lunes, 14 de enero de 2019

De herencias

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Mi abuela, mi madre y mi abuelo, en Sant Hilari, el 29 de agosto de 1925



De mi padre conservo un álbum de fotos y una vieja cámara fotográfica, de mi madre nada. De mi abuelo materno, abuelastro en realidad, conservo otra cámara, la que me regaló de niño, muy buena por cierto, y un pañuelo con sus iniciales bordadas. De él también aprendí mucho, sobre todo a ser transigente y a mantener la cabeza fría. De mi bisabuelo conservo un reloj de bolsillo de oro, una de aquellas maravillas seguramente de finales del XIX. No recuerdo de quien heredé la rebeldía y la temeridad, no sé cómo era mi abuelo paterno, según dicen un pendenciero con muchas mujeres e hijos, y tampoco mis bisabuelos; de mis abuelas no y a mis bisabuelas nos las conocí. De los antepasados que conseguí conocer tampoco, eso seguro; y de los que no conocí pero he sabido de ellos tampoco.
Lo heredado se ha limitado a eso y poco más, en dinero casi nada y lo poco que obtuve lo regalé en su momento, en sabiduría lo justo y en amor mucho. Casi todo lo aprendido ha sido por mí mismo, con poca aportación de la familia.

De mi vida, todo aquello que de joven escribí en unas maravillosas libretas escritas a lápiz, que recuperé del fondo de una caja, y donde estúpidamente fui anotando toda mi historia, no queda nada, lo quemé hace diez años en un día de extrema lucidez y sin que nadie pudiera impedirlo. Mis memorias, tan pedagógicas como poco edificantes, han quedado incrustadas en mi memoria y de ella ya no van a salir sino es en forma de novela y bajo seudónimo, siempre que la vida me de tiempo y las suficientes ganas de hacerlo.

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