sábado, 17 de abril de 2021

El Camino Infinito, 37ª parte

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Salimos con el sol. El agotamiento impidió que nos levantáramos antes, además intuimos que por tarde que llegáramos, en el valle estaríamos a salvo de accidentes y encontraríamos la suficiente placidez.

La belleza es distinta según la perspectiva. Desde la altura se aprecia de una manera y el paisaje se ve en conjunto. Los olores, el sonido de la naturaleza pura, sin la corrupción del ser humano, de los cascabeles de su ganado, del suave pero insistente sonido que produce la civilización. El silencio que solo había encontrado en las más altas cumbres del Pirineo estaba allí, pero sabiendo que, en cuanto llegáramos al valle, seguiría existiendo.

El descenso se hizo, por un lado interminable; por otro, a cada momento despertaba nuevas sensaciones. Igual que antes, el camino zigzagueaba, de manera que ora veíamos el valle a nuestra izquierda, ora a la derecha. Y el profuso jardín cambiaba con la luz y nuestra posición. Los bosques, los prados, los lagos, eran cambiantes, se veían con otras formas y otros colores, tanto o más bellos que antes. Paramos y nos recreamos. Nadie nos esperaba, a menos que los jinetes estuvieran vigilando en lo alto, pero era imposible, desde allí nadie podía vernos y en el valle hubiéramos sido demasiado minúsculos, además de escondidos entre la exuberante maleza, incluso en la ladera se nos podía considerar una aguja en un pajar. La montaña era enorme, las distancias y el tamaño de las grandes rocas nos habían confundido. Solo las pequeñas charcas de coníferas, que se veían en la ladera de enfrente podían marcar la distancia; bosques de kilómetros convertidos en manchas, enormes abetos, que de tan pequeños que se veían, no podíamos apreciarlos. Allí, un hombre era un microbio.
Aún faltaba mucho camino cuando descubrimos que el camino había desaparecido por los innumerables desprendimientos, que el día anterior nos había parecido ver, y el jardín creado por la naturaleza había absorbido su parte más baja. En ningún lugar podía apreciarse el rastro de una senda, ni siquiera el típico cambio de color de la vegetación, cuando cubre una de ellas.

El hombre, sin camino se siente perdido, huérfano. Incluso en los lugares más agrestes y abandonados existe uno, excepto en el hielo ártico, que allí lo hace la brújula y el perro.
Nosotros no teníamos camino ni perro, y nuestra brújula servía más de adorno que otra cosa; solo disponíamos de nuestra intuición y el sol, el mapa que había dibujado nuestra retina y grabado en nuestra mente. Calculamos cómo llegar al río para seguir su curso. Allí, en aquel increíble jardín parecido al Edén, era probable que viéramos al leopardo y al oso y hasta es posible que fuéramos los primeros humanos que ellos vieran.
Por un lado, el miedo; por otro, la emoción. De pronto Anna dejó de andar y se mantuvo en silencio. Por vez primera percibí inseguridad, quizá un punto de temor; pero no, solo estaba absorbiendo la grandiosidad del momento, para disfrutarla poco a poco, por si no hubiera el mañana.

En la desnuda y brutal montaña todo es transparente, incluso la muerte. Oyes un ruido, buscas en su dirección y ves; sientes el viento, tocas el frío. Pero allí lo era todo y nada, no podías sentir ni ver, no sabías como enfrentarte a lo invisible. El enemigo no engaña, es predecible, y cuando lo es en uno mismo, aunque mienta para no contradecir los sueños, se sabe, se es consciente de ello, porque él es quien ha tendido su propia trampa.

- Tenemos dos opciones,- le dije al llegar al pie de la frondosidad - bordear la base de las montañas o internarnos en la vegetación, lo cual significa lodazal, mosquitos y animales, hasta el curso del río. Lo primero puede acarrear dificultad, lo segundo ni falta que hace explicarlo-

Me senté en un saliente y esperé. No era mi intención que decidiera. Estábamos allí por mi culpa y solo quería conocer su opinión, pero en mi interior sabía que haría lo que ella quisiera.
No dudó ni un instante.

- Daría lo que fuera por llegar al centro de este jardín- respondió. 

La miré a los ojos, y en aquel instante me di cuenta que verdaderamente solo éramos uno. Hacía tiempo, sí, pero no hasta ese límite. Anna se sentía segura y capaz de llegar al fin del mundo en mi compañía, de la misma manera que yo en la suya. Y de no conseguirlo, ambos lo daríamos por bien empleado.
No se veían casas ni sus ruinas, aunque de haberlas posiblemente habrían sido absorbidas por la naturaleza. Era extraño encontrar un valle tan bello y rico absolutamente abandonado. Solo cabía una explicación: la partición del cuarenta y siete, su aislamiento y la imposibilidad de defenderlo, lo había convertido en peligroso; aunque como más lo meditaba, menos podía entenderlo.
En principio, el aislamiento debería facilitar su habitabilidad. Impresionantes y desoladas montañas a uno y otro lado, estrechos cañones y pasos por los que no podía pasar ni un carro, lo habían convertido en tierra de nadie y una trampa para cualquier ejército.
Lo que creí que podía ser lodazal y pantano, era tierra húmeda por la vegetación que la cubría. Nos costó horrores avanzar por aquella selva de altos cañizales y hierba más alta que nosotros. Entre la alta maleza pudimos apreciar pequeñas islas de cannabis, plantas bajas y robustas, más pequeñas que las acostumbradas en nuestro país. Al principio no las reconocimos, de tan distintas que eran, pero luego recordé que alguien había plantado unas cuantas en su jardín, muy parecidas a esas.

Había los mismos mosquitos que en cualquier otro sitio, y más riqueza natural que hombre alguno podía imaginar. Un valle cuyo verdor, exuberancia y tamaño contrastaba con el de sus vecinos. No era seco y entendimos que por su peculiar orientación y anchura. En él había mucha tierra fértil y poca piedra. Probablemente durante el monzón los márgenes del río se inundaran y convirtieran la tierra en lo que antes había temido, pero aún faltaba un mes, seguramente menos, para su llegada; mientras, la tierra se mantenía húmeda y nada empapada. Y descubrimos que parte de su riqueza era producto de haber sido antaño cultivada. Después de tres horas de ardua lucha por salvajes trechos, y difíciles caminatas a través de lo que muy probablemente habían sido antiguos campos de cultivo, llegamos cerca del río. Y rodeadas de campos verdes y floridos, con árboles convertidos en arbustos, encontramos cerezos que comenzaban a estallar, manzanos repletos de fruta pequeña y roja y multitud de rosales silvestres, y las ruinas de un par de casas. De ellas solo quedaba la parte baja de las paredes. Bajo la increíble vegetación vimos más restos derrumbados. Las piedras que habían conformado las casas estaban desperdigadas o conformando su base, cubiertas de grandes arbustos con albaricoques, ciruelas y otras frutas, algunas de las cuales desconocíamos.

La naturaleza no perdona y había destruido y hecho suyo lo que el ser humano había abandonado. Tal vez en el cuarenta y siete aquel paraíso se había convertido en un infierno y uno de los ejércitos había masacrado la población, o quizá las ruinas fueran anteriores y tuvieran más de un siglo, pertenecieran a antiguos pobladores, cuando los musulmanes lo convirtieron a sangre y fuego al Islam. No obstante, nos extrañó tanta destrucción y tan poca piedra. Y lo achacamos a que solo la parte inferior de las casas estuviera hecha de ella, mientras el resto de madera, como se estilaba en algunos pueblos de la zona.

Recogimos fruta, ácida y dulce, pequeña y sabrosa, y agua de una pequeña corriente. Por entonces éramos conscientes que nuestros estómagos estaban hechos a prueba de bomba, y el agua era tan cristalina como pura y la recogimos lo más superficialmente posible.
Era tarde y el lugar era demasiado bello para abandonarlo. Andamos poco, lo justo para encontrar un buen lugar para acampar. Estábamos destrozados. No sabíamos cuántos kilómetros habíamos andado. ¿Veinticinco, treinta? Es posible. Sin camino y con maleza hasta la rodilla puedes andar muchas horas y hacer poco recorrido. Lo habíamos hecho durante todo el día, de sol a sol, parando a menudo para descansar, refrescarnos y recrearnos con el paisaje, comer y hablar.

Habíamos prometido que no nos distraeríamos en aquel valle, pero a medida que pasaba el tiempo estábamos más cerca de romper el acuerdo. Nos sentíamos cómodos, tranquilos, capaces de sobrevivir una semana con los frutos de la tierra, la posible caza de unos animales que no se asustaban y la pesca. Conocíamos los peces que podíamos comer y sabíamos cómo apresarlos, feos, extraños y nada sabrosos; pero comestibles y con importantes nutrientes.
Plantamos los palos y construimos un cercado de piedras a su alrededor, pensando que los posibles depredadores respetarían el espacio cerrado y sin salida visible. Aquella noche fue la primera que nos acariciamos con sensualidad y la delicadeza precursora de la sexualidad; dando comienzo a un largo cortejo sensitivo. El real hacía días que había comenzado y el sentimental casi desde un principio. Nos reíamos de cualquier ocurrencia, y de tanto en tanto a mi se me escapaba un beso en su nuca y a ella un suave mordisco en la mía. No teníamos prisa ni sentíamos perentoriedad en el deseo. Quizá fuera el cansancio.

A la mañana siguiente, como aquel día en el cruce de Gilgit, nos bañamos desnudos; esta vez no de uno en uno. El agua era tan fría como la del estanque donde nos bañamos en el pueblo, de modo que a partir de entonces intentamos buscar estanques de agua remansada y calentada por el sol. Nos secamos mutuamente, fregando nuestros cuerpos con fuerza para entrar en calor y nos vestimos.
Nos habían pedido que vistiéramos a la occidental, según ellos era más seguro, pero los tábanos y las miles de abejas eran un peligro y los salwar kamez nos cubrían por completo y eran mucho más cómodos porque no restaban movilidad; y Anna, con lo que pudo encontrar, me confeccionó un turbante tan pintoresco como poco ortodoxo.

Cruzar el valle al ritmo que habíamos escogido representaba más un día de andadura. Al no haber senderos decidimos seguir lo que para nosotros y en aquel momento era un arroyo, aunque para alguien de nuestro país casi sería un río de montaña, bordeando las pequeñas lagunas o, cuando nos era imposible, introduciéndonos en la alta maleza. A veces, si el agua estaba remansada y el fondo plano, nos descalzábamos y andábamos por ella para refrescar nuestros pies, otras veces hacíamos lo mismo por la alta hierba, con el riesgo de pisar algún animal desconocido. La belleza del lugar embriagaba y nos había convertido en descuidados. La soledad que antes nos había llenado de congoja, ahora nos daba seguridad y la disfrutábamos. Nadie nos obligaba a nada, ni la más pequeña convención.
Descansamos sobre un montículo al borde de un pequeño lago. Desde allí podía verse todo su contorno, el bosque de coníferas al otro lado, que subía por la montaña, lejano, minúsculo. Tras nuestro, aproximadamente a tres horas de marcha, habíamos dejado el lugar por donde podría haber existido el camino para entrar en la Cachemira hindú, pero tan abrupto e inseguro que seguramente nos habría costado más horas de las calculadas, primero por alta maleza y después atravesar un bosque y un torrente invisible desde el lugar donde nos encontrábamos. Nos desnudamos y volvimos a bañarnos. El agua estaba más caliente, pero la sensación de frío, debido al sol y el calor del aire, seguía siendo intensa.
Y nos echamos sobre la hierba en un punto en el que no crecían arbustos de tronco leñoso ni plantas espinosas. Y las conversaciones sobre cualquier cosa, desde unos libros hasta la música que nos gustaba, de cine y de sexo, que empezaba a hacerse patente aunque solo conversando. Y buscamos amigos comunes sin encontrarlos, solo Artur, del que nunca hablamos. Y cantamos las canciones que más nos emocionaban y recordamos por lo que nos gustaban, pero sin sentir nostalgia de nuestra tierra, ni de la manera de vivir que habíamos dejado en ella.
Y Anna habló irritada de la cobardía que imperaba en aquel país, de gente aparentemente valerosa, donde la mujer vivía asediada por el hombre, aunque tras la excusa de defender su honorabilidad.

Es cobarde el hombre porque teme el espíritu femenino, es cobarde la mujer porque acata la injusticia y asume una sumisión que termina degradándola. Todos los que habían hablado del tema con nosotros, habían reconocido que antiguamente la mujer tenía tantos derechos como el hombre, y también que la regresión en las libertades significaba progreso. Se estaban adelantando más de treinta años a nuestra sociedad, que ahora limita las libertades y discute derechos indiscutibles y conquistados unos decenios atrás, en aras de un progreso que nadie ve ni prevé.

Plantamos la tienda al límite del lago. A lo lejos se veía la vaguada y la gran montaña que debíamos franquear. Queríamos, una vez más, disfrutar de la cálida y remansada agua del lago. Al despertar no pudimos más que reír. Habíamos acampado sobre una madriguera de topos, que habían salido para hacernos una visita. Parecía una familia. No se movían. Les invitamos a comer con algo de pan seco que nos quedaba y vimos como lo olisqueaban y lo roían. No les gustó, seguro que de haber sido zanahorias habrían dado buena cuenta de ellas.

Hacía mucho sol, recogimos la tienda y seguimos el curso del río. A medida que avanzamos, el trayecto se hizo más difícil y escarpado. Ya no era posible andar sin cuidado, encontramos rocas y grandes pedregales que hubimos de sortear, el río se estrechó y corría más rápido. Una hora más tarde encontramos un claro de alta hierba y decidimos desayunar. Construimos un pequeño embalse, nos desnudamos y nos lavamos. Con las manos conseguí pescar una serpiente y uno de aquellos peces tan horrorosos y sin sabor, y los asamos. Anna hizo el payaso mientras comía la serpiente, su cara era un poema y yo terminé riéndome como un tonto.
Estábamos desnudos, no había mosquitos y los tábanos, no supimos por qué, no molestaban. Aprovechamos el sol para secar nuestros cuerpos y Anna se echó sobre un gran pañuelo. Su espalda, sus nalgas, sus deliciosas curvas. Aquel magnífico y poderoso cuerpo invitaba a la caricia. Sentado a su lado y con las piernas cruzadas empecé a hablarle mientras acariciaba su espalda, primero en el centro, después desde la nuca hasta el cóccix. Se estremeció y ronroneó suavemente, unas veces con sensualidad y otras con risa. Llevó una de sus manos bajo su sexo mientras que apoyaba su cara en el otro brazo. Empezó a masajearlo con suavidad, poco a poco. Me miró y sonrió. Seguí acariciándola, esta vez con las dos manos, una arañando su nuca, la otra la espalda y su culo. De pronto sentí sus espasmos mientras emitía fuertes gemidos. Me eché encima, la abracé y le besé la nuca. La sentí estremecerse y durante unos instantes quedó casi inerte. Se levantó soltando un bufido y se lavó en el río de cintura para abajo. El pañuelo estaba empapado, lo levanté y vi la hierba muy mojada, nunca había visto tanto flujo.

- Te derramas mucho- le dije.

- Estaba muy excitada. Desde que salimos no había podido y suelo hacerlo a menudo.

Y me reí. Éramos muy liberales, quizá los más que conociéramos. No manteníamos ningún pudor con nuestros cuerpos y hablábamos de sexo sin inhibición. A ninguno de los dos le gustaba perder el tiempo con subterfugios y estaba claro que nos gustábamos mucho más de lo necesario. Y, sin embargo, instintivamente nos habíamos decidido por el encanto de un largo cortejo, la lentitud y el requiebro de las palabras, mayor que cualquiera de los que ella y yo habríamos mantenido con otros amantes, y lo estábamos disfrutando con tanta intensidad como calma.

-¿Y tú? -me preguntó.
- La próxima me toca- respondí; aunque mi espíritu volaba tan rápido, como mi mirada por todo su cuerpo y supiera que aún no había llegado el momento.

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