sábado, 30 de enero de 2021

La mala soledad

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Tengo a Amara en el hospital, con una insuficiencia respiratoria de la que aún no se conoce su origen, aunque todo indica que es producto de muchos factores, lo cual es una ventaja. Mejor muchos, porque solucionas unos cuantos y mejora. Con solo uno el esfuerzo lo concentras, pero te arriesgas a no solucionarlo.
 
Es curioso como un tipo como yo puede sentirse tan indefenso sin su compañera. No sé vivir sin ella, creo que no sobreviviría.
 
Es curioso que un tipo como yo, que lo dejas en medio de un bosque, de la selva, del mar o en lo alto de las cumbres más altas y nevadas, y sobrevive e incluso se orienta y si quiere vuelve. Y lo dejas solo en un pisito de mierda, en una ciudad de caca, y no aguanta más de una semana.
 
Es curioso que a una persona que no teme a la soledad, que incluso goza con ella...

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viernes, 29 de enero de 2021

El Camino Infinito, 20ª parte

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La calle, como la mayoría en aquella zona de la ciudad, era ancha y de tierra blanca y polvorienta. A los lados, hileras de casas de dos plantas en su mayoría, con dos o tres escalones en la entrada, supusimos que para evitar las inundaciones durante el monzón, rodeadas de pequeños huertos tan cuidados que parecían jardines. Almendros, naranjos y preciosos rosales flanqueaban los cultivos.
En medio de la calle, desperdigados, cientos de viejos coches, de triciclos rodeados de mantas y tenderetes de mil cosas distintas, desde la sempiterna fruta hasta camellos, pasando por tiendas con tejidos de mil colores distintos, con objetos de plástico, cubos, palanganas, cordeles. Y gente, mucha, en su mayoría hombres, comprando en el mercado. Corderos despiezados colgando de tres pértigas separadas en su base y atadas en la parte superior; y grandes redes llenas de asfixiados pollos colgando del mismo modo; y hombres manipulando sacos de maíz, de garbanzos, pesando pequeñas cantidades con viejas balanzas e introduciéndolas en bolsas de papel o cucuruchos hechos de periódico; y panelas de caña de azúcar de mil colores distintos.

Por entonces era difícil ver hombres de compras en un mercado barcelonés, para nosotros no dejaba de ser sinónimo de machismo o desigualdad. En la sociedad occidental, al menos la española, la mujer era quien hacía la compra; paradójicamente, en Pakistán era lo contrario, lo cual no dejaba de sorprendernos. Ahora, ya en el siglo XXI, es mucho más fácil encontrar hombres comprando en nuestros mercados, y seguramente en Pakistán pasará lo mismo con las mujeres. El machismo se muestra de distinta manera en cada sociedad, pero el fondo es el mismo.

Seguir sus indicaciones fue sencillo. Después de andar aproximadamente un kilómetro, giramos a la derecha, por una calle el doble de ancha que la mayoría de las callejas que desembocaban en ella. Era otro barrio completamente distinto, aunque la gente vistiese de la misma manera. Antes de llegar cruzamos un precioso jardín con antiguas edificaciones, palacetes o templos que no parecían islámicos. De no llevar prisa habríamos intentado visitarlos, aunque parecían cerrados. Al fondo vimos la gran puerta, vieja y magnífica; tendría ocho o nueve metros de altura, y de estar en nuestro país la habríamos confundido con la de una vieja muralla, pero bellamente labrada y siempre abierta. En su interior y como por arte de magia, se abría un barrio de estrechas calles, cientos de ellas; y en la principal por la que entramos, multitud de pequeñas y apretadas casas con multicolores toldos de tamaños, formas y alturas distintos, que cubrían casi toda su anchura. Y otra vez tiendas de mil cachivaches, de ropa, plásticos y comida; y una vez más, redes con pollos vivos y corderos colgando de los ganchos, y hasta un camello parado en medio, como esperando a su jinete o su carga. Para avanzar habíamos de esquivar motos, triciclos y personas en una calle de apenas cinco metros de ancho, que paraban a mirar, comprar o conversar sin mirar quien venía detrás. De no ser por las mochilas hubiésemos pasado perfectamente por indígenas, porque habíamos aprendido a decir txema en perfecto acento, cada vez que alguien tropezaba con nosotros. Nos presentamos en la puerta del taller, entramos y preguntamos por Rostam. A un lado, un coche de los años cuarenta medio desmontado y con el enorme motor en el suelo; tras suyo, una furgoneta 4L Renault que repasaban con esmero; al otro lado, un triciclo que parecía el anuncio de un circo, y un Volvo que parecía anterior a la segunda guerra mundial, convertido en una furgoneta paquistaní, cubierto de chapas, campanas y mil cosas que hoy no recuerdo. Hubiera sido curioso ver un mecánico europeo en aquel taller, su perplejidad al ver la precariedad con la que se trabajaba y las obras de arte que de allí salían. El tipo salió del Volvo, después de arrancarlo con una finura que ya quisiera para mi 2CV. Anna, con su precario inglés y alguna palabra en urdu, le explicó quiénes éramos. El tipo, con un mono que pretendía ser azul, algo orondo y de aspecto jovial, que podría tener cualquier edad entre los treinta y pico y los cincuenta, no disimuló su temor y desconcierto, no nos conocía y éramos unos extraños y jóvenes extranjeros que hablaban un idioma que costaba entender. Anna, para tranquilizarlo, le explicó que el contacto de su amigo había sido movilizado. Me miró y le dije con mucha lentitud: tu amigo Esmail ha dicho que te dé esto a cambio de una mercancía. Cogió la cartera y contó el dinero. Se quedó pasmado, sin habla. Yo miraba el triciclo con sincera curiosidad para demostrar mi indiferencia. Mi cara volvía a ser la del antiguo y exitoso jugador de póquer. Rostam era consciente que de urdu yo no sabía nada y de inglés poco. Intentó quejarse señalando la cartera, me encogí de hombros y la recuperé sin imutarme. Volví a decir las mismas palabras con el mismo gesto, como si las hubiese aprendido de carrerilla, mientras volvía a cargar la mochila a Anna, dándole unos pequeños toques para que recuperara su forma. El tipo levantó su palma para evitar nuestra marcha y entró al fondo del taller, aún más desvencijado y cochambroso que donde arreglaba los coches, mientras murmuraba algo que parecía una maldición o queja. Al cabo de un rato, cuando empezábamos a preguntarnos qué hacíamos allí, salió y nos llamó para que entráramos. En el suelo de un cuartucho, apilados con mucho cuidado para ser contados, había tal cantidad de paquetes de hachís que quitaba el hipo, rodeados de ruedas, puertas, frenos, tubos de escape, carburadores y manchas de aceite. Entonces caí en la cuenta que allí, ciento cincuenta mil pesetas de hachís -la rupia y la peseta tenían casi el mismo valor- no eran lo mismo que en Madrid o Barcelona. El tipo, acompañado de un simpático joven que no paraba de sonreírnos y de mirar a Anna, soltó una ininteligible retahíla de palabras mientras contaba los paquetes para demostrarme que él no engañaba, parecía irritado y a punto de saltar sobre mí. Alcé los brazos, uní mis palmas e hice un gesto amigable, como si no pasara nada. Anna le dijo que solo éramos mensajeros, que devolveríamos el dinero a su amigo Esmail y nadie saldría perjudicado. El tipo se puso nervioso, parecía preocupado, me paró. Otra vez la palma de la mano levantada, me pidió la cartera y sacó el dinero. La añagaza tan típica de los Encantes barceloneses, cuando tenía que negociar el precio de algo que nuestra comuna tanto necesitaba, había funcionado. Miles de kilómetros nos separaban, pero el arte del mercadeo es el mismo vayas donde vayas. El tipo empezó a hablar con comedimiento y nos pidió las mochilas sin ningún reparo, aparentando haber quedado satisfecho con la negociación. Una vez más otros hacían el trabajo. En silencio y como si nada hubiera pasado, poco a poco iban introduciendo los paquetes. Y aunque pareciera que las mochilas carecían de fondo, toda la droga no cabía y estaba claro que tendríamos que hacer dos viajes, de otra manera tampoco lo hubiéramos resistido.

Antes de despedirnos, el joven nos sirvió agua fresca y quiso acompañarnos en su moto. Fue lo más emocionante de la aventura. Anna en el centro, cogida de la cintura del joven, que seguro no sabía como había llegado tan lejos; yo tras ella, con las mochilas colgando, una a cada lado y sobre mis piernas abiertas, haciendo esfuerzos para no salir despedido, con mis brazos entrelazados en las correas de las mochilas y medio abrazado a mi compañera. La moto pequeña, roja y cuidada con esmero; su asiento forrado con tapicería de vivos colores y un fleco dorado y verde a su alrededor, parecía hundirse bajo nuestro peso. Las había visto tanto en Karachi como en Lahore, pero no imaginaba que terminaría subido en una de ellas, y aún menos, en la más bonita de la ciudad. Nos llevó un tramo, no quería alejarse del barrio ni que lo vieran con su cliente. Al bajar y ayudarnos a cargar, hizo las mismas recomendaciones que el policía, solo que esta vez con las mochilas llenas.

-No os paréis y si no os queda más remedio no descarguéis, se notaría la mercancía que lleváis. Disimulad su peso, haced como si llevarais el normal, vuestra ropa y poco más. Tu mujer es fuerte y valiente, podrá llegar.

Yo me reía, pero sólo en mi interior, por fuera era imposible, hubiese muerto en el intento. Mis piernas temblaban por la tensión del viaje y el peso que habían soportado. Íbamos doblados y casi no podíamos respirar, hablar aún menos. Pretender que disimuláramos el enorme peso era tan ridículo como peregrino. Anna había empequeñecido, parecía que el suelo se hundiera bajo sus pies y solo acertó a decir que no entendía cómo habíamos llegado a esto; pero era cierto, el paquistaní tenía razón: mi compañera era muy fuerte y aguantaría.

Llegamos sin saber cómo. El policía, que nunca había confesado serlo, se reía tranquilo. Aunque se quedara nuestra ropa, sabía que no tenía valor como señal. Con ciento setenta y cinco mil rupias se podía vivir bastante tiempo en Pakistán, pero sin el pasaporte la cosa se habría complicado. El segundo viaje fue más reposado, aunque ya nadie nos acompañara. Las mochilas pesaban menos y el joven, aunque sentirse abrazado por Anna fuera muy tentador, consideró que no era prudente llevarnos por segunda vez.

Al llegar quise que fuera Anna quien le devolviera la cartera con las doce mil quinientas rupias y le explicara cómo lo habíamos hecho, porque era ella quien hablaba, porque me satisfizo que aquel tipo la tratara como una igual, muy extraño para un paquistaní, y porque, para qué negarlo, estaba muy orgulloso de mi compañera. Ni siquiera miró su interior. Solo dijo que no lo esperaba y tampoco tan rápido. Los negocios se hacían así con él. De su bolsillo extrajo las otras veinticinco mil, las tenía preparadas y unidas con una goma y se las entregó junto a los pasaportes. Anna le dio la mano con una sonrisa y él se la aceptó y nos deseó suerte. Antes nos explicó que sus contactos le salían algo más baratos, pero se dio cuenta que con menos no hubiésemos arriesgado, y que las doce mil quinientas rupias habían compensado la diferencia. Se equivocaba, en todo caso, lo único que nos había hecho dudar era la gran cantidad de dinero que nos había ofrecido y cómo nos obligó a aceptar el trato. Nos contó que Rostam era un buen amigo y hacer negocios con él muy seguro, pero no era sensato negociar directamente y que los vieran juntos; por eso siempre utilizaban un intermediario conocido de los dos, aunque saliera caro. No lo entendimos ni necesitábamos hacerlo. Nos fue bien y eso nos bastaba.

El hachis, cien kilos por lo menos, en dos días estaría en Karachi y valdría cien mil rupias más, una fortuna para un paquistaní. En dos o tres semanas llegaría al Pireo, Marsella o Barcelona, y se pagaría por quinientas mil o más; y una vez desembarcado, se revendería por partes y valdría un millón. Sus compradores lo volverían a trocear, lo adulterarían y lo venderían por el doble a los pequeños camellos; solo unos pocos tendrían el honor de fumar auténtico Kush, y él ya no sabía por cuánto y tampoco le importaba. Aquella noche seguro que tuvo un buen sueño. Por nuestra parte ya no deberíamos preocuparnos, con el dinero ganado y el que teníamos íbamos sobrados.
Cuando ya nos íbamos volvió a llamarnos.

-Os daré una nota para Hamid. Por poco que pueda hará que lleguéis a vuestro destino.

Cuando se ha estado, hablado, negociado con la gente, la percepción de peligro cambia completamente, así como la que tienen los lugareños con el extraño, y solo porque ha dejado de serlo. En Barcelona, pese mi forma de ser y vivir, de jactarme de haber circulado por barrios que la mayoría evitaban, como la Mina, el Raval o Montjuich, -nunca el Campo de la Bota, donde solo había chabolas y la sangre de más de mil setecientos asesinados treinta años antes por la Guardia Civil- sentía reparo cada vez que iba con la camarilla a buscar droga, o con Anna, para visitar algún amigo sin suerte o de raza gitana.

Era evidente que aquel barrio no era el más aconsejable para un extranjero. Según la gente de la ciudad, era de los peores y muchos lo evitaban. Nosotros, sin embargo, nos sentíamos cómodos; además, tal como vestíamos y actuábamos, aún siendo conscientes que sabían que éramos extranjeros, nos parecíamos a ellos y no percibíamos la diferencia entre su gente y la de otro barrio cualquiera donde habitara pashtún. Tiempo después pensamos que el reparo que provocaba, era más por su curioso y étnico sentido del honor, que por alguna causa social que los diferenciara del resto. Nosotros, el único problema que creíamos tener, es que llevábamos mucho dinero; pero ya nos habíamos puesto en la piel del barrio y de su gente, ya actuábamos como sencillos pashtún y no como turistas occidentales, ni siquiera como panyabís del centro de la ciudad. Anna, pronto se dio cuenta que no debía mirar de frente a los hombres, que todo lo más podía hacerlo de lejos, para observar cómo vendían y actuaban, si eran atractivos o no. Solo en un lugar cerrado como el taller mecánico, donde ya no era necesario fingir, podía permitirse actuar tal como era, con su fuerza y su personalidad.

En Pakistán un extranjero no podía abrir una cuenta bancaria. Y en Barcelona, la Caja de Pensiones (ahora la Caixa) nos propuso unos bonos cambiables con un límite, ya que estaba prohibido sacar más dinero del país. Cuando descubrí la comisión que exigía y los gastos que pretendía cobrar, tanto ellos como la banca paquistaní por tramitarlos, me reí en su cara y me fui. Éramos muchos y no contamos que pudiéramos separarnos, nos sentíamos seguros y confiados de llevar el dinero encima. Ahora solo éramos dos en un barrio aparentemente peligroso y sin policía a la que arrimarse; ni siquiera se veían militares, tan abundantes en el resto de la gran ciudad. Había quien ya sabía de nuestra pequeña fortuna, precisamente los más peligrosos, eso en caso que allí hubiera alguien que no lo fuera. Nuestra ventaja era que, al ir vestidos como los lugareños, no hacía falta buscar rincones o un lugar en la mochila para guardar el dinero. Las largas camisas cubrían los bolsillos del pantalón y el bolso que llevábamos en la cintura. Solo con violencia y delante de todo el mundo podían robarnos. Aun así, éramos conscientes que dos jóvenes de veinte años, extranjeros y con más dinero del que la mayoría podía ver en mucho tiempo, eran un fácil y apetitoso bocado.
Lo que no contamos es que nos habían visto en la moto de Mosul, riéndonos con él por lo estrafalario del asunto, y entrar en el local de Rostam y parlamentar amigablemente con el. Y allí eso pesaba. Quizá por eso y porque preguntamos con toda la amabilidad que pudimos por Hamid Masel, la gente nos empezó a mirar con curiosidad y respeto. Disfrutábamos de la protección de unos hombres de honor y, sin nosotros saberlo, a partir de aquel momento nuestra seguridad estaba más garantizada que la de cualquier vecino del barrio. Y recordé las visitas que con Anna hacía a mi amigo gitano de la Mina, donde dejaba el coche abierto y con las llaves puestas, para que nadie pudiera considerarse insultado. Allí yo era el amigo de Poli, que lo ayudaba dándole cosas que hacer, -en romaní no existe la palabra trabajo- era sagrado y en el barrio nadie podía tocarme, ni siquiera un payo. Era el mismo sentido del honor, el de una vieja sociedad nómada, que para sobrevivir necesita algo más que el vínculo racial.

 

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domingo, 24 de enero de 2021

El Camino Infinito, 19ª parte

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La solución llegó de la manera más inesperada. Después de andar durante dos horas y cuando creímos estar cerca del barrio que buscábamos, preguntamos a un hombre apoyado a un Peugeot bastante nuevo, que unos momentos antes había estado hablando con otro con la misma pinta, pero mucho más joven. Nos pareció policía, y aunque nos diera lo mismo, creímos que sería de más confianza. Si nosotros, que éramos europeos, nos dábamos cuenta con tanta facilidad, es que tampoco debía tener mucho interés en disimularlo. Nos preguntó para qué queríamos ir allí y se lo explicamos. El tipo se puso a reír, pero al ver nuestra seriedad nos miró con más cuidado.

-¿Sabéis que en los Territorios del Norte siempre hay guerra? Los hindúes bombardean periódicamente como represalia a las incursiones guerrilleras, y de vez en cuando se les escapa algún obús. Ningún camino es seguro, los puentes están en mal estado y algunas carreteras han sufrido desprendimientos y nadie las ha podido arreglar, y muchos pueblos cercanos a la frontera han sido abandonados.

Sabíamos que oficialmente, lo que los lugareños y en general los paquistaníes emigrados de aquellas tierras llamaban Cachemira, el gobierno lo trataba como Territorios del Norte, nunca supimos por qué.
Le dijimos que ya lo sabíamos y que buscábamos a Hamid Masel, un hombre que nos habían recomendado para que nos explicara como llegar allí. Lo cierto es que era la primera noticia que teníamos. Nosotros, antes de hablar con el anciano del mercado, ni siquiera sabíamos que aquel remoto país existiera; pero la emoción, no tener que dar cuentas a nadie y, supongo, la juventud y ansia de aventura nos habían decidido. El tipo no paraba de observarnos, quizá admirándose de nuestra determinación, el rictus de su boca demostraba ironía, pero no desconfianza. Se había percatado que habíamos mentido y no conocíamos la situación, pero también que no nos importaba demasiado. Al fin nos explicó cómo llegar al barrio, después de avisarnos que debíamos ir con cuidado. Según él no era un buen lugar para dos jóvenes occidentales. Después, mirándonos con más atención, nos dijo que preguntáramos por un conocido suyo y le explicáramos nuestras intenciones; que posiblemente nos diría que era una locura, pero, de convencerlo, quizá nos conseguiría el viaje. Le respondimos que con nuestro inglés y las cuatro palabras de urdu que sabíamos, encontrar a un desconocido en aquel barrio sería difícil. El tipo no paraba de observar a Anna, entre maravillado y sorprendido ante su valor y desparpajo. Se reía con facilidad, parecía burlarse, pero con respeto y como si para él todo fuera fácil.

Alto y de fuerte complexión, más de lo normal para un paquistaní, moreno como todos los que habitaban la ciudad. Como su compañero, su traje era de corte occidental, pero sin solapa. Era el primero que veíamos así. Allí existían dos maneras bien diferenciadas de vestir, la occidental y la típica del país, más cómoda y práctica, las dos con sus variantes de calidad y prestancia. El caso de nuestro amigo era una extraña mezcla, ya que en el corte se notaba el dinero y el estilo europeo; sin embargo, la falta de solapa y de cuello rompía dicho esquema. En su tupida y negra cabellera empezaban a aflorar algunas canas y, a diferencia de la mayoría, no tenía bigote.

-Si seguís hacia el norte por dos calles más para allá- dijo señalando a su derecha -llegareis a una gran puerta, tras ella empieza el barrio, una vez cruzada preguntad por el hombre que buscáis, lo conozco y es de confianza, os llevarán a él. 

Sentí como saltaba mi corazón y me temblaba el pulso. Pocas veces había notado la adrenalina hasta aquel nivel, y en un momento de lucidez descubrí que el miedo y la tensión me estaban venciendo. Tuve que hacer un esfuerzo para relajarme. No se me escapaba que estábamos a punto de dar comienzo una inquietante y peligrosa aventura, que a todas luces parecía irnos grande.
Anna aparentaba tranquilidad, y más cuando el tipo intentó explicarnos las mil y una maneras cómo podíamos dejar la piel; y ella respondió con una sonrisa y palabras de tranquilidad, explicándole que nada estaba exento de riesgos y era natural que aquello superase la media. Le dimos las gracias y ya marchábamos, cuando nos llamó y preguntó si podíamos hacerle un favor con beneficio para todos.
Me di cuenta que su compañero volvía y él con un gesto lo ahuyentó. Nos preguntó si queríamos droga, que podía ofrecérnosla muy barata, y Anna respondió que no. Sorprendido y ya dueño de mi voz, me introduje en la conversación y directamente le confesé que creíamos que era policía, pero que no por ello no la queríamos. Anna aún fue más lejos y le comentó que un día antes, probablemente la hubiéramos aceptado, porque íbamos con unos amigos con dinero e interesados en comprarla, y que por este motivo nos habíamos separado de ellos. El tipo pareció desconcertado y algo irritado, como si no entendiera cómo unos vulgares jóvenes y extranjeros habían sido capaces de responderle de tal modo. Me miró con desconfianza, tal vez preguntándose qué necesidad tenía de hablar con nosotros. Se le veía dubitativo, como esperando que fuéramos nosotros quienes le ofreciéramos algo; entonces, para romper su ensimismamiento y con la máxima cortesía, le dije, siempre a través de Anna, que tampoco podríamos comprarla, ya que íbamos con el dinero demasiado justo para el viaje que pensábamos hacer.
Entonces el tipo, ya más calmado, nos propuso el negocio, aunque en aquel momento nos pareció más una imposición, como si de ello dependiera nuestro futuro e incluso el viaje. Había de recoger un paquete de hachís y el vendedor, un buen amigo, esperaba en el barrio dónde íbamos. Su contacto había sido movilizado y quien tenía que suplirlo no se había presentado; y él, por razones que no eran de nuestra incumbencia, no podía recogerlo directamente, ni siquiera quería entrar en el barrio. Supuse que estaría de servicio y cada patrulla tendría su circunscripción. Nos pareció sincero y todo lo íntegro que cabía esperar de un tipo como él. Le preguntamos cual sería nuestro cometido.

-Pagar la mercancía con ciento setenta y cinco mil rupias y entregármela previo pago de doscientas mil.

Le respondimos que no teníamos este dinero ni pensábamos arriesgar lo poco que llevábamos, aunque dividiéramos el paquete en mil partes o nos sintiéramos en deuda con él, sin contar que tampoco nos hacía gracia hacer negocio con hachís. El tipo no se inmutó, parecía esperarlo, tampoco pretendió convencernos de la inexistencia del riesgo. El único que existía era que nos asaltaran antes de la entrega o después de ella, por lo visto, algo habitual en el caso de turistas en aquel barrio; pero difícil, porque por nuestra apariencia parecíamos más pashtunes que penyabíes, y ni por asomo turistas, y en aquel barrio ser pashtun era casi un pasaporte. La otra posibilidad es que estuvieran previamente complotados para robarnos, pero la intuición nos decía lo contrario. Si pagábamos quedaríamos expuestos, sin dinero y con una mercancía sin valor para nosotros, con el riesgo de ser detenidos por el mismo comprador. Éramos el correo perfecto, unos extranjeros que no se drogaban ni lo pretendían, de apariencia pobre y lugareña, con redaños, sin prejuicios y con falta de dinero, pero no tanto como para arriesgar nuestro físico y nuestro futuro por tan poco. Y nadie podría imaginar que llevábamos droga encima.
Le dijimos que lo sentíamos y además sinceramente. Nos había ayudado sin necesidad y nos sabía mal no poder corresponderle. Entonces, de una gran y recargada cartera, que de tan llena de florituras parecía una imitación en miniatura de los camiones de la ciudad, nos enseñó las ciento setenta y cinco mil rupias. Llamó a su compañero y, sin siquiera hablar con él, nos pidió nuestras mochilas. Abrió el gran portón trasero de su automóvil y con cuidado las fueron vaciando sin hacer ningún comentario sobre lo que veían, ordenando la ropa, la poca comida que llevábamos y nuestros utensilios de limpieza lo mejor posible en el maletero.
Estábamos perplejos, todavía no habíamos dado nuestro consentimiento y ya se habían apoderado de nuestro equipaje. Era obvio que nos estaban forzando a aceptar el trabajo. El tipo había encendido un cigarrillo, quizá para evitar hablar, para dar más gravedad al asunto o para ahuyentar malos presentimientos. Nosotros nos habíamos quedado sin habla, con los nervios a flor de piel, asombrados de su prepotencia y sin saber cómo reaccionar. Cuando terminaron nos las devolvió y nos exigió que le entregáramos los pasaportes. Estábamos tan anonadados que no supimos negarnos.

-Habéis de entrar en un taller mecánico de la misma calle pasada la puerta, el primero que encontréis a su izquierda. Está un poco lejos y os costará llegar. No tenéis pérdida, preguntad por Rostam, es el único mecánico con este nombre en toda la calle, y decidle que os manda Esmail. No dejéis que las mochilas pierdan su forma, simulad que pesan. Si os entra temor o veis que la gente os mira con curiosidad, preguntad por los autobuses que llevan a Muzaffarabad, a poder ser al primer policía que encontréis, así nadie os molestará. Cuando lo hagáis no bajéis las mochilas, se notaría que van vacías. Si negociáis fuerte quizá podáis conseguirlo por ciento cincuenta mil, de ser así espero que me deis la mitad de la diferencia. Más de las ciento setenta y cinco mil nunca. No contéis los paquetes ni reviséis su contenido, ni siquiera los miréis, no hace falta y sería una descortesía.

Le pedí la cartera, no teníamos nada mejor para llevar tanto billete. Me la entregó después de haberla vaciado. Aparentando agresividad y seguridad en si mismo, nos avisó que si nos detenían no responderían por nosotros y, sin embargo, harían lo necesario para cobrarse la deuda. No dijo nada sobre la posibilidad de escapar con el dinero, para eso se había quedado nuestros pasaportes. Ya a medio camino y sin que nadie nos pudiera ver, extraje veinticinco mil rupias y las escondí en el bolsillo. Pensé que quizá serían las únicas que podríamos conseguir, en caso de salir bien parados del asunto en el que nos habíamos metido, además de ayudarnos para negociar.

 

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sábado, 23 de enero de 2021

Iba siendo hora

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Esta mañana me he levantado mirando el cielo, desapacible, triste y gris. Puede ser verano o invierno, el más duro de ellos, pero nunca me había sentido así, ni en los peores momentos, rodeado de nieve y a un paso de morir de frío. Nunca había sentido tanta desazón y, a un tiempo, ansia por romper este mal hechizo. Vivir en una ciudad de mierda y contaminación, rodeado de depresión y de gente que antes de levantarse ya se ha rendido, ciertamente no es lo mío.
Y por un momento he recordado aquella conversación con Artur, en la que ambos nos hicimos una promesa, ir allí donde nadie pueda encontrarnos y perdernos cuando uno de nosotros quisiera disiparse entre la energía del universo. Por supuesto, aún no ha llegado el momento o al menos eso creo, no obstante lo he llamado. Y esperaba mi llamada, la deseaba, y hemos compartido la necesidad de poner nuestros cuerpos al límite, desafiando la fortuna y la resistencia.

Y me siento más libre, mejor que esta mañana. Ahora ya sé que en poco, muy poco, pondremos a tono nuestros espíritus y los llevaremos, junto a nuestros cuerpos, al límite que tanto ansiamos. Y, por supuesto, esta noche llamaré a Anna. Sería una caña que nos acompañara y así con ella decidir una nueva aventura, esta vez quizá la última.

Ha llegado el momento de desempolvar la vieja mochila y llenarla con lo imprescindible.

 

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jueves, 21 de enero de 2021

El Camino Infinito, 18ª parte

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El aeropuerto de Lahore era grande, me pareció que tanto como el del Prat, y cuando llegamos parecía que estuvieran construyendo una segunda pista. De los aviones a la terminal había que andar bastante bajo un calor y una humedad inhumanas, o esperar un autobús que nunca llegaba. Seguramente ahora lo vería más pequeño, pero entonces cualquier cosa me parecía igual o grande en relación a mi ciudad. En Pakistán, al menos el aeropuerto de Karachi y el de Lahore, estaban muy cerca de la ciudad, casi en su interior, por lo cual muchos viajeros optaban por desplazarse andando o con los abigarrados microbuses o taxis que ofrecían sus servicios, más para los viajeros cargados de paquetes que para quienes viajaban con poco equipaje.
En esta ciudad, las mujeres todavía se prodigaban menos que en Karachi. Y lo que a Anna y a mí nos sorprendió es que nadie molestara a nuestras compañeras, que denotaban liberalidad y pocos prejuicios.

Lahore era más pequeña que Karachi, pero grande si la comparábamos con Barcelona. La gente vestía como allí, con las típicas camisas largas, algunas por debajo de las rodillas, aunque mucha gente prefería las de corte europeo y con pantalones anchos. Las mujeres también vestían igual, pero en su mayoría con la cabeza medio cubierta. Lahore no parecía tan rica como Karachi, pero tampoco se apreciaba hambre ni pobreza y, como ésta, sus mercados eran abiertos y muy concurridos. La ciudad nos encantó solo verla, llena de luz y color como nada que se pudiera ver en cualquier otro lugar. Cualquier rincón era bueno para extender una alfombra cubierta de fruta fresca, albaricoques secos, pasas, plátanos, caña de azúcar y otras viandas más elaboradas; pero lo más impresionante era, una vez más, ver los triciclos, los camiones y los autobuses bellamente adornados de mil colores. Y hasta la multitud de carros tirados por búfalos, mulas, asnos, competían en una sana lucha por ver cuál era el más y mejor pintado; y camellos cubiertos con preciosas y multicolores mantas terminadas con dorados flecos.

Lahore parecía una ciudad ocupada. En cualquier rincón podía encontrarse militares, pero no camiones o carros blindados, ni de transporte o combate. Paseaban por la ciudad como estando de permiso. Por su cantidad se podía calcular que había miles de ellos acuartelados en las afueras. Era indudable que en caso de una confrontación contra la India serían derrotados, Bangla Desh estaba muy lejos, separado precisamente por su gigantesco vecino, y su ejército quedaría dividido y aislado. A no ser por una intervención china, la derrota de aquel poderoso y preparado ejército era cuestión de días. También había mucha policía secreta, tanto civil como militar.

Nuestros compañeros, a los que solo vimos para comer, pasaron un mal trago con un policía de paisano. Parece ser que Alba, en su desesperación, no se le ocurrió otra cosa que preguntarle donde podía comprar droga. El tipo, que iba acompañado, no paraba de reír. Tuvieron suerte, o tuvimos, dado que no era difícil saber que íbamos juntos.
Aquella misma noche ya dormimos en lugares distintos. La anécdota del policía, que ellos contaban con disgusto y ofendidos, nos irritó hasta el punto que decidimos desvincularnos antes de lo que habíamos pensado. Durante la comida planteé el problema y la única solución que quedaba. Anna, respetando nuestra amistad de tantos años y vivencias, se mantuvo alejada y en silencio, y Alba lo agradeció. Por vez primera en todo el viaje, mi antigua amiga entendió lo que pasaba y asumió su culpa, reconoció lo distintos que éramos y lo muy diferente que pensábamos, y que no era yo quien había cambiado. Me abrazó y besó sabiendo que aquella era una separación que podría ser definitiva. Y entonces sentí el olor de la enfermedad y de la corrupción que provoca la droga, del que me había hablado Anna.

Antes de separarnos le regalé un pequeño libro, que guardaba con mucho cariño y que leí durante el viaje. En mi ciega pasión había confundido su heroína, con mi amiga y su antigua ansia de libertad. Treinta años más tarde y después de haber buscado infructuosamente otro ejemplar, encontré uno en el mercado de Sant Antoni y lo compré. El ver la rotura de la tapa, se me antojó extraño y demasiado cercano; y al abrirlo vi que todavía conservaba mi nombre en su primera guarda. No podía creerlo, Alba lo había conservado hasta su vuelta y al cabo de unos años supongo que lo vendería.

Aquella misma mañana, mientras paseábamos por el increíble mercado de frutas, en uno de los barrios más populares de la ciudad, Anna y yo entablamos amistad con un anciano vendedor, que sentado en el suelo había extendido su variopinta mercancía. Le compramos unos plátanos y unos orejones tan jugosos que parecían frescos. El tipo era muy simpático y nos invitó a dátiles -a partir de entonces ya sería una costumbre, comprar una o dos cosas y salir con algo más como regalo, a cambio de charlar un rato-. Estábamos algo cansados de tanto andar y nos sentamos a su lado, al principio el hombre se sorprendió, no esperaba una reacción tan familiar. Incluso los vendedores vecinos observaron divertidos la curiosa situación: dos occidentales, uno de ellos mujer y guapa, comiendo dátiles junto a Mansur. Fue la primera vez, no sé si por intuición, pero abrimos la mochila y sacamos lo que teníamos para compartir. Nadie nos había dicho que era la costumbre y el mejor gesto, muy extraño con extranjeros; quizá por eso el tipo se abrió tanto con nosotros y nos contó, amargado, que la guerra era inevitable y que solo traería ruina y desolación a su país. Nos explicó que había perdido a su mejor amigo en mil novecientos cuarenta y siete, durante la persecución religiosa contra los hindis y los sijs. Su amigo era sij y él panyabí, como la mayoría de su barrio, y antes de refugiarse en la India quiso despedirse. Una turba de fanáticos lo reconoció y lo asesinó a golpes. Nos contó que la mayoría de la gente no quería la violencia y vivía en armonía con sus vecinos, pero los políticos, tanto de uno y otro lado de la frontera, envenenaron y corrompieron los espíritus hasta provocar una matanza y la separación.
Hablábamos con gestos y palabras que, ininteligibles para nosotros, cobraban sentido gracias a la mímica y a los signos que dibujaba en el suelo.

-Si queréis paz y belleza id a la alta Cachemira, a sus aldeas más alejadas. Os costará llegar, será peligroso, pero difícilmente podréis ver tanta belleza y sentir la paz en otro lugar del mundo.

Le preguntamos qué debíamos hacer para llegar y se rió.

-Nunca se sabe como se puede llegar a aquel rincón del mundo.

Eso nos pareció entender. Luego nos recomendó ir a un barrio de la ciudad, allí vivía gente de aquel país, y un buen amigo y nos diría cómo llegar y qué medios de transporte podríamos utilizar.

-Os costará un poco, hay que andar hasta el río y cruzar el puente, una vez hayáis llegado preguntad por Hamid Masel y decidle que os manda Mansur, con un poco de suerte y su ayuda llegareis a vuestro destino. No os arredréis ante nada ni nadie, si lo hacéis no podréis llegar, y quizá os roben y os perdáis.

El tipo miraba a Anna con atención pero sin descaro. Es la que hablaba, pero las respuestas las dirigía a mí. Al fin y con cara de preocupación nos recomendó una tienda donde vendían ropa sencilla y del país, más adecuada para andar por el barrio al que debíamos ir. Estaba muy cerca de la plaza, en una calle medio empedrada. Era un tenderete de obra, como los que abundaban en la ciudad, más desvencijado que viejo, con las paredes desconchadas y un mostrador fabricado con tablones recuperados. Estaba pegado a la fachada de un edificio. Allí compramos un par de shalvaar kameez para cada uno. Nos acostumbramos a llamarles “salwar kamez” o pijama a secas, más tarde salwar al pantalón y kamez a la camisola. Y nos sorprendió e hizo gracia cuando el vendedor nos enseñó los de mujer, más refinados y trasparentes, dando a entender, con suma delicadeza, que el precioso cuerpo de Anna se vería realzado por su transparencia.

Por la tarde, después de comer y despedirnos ya definitivamente de quienes habían sido nuestros compañeros de viaje, decidimos acercarnos al suburbio recomendado por el anciano. No perdíamos nada por intentarlo y teníamos todo el tiempo del mundo.

En Lahore hay que andar mucho y preguntar. La gente es amable y simpática, incluso los policías se preocupaban por atendernos. Llegar a un barrio alejado del centro no era fácil ni para ellos, y con facilidad podías perderte entre las innumerables y anchas calles sin pavimentar, polvorientas y poco pobladas en su mayoría o las cientos de estrechas de cualquier barrio de las afueras. Que el truco era no entrar, aunque lo deseáramos con todas nuestras fuerzas. No nos costó demasiado, ya que desde la plaza del mercado y siguiendo las indicaciones de nuestro anciano amigo, podíamos orientarnos con facilidad. Preguntábamos a menudo, casi por deporte y para practicar nuestra manera de entendernos y su idioma, pero también para regodearnos ante la extrema amabilidad de una gente, cuya imagen hubiese asustado a cualquier otro turista; pero que cuando hablaba, lo hacía con una dulzura y encanto que sorprendía y fascinaba. Y al descubrir que algunos incluso pretendían acompañarnos, empezamos a racionar nuestras preguntas con las pocas palabras de urdu que habíamos aprendido o el ajustado inglés de Anna.

Nos sorprendió bastante la facilidad que tenía aquella gente en cambiar de dialecto o manera de hablar, solo por ser de otro barrio; y hasta parecía que tuviera otra manera de vestir y de andar. Sin embargo, siempre nos entendían y nunca dirigieron mal nuestros pasos, de manera que hasta pensé que no hacía falta hablar inglés, sino que con solo cuatro palabras de urdu, signos y sonrisas, hubiésemos llegado a nuestro destino, comido lo que queríamos y estar a gusto entre ellos.

Lahore era muy extensa, pero más por sus campos sin urbanizar, sus pequeños huertos y sus prados que utilizaban para pastorear el ganado en la misma ciudad. Y había agua, mucha agua, presente por todos los lugares que pasábamos, en forma de riachuelos, canales y pequeños lagos que refrescaban las plazas y los jardines. Cada monumento y edificio histórico tenía el suyo, bien cuidado, elegante y respetado por todo el mundo, y su canal o su pequeño río, sus fuentes de agua fresca.

El río lo cruzamos con una barcaza. La vimos a lo lejos, a unos cientos de metros antes de llegar al largo puente. Nos acercamos al ver que subían muchas personas. Hablaban animadamente, como si se conocieran o fueran amigos, y pensamos que sería una embarcación privada y que allí no pintábamos nada. Y al dar la vuelta oímos sus gritos. Se dirigían a nosotros. Parecían exclamar: ¡qué esperáis para subir! Cuando descubrieron que éramos extranjeros se echaron a reír, no lo parecíamos y tanto les satisfizo a ellos como a nosotros. Y es que había más gente vestida a la occidental, que con el salwar kamez, aunque siempre de blanco, que contrastaba con su tez morena por los miles de años de fuerte sol, y el color del fondo de sus uñas, que de tan oscuro parecía sucio, aunque no lo era. Al desembarcar preguntamos al barquero lo que le debíamos y este se puso a reír.

-“You are my guests” Nos dijo en perfecto inglés, y zanjó la conversación al preocuparse más por cobrar a la gente que volvía a subir, que de nuestro desconcierto.

Recogimos nuestras mochilas y seguimos andando hasta la salida del puente, no podíamos perder nuestra referencia. Nuestra economía, por la separación y al no poder compartir comida, habitación y los precios que podíamos conseguir como grupo, después de regatear como idiotas, dejaba mucho que desear. Calculamos que después de la estancia en Cachemira no nos quedaría dinero para volver a Karachi. Tampoco nos preocupaba, teníamos el billete abierto y pagado para la vuelta, y estábamos seguros de estar a punto de disfrutar la aventura más grande que se pudiera imaginar. Ya encontraríamos el sistema de llegar a Karachi.


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martes, 19 de enero de 2021

Natalia Lafourcade

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Natalia Lafourcade. Mexicana, de padres chilenos y apellido francés. Una artista completa, seguramente gracias a su madre, creadora del Método Macarsi para la formación musical, que practicó con su hija. Una música casi perfecta, que abarca todas las teclas del arte musical, tanto visual como editorial, aparte de infinidad de instrumentos. Intelectual por encima de todo, pintora diseñadora, activista social y altruista. ganadora de un Grammy mundial y doce latinos.
Podría haber puesto otra de sus canciones, incluso un concierto, pero este vídeo muestra mucho mejor su personalidad, por quien la acompaña y por el escenario.
 
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domingo, 17 de enero de 2021

El Camino Infinito, 17ª parte

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No recuerdo demasiadas horas de vuelo, tampoco las que hicimos, pero sí que fueron menos de las que nos avisaron. Después me enteré que los pilotos paquistaníes no hacían mucho caso de los pasillos establecidos y utilizaban el que más les convenía utilizando los que estaban vacíos, así aprovechaban los vientos y llegaban antes de la hora prevista. El espacio aéreo, en aquellos tiempos no estaba tan saturado.
Antes de mediodía ya habíamos llegado a Karachi. Impresiona para el que no es viajero, como en unas pocas horas se puede cambiar de mundo y civilización.
Antes de llegar a la ciudad, vimos un gran lago, enorme, rodeado de desierto; y ya sobre ella, calles, cientos de ellas con multitud de edificios, grandes zonas cubiertas de huertos con casas desperdigadas en su interior. Parecía que voláramos sobre las afueras de Barcelona, pero mucho mayor. El aeropuerto estaba en el interior de la ciudad. En Barcelona no, pero si lo analizamos es lo mismo, con grandes núcleos habitados a un lado y otro con la excepción del mar, huertos y una gran zona industrial a su lado. Muy parecido.
Pakistán es muy grande y en él conviven muchas culturas. En Karachi, igual que Lahore, las calles, las tiendas, los anuncios, incluso muchas listas de precios estan en inglés y, bajo suyo y en letra más pequeña, en urdu, que escrito parece árabe aunque no lo sea, pero cuando se habla es absolutamente distinto. El paquistaní habla el mismo idioma que el hindú aunque lo escriba de manera distinta. Son tan iguales como el catalán y el valenciano, pero entre ellos se odian tanto que los consideran distintos. El primero dice que habla urdu y el segundo hindi, y son el mismo.
En el aeropuerto de Karachi comenzó nuestra separación. Alba alteraba mi espíritu y agotaba mi paciencia, me había hartado de sus caprichos y su enfermiza necesidad de conseguir droga y dinero. Deseaba que Anna estallase de una vez, para obligarme a romper definitivamente con mi vieja amiga. A Anna y a mí no se nos escapaba que había dos maneras de plantear el viaje: la nuestra, de aventura y conocimiento; y la suya, de droga barata con un recubrimiento de falsa espiritualidad.
Hacía rato que nos había dejado de importar el desconocimiento del idioma. Anna no hablaba muy bien el inglés, pero los paquistaníes que nos íbamos encontrando tampoco mucho mejor; sin embargo, su gran hospitalidad y las ganas de comunicarnos suplía con creces la falta de entendimiento y nos manejábamos mejor nosotros con signos, que nuestros compañeros con palabras.
Solo salir del aeropuerto, nos subimos a un microbús que llevaba al centro de la ciudad, a unos diez o quince kilómetros, una nimiedad dado su tamaño. Desde las ventanillas vimos otro aeropuerto, casi tan grande como el primero, pero sin tanto edificio. Nos explicaron que era militar. Mi sorpresa fue en aumento, nunca hubiese imaginado un aeropuerto militar en el centro de una ciudad, con una escuela y un campo de críquet como vecindario.
Hicimos bien en decidirnos por el microbús, porque nos avisaron que algunos barrios aledaños al aeropuerto eran poco seguros, y su gente nos hubiera perseguido, robado y hasta insultado por ser extranjeros; aunque tiempo después, Anna y yo nos reímos al recordar este tipo de prevención y nadie que nos conociera se habría atrevido a ponernos sobre aviso.
La ciudad era enorme y andamos durante horas. Preciosos edificios, históricos muchos de ellos, y gente servicial y trabajadora. Las calles abigarradas de tenderetes, que vendían mazorcas de maíz recién asadas, servidas con exquisito cuidado y limpieza, y envueltas en papel parecido al utilizado aquí por las castañeras, o de periódico.
Encontramos una pensión barata. Las mujeres habían de dormir en una habitación y los hombres en otra. Alba montó el numerito, y yo, ya con más burla que hartazgo, le dije que se fuera a buscar otro tipo de alojamiento más adecuado para ella. El resto de sus compañeros me miraron atemorizados, no podían entender mi atrevimiento, parecían tenerle miedo. Sin embargo, fue Anna la que parecía más disgustada. No podía soportar dormir con aquellas mujeres, sobre todo con ella. A la mañana siguiente llegó a decirme que su olor era insoportable, algo que yo no sentía y que achaqué a la manía que ella le profesaba, o a que yo ya me había acostumbrado; aún más en un lugar donde era tan penetrante, que el nuestro apenas se notaba.
Nos levantamos pronto y a la fuerza. El tipo que regentaba la pensión no estaba muy de acuerdo con nuestras costumbres horarias. Parece ser que los españoles somos muy peculiares en eso, ya que no he conocido ningún otro lugar del mundo que las siga.
Dicen que Pakistán es pobre ¿Pero qué es la pobreza? La Karachi que conocí no lo era, la gente vivía como en Barcelona. Los suburbios eran pobres y el centro rico, con mucha clase media, igual que cualquier ciudad española. La gente vivía bien, pero con poco. Las calles llenas de motocicletas, bicicletas, coches y furgonetas, todo algo más viejo que en Barcelona o Madrid, pero igual que en Extremadura o Andalucía, y muy cuidado; con sorprendente mezcla de estilos, ya que abundaban los autobuses y camiones normales, parecidos a los de cualquier ciudad europea. Pero también los viejos y adornados hasta la saciedad, pintados y repletos de chapas haciendo ruido y con pasajeros en el techo.
No vimos gente que pasara hambre ni encontramos pedigüeños. En el centro de la ciudad, tan grande como toda Barcelona, muchas mujeres vestían como en nuestro país y pocas se cubrían la cabeza. Sin embargo, en algunos barrios parecían vivir escondidas, y las pocas que vimos llevaban un gran pañuelo, que les cubría hasta por debajo de los hombros o les tapaba la cara por entero, excepto los ojos. En los barrios más alejados del centro se podía apreciar la pobreza. Viejas motos con remolque, asnos tirando de pintorescos carros y desorden circulatorio, que no caos, por la escasez de vehículos; pero también la riqueza artesanal y la gran laboriosidad. En estos barrios los coches y las motos eran reparados en plena calle por mecánicos sin casi herramientas, y los camiones y autobuses se pintaban en pequeños talleres por manos virtuosas.
El paquistaní es sociable, amable y respetuoso con la intimidad del extranjero. Los de edad parecida a la nuestra nos estudiaban, pero no preguntaban ni intervenían, a no ser que fuéramos nosotros quienes lo hiciéramos, y entonces se abrían con mucha facilidad.
Anna y yo íbamos por nuestra cuenta, paseábamos por la ciudad, mientras los demás iban a la búsqueda de droga barata e imposible de encontrar; y no dábamos señal de querer intimidad, por lo que era fácil el acercamiento y la conversación. Era extraño ver grupos de jóvenes de edad parecida a la nuestra. Y cuando los encontrábamos sentados en las escalinatas de algún gran edificio o en alguna de las muchas terrazas que salpicaban la ciudad, donde parábamos para refrescarnos, se abrían para dejarnos un espacio, incitando con la mirada al intercambio. En un momento que nos sentimos cansados, nos sentamos en una de aquellas escalinatas. Frente a nosotros se abría uno de los jardines más floridos y cuidados que pudiéramos haber visto nunca; a nuestra espalda, la asamblea de la ciudad. Un rato antes habíamos encontrado un mercado abierto en plena calle, al estilo de los que aún se pueden encontrar en nuestro país, y compramos unas tortas recién hechas rellenas de miel, carne y yogur; y en otra parada, dos mazorcas de maíz que nos asaron al momento. Unos jóvenes nos hicieron sitio y al poco nos pusimos a hablar con ellos. Y les preguntamos por la gente de nuestra edad, nos sorprendía ver tan poca.
-Muchos han sido movilizados- nos dijeron con un deje de amargura y preocupación, ya que de entrar en guerra con la India, no se les escapaba que terminarían como ellos.
-¿Y las chicas?- preguntamos.
-¿Chicas solas por la calle? -respondió una de ellas, medio en broma y con una mueca de fastidio -Eso es Pakistán, no Europa.
Su arquitectura decía mucho de la cultura, riqueza y laboriosidad de su gente. La elegante y luminosa sencillez de sus edificios, no los coloniales sino los que habita el pueblo y las sencillas mezquitas. En sus calles y en sus jardines predominaba la limpieza y el orden, más que en cualquier gran ciudad española; no obstante, en cuanto salíamos del centro, la limpieza a duras penas se mantenía, más por la gente que habitaba el barrio que por los inexistentes barrenderos. Y los coches te los encontrabas aparcados sobre las aceras, en caso de haberlas, o en pleno centro de la calle.
Sudábamos. El calor y la humedad eran asfixiantes, pero estábamos acostumbrados al verano barcelonés. No podíamos beber de sus fuentes ni de los grifos, su agua distaba mucho de ser potable. No hacía tanto que había vivido la misma situación en Guinea, pero allí, porque fuera española o por alguna razón que desconozco, el agua podía beberse en muchos lugares. Aquella experiencia demostró la fortaleza de nuestro organismo, lo poco que nos afectaba el cambio de agua o su pobre calidad; nuestros compañeros, sin embargo, con la primera comida ya pasaron por gran apuro. En Karachi era distinto y ni sus mismos habitantes bebían agua del grifo. Y nos tranquilizaba ver que en las terrazas se tomaba el té o se servía en jarras con una pizca de limón, por lo que debía ser de confianza.
Al atardecer la gente hacía mucha vida en la calle, buscando la sombra de los cientos de toldos que cubrían las terrazas y las pequeñas calles. Por la mañana se recogía en el trabajo o en sus casas, frescas por su tipo de construcción.
A finales de Junio era normal que el termómetro pasara de los cuarenta y se esperaba el monzón, que aquel año parecía tardío. Moscas, muchísimas, y mosquitos; pero a Anna y a mí apenas nos picaban. Algunos paquistaníes untaban su cuerpo con aceites aromáticos, decían que los alejaban. Nosotros vestíamos con camisas blancas de manga larga y pantalones de grueso algodón o tejanos gastados por el uso; mientras que nuestros compañeros se cubrían con ropa oscura e incómoda, según ellos la mejor, la misma que día tras día utilizaban en Barcelona. La ropa oscura absorbe el calor, hace sudar y seguramente eso atraía más a los mosquitos.
Si vives tranquilo, sin ansia, el cuerpo se integra en el ambiente; entonces apenas sudas ni sientes incomodidad. El ser humano que sabe compartir el espacio, por pequeño que sea, nunca se siente incómodo; y no es difícil si su estado anímico lo acompaña. Debe adaptarse y ser parte, algo difícil para la mayoría, incluso para el indígena. Yo lo había aprendido en un lugar muy distinto e incomparable por la situación: el Pirineo de la ventisca y la nieve, del frío intenso. Y Anna, sorprendentemente y sin haber vivido situaciones parecidas, se adaptaba de tal manera que parecía estar en su casa.
En Karachi las mujeres trabajaban tanto o casi como los hombres, por lo menos en apariencia; sin embargo, veíamos pocas por la calle y, en su mayoría, acompañadas o con niños. Y, como nos explicó el grupo de jóvenes, era extraño ver chicas de nuestra edad, a no ser en grupo, tomando el té o charlando en la calle sin la compañía de jóvenes del otro sexo. En cambio, se veían muchas en los balcones, colgando con cuidado la colada, y en los soportales hablando entre ellas.
Nuestro avión partía pronto, casi al alba, y Lahore debía ser nuestro último destino en Pakistán. Nuestra intención era cruzar la frontera por el Panyab y, desde allí, hacer el viaje hasta Katmandú, en el centro de Nepal, ya más cerca y fácil; aunque todo el mundo nos avisaba sobre lo difícil que sería cruzar la frontera por la tensión que se respiraba.

 

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sábado, 16 de enero de 2021

Peter J. Yorn

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Peter J. Yorn, Pete para los amigos, es un músico de esos que habrían pasado desapercibidos sino fuera por sus composiciones para algunas películas de éxito.
¿Por qué?, se preguntarán ustedes.
Pues porque en los EEUU hay músicos de calidad a patadas, casi para aburrir, más de los que el mercado, aún siendo gigantesco, puede absorber.
A mi Pete me encanta, además tiene la facilidad de rodearse de gente estupenda, de enorme calidad y poco engreída. Lo tendrían que escuchar en "Strange Condition", la canción que hizo para "Me, Myself & Irene".
Pero mira, para algo fuera de lo corriente, casi prefiero que escuchen esta composición del álbum "Break Up", con Scarlett Johansson. Ciertamente vale la pena. 
 

 

jueves, 14 de enero de 2021

El Camino Infinito, 16ª parte

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No recuerdo demasiadas horas de vuelo, tampoco la cantidad que hicimos, pero sí que fueron menos de las que nos avisaron. Después me enteré que los pilotos paquistaníes no hacían mucho caso de los pasillos establecidos y utilizaban el que más les convenía utilizando los que estaban vacíos, así aprovechaban los vientos y llegaban antes de la hora prevista. El espacio aéreo, en aquellos tiempos no estaba tan saturado.

Antes de mediodía ya habíamos llegado a Karachi. Impresiona para el que no es viajero, como en unas pocas horas se puede cambiar de mundo y civilización.
Antes de llegar a la ciudad, vimos un gran lago, enorme, rodeado de desierto; y ya sobre ella, calles, cientos de ellas con multitud de edificios, grandes zonas cubiertas de huertos con casas desperdigadas en su interior. Parecía que voláramos sobre Barcelona, pero mucho mayor. El aeropuerto estaba en el interior de la ciudad. En Barcelona no, pero si lo analizamos es lo mismo, con grandes núcleos habitados a un lado y otro con la excepción del mar, huertos y una gran zona industrial a su lado; muy parecido.

Pakistán es muy grande y en él conviven muchas culturas. En Karachi, igual que Lahore, las calles, las tiendas, los anuncios... incluso muchas listas de precios están en inglés y, bajo suyo y en letra más pequeña, en urdu, que escrito parece árabe aunque no lo sea, pero cuando se habla es absolutamente distinto. El paquistaní habla el mismo idioma que el hindú aunque lo escriba de manera distinta. Son tan iguales como el catalán y el valenciano, pero entre ellos se odian tanto que los consideran distintos. El primero dice que habla urdu y el segundo hindi, y son el mismo.

En el aeropuerto de Karachi comenzó nuestra separación. Alba alteraba mi espíritu y agotaba mi paciencia, me había hartado de sus caprichos y su enfermiza necesidad de conseguir droga y dinero. Deseaba que Anna estallase de una vez, para obligarme a romper definitivamente con mi amiga. A Anna y a mí no se nos escapaba que había dos maneras de plantear el viaje: la nuestra, de aventura y conocimiento; y la suya, de droga barata con un recubrimiento de falsa espiritualidad.

Hacía rato que nos había dejado de importar el desconocimiento del idioma. Anna hablaba poco inglés, pero los paquistaníes tampoco lo hacían mucho mejor; sin embargo, su gran hospitalidad suplía con creces la falta de entendimiento y nos manejábamos mejor nosotros con signos, que nuestros compañeros con palabras.

Solo salir del aeropuerto, nos subimos a un microbús que llevaba al centro de la ciudad, a unos diez o quince kilómetros, una nimiedad dado su tamaño. Desde las ventanillas vimos otro aeropuerto, tan grande como el primero, pero sin tanto edificio. Nos explicaron que era militar. Mi sorpresa fue en aumento, nunca hubiese imaginado un aeropuerto militar en el centro de una ciudad, con una escuela y un campo de críquet como vecindario.
Hicimos bien en decidirnos por el microbús, porque luego nos enteramos que algunos barrios aledaños al aeropuerto, eran poco seguros y su gente nos hubiera perseguido e insultado; aunque tiempo después, Anna y yo nos reíamos de este tipo de prevención y nadie que nos conociera se habría atrevido a ponernos sobre aviso.

La ciudad era enorme y andamos durante horas. Preciosos edificios, históricos muchos de ellos, y gente servicial y trabajadora. Las calles abigarradas de tenderetes que vendían mazorcas de maíz recién asadas, servidas con exquisito cuidado y limpieza y envueltas en papel.

Encontramos una pensión barata. Las mujeres habían de dormir en una habitación y los hombres en otra. Alba montó el numerito, y yo, ya con más burla que hartazgo, le dije que se fuera a buscar otro tipo de alojamiento más adecuado para ella. El resto de sus compañeros me miraron atemorizados, no podían entender mi atrevimiento, parecían tenerle miedo. Sin embargo, fue Anna la que parecía más disgustada. No podía soportar dormir con aquellas mujeres, sobre todo con ella. A la mañana siguiente llegó a decirme que su olor era insoportable, algo que yo no sentía y que achaqué a la manía que le tenía; y más en un lugar donde era tan penetrante, que el de uno de nosotros apenas se notaba.

Nos levantamos pronto y a la fuerza. El tipo que regentaba la pensión no estaba muy de acuerdo con nuestras costumbres horarias. Parece ser que los españoles somos muy peculiares en eso, ya que no he conocido ningún otro lugar del mundo que las siga.

Dicen que Pakistán es pobre ¿Pero qué es la pobreza? La Karachi que conocí no lo era, la gente vivía como en Barcelona. Los suburbios eran pobres y el centro rico, con mucha clase media, igual que cualquier ciudad española. La gente vivía bien, pero con poco. Las calles llenas de motocicletas, bicicletas, coches y furgonetas, todo algo más viejo que en Barcelona o Madrid, pero igual que en Extremadura o Andalucía, y muy cuidado; con sorprendente mezcla de estilos, ya que abundaban los autobuses y camiones normales, parecidos a los de cualquier ciudad europea. Pero también los viejos y adornados hasta la saciedad, pintados y repletos de chapas haciendo ruido y con pasajeros en el techo.

No vimos gente que pasara hambre ni encontramos pedigüeños. En el centro de la ciudad, tan grande como toda Barcelona, muchas mujeres vestían como en nuestro país y pocas se cubrían la cabeza. Sin embargo, en algunos barrios parecían vivir escondidas, y las pocas que vimos llevaban un gran pañuelo, que les cubría hasta por debajo de los hombros o les tapaba la cara por entero, excepto los ojos. En los barrios más alejados del centro se podía apreciar la pobreza. Viejas motos con remolque, asnos tirando de pintorescos carros y desorden circulatorio, que no caos, por la escasez de vehículos; pero también la riqueza artesanal y la gran laboriosidad. En estos barrios los coches y motos eran reparados en plena calle por mecánicos sin casi herramientas, y los camiones y autobuses se pintaban en pequeños talleres por manos virtuosas.

El paquistaní es sociable, amable y respetuoso con la intimidad del extranjero. Los de edad parecida a la nuestra nos estudiaban, pero no preguntaban ni intervenían, a no ser que fuéramos nosotros quienes lo hiciéramos; y entonces se abrían con mucha facilidad.
Anna y yo íbamos por nuestra cuenta, paseábamos por la ciudad, mientras los demás iban a la búsqueda de droga barata, y no dábamos señal de querer intimidad, por lo que era fácil el acercamiento y la conversación. Era extraño ver grupos de jóvenes de edad parecida a la nuestra. Y cuando los encontrábamos sentados en las escalinatas de algún gran edificio o en alguna de las muchas terrazas que salpicaban la ciudad, donde parábamos para refrescarnos, se abrían para dejarnos un espacio, incitando con la mirada al intercambio. En un momento que nos sentimos cansados, nos sentamos en una de aquellas escalinatas. Frente a nosotros se abría uno de los jardines más floridos y cuidados que pudiéramos haber visto nunca; a nuestra espalda, la asamblea de la ciudad. Un rato antes habíamos encontrado un mercado abierto en plena calle, al estilo de los que se podían encontrar en nuestro país, y compramos unas tortas recién hechas rellenas de miel, carne, yogur, y en otra parada, dos mazorcas de maíz que nos asaron al momento. Unos jóvenes nos hicieron sitio y al poco nos pusimos a hablar con ellos. Y les preguntamos por la gente de nuestra edad, nos sorprendía ver tan poca.

-Muchos han sido movilizados- nos dijeron con un deje de amargura y preocupación, ya que de entrar en guerra con la India, no se les escapaba que terminarían como ellos.

-¿Y las chicas?- preguntamos.

-¿Chicas solas por la calle?- respondió una de ellas, medio en broma y con una mueca de fastidio -Eso es Pakistán, no Europa.

Su arquitectura decía mucho de la cultura, riqueza y laboriosidad de su gente. La elegante y luminosa sencillez de sus edificios, no los coloniales sino los que habita el pueblo y las mezquitas. En sus calles y en sus jardines predominaba la limpieza y el orden, más que en cualquier gran ciudad española; no obstante, en cuanto salíamos del centro, la limpieza a duras penas se mantenía, más por la gente que habitaba el barrio que por los inexistentes barrenderos. Y los coches te los encontrabas aparcados sobre las aceras, en caso de haberlas, o en pleno centro de la calle.

Sudábamos. El calor y la humedad eran asfixiantes, pero estábamos acostumbrados al verano barcelonés. No podíamos beber de sus fuentes ni de los grifos, su agua distaba mucho de ser potable. No hacía tanto que había vivido la misma situación en Guinea, pero allí, porque fuera española o por alguna razón que desconozco, el agua podía beberse en muchos lugares. Aquella experiencia demostró la fortaleza de nuestro organismo, lo poco que nos afectaba el cambio de agua o su pobre calidad; todo lo que más padecimos, fue una diarrea puntual y pasajera. En Karachi era distinto y ni sus mismos habitantes bebían agua del grifo. Y nos tranquilizaba ver que en las terrazas se tomaba el té o se servía en jarras con una pizca de limón, por lo que debía ser de confianza.

La gente hacía mucha vida en la calle, al atardecer, buscando la sombra de los cientos de toldos que cubrían las terrazas y las pequeñas calles. Por la mañana se recogía en el trabajo o en sus casas, frescas por su tipo de construcción.
A finales de Junio era normal que el termómetro pasara de los cuarenta y se esperaba el monzón. Moscas, muchísimas, y mosquitos; pero a Anna y a mí apenas nos picaban. Algunos paquistaníes untaban su cuerpo con aceites aromáticos, decían que los alejaban. Nosotros vestíamos con camisas blancas de manga larga y pantalones de grueso algodón o tejanos gastados por el uso; mientras que nuestros compañeros se cubrían con ropa oscura e incómoda, según ellos la mejor, la misma que día tras día utilizaban en Barcelona. La ropa oscura absorbe el calor y hace sudar.

Si vives tranquilo, sin ansia, el cuerpo se integra en el ambiente; entonces apenas sudas ni sientes incomodidad. El hombre que sabe compartir el espacio, por pequeño que sea, nunca se siente incómodo; y no es difícil si su estado anímico lo acompaña. Debe adaptarse y ser parte, algo difícil para la mayoría, incluso para el indígena. Yo lo había aprendido en un lugar muy distinto e incomparable por la situación: el Pirineo de la ventisca y la nieve, del frío intenso. Y Anna, sorprendentemente y sin haber vivido situaciones parecidas, se adaptaba de tal manera que parecía estar en su casa.

En Karachi las mujeres trabajaban tanto como los hombres, por lo menos en apariencia; sin embargo, veíamos pocas por la calle y, en su mayoría, acompañadas o con niños. Y, como nos explicó el grupo de jóvenes, era extraño ver chicas de nuestra edad, a no ser en grupo, tomando el té o charlando en la calle sin la compañía de jóvenes del otro sexo. En cambio, se veían muchas en los balcones colgando con cuidado la colada, y en los soportales hablando entre ellas.

Nuestro avión partía pronto, casi al alba, y Lahore debía ser nuestro último destino en Pakistán. Nuestra intención era cruzar la frontera por el Panyab y, desde allí, hacer el viaje hasta Katmandú, en el centro de Nepal, ya más cerca y fácil; aunque todo el mundo nos decía lo mismo: lo difícil que sería cruzar la frontera por la tensión que se respiraba.


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martes, 12 de enero de 2021

El Camino Infinito, 15ª parte

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La preparación del viaje fue un desastre. Era la primera vez que salía al extranjero por mi cuenta y no sabía lo que necesitaba. Conseguir el pasaporte se convirtió en una epopeya llena de juramentos y promesas para convencer a la autoridad de mi supuesto patriotismo. Anna, en cambio, solo necesitó la autorización de sus padres, que no pusieron ninguna objeción.

No teníamos billete para Delhi y esperábamos conseguirlo en Londres a mejor precio que en Barcelona, eso nos dijo un holandés amigo de Pierre, que también nos recomendó viajar a Ámsterdam para salir desde allí. Era tal el lío, en el que todos creían saber lo que era mejor y más barato, que Anna y yo terminamos por dejar que la situación transcurriera con total libertad, y decidimos abandonarnos a la suerte dado que nos estaba bien cualquier destino. Éramos jóvenes, teníamos poco dinero y debíamos administrarlo con cuidado, sobre todo nosotros. Los demás, gracias al tráfico de droga, cada día más abundante y variada, disponían del suficiente.

Para mí fue una sorpresa que aquellos a quienes ayudé y que muchas veces había encontrado a un paso de la inanición, dispusieran de tanto dinero. Primero creí que la familia, que el ahorro. Hacía mucho que ya no intervenía en su administración, pero pronto se disiparon mis dudas. La droga: el comercio del LSD, la heroína y el hachis, corría como el agua; lo que no había es cocaína, una droga de ricos y difícil de encontrar en aquel ambiente. Yo podía disponer de tanta como quisiera, incluso a unos precios que nadie podría haber soñado, gracias a mis amigos de la camarilla; pero evitaba todo contacto con ella, quizá por intuición, porque en ellos percibiera una degradación desconocida hasta entonces, más ideológica y social, que los deshumanizaba en cambio de destruirlos física y mentalmente. Entonces no se conocía, o eso creo, la irremediable afectación de esta droga sobre el ritmo cardíaco y las secuelas que deja en el cerebro. Mis amigos creían que se limitaba a la destrucción del tabique nasal, y este problema siempre podía solucionarse con una operación y dinero.

Recuerdo que salimos de Barcelona muy pronto y no todos, alguno se durmió. Debió considerar que la disciplina horaria de los aeropuertos no iba con su estilo de vida. Anna y yo nos reímos mucho de la situación, aún no habíamos empezado el viaje y ya teníamos problemas, aparte de las primeras deserciones involuntarias por haberse dormido. Mi amiga no se sentía muy cómoda con ellos, excepto con una extremeña, despierta e inteligente, que pocas veces caía en el sopor y la decrepitud mental que producía la droga. No recuerdo su nombre, pero sí que había sentido una fuerte atracción hacia ella, aunque solo intelectual. Antes de mi separación con el grupo solíamos buscarnos para charlar durante horas, sentados en las escalinatas de la Plaza del Rei. Era joven, de mi edad, y, como la mayoría, carecía de atractivo sexual, más por dejadez que por ella misma. En contra de lo que se solía, esquivaba las conversaciones sobre esoterismo, magia y religión; y profundizaba en la filosofía y los problemas más mundanos, como la política, la economía y el futuro que nos esperaba. Era compañera sentimental o lo que más se parecía a eso, de uno de los tipos más interesantes del grupo. Le llamábamos “Ermitaño”, aunque poco tenía de eso y nunca supe quién y porqué lo bautizó con este sobrenombre; quizá fuera por ser el más autónomo en sus ideas y actos, el que menos se drogaba o quizá al que menos daño le producía aquel veneno. Porque, si algo aprendí de la droga durante aquel tiempo, es que no a todos hacía el mismo efecto, incluso en algún momento tuve la tentación de pensar que a él le sentaba bien.

El viaje hasta Londres duró menos de lo esperado. Nadie había contado que los trenes franceses no eran como los españoles de la época, y que los horarios de llegada de unos coincidían con la salida de otros, y con tiempo suficiente para comprar el billete. De tal manera fue, que mi pretensión de conocer la Francia interior se fue al traste. Ni siquiera tuvimos tiempo de dar una vuelta por París. Otra cosa fue el trato de los revisores y taquilleros.

Si llegamos a nuestro destino fue por el francés de Anna y el mío, y por el empeño que pusimos, porque los empleados de la SNCF intentaron evitar por todos los medios nuestra llegada. En Toulouse, ante la negativa de uno a vendernos los billetes, alegando que no entendía mi extraño idioma, llamé a un gendarme para que los comprara él o llevara el tipo a la comisaría. Supuse que la pinta que teníamos no acompañaba y el taquillero decidió que unos españoles, a todas luces impresentables, no tenían derecho a viajar en su tren. La presencia del gendarme le hizo desistir, aquel tipo nos entregó los billetes sin mediar ni una palabra más, aparte de haber constatado que nuestros compañeros no se iban a mover de una cola que empezaba a dar muestras de inquietud y hastío.

Los revisores daban mil vueltas a los billetes antes de aceptarlos. Uno de ellos hizo como si fueran falsos, hasta que me harté y le dije que no se preocupara tanto, que su maravilloso país no soportaría mucho tiempo nuestra desagradable presencia, aparte que mis amigos estaban ya hartos de tanto engaño y desprecio por parte de los empleados de su compañía, que a estas alturas no podía responsabilizarme de sus actos. Los demás no habían entendido nada, pero sus miradas no dejaban lugar a dudas y su imagen hizo el resto, estaban hastiados y querían olvidarse de Francia como fuera. Y el tipo, al ver que la situación se le iba de las manos y que la presunta falsificación no se mantendría ante ningún gendarme, optó por intentar negociar nuestra situación. Por lo visto no consideraba justo que nos sentáramos al lado de respetables ciudadanos franceses. Yo, de tan nervioso e irritado, me puse a reír. Si había entendido bien esa era toda su preocupación. Le respondí que seguramente la mayoría de los allí presentes no eran ni la mitad de fiar que nosotros, que les contaría a mis amigos que pretendía trasladarnos al vagón de los perros, a ver cómo respondían a eso. Y se lo dije, mientras me desternillaba de risa, al tipo más flemático e insolente que había conocido en toda mi vida. Y siguió con su trabajo murmurando con los pasajeros mientras revisaba sus billetes. Después, ya en Calais, me enteré que un revisor francés, si lo consideraba oportuno podía cambiar de lugar a cualquier pasajero, y supuse que el desdichado y prepotente revisor decidió que era mejor evitar un motín en pleno recorrido. La noche la pasamos pegados a nuestros asientos, no nos atrevíamos a movernos demasiado y nos mantuvimos despiertos de dos en dos, no fuera que el revisor aprovechara un descuido.

Llegamos a Dover en un estado muy lamentable. La mayoría del pasaje había vomitado. La travesía del canal fue de las peores que se recordaban y los ferrys de la época no eran una maravilla, sobre todo el que cogimos nosotros, que era el más barato. El mar estaba muy encrespado, pero no tanto como para llegar a aquel nivel de movimiento.

Muchas son las veces que he navegado en peores mares, aunque no es lo mismo un velero que un viejo ferry. El terrible viaje me sirvió para descubrir, que ni en momentos como aquel sentía mareo. Anna se encontraba como yo, con la misma tranquilidad y satisfacción. Habíamos pasado toda la travesía cogidos a una barandilla de cubierta, lo más cerca posible de la proa del barco y disfrutando como nunca. A nadie se le ocurrió molestarnos, ningún marinero nos llamó la atención, ya que los pocos que había, andaban como el pasaje o intentaban esquivarlo para no terminar empapados con sus vómitos.

Dover, como casi toda la costa inglesa, es precioso. A la salida del mismo puerto y en las casas que miran al mar, había algunas pensiones. Nos alojamos en una que parecía sencilla y limpia. El estado y el mareo de nuestros compañeros disimulaba la estrafalaria y desastrosa pinta que tenían; sin embargo, y aunque no entendiera nada, me di cuenta que la joven gerente de la pensión nos tomaba como éramos, y lo hacía con simpatía y sin desconfianza.

Por la mañana su compañero nos acompañó hasta la estación. Desde Dover salían trenes hacia Londres con regularidad, así como a su aeropuerto. Y nos informó sobre lo qué debíamos hacer para conseguir un vuelo a Delhi. En aquel momento no los había, pero también, y sin que nadie nos hubiera advertido, descubrimos que para ir a la India necesitábamos visado. Ninguno de nosotros había viajado al extranjero y nunca pensamos que, aparte del pasaporte, necesitáramos más papeles. Vacunarnos ya fue difícil, la mayoría se negó, yo el primero. Inconscientemente creímos que enfermedades extrañas no las había, que, en todo caso, debíamos temer más a las vacunas que a la enfermedad; pero de visados no sabíamos nada. La misma compañía aérea nos los exigía, supuse que para no verse involucrada en una repatriación forzosa.

Sin movernos del aeropuerto, el Ermitaño y su compañera, que hablaban el inglés a la perfección, fueron con todos los pasaportes a la embajada hindú para solucionar el problema. Como cabía esperar les pusieron todos los impedimentos posibles. Que si debíamos volver a España y tramitar los papeles desde allí, que si debíamos presentarnos físicamente; que, en el mejor de los casos, tardarían una semana; hasta que un empleado, haciendo sorna de la burocracia de sus jefes, les comentó que la de Pakistán lo arreglaba en cinco minutos. Y ni cortos ni perezosos, y sabiendo que Pakistán era lo más próximo a nuestro objetivo, se presentaron en su embajada. Cinco paradas de Metro con la misma línea que habían tomado para acercarse a la hindú, y unos cien metros andando les bastaron para llegar.

La embajada paquistaní era muy distinta a la hindú. Nuestros amigos plantearon el problema y, sin corruptelas -nadie pidió propina- ni impedimentos, les dieron un papel por cada pasaporte. Frente al mismo secretario imitaron nuestras firmas, y con un sello, la firma del mismo secretario y el pago de la tasa correspondiente, el asunto quedó zanjado.

Era paradójico que unos individuos, que se desesperaban ante la desgracia de Bangla Desh, la matanza de civiles orquestada por el gobierno paquistaní, el hambre que estaba sometiendo a su pueblo y la simpatía que los catalanes siempre hemos profesado por los movimientos de liberación democráticos, viajaran a Pakistán con la idea de atravesar su frontera con la India para llegar a Nepal.

Corría el mes de Junio de 1971, la guerra indo-paquistaní estaba a punto de estallar por el apoyo hindú a la causa separatista, y por los millones de refugiados que la India había de mantener.

Mientras los demás hacían cola en la British, me dediqué a buscar por los largos módulos de Heathrow. Pensé que con una embajada tan eficiente, su compañía aérea también debía serlo. Y la encontré por su bandera, que de no tenerla en el pequeño mostrador y como fondo en la pared, nunca la habría encontrado. PIA, la verdad es que el nombre no hablaba de su origen. Me acerqué pensando que tendría que hablar inglés, que lo desconocía, pero no. Me atendió una joven y simpática pareja que se reía por nada. Hacía horas que se habían fijado en nosotros, en nuestro caótico deambular, y hacían cábalas sobre nuestro destino. Pregunté como pude y me respondieron en nítido español. No era el único idioma que dominaban. Aquellos jóvenes, que parecían pareja sentimental o que compartieran mucha amistad, eran políglotas, hablaban multitud de idiomas, prácticamente todos los europeos, incluido el ruso. Años más tarde entendí que un país como Pakistán necesitaba agentes en todos los sitios, y nada mejor que el mostrador de su compañía de bandera en Londres para tener algunos de ellos. Plantee nuestro problema y me preguntaron si podíamos esperar. La relación con la India empeoraba por momentos y pocos turistas se atrevían a viajar a uno u otro país. Al día siguiente salía un vuelo a Karachi, un flamante 727 recién estrenado, y si no lo llenaban estaban dispuestos a hacer un buen descuento. Entonces no existían vuelos baratos, aún no se había puesto de moda este tipo de estrategia comercial. Por lo visto aquellos jóvenes disponían de extraños poderes dentro de la compañía, podían hacer y deshacer dependiendo el momento y las circunstancias, sabían que éramos un grupo numeroso y algunos de nosotros buscaban el vuelo en la British; pero lo más importante es que les habíamos caído bien. No sé qué truco utilizaron, pero lo cierto es que terminamos pagando lo mismo que si fuéramos familiares directos de trabajadores de la compañía, con un documento, aparte del billete, que certificaba lo contrario, pero imponiendo la categoría por causas de interés. Durante el vuelo estuve dando cábalas al texto. Me lo tradujo el ermitaño, tan sorprendido como yo. Excepto Alba, todos parecían satisfechos y alababan mi pericia negociadora, mientras yo seguía dándole vueltas al asunto, ya que no recordaba hablar de lo caro que era el pasaje y el poco dinero que disponíamos; aunque, eso sí, tuviese preparado el discurso.

Pasamos la noche como pudimos, una vez más turnándonos por parejas, por si policías o vigilantes aprovechaban nuestro sueño para expulsarnos. Nunca se sabe como reaccionan esos individuos, en caso que se aburran y sientan ganas de hacer burla con gente indefensa y extranjera.

Aquella misma noche Alba y yo comenzamos a alejarnos definitivamente. Ella, con el exacerbado egoísmo que le producía la droga, se había empeñado en viajar casi gratis. Los dos jóvenes paquistaníes nos habían tomado el pelo según ella. Después no entendió porqué el avión no podía aterrizar en Rawalpindi, que es lo que le convenía, para poder cruzar la frontera de la baja Cachemira paquistaní con la hindú. Parecía una niña enloquecida y caprichosa, hasta el límite que terminé deseando que la policía nos detuviera por cualquier razón y nos hiciera perder el vuelo. Y vi como Anna se reía y la evitaba, y lo hacía de manera que todos se percatasen, incluso ella.

Había de ser curioso observar una amalgama de gente tan diversa, unos con pinta de colgados por la droga, otros que de lo primero tenían mucho y de lo segundo no se les notaba; y nosotros dos, que la droga ni la tocábamos y, aunque con poco dinero, no parecíamos necesitar limosna. Y ya con el vestir se notaba. Éramos hippies, no había duda, pero nosotros dos vestíamos de manera sencilla, sin necesidad de exhibir nuestra manera de pensar y de vivir; en cambio, el resto parecía hacer un esfuerzo para diferenciarse del mundo que le había tocado vivir.

Salimos muy pronto, después de lavarnos como mejor pudimos en los aseos del aeropuerto. No éramos los únicos. En Barcelona nos apercibieron de las dificultades que tendríamos, que debíamos ir con cuidado con la policía o los funcionarios del aeropuerto, ya que con los extranjeros se comportaban con despotismo, sin importarles su bienestar ni sus pertenencias. No fue así, pronto nos dimos cuenta que si seguíamos las indicaciones y no montábamos barullo, se nos respetaba e incluso se nos ayudaba más y con mejor educación que en el Prat y Barajas.

 

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domingo, 10 de enero de 2021

Sherpas, La otra historia del Himalaya

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Orígen: @CNTravelerSpain


Una de las cosas que más me atraen de esta historia, es que yo también la he vivido, seguramente con la misma intensidad o quizá más.
Miedo al oso?
Mejor no explicarlo aquí, porque eso haría que muchos se lanzaran a la caza del oso en España. Aquí los pegatiros son muy apreciados.
El oso negro asiático es muy distinto al pardo. Allí las leyendas hablan del leopardo asesino, pero hay más ataques y muertes por el oso que por este pobre y perseguido felino.
En cualquier caso os recomiendo la lectura del libro "Sherpas, La otra historia del Himalaya"
Miedo al oso?
No me hagáis reír. Al oso hay que respetarlo, a quien hay que temer, si es que temes algo, es a los seres humanos, que odian, que van armados, que no respetan ni valoran la vida. Y a esos se les puede encontrar en cualquier lugar.
Pegatiros los hay en todos los sitios, y en algunos, a falta de lobos, conejos y jabalíes, cazan otros seres humanos.
 
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El Camino Infinito, 14ª parte

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Volví a mi casa más delgado y fuerte, pero decidido esta vez a cumplir mi promesa. Nunca más iría a la montaña y menos con Artur. Habían sido demasiadas las veces que habíamos desafiado a la suerte.

Los rosales, aún pequeños, ya estaban cubiertos de aromáticas flores y los gladiolos empezaban a aflorar. De vez en cuando paseaba por el jardín, acompañado de Rina y los niños. Y ella me miraba mientras podaba los rosales, y me preguntaba el por qué de aquel corte a dos nudos o aquel otro a tres; y por qué dejaba unas rosas sin cortar aunque se vieran mustias. Y miraba como removía la tierra justo antes de regar, y le contaba que era para oxigenarla. Recuerdo que por entonces y para su satisfacción planté dos jazmines, uno a cada lado de la entrada; y helechos, pies de elefante y una

dama de noche en la parte de atrás, donde apenas daba el sol. A Rina le encantaban las plantas y las flores aromáticas. Decía que le recordaban su tierra. El jardín, antes tan desangelado y pobre, había tomado vida y color, y en poco tiempo exhalaría maravillosos aromas. A todos les daba gusto pasear por él, aunque solo fuera dando la vuelta a la casa.

A mi vuelta, puede que por la experiencia pirenaica y haber sentido la muerte tan de cerca, decidí lanzarme a la aventura del Tibet. La vida es demasiado corta y nadie conoce la suerte que le espera. Ya no era cosa de Alba ni del poco amor que aún podía sentir hacia ella, sino que difícilmente se me presentaría una ocasión parecida.

Planteé el posible viaje a mis compañeros. Antes había hablado con Jep, que hacía poco se había comprado un flamante Seiscientos y necesitaba ganar dinero. Joan y él escribían cuentos cortos que vendían a algunas revistas, y confeccionaban piezas de modelismo naval; pero mi amigo con eso no tenía suficiente. Le ofrecí nuestra clientela y se avino a vender, repartir y cobrar mientras durase el viaje.

Jep era muy trabajador y fue de gran ayuda. Tenía mucha mano con los problemas mecánicos o de producción, y terminó trabajando en el taller en sus ratos libres, que eran muchos, y siempre que podía nos procuraba material. Mis compañeros ya lo conocían y sabían cómo era y les gustaba, de manera que pude dejar la temporada de verano resuelta.

Sorprendentemente, mi amigo no conocía a Anna. Supongo que gran parte de la culpa fue mía, quizá entonces ya sentía mucho más que amistad hacia ella y temiera que mi atractivo amigo la hiciese suya. Ridículo, puesto que el talante de mi amiga no permitía ser propiedad de nadie, y a mí siempre me había gustado que mis amigos y amigas se conocieran y lo pasaran bien entre ellos. Pero el subconsciente juega malas pasadas y hoy recuerdo vagamente sentir este temor. Sin embargo, si algo me causó sorpresa y a la vez mucha satisfacción es que Anna, al saber de mi interés por hacer el viaje, durante una de las muchas veces que cenaba en casa, me preguntara si podría acompañarnos. Con su propuesta las pocas dudas que me quedaban desaparecieron por completo. Con ella me sentía mucho más seguro y bien acompañado. Lo que mi intuición decía que podía terminar siendo una mala experiencia, seguramente con Anna se convertiría en una magnífica aventura, que probablemente nunca podría volver a disfrutar. Los estudios de mi amiga finalizaban en junio, su trabajo era intermitente y no estaba asegurada, de manera que podía permitirse mucha libertad. Ya entonces intuía que aquel largo viaje podría precipitar el final de mi amistad con Alba. Ella, después de todo, hablaba de quedarse y esa no era mi intención.

Es curioso cómo somos o éramos. Recuerdo que antes del viaje me preocupaban más el jardín y la seguridad de Rina y de Bill, extranjeros e indocumentados, que el negocio; tal vez porque intuyera que estaba en buenas manos y que yo había dejado de ser imprescindible. Y también me preocupaba mucho Alex. No hacía tanto que había sido aceptado como uno más de aquella familia, y ya me sentía parte de ella. Y me preocupaba más su tranquilidad y felicidad, que mi futuro o el dinero que dejábamos de ganar. Alex era el mayor y con menos ganas de broma, sin embargo, con facilidad caía en el descontrol y se dejaba arrastrar por el último en llegar, que en este caso había sido yo. Yo confiaba mucho en Rina, más joven, pero práctica y sin paciencia para los intrusos; en Sole, tan joven pero trabajadora y responsable, que hacía incondicional piña con Rina; en Mila, la más disparatada de todos, pero también la más inteligente, fuerte y segura. Mila, dentro del juego que representaba su vida, sabía lo que quería y era capaz de sacrificar su espíritu por el interés de los demás.

Bill, curiosamente por lo que le había deparado la vida, vivía en una nube de magia y de bienestar. A nuestro amigo, cuando alguien le daba una bofetada, le faltaba tiempo para poner la otra mejilla. En eso era como Cristo y siempre pensé en el acierto de su huida, porque en Vietnam seguro que lo habrían matado sin haber pegado un tiro para defenderse.

Anna y Alba eran completamente distintas. La primera: guapa y atractiva, de cara más ancha, ojos oscuros, tan grandes como penetrantes; el cabello cortado hasta la nuca y ondulado, con desordenado flequillo; su nariz era un poco ancha y ligeramente aplastada; alta, fuerte y de preciosas formas. La delicada separación de sus incisivos le daba un aire alegre y simpático al que hacía honor; y sus gruesos labios, su boca y su perfecta barbilla la convertían en una mujer muy seductora. Una mujer inteligente, culta y cuidadosa en sus razonamientos, nunca hablaba de más y era muy comedida al hacerlo.

Alba también era morena, pero de cabello lacio y largo con la raya en medio; su cara de líneas delicadas y perfectas, de ojos rasgados y mirada romántica; y sus labios, ni pequeños o demasiado grandes, estaban en armonía con el resto de su cuerpo. Casi tan alta como Anna, mucho menos fuerte, de pocas curvas y los pechos más pequeños. Hablaba poco y también con cuidado, de gran inteligencia, aunque parecía haberla perdido o despreciado. Actuaba como una niña consentida por su belleza y personalidad, algo que yo nunca hubiese imaginado que sucedería.

Pedí a Bill que contactara con los camaradas repartidos por el camino que debíamos pasar, huidos como él de la guerra. Necesitábamos cobijo, lugares donde pernoctar y comer hasta nuestra llegada a Londres, donde deberíamos coger un vuelo hasta Delhi. Una vez allí tendríamos que buscar cómo llegar al Tibet, pero encontraríamos la manera. La vida en La India era muy barata y unos jóvenes como nosotros, acostumbrados al hambre, al frío y al calor, podrían con todo.

Antes de salir organicé con Jep un par de salidas a la Costa Brava y una tercera a la costa alicantina; la primera con muestras y algo de material, para pagar la gasolina y las comidas; la segunda para repartirlo, de manera que Jep pudiera conocer los clientes y saber como tratarlos. Lo hicimos en su Seiscientos, y aún me asombro cuando hoy veo uno de ellos y pienso que dormí en su interior con material incluido.

Siempre recordaré aquellas dos semanas de carretera, comidas baratas, tiendas turísticas, discotecas y chicas, muchas chicas, francesas unas, alemanas otras y españolas las que más. La última noche la pasamos en Calella y entramos en lo que parecía un gigantesco pub, nunca había visto nada igual. Estaba lleno de gente, casi toda de la misma edad que nosotros y británica en su mayoría. Nunca supe diferenciar un inglés, de un escocés o un galés; para mí todos son iguales y beben y gritan de la misma manera, aunque allí la gente se entendía sin apenas alzar la voz. En el centro, sobre una alta tarima de más de un metro de altura, a la cual se llegaba por unas escaleras, había un grupo de mesas y sillas, y en una de ellas dos parejas dándose el lote.

Y me fijé en ella, en su mirada. Era muy joven o eso parecía. Delgada, morena, bellísima, con el cabello largo y ondulado, tan oscuro y denso como sus ojos. Una preciosa muñeca. Su compañero la besaba con excesiva y artificial pasión. -Mirad que tía me he agenciado- parecía anunciar. La chica podía ser de cualquier nacionalidad, aunque desde el lugar dónde nos encontrábamos parecía latina. Estaban lejos, allí todo parecía estarlo, y llegar a la barra para pedir una cerveza se nos hizo eterno y costoso. Tuvimos que abrirnos paso entre una muchedumbre que no nos entendía ni hacía nada por intentarlo. Y volví a sentir su mirada, fuerte, penetrante, hambrienta y apasionada, que esquivaba la cara de su compañero, como apartándolo para seguir nuestros pasos. No recuerdo haber sentido una mirada igual a la de aquella chica. Me gustó. Jep había sentido lo mismo, pero con más fuerza si cabe. En su interior había estallado una carga de profundidad, una explosión de mil sensaciones que se desparramaba a su alrededor. Conseguimos acercarnos a la barra para pedir unas cervezas y al poco se nos acercó y tomó asiento a nuestro lado. Era increíblemente bella, una de las mujeres más hermosas que jamás haya visto. Su cara, de muñeca tal como se reflejaba en la distancia, era de una sorprendente perfección, tanta que escondía su evidente juventud. Todo acompañaba, sus labios, sensuales sin ser excesivamente gruesos, su recta nariz, la suave y morena piel, casi de mulata; y su cuerpo y cada poro de su piel rezumaban sexualidad. Y sentí la turbación de mi amigo, de la misma manera que la mirada de aquella chica, que pasaba con aparente timidez de uno a otro. Y recuerdo hablar con ella, poco, porque racionaba en extremo sus palabras. Le pregunté si era española como aparentaba. Era la mujer perfecta, la que todo hombre desea y mataría por tenerla, aunque fuera una sola noche. Mientras le hablaba, me dediqué a vigilar al británico que la había perdido. El tipo estaba charlando y riéndose con sus amigos. De lejos parecía estar algo bebido y de carácter inofensivo. Su amigo seguía departiendo con la amiga de nuestra nueva acompañante y eso parecía mantenerlo tranquilo.

Los ojos de Jep evidenciaban lo que pasaba por su cabeza, iban de la cara al cuerpo de la chica, de manera tan veloz, que no entendía cómo podía retener una imagen concreta. Hablaba atropelladamente y de mil cosas distintas, tan inteligentes como poco interesantes para una chica tan joven, que unos momentos antes besaba apasionadamente a un británico desconocido. Y temí que con las prisas estropeara el encuentro.

El temperamento de mi amigo era extremadamente tórrido y, aunque de fuerte atractivo, las mujeres no solían entender tanta premura. La chica llevaba una camisa de cuadros tejanos, que dejaba ver un precioso escote y su larga y estilizada garganta; y una falda, que por mucho que lo corto estuviera de moda, alteraba los sentidos y la imaginación, aparte de hacer que los ojos se movieran de arriba abajo a la velocidad del sonido. Pero lo que más llamó mi atención, es que, por su manera de hablar y sus gestos, aparentaba no darse cuenta de lo que provocaba en los hombres. Cuando le contamos a lo que nos dedicábamos y como vivíamos, y mi próximo viaje al fin del mundo, en pos de una

quimera en forma de dos mujeres tan distintas, sin saber como llegar ni volver, me miró con admiración, pero sin excederse, como si tampoco fuera tan extraño para ella.

Nosotros dormíamos en casa y ellas en el apartamento de su familia en el pueblo. Ninguno de los cuatro necesitaba dar explicaciones. Yo tenía casi veinte y Jep los acababa de cumplir. La chica no podía pasar de los diecisiete, su cara los aparentaba pero su cuerpo alguno más. Debía ser la primera vez que conseguía salir de noche o una de las pocas que le dejaban, y estaba decidida a aprovecharla. Salimos a la calle junto a su amiga, que era su prima y un par de años mayor que ella, y mirándola con ironía nos dijo:

-Me han dejado salir por ella. Según mis padres es muy seria y responsable.

Teníamos el coche cerca, de manera que nos acercamos y les enseñamos algunas de las piezas que vendíamos, y ella se quedó un brazalete de latón bellamente repujado. De vez en cuando, cuando la visito, me gusta buscarlo por el salón de su casa. Y es que Mónica, con picardía y de manera periódica, suele cambiar de sitio sus recuerdos. Les propusimos ir a la playa, sentarnos y charlar un

rato. Era primavera y el agua estaba muy fría, no obstante, me desnudé y fui hasta la orilla. El mar es algo que me supera, y cuando lo veo siento la necesidad de lanzarme a él por muy picado que esté. En aquel momento estaba tranquilo, como suele suceder en las noches mediterráneas, que de día puede haber fuerte oleaje y de noche solo queda la resaca. No esperaba que nadie me siguiera, por lo que, cuando la vi pasar por mi lado, completamente desnuda, bellísima, explotaron mis sentidos. Y se lanzó al agua sin pensárselo, emergiendo unos metros más lejos, enseñándome su magnífica y bronceada espalda. La noche, el mar, el reflejo de la Luna y ella. Mi mente quería estallar. Me acerqué y se volvió, erecta, espléndida y con su cabello mojado sobre la cara, que apartó con un gesto, y sus pechos goteando y brillando como si estuviesen cubiertos de perlas. Hablamos unos momentos y la vi estremecerse por el frío, con las manos le masajeé sus hombros, estaba tan pegada a mí que pude sentir sus pezones rozando mi pecho. Y salimos, el frío empezaba a atenazar nuestros cuerpos.

Nunca sabré por qué no me lancé. Quizá el viaje, Alba, Anna, las preocupaciones, los nervios y también mi amigo. Por qué no lo intenté en aquel momento. Solo necesitaba abrazarla y besarla, y ella me hubiese correspondido, estaba seguro. Aquella mujer tenía algo que me fascinaba y me perturbaba. Quizá fuera su extremada belleza lo que me intimidó. Hoy no puedo recordar cuál fue el impedimento, si mi estupidez, mi falta de decisión o mi inseguridad.

Tan parca de palabras y de sonrisas, que parecía producto de la timidez y de su juventud; sin embargo, no demostraba complejos ni vergüenza. Era directa en todo, no había tenido ningún reparo en asaltarnos en el pub, dejando al británico, a todas luces producto de una conquista personal, plantado sin más.

Nos despedimos sin llegar a más de un beso de despedida, que me supo a gloria por muy insustancial que fuera; pero, ya camino a casa, Jep me enseñó un número de teléfono apuntado en la palma de su mano.

El viaje a la costa alicantina terminamos haciéndolo con el 2CV, queríamos cargar el máximo y, para no arriesgar, cogimos el material preparado para el resto de la clientela; pensamos que si lo vendíamos volveríamos a fabricarlo. El seiscientos era pequeño y no daba para mucho en comparación a mi coche. Ni en el mejor de nuestros sueños hubiésemos podido vender tanto. En Benidorm ya no nos quedaba nada y, si fuera por los clientes, se habrían quedado hasta las muestras. Yo nunca había llegado tan lejos, no conocía nadie ni nada y era la primera vez que hacía un viaje tan largo en coche. El listado de clientes nos lo dio Pierre, un parisino conocido de Mila, dos años mayor que yo, más revolucionario que hippie. Estaba de paso por Barcelona y se ganaba la

vida vendiendo lo que fuera por la costa. Lo cierto es que pasó unos días en casa, algunos más de los previstos, porque a Mila le gustó y con razón.

Pierre era un tipo fantástico, maduro, grande, algo más que yo, tanto que parecía tener muchos más años y no solo por el físico; pelirrojo, barbudo, muy culto y simpático. Siempre tenía una sonrisa en su boca y mucho sentido del humor, a veces demasiado, ya que nunca sabíamos si hablaba en serio o con ironía.

Pierre fue el tipo que me bautizó. Desde el primer día, aún no sé por qué, me llamó Popol, para él: Popaul, y no me pareció mal, aunque tampoco hubiese podido hacer gran cosa, ya que desde aquel día, todos me llamaron así. Seguimos vendiendo con ayuda de las muestras. El hecho que no lleváramos material se hizo incómodo, ya que debíamos convencer cliente por cliente, que el material llegaría en su día y tal como se enseñaba.

Por entonces el ambiente en la costa alicantina era fantástico, joven y divertido. Por las mañanas visitábamos alguna tienda, al mediodía íbamos a la playa con bocadillos y cervezas, por la tarde volvíamos a visitar clientes y las noches las dedicábamos a las discotecas. Los tenderos eran simpáticos y muy extrovertidos, de manera que el trabajo se hacía llevadero y entretenido. Temía, con razón, que en el Tibet no podría llevar esta vida de diversión y juerga.

Pierre era anarquista y había participado en las jornadas del 68 en París, conoció a Dani el rojo y estuvo hasta el final de la revuelta. Consideraba el régimen francés de la misma calaña que el español; decía que en su país gobernaba una dictadura camuflada de democracia, tan sanguinaria y fascista como podía ser la española. Y habló del sesenta y uno, cuando bajo el manto de la quinta república, la policía asesinó a doscientos argelinos, excombatientes muchos de ellos, que se manifestaban pacíficamente, y echaron sus cadáveres al Sena. Y al año siguiente detenía a la gente por sus facciones, y la torturaba y asesinaba en los cuarteles. Probablemente estos hechos sucedieron durante mis dos viajes de pequeño al sur de Francia, de visita a la hermana de mi abuela y a su compañero republicano; cuando este llenaba mi joven cabeza con alabanzas a De Gaulle y a su maravillosa república, y de desprecios a España y a los españoles.

 

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