dormir tranquilo. En España, eso hubiera
representado la inevitable pérdida de la mercancía. Y recordé las
palabras de mi tío, refugiado político en Francia, cuando me
contaba el por qué de la mala fama de los españoles.
En los
pequeños pueblos del sur, Cerbère, Port Vendres o el mismo
Perpignan, antes de la llegada de los refugiados, la gente dejaba
dinero en la puerta de la casa; pasaba el lechero, llenaba la lechera
y cogía lo que le pertenecía; pasaba el quiosquero y hacía lo
mismo; pasaba el panadero e igual. Pero con la llegada de los
españoles, tuvieron que abandonar tan sana costumbre. Más adelante,
al no tener nada que robar, entraban en las casas, ya que a nadie se
le había ocurrido cerrar las puertas, y los lugareños tuvieron que
instalar cerrojos.
-¿Y
sabes qué? También tuvieron que poner más barrenderos, porque los
españoles son más sucios, incluso que los moros, aparte de escupir
como ellos-
Debo
reconocer que mi tío era un republicano convencido, pero sus valores
traspasaban el ámbito político y se sentía más francés que
español y, por encima de todo, internacionalista. Lo conocí de muy
pequeño, a una edad insuficiente para juzgar. Estaba casado con una
hermana de mi abuela y daba coraje verlas juntas, abrazarse y llorar
las poquísimas veces que podían encontrarse.
A mi
abuela la recuerdo escribiendo cada día, en su tocador,
interminables cartas a su hermana. Poco después de morir, mis padres
visitaron la poca familia que les quedaba en Francia, el sobrino de
mi madre había muerto y su compañera le cedió el correo recibido
por su suegra; al llegar a su casa lo tiró de la misma manera que
hizo con el de su madre.
-Eran
un estorbo- me dijo con su habitual desprecio.
Por
entonces mi abuelo me contaba que los franceses eran parecidos a los
españoles, que poco nos diferenciaba y que lo de la suciedad era una
cuestión de costumbre social y de respeto por lo público, y que a
título individual dependía de la clase social.
-Si
tienes agua corriente te lavas más a menudo que si la tienes que ir
a buscar al pozo- me decía con mucha razón.
Mi tío,
tan inteligente para unas cosas, sufría ceguera por otras. Un
francés muerto de hambre, desposeído de todo cuanto tenía, también
era capaz de hacer cualquier cosa. África es distinta y su pueblo
llano, y aunque no es mejor ni peor que cualquiera de sus semejantes
europeos, no siente la ansiedad de la posesión.
Uno de
los lugares donde debíamos pernoctar era una escuela. El padre de
nuestro amigo estaba muy interesado que la visitáramos y nos
esperaban. El padre de Artur la había financiado. Era pequeña, pero
muy bien construida, tampoco hacía falta más dado los pocos niños
que iban. Una nave de una planta, excepto la parte central que se
componía de dos. El tejado típico mediterráneo de teja catalana,
con un desván que servía de almacén. La puerta que subía al
pequeño terrado estaba cerrada con una verja, de manera que los
niños no pudieran subir. Era de suponer que, de correr y saltar, se
habrían movido las baldosas formándose goteras. Una puerta central
y dos más pequeñas a los lados. La principal daba a un gran
descampado que servía de patio.
Misioneros,
misioneras. Era la España ultra católica y los negritos de África
no podían aspirar a otra cosa. Los empresarios españoles explotaban
su tierra y solo algunos revertían parte de los beneficios en la
esquilmada población. Nos esperaban fuera, en el gran descampado,
niños y niñas de todas las edades, vestidos, no con bata como
imaginábamos, sino con lo mejor que tenían, y algunos padres y la
plantilla de misioneros. Me sorprendió, no había distinción de
sexo como en la península. Allí los sacerdotes hacían y deshacían
y nadie se atrevía a controlarlos, ni siquiera el jefe local del
Movimiento, que no sabíamos que lo hubiera. Supuse que algún
rapapolvo se llevarían de la congregación, aunque tampoco tenía
claro que alguien se preocupara de algo tan lejano como extraño.
Pasamos
mucha vergüenza, en el caso de Julián fue peor, aún tenía
presente su raza y aquello era una demostración de sumisión. Unos
jóvenes de dieciséis y diecisiete años agasajados como
representantes de su protector.
Los
niños cantaron dirigidos por un misionero. Nosotros de pie frente a
ellos rodeados del profesorado, Julián que quería desaparecer, los
padres aplaudiendo. Después nos enseñaron la escuela, las aulas, el
comedor, la enfermería, la biblioteca, la cocina. Excepto por la
falta de patio, que ni puñetera falta hacía, era mejor que muchas
de la península. El terreno colindante era grande, despejado y
limpio; y los chicos, fuera de allí, tampoco tenían donde ir. La
escuela estaba en las afueras del pueblo y todo el mundo se conocía.
Les obligaron a darnos la mano y presentarse, fue el único momento
en que nos sentimos algo bien, porque así pudimos corresponderles
como iguales. En algunos sentí hastío y yo, con la mirada,
intentaba darles a entender mi desolación. Artur, más
temperamental, se subía por las paredes sin disimulo. A nuestra
vuelta su padre lo lamentó, no por nosotros, que consideró que
éramos lo suficiente maduros para soportarlo y entender la
situación, sino por la humillación que había representado.
En
Senegal el gobierno francés procuró la enseñanza. En Guinea tuvo
que ser el religioso, cobrando un buen dinero al que lo podía pagar;
y el misionero, con el dinero de los pocos patronos que se sentían
en la obligación de devolver algo de lo extraído, o con la limosna
recolectada por su congregación. En eso los españoles somos tan
canallas como los británicos, aunque sea por distintas razones.
Ellos lo hacen conscientemente y nosotros porque no llegamos a más.
Ellos porque no les interesa que el sometido aprenda y nosotros
porque nos importa un carajo.
En la
escuela se comía como en cualquier otra de la península, casi los
mismos alimentos, pero con sabores algo distintos, y es que de ganado
había poco. Tampoco se podía, supuse, cultivar lo típico del
secano; sin embargo no existía regadío, ni siquiera en las zonas
controladas por las misiones. La carne era de caza, sobre todo de
mono o de un pollo más pequeño y sabroso que el peninsular;
comíamos yuca frita en aceite de palma, arroz, plátanos, judías.
La gente era tan pobre que los padres y los pocos niños que les
acompañaban sin estar escolarizados, parecían desnutridos en
comparación a sus hijos, hermanos, primos, con la suerte de estarlo.
Habíamos
seguido el curso de un río de aguas tranquilas, que tanto aparecía
como desaparecía a través del gran bosque, al formar grandes
meandros. A veces se ensanchaba tanto que parecía tener casi medio
kilómetro, otras no llegaba a los cien metros. Julián le llamaba
Wele y nos contaba que en época de lluvias a menudo cubría la
carretera por la que circulábamos, no era un desbordamiento sino su
estado natural. Y al buscarlo descubríamos que podíamos estar a
doscientos metros de él. El río entonces debía tener medio
kilómetro de ancho o más. Y entendimos el por qué del barro y la
poca firmeza del piso.
Por la
mañana y con los depósitos llenos de carburante salimos a la
aventura. Esta vez ya directos a introducirnos por los senderos que
llevaban a los poblados del interior, fuera de la carretera o de las
explotaciones madereras. El camino no era peor, pero sí más
embarrado y, a menudo, debíamos usar el molinete y fijar la cadena
en algún árbol para arrastrar el coche. Y, aunque pocos, volvimos a
encontrar caminantes que nos ayudaban a cambio de nada. Nosotros, ya
sin la prevención del espacio, terminamos por subirlos al coche,
hasta el punto que la conducción se iba haciendo más difícil y las
ruedas se hundían más y más, y riéndonos por la situación.
Éramos multitud y, una vez solucionado el problema, volvíamos a
entrar encogiéndonos como acordeones o subiéndonos sobre el techo.
De haber llevado una filmadora, habríamos compuesto el mejor anuncio
de un Land Rover.
En el
último poblado que visitamos, cuando creímos que nadie nos
relacionaría con la escuela, empezamos a preguntar por el elefante.
Allí había una gran pradería, jalonada por grupos de árboles y
vegetación selvática, más sembrados, búfalos y muchas gallinas
correteando por las calles. Las casas, que ya eran chozas, perecían
más cuidadas y muchas eran redondas, con el techo de chamizo. La
gente parecía vivir mejor y pocos hablaban nuestro idioma. Era
curioso de ver, que a medida que la influencia del colonizador
menguaba, el indígena prosperaba en su manera de vivir, aunque no
hubiese escuelas ni misioneros y los niños correteasen descalzos y
medio desnudos. Pocas veces vimos mujeres, que en aquellos poblados
tan alejados eran bellas, amables, mucho más saludables y con los
pechos al aire. Indudablemente, el catolicismo había hecho estragos
en su modo de vida, sacrificando su libertad y felicidad por una
miserable e imaginaria parcela en un supuesto paraíso.
Y nos
hablaron del elefante solitario, que no va en manadas o grupos
reducidos, que entra en los sembrados, los destruye y ataca al
granjero que topa con él; pero cuando preguntamos si conocían algún
caso luctuoso, respondían que no, que si en el poblado vecino, que
si al hermano de un conocido lejano, pero no de viva experiencia. Los
leñadores, que tenían permiso de armas, de vez en cuando daban
alguna batida para matarlo, porque, aunque fuera difícil tener un
mal encuentro, que estábamos seguros que más de un desdichado había
terminado entre sus patas, al intentar expulsarlo de sus sembrados,
era seguro que destruía y machacaba todo lo que encontraba a su
paso. Y nos contaban que apenas cazaban alguno, siempre joven e
inexperto, porque el elefante de la selva era más inteligente y
tenía más memoria que el cazador.
Los
lugareños miraban a Julián de manera más extraña que a nosotros,
no parecían estar acostumbrados a ver gente como él y, al poco de
hablar con ellos, nos lo aclaró. En un país tan pequeño, con un
tamaño similar al de Catalunya, la gente se movía poco, y la
mayoría de sus habitantes apenas conocía su comarca. El poblado en
que nos encontrábamos era de los más remotos, y era más común la
visita de un empresario maderero, en compañía de un funcionario
peninsular y varios guardias civiles, un misionero o algunos
naturistas llegados de la península, de Francia o del Reino Unido,
que un natural del país arribado de la capital.
Nos
pidieron que nunca abandonáramos la protección del vehículo,
cuando ellos no tenían reparo en andar kilómetros por los senderos
de la selva con solo un bastón. Unos cuantos kilómetros más
adelante, haciendo caso omiso a las recomendaciones, abandonamos el
coche. Creímos que, de oír el motor, el elefante se escondería.
Anduvimos una hora, quizá algo más, bordeando los claros de la
selva y marcando la corteza de algunos árboles para señalar el
camino de vuelta. Era una costumbre que aprendimos por nosotros
mismos, cuando andábamos por un bosque o los nevados prados
pirenaicos, y que nadie nos había enseñado, pero que nos daba
seguridad para afrontar la vuelta. De pronto los vimos, parecían tan
perplejos como nosotros. Con Artur sólo los habíamos observado en
el zoológico, de más jóvenes, cuando nos emocionaba visitarlo
solos o con la escuela, y nos habían impresionado mucho. Julián era
el más sorprendido, nos hizo callar, aunque por suerte hacía rato
que solo resoplábamos por la gran humedad, e hizo que nos sentáramos
en silencio. Ellos veían nuestras cabezas y nosotros las suyas, pero
sin mirarnos a los ojos. No sabíamos qué debíamos hacer, nadie nos
lo había explicado, si levantarnos e irnos, si acercarnos más, si
saludarlos; aunque eso último, por muy jóvenes que fuéramos, era
más por nuestro sentido del humor que por el común. Al poco,
nuestro amigo en voz queda nos pidió que no denotáramos alarma ni
preocupación, que hiciésemos como ellos, recoger algo del suelo sin
preocuparnos por su presencia. Habíamos andado a la búsqueda de
elefantes y nos topamos con una familia de gorilas, y no sabíamos si
lo uno era más interesante que lo otro. Lo que sí, es que era tan o
más difícil lo segundo que lo primero. Estuvimos mucho rato
sentados, hablando en susurros o fingiendo que buscábamos comida. De
vez en cuando los mirábamos para recrearnos con su belleza y
grandiosidad. El más grande, de ancho debía hacer como tres de
nosotros, y su cabeza era enorme e impresionaba; los que le seguían
eran bastante más pequeños, aún así daban mucho respeto. No era
prudente ni lógico seguir tan inmóviles y agachados, y poco a poco
fuimos levantándonos. Sin habernos percatado, uno de ellos se había
acercado, estaba casi a nuestro lado, sin dar señal de nerviosismo o
irritación. Parecía sentir nuestra misma curiosidad, aunque, como
nosotros, la disimulara recogiendo hojas y ramas del suelo. Si no
hubiese sido por la excitación del momento, nos habríamos reído
con ganas, ellos y nosotros. Allí, perdidos en el extremo de un
claro de bosque tropical, se encontraban dos grupos de primates
haciendo las mismas tonterías con tal de estudiarse mutuamente. Nos
habíamos de ir y no sabíamos si echar a correr, andar lentamente o
retroceder sin darles la espalda. A nuestro amigo, indígena y sin un
ápice de tonto, nadie le había explicado qué hacer ante un caso
tan poco habitual. Optamos por la segunda, era la más natural y
creímos que el gorila tampoco era idiota. Los primates no andan de
espaldas y si corren es que huyen. Cogimos el coche con el pulso a
mil por hora, y esta vez no por la humedad, el calor o el cansancio.
De vez
en cuando, cuando creíamos ver pisadas de elefante o el rastro que
deja a su paso al entrar en el bosque, parábamos a mirar. Y pocas
veces nos equivocábamos, el elefante es claro en su rastro, destroza
y aplasta los grandes arbustos por su paso. Entonces nos
introducíamos con cuidado, haciendo el menor ruido posible para no
espantarlo, y era impresionante lo que veíamos, grandes plantas
parecidas a helechos, cuyas ramas medían dos o más metros,
aplastadas como si de hierbajos se tratara; pequeños árboles de
cuatro o cinco metros de altura, tumbados en el suelo y con ramas
arrancadas. Artur los estudiaba y nos decía que no era reciente, y
Julián lo miraba perplejo, yo no tanto, ya que conocía las
habilidades de mi amigo. Y de aquel momento recuerdo el ruido, los
miles de sonidos del bosque ecuatoriano. Teníamos el cuidado de
andar lentamente, de manera parecida a cuando lo hacíamos en la
nieve, y cerca de grandes árboles, por si habíamos de subir para
guarecernos. Nos habían dicho que si no se sentía amenazado, cabía
la posibilidad que no atacara. Y nos reímos mucho con el detalle de
la posibilidad.
Años
después, entendí al elefante de igual manera que el oso himalayo.
Tanto el uno como el otro pelean con el hombre porque compiten por el
mismo alimento. El uno por los sembrados y el otro por el pequeño
ganado. El oso pardo, sin embargo, aun siendo más fuerte y grande
que el himalayo, no ataca al hombre porque pocas veces ese le quita
su manduca. Si nos hubiéramos encontrado al elefante, lo lógico es
que nos hubiese atacado. El elefante es inteligente y tiene memoria,
y esta le dice que somos peligrosos, que lo buscamos para matarlo.
-Los
gorilas viven en lo profundo del bosque y no se dejan ver. Temen al
hombre. Si los habéis visto decidnos dónde y compartiremos sus
pieles y su carne - Y se rieron al ver nuestras caras de
consternación.
Eso nos
dijo un grupo de leñadores españoles, cuando les explicamos que
habíamos estado con una familia de esos primates. Era tarde cuando
los encontramos y ya no hacían ruido. Habíamos pensado dormir en el
coche, teníamos agua y comida suficiente para pasar el día. Los
descubrimos por el claro que habían hecho al limpiar y cortar
maleza, aparte de ver podados un grupo de grandes árboles. Era
curioso de ver árboles de treinta a cuarenta metros de altura,
magníficos, de tronco grande y recto, casi sin irregularidades,
podado hasta casi el límite de su copa.
El
árbol, por lo menos allí, antes de cortarlo en diferentes trozos,
se limpiaba de ramas con las que, supusimos, también comerciaban,
porque las tenían apiladas para el transporte. Aquellos tipos,
primero lo limpiaban de monos y de grandes roedores, así mantenían
cubierto el alimento del campamento y de las familias de los peones.
Cuando
vimos los árboles, nos maravillamos de hasta dónde eran capaces de
escalar con tal de talarlo; pero al poco y por sus conversaciones,
descubrimos que eso lo dejaban a sus peones, que por casi nada y la
seguridad de unas comidas, aceptaban el riesgo. Y no pasaba la
temporada sin que uno de ellos cayera, muriendo por el golpe, por las
heridas o quedando inútil de por vida.
Ya no
les preguntamos por el elefante. No hacía falta. Su explicación nos
sirvió para descubrir la inteligencia de los animales. Los gorilas
se habían dejado ver porque no llevábamos armas. Un hombre con arma
es peligroso, sin ella no. Es posible, incluso, que los consideren
especies distintas; el hombre con un palo de fuego es una especie
peligrosa, y el que no lo tiene otra. Los elefantes de la selva, por
lo visto, no tienen esta percepción. Para ellos el hombre bueno es
el hombre muerto.
Pasamos
la noche en el campamento. Gruesas y grandes lonas soportadas por
largos palos para cubrirse de los repentinos aguaceros, un fuego
central que se apagaba con la lluvia y un pequeño círculo de brasas
en el centro de cada tienda, que servía para intentar ahuyentar los
terribles mosquitos, a costa de ir echando hojas aromáticas.
Con
risas nos invitaron a que compartiéramos una chica, hija de un peón.
Era muy joven, más que nosotros. Y al ver que Julián se levantaba y
marchaba, callaron avergonzados, aunque lo disimularon con alguna
risa contenida. Artur se levantó para calmar a nuestro amigo,
mientras yo intentaba hacerme una idea de la situación. La chica se
había acercado y tomó asiento a mi lado. Vestía normal, una falda
larga y una blusa que le iba a la medida, las dos prendas muy
gastadas, nada raro para donde estábamos.
Los
leñadores dormían con mujeres del poblado, a las que follaban sin
recato y a la vista de todos; mujeres e hijas de sus peones, que eran
forzados a prestarlas cuando les venía en gana y a punta de fusil,
que eran usadas como mercancía y burladas; tomadas, algunas de
ellas, como amantes fijas por alguno, que sentía algo más que
hambre animal y se encariñaba de ella, pese estar casada. Lo cierto
es que, aparte de sexo, de ellas obtenían ropa limpia y bien
remendada, y que les hicieran la comida.
A mi
vuelta pensé que lo vivido en aquel claro de selva, demostraba lo
que Alba y yo creíamos, que el amor en pareja era producto de la
costumbre sexual, de la seguridad y de la comodidad del plato y la
ropa lavada.
Estos
hombres solían tener esposa e hijos en la península, hablaban de
ellos sin ningún complejo y con melancolía frente nosotros; pero
allí compartían, con interesado cariño, las mujeres de sus
subordinados. Y eran intocables para el resto, como si existiera un
contrato no escrito. Solo las intercambiaban entre ellos, unas veces
por el gusto de variar, otras para evitar encariñarse demasiado. Y
lo percibimos en una sola tarde noche, al escuchar las
conversaciones, la manera de expresarse y cómo hablaban entre ellos
sobre la tal o la cual, la compañera de este o de aquel, la comida
que servía, cómo lavaba, si remendaba bien los calcetines. Y
hablaban de cómo follaban y lo mal que se movían, y lo hacían como
de pasada, simulando indiferencia.
Dormimos
con la chica a nuestro lado. Por mucho que se notara su buen
castellano, mejor que el de muchos peninsulares, era extremadamente
parca en habla. De vez en cuando conseguía arrancarle una sonrisa,
ya que en eso de contar anécdotas divertidas ganaba a mis dos
amigos. Pero, al momento, cambiaba y recuperaba la gravedad de su
semblante. Supusimos que era consciente que no la tocaríamos, pero
sabía lo que le esperaba al día siguiente. No podíamos llevarla
con nosotros, hubiese sido fatal para su familia. Allí mandaba el
blanquito que tenía el arma y derecho a no dar cuentas a nadie,
mientras cortara muchos árboles. No, esas cosas no se podían
explicar. Después si, como todo, cuando eres adulto y sabes que no
es tan extraño ni fantástico.
Recuerdo
los árboles, el color de la madera, tostado por dentro y de corteza
lisa, y el olor a podredumbre, pero no sus nombres. Recuerdo la selva
sin claros, sin luz y siempre en una extraña penumbra; y, cómo no,
el ruido de la noche, sonidos casi metálicos, guturales, refinados,
parecidos al del niño llamando a su madre; tantos había, que al fin
dormimos tranquilos.
Las
fronteras las hace el extraño, el extranjero que no sabe de hombres
y tribus. Pasábamos de un país a otro sin saberlo. Decían que en
uno se hablaba francés y en otro español, pero en ninguno de los
poblados a lo largo de las pistas hablaban uno u otro y, sin embargo,
todos lo hacían con el mismo idioma, el suyo. En el límite nos
decían que el vecino comía carne humana, que no fuéramos, que, de
hacerlo, no bajáramos del todo terreno. Y más allá, en aquel
pueblo, nos decían lo mismo del que veníamos.
-Id con
cuidado, son caníbales y en cuanto pueden comen carne humana.
Y
pasábamos por poblados completamente desiertos y oscuros, en los que
no se percibía actividad humana.
-Por
nada del mundo bajéis del coche - nos decían.
Artur,
intrépido como siempre, pretendía bajar y pasear por el poblado. No
le dejamos. Y Julián ni por asomo estaba dispuesto; y eso que, según
él, todo era una leyenda. Decía que al ser negro y de otra aldea
corría más riesgo. Artur y yo nos reíamos, le recordábamos que
poco antes nos había dado garantías que el canibalismo no existía.
Bajé
yo. La condición era que me siguieran a corta distancia con el Land
Rover. Un hombre salió de su casa y me miró con una sonrisa, que,
en aquella oscuridad, se me antojó diabólica y caníbal. Entonces
era casi tan alto como ahora y me sentía muy fuerte y rápido.
Ahora, con el tiempo, me asombro de lo que fui capaz de hacer, pese
el reparo que sentía. Me acerqué a él con determinación,
ahuyentando de mi mente cualquier miedo. El hombre, sorprendido o
temeroso, fue retirándose sin darme la espalda, hasta acercarse a la
puerta de una cabaña de la que salieron dos perros. Parecían
mansos, si me hubiese agachado, seguro que se habrían acercado para
olisquearme; pero el tipo, desde la puerta entornada los llamó con
alarma. Debió pensar que el desconocido salido de la oscuridad, de
raza ambigua dado la falta de luz, y con un Land Rover siguiéndolo
de cerca, a falta de buen filete humano se zamparía los perros. Me
volví para que, a través del parabrisas, mis amigos vieran mi cara
de sorpresa. Estaba claro que de allí no sacaríamos nada, a no ser
un tiro de ballesta.
Por
entonces y supongo que ahora también, los indígenas no podían
tener armas de fuego y cazaban con ballestas artesanales de gran
precisión y trampas de lazo, más eficaces que una buena carabina,
pues al no hacer ruido, evitaban la espantada de las posibles presas.
La explotación del colonizado solo puede perpetuarse manteniéndolo
desarmado.
Son
historias muy lejanas que me sorprende recordarlas tan vivamente. La
calle del poblado, que era la misma pista que llegaba a él, las
cabañas de madera, las chozas circulares tan de película, la tierra
húmeda y la negrura de la noche. Era un país muy deshabitado. Diez
kilómetros eran muchos, pues la dificultad y los peligros que
acechan al viajero de a pie son demasiados. Los poblados eran
pequeños, sucios y poco habitados, y su gente se escondía de los
forasteros nocturnos. Entonces descubrí lo que mucho después leería
sobre el tema, el canibalismo no existe y, de ser así, sería en
forma de necrofagia. La realidad sigue al refrán: “cuando el río
suena es que agua lleva”. Es de suponer que los habitantes de
aquellas tierras habían sido necrófagos o caníbales, pero ya no lo
eran; y que entre vecinos se inculparan, era más por costumbre y
autodefensa, que por certidumbre.
Los de
aquel poblado son caníbales. Eso decían, pero cuando les
preguntabas si habían sido testigos de ello, lo negaban.
A los
cinco días volvimos a Bata, con la sorpresa del padre de Julián, de
vernos con pocas picaduras de mosquito y sin haber perdido ningún
kilo.
-Se os
da bien este clima -nos dijo -No habéis sufrido descomposición y
vete a saber por dónde habréis corrido y comido.
No le
contamos que habíamos ido tras el elefante, por un capricho de Artur
muy bien compartido; pero sí que habíamos visto una familia de
gorilas del bosque, y que habíamos pasado una noche en un campamento
de leñadores y otras dos en el interior del Land Rover. El pobre
hombre se horrorizaba, pero, con tino, no le dimos posibilidad de
pedir explicaciones a su hijo. Yo, atropelladamente, canté alabanzas
de su audacia, lo experto que era, lo bien que conocía la vegetación
y las costumbres de los animales; y cómo se entendía tanto en bubi
como en fang, detectaba el mal camino y el buen claro en la selva, y
prevenía la reacción de los grandes simios. Y le conté que nos
había enseñado a orientarnos en lo más frondoso del bosque, sin la
luz del día con la que guiarnos. Y si no fuera por las gafas de sol
que llevaba, los ojos de Julián hubiesen sido un poema, porque, aun
siendo mi perorata algo cierta, la había hinchado hasta reventar. Su
padre no sabía qué cara poner, había descubierto una vertiente en
su hijo hasta entonces desconocida, y no sabía si bajar del cielo o
seguir subiendo. El padre de Artur le dijo cogiéndole del hombro:
-Ves
como no iba tan desencaminado, con tu hijo podían ir tranquilos.
Y
Julián ayudó a su deshinchazón al contarle el paripé que nos
habían preparado en la escuela, lo mal que lo habíamos pasado, en
especial él; y que, si no fuera por no dejarnos solos, habría
salido corriendo. Y eso lo decía mientras yo sentía el escozor de
su mirada, que, por mucha gafa de sol que llevara, sabía que me
atravesaba hasta llegar al cerebelo. Imaginaba que ahora debería
explicar de qué conocía tantas cosas. Y Artur y yo nos partimos la
caja con la mirada.
Al poco
de nuestra vuelta, los españoles abandonaron la colonia, que era eso
por mucho que la disfrazaran de provincia. Macías dio un golpe de
Estado e instaló un régimen de terror, lo más normal del mundo, ya
que España era regida por gente de la misma calaña. El problema
vino cuando el sátrapa culpó de todos los males a sus mentores y a
sus capataces, y el padre de nuestro amigo era uno de ellos. El padre
de Artur abandonó su despacho y sus naves nunca más tocaron un
puerto guineano. El de Julián quiso quedarse, dijo que era su país,
y no volvimos a saber nada de él ni de su mujer. Poco antes vino su
hijo. El padre de mi amigo había movido cielo y tierra para traerlo
a su casa, como uno más de su familia. Aún hoy somos amigos y,
aunque lleve el apellido de su padre y su color sea distinto, todos
lo tratamos como hermano de Artur.
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