sábado, 20 de octubre de 2018

De aparente retiro

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Para esta entrada he recuperado una antigua foto de mi madre, de mayo de 1933.


Cuando trabajaba me levantaba a una hora determinada, siempre la misma y nada intempestiva. Llegaba al trabajo sabiendo perfectamente lo que tenía que hacer y por dónde tenía que empezar, y, lo que es más importante, sabía muy bien cómo hacerlo. A cierta hora, minutos más, minutos menos, dejaba el trabajo e iba a comer a un bar cercano, conociendo casi al dedillo el menú del día. Tras un par de horas de comida y de tertulia, volvía al trabajo para hacer prácticamente lo mismo de la mañana; y más o menos a las ocho de la tarde cerraba y me iba a casa, unas veces en coche y otras, las que más, en el Metro. Los fines de semana, mi compañera y yo íbamos a nuestra vieja casa/comuna del Pirineo o a la Costa Brava, generalmente con nuestro grupo de viejos amigos.

Eso que acabo de contar era mi vida antes de cerrar la empresa y hacerme “mayor”, porque lo de retirarme o jubilarme ya es otra cosa. Cierto es que siempre he sido un poco inquieto, confieso que mucho para la mayoría aunque poco para mi, que he conocido gente que todavía lo es más. Esa inquietud hizo que mi trabajo se convirtiera en investigación, en pocas palabras, que me gustaba innovar o lo que vulgarmente se dice, estar al día; eso sí, dentro de las posibilidades que marcaba el mercado y la pobreza intelectual de los gobernantes de este país. Esa misma inquietud hizo que durante la última etapa laboral me mantuviera activo en la política, supongo que por una mezcla de experiencias, la primera por estar en un foro de economistas, la segunda por mi experiencia en Myanmar con Anna. La primera me mostró la situación económica y política, principalmente que estábamos gobernados por un estúpido grupo mafioso; la segunda hizo que recuperara la confianza en el ser humano.

Ahora, sentado en una incómoda silla de despacho, intentaré contarles la actual, la de una persona más o menos retirada o jubilada.
Me levanto pronto, pero no siempre a la misma hora, a veces muy pronto, mucho más que cuando trabajaba. Mi agenda es extremadamente variada, igual que mis múltiples responsabilidades. Me he visto obligado a especializarme en muchos temas y a profundizar en la economía a través de conferencias y debates con mis viejos amigos economistas, ahora ya renombrados catedráticos. Ya no leo novelas sino trabajos y libros de texto. En mis escritos no hablo de mis aventuras de joven en forma de novela sino sobre economía y democracia. Si antes hablaba sobre la moda con mis clientes, ahora lo hago sobre economía y política con políticos de casi todas las tendencias. Sigo cursos de todo tipo para no perder el hilo o para desarrollar las ideas en las que creo, y dirijo un programa de radio en el que se debate todos los problemas sociales que inquietan al ser humano. He tenido que aprender a leer el inglés sin conocerlo, y recuperar la agilidad mental de mi juventud. He cambiado el coche y el Metro, por la bicicleta y las piernas. Los fines de semana los ocupo en reuniones, concentraciones o manifestaciones. Mis viejos amigos, conocedores de la vida que llevo, ya no pierden el tiempo en llamarme para salir.
A veces me despierto con sobresalto, unas veces soñando con mi padre, que intenta transmitirme sus pensamientos; otras alarmado por si he olvidado apuntar algo importante en mi agenda, o porque apenas me queda tiempo para repasar un tema o el trabajo que me encargó mi profesor.

No sé qué más puedo decir, aparte de que mi cardióloga, sorprendida, me ha confesado que mi corazón ha mejorado con el paso de los años.

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