viernes, 25 de diciembre de 2020

El Camino Infinito 11ª parte

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Nos sentábamos en el gran salón, algunos en sillas, otros en cuclillas, alrededor de un plástico que uno de nosotros previamente había extendido en el suelo. Abríamos unas botellas de vino, alguien cortaba embutido, un poco de queso, pan. Gente sana, agradable, de la poca que soportábamos o, mejor aún, de la que Rina y yo soportábamos. A veces venían de una manifestación duramente reprimida, alguno magullado. Tanto mujeres como hombres, de la edad de Alex y más jóvenes, amigos directos o indirectos de él. Allí conocí a Pola, tenía mi edad o quizá uno menos. En las reuniones se hablaba de revolución, de acracia y de libertad, y yo apenas entendía algo. La gente nombraba a Fourier, Cavet, incluso a Monturiol y a Ferrer i Guardia. De los dos primeros no sabía nada; del tercero, que era el inventor del submarino; y del último, que había revolucionado la enseñanza. Eso por mi padre, que de pequeño me habló de él, aunque no como anarquista sino como creador de la escuela moderna. Para él los anarquistas eran revolucionarios asesinos, amantes del desorden, gente desquiciada que se había apoderado del gobierno durante la guerra.

En casa no había libros, no teníamos dinero para eso, y los pocos que salpicaban nuestras estanterías eran prestados o míos de años atrás; de Mila, requisados algunos de ellos; o de Alex, típicamente de librería barata. A veces alguno de sus amigos, la famosa abogada feminista era de los que más, nos regalaba alguno que nada tenía que ver con lo que se hablaba. Aquel día coincidió Jep, que asistía con asombro a la reunión. Los demás estaban tensos, no lo conocían ni sabían qué pintaba allí, hasta que al final entendí y los tranquilicé. -Es amigo y de confianza- dije con seguridad, y se abrieron sin

reparo. Jep, poco después me diría que lo había sorprendido, no podía imaginarme con esos amigos y hablando de aquel modo. Yo no recordaba haberlo hecho, más bien estaba seguro de no haber abierto la boca en ningún momento. Mi amigo, en su excitación y emoción, me había hecho más grande de lo que era. Ciertamente apenas entendía algo, lo contrario que mi amigo hermano, que parecía saber de qué y de quienes se hablaba, que hasta osó entrar en la conversación, aún recuerdo que con bastante éxito. Sin embargo, y pese mi ignorancia, yo crecía y aprendía, y pronto descubrí que aquella gente iba sobrada de palabrería y escasa de solidez ideológica. Sus palabras eran inteligentes y enardecedoras, sinceras casi siempre, pero tras soltar el mejor de los discursos, se iban a tomar un gin-fis en el mejor lugar de moda que encontraban, a poder ser para alternar con gente tan glamorosa como vacua, pero conocida en los círculos más progresistas de la ciudad.

Aquella noche Pola se había sentado a mi lado y de vez en cuando me asaltaba, no sentía ningún reparo en llamar mi atención, con un descaro que a nadie podía pasar desapercibido. Enfrente y al lado de una mujer con carácter marcadamente masculino, estaba Anna, a la que ya conocían de alguna otra vez y que intentaba pasar desapercibida, mirándome con burla. Aquel día, con tanta gente y movimiento, con tanto esfuerzo por no inmiscuirse, Anna pasó desapercibida incluso para Jep, que perdió la ocasión de conocerla.

Al día siguiente Pola se presentó en casa y preguntó por mí. Mis amigos después me dirían que les pareció normal, como si la estuviese esperando. Me estaba duchando cuando oí la puerta. Sería alguno de mis amigos, pensé. No teníamos reparos entre nosotros. Era ella, se acercó a pocos centímetros mirando mi desnudez con detenimiento. No recuerdo si se disculpó, si saludó, pero sí que untó sus manos con jabón y se ofreció a enjabonarme. Yo no salía de mi asombro, por supuesto, excitado como un bobo.

Nos hicimos amigos. Ella vivía con un tipo muy agradable, sin ideología que no fuera la de su supervivencia, algo bohemio y huérfano de padres. Nos acostamos pocas veces, alguna en su casa y sin reparo por parte de su compañero. Como pareja aguantaron poco, pero no a causa de su extrema liberalidad, ya que mucho después, su antiguo amigo se emparejó con éxito y sin perder su idiosincrasia. Mi amiga era incapaz de hacer daño a sus amigos-amantes, nadie podía sentirse engañado con ella. Practicaba la liberalidad solo para satisfacer sus sentidos y no se amagaba de ello, para lo demás era muy convencional. Era una inteligente niña de papá que había abandonado la casa materna antes de tiempo, una exitosa estudiante de filosofía que aprobaba todas las asignaturas, devoradora de libros y de hombres. En cualquier caso, por fin había conocido una mujer absolutamente desinhibida, que utilizaba su manera de pensar para dar salida a su desbordante sexualidad, sin ningún prejuicio ni posterior arrepentimiento.

Hablábamos a menudo de filosofía y de anarquismo. Parecía muy convencida. Me contó su vida y la de sus padres, a quienes despreciaba, principalmente a él, un estafador profesional; sin embargo, aceptaba su dinero y se plegaba a sus dictados cada vez que lo necesitaba. Un día, hablando de las diferencias entre la izquierda y el anarquismo, sin dudarlo un instante me dijo:

-Tú eres anarquista, y mucho más que cualquiera de esos conocidos intelectuales que nos vienen a dar lecciones. Tu podrías explicarles mejor que nadie lo que es anarquismo.

Y me explicó que no por conocer muchos escritores y haber leído mil libros, se era más intelectual; y que no por conocer o desconocer los filósofos de pensamiento anarquista o haber leído sus escritos, se era más o menos ácrata.

Era anarquista, eso lo sabía tiempo atrás, justo cuando mi padre empezó a despotricar de ellos. Mi progenitor era muy inteligente, por lo que sus palabras no debían ser gratuitas y tendrían su motivo, seguramente prevenirme de esta ideología cuando descubrió que despuntaba en mi espíritu. Y es que, tal como el fascismo, el marxismo, el liberalismo, son ideas fácilmente detectables y muy precisas, el anarquismo, por su peculiar idiosincrasia, puede devenir de mil maneras distintas, a cada cual más extraña y dispar, y sin necesidad que su seguidor sepa que lo es ni lo que es. No cabía la menor duda que yo era anarquista, no obstante, nunca había leído a un filósofo o un libro que hablase del tema. Solo sabía de anarquismo lo aprendido en las largas charlas de la plaza Real o de Sant Felip Neri, inconsistentes la mayoría y sin profundizar el tema. En casa fue distinto, en aquellas reuniones se hablaba bien, con detalle y documentadamente. Hasta podía descubrirme más seguidor de uno u otro, cosa que no pasó. Allí había demasiado puritanismo y un machismo latente que no coincidía con lo que se pregonaba, un machismo practicado, incluso con más intensidad, por las mujeres que se autodefinían feministas radicales. Mujeres que, sin darse cuenta, iban de sexo débil; que para mi eran las peores, porque siendo quienes debían abanderar al resto con sus ideas y su pretendida fortaleza, provocaban decepción y desesperación al ver como se plegaban ante acciones ridículas.

 

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domingo, 20 de diciembre de 2020

El Camino Infinito 10ª parte

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Pocos días después de haberme trasladado, fui a visitar a mis padres y a Alba. La echaba en falta, habían pasado nueve meses sin saber nada de ella. Y me sorprendió el cambio, la encontré encogida, ligeramente doblada, como si no tuviera fuerzas para mantenerse erguida y divagando consigo misma. Al verme ni siquiera me abrazó, solo me preguntó si llevaba algo de dinero para comprar droga. Su estado, el de casi todos los que allí se encontraban, era deplorable, casi al borde de la inanición. Me levanté y fui a la misma panadería de siempre, compré pan y chocolate y lo repartí. Me quedé un rato más, hablando de mucho y de nada, explicando dónde había estado y qué había hecho con Álvar y el resto. No di cuenta de mi nueva casa ni de mis nuevos compañeros, por nada del mundo quería mezclar aquella gente con mi nueva familia, porque empezaba a tener claro que se convertiría en tal. Me sentía cómodo, libre y arropado; ya no era una aventura de adolescente, como la vivida con Artur y los demás en la Cerdanya, sino una manera de vivir y ser. El dinero no era de uno sino de todos, igual que los problemas, los buenos momentos, las bromas pesadas y las agradables. Al volver de la panadería, di una vuelta por el barrio, tenía interés por lo que se vendía en las tiendas de artesanía, para turistas o para quien buscara algo distinto. Y vi piezas que podían fabricarse con los sistemas que aprendí en mi antiguo trabajo, hasta pensé en fabricar moldes para producir series iguales. Expuse mi idea, se podía trabajar y ganar dinero, volver a vender en tiendas, incluso fuera de Barcelona. La desecharon, preferían seguir con lo que hacían: trabajar solo cuando era imprescindible, esperar el giro del padre de alguno de ellos, que, preocupado por el futuro de su hijo y su mantenimiento, financiaba la droga de todos. Volví a mi casa irritado y casi con ganas de llorar por la impotencia que sentía. Había pensado en buscar trabajo entre gente que conocía, algún fabricante de productos de perfumería, limpieza, incluso una gran editorial que, como siempre, buscaba quien vendiera enciclopedias. Mila, al verme, se sentó a mi lado y me preguntó lo que pasaba. Me sentía fatal, la degradación de la droga, el gran egoísmo que había provocado en mi amiga, antes tan romántica e idealista, de charla profunda e inteligente. Y le conté lo que habíamos montado antes de mi escapada al Pirineo, las paradas de pósteres en las ferias de los pueblos, de piezas de barro cocido, de brazaletes de metal y lo que había pensado que podía hacerse a partir de ahora.

-Podríamos hacerlo nosotros, deberías hablarlo con los demás, tu te cuidas de vender, cobrar, traer nuevas ideas y esas cosas que sabes hacer, y nosotros fabricamos. Así Rina ya no tendría que ir de aquí para allá buscando trabajo y podría estar siempre con Rico.

Me sorprendió, no lo había pensado. Hacía nada, apenas una semana de mi entrada en la casa, y aquella chica ya proponía un cambio drástico de costumbres y modo de vivir.
Mientras preparábamos la cena, no paró de hablarme del tema. Yo movía el cochecito de Rico para que se durmiera; su madre todavía no había llegado del trabajo y nosotros le habíamos dado el biberón, lo habíamos cambiado e intentábamos hacerlo dormir. Y ella trasteaba con los huevos, con la lechuga. Yo quería meditar el asunto con tranquilidad, no era buen amigo de las prisas, y menos sobre decisiones que afectaban a tanta gente. No hizo falta, la situación se precipitó durante la cena. Mila, sin habérmelo consultado y antes que pudiera evitarlo o explicar mi razonamiento, planteó la historia al detalle, desde mi encuentro con Alba, hasta mi idea para solucionar su problema. Los demás me miraron y me encogí de hombros, no podía hacer otra cosa. Tuve que explicar con pelos y señales lo que se me había ocurrido, el tipo de piezas que creía se podían vender y cómo fabricarlas. Y Alex pensó que podía ser un buen asunto. En la sobremesa, Mila propuso hacerme un masaje.

-Cuando te hayas duchado te lo hago, lo necesitas -me dijo.

Y creí percibir una sonrisa en los demás, aunque no le di importancia. A Mila, pese la diferencia de edad, me había parecido verla acostarse con Bill, hasta el punto que los creía pareja; peculiar, eso sí, porque fuera de la cama no lo parecía y mantenían una escrupulosa independencia.
El cuarto de baño no era grande, pero sí muy cómodo, aunque con poco dinero podría serlo mucho más. La bañera era de las antiguas, de metal y con patas; el problema es que no había cortina ni modo de instalarla, por lo que nos duchábamos sentados y así evitábamos llenar el suelo de agua. Aún no había terminado de aclararme, que entró con un frasco de crema, se desnudó y se introdujo en la bañera, justo a mi espalda. Me quedé petrificado, lo que menos deseaba era tener un problema de índole sexual con ella y otro de celos con Bill. Y solo acerté a balbucear:

-Pero ¿y Bill?

Y extrañada me dijo:

-Bill es un amigo, como Alex, como Rina, como tú, y lo quiero mucho.

Y la entendí, en eso era tan natural y lógica como yo.
Después untó sus manos con crema para darme el masaje más maravilloso recibido hasta entonces.

-¿Te ha gustado? -Preguntó -Te hacía mucha falta.

Me dio un beso en la nuca, que hoy tras tantos años todavía lo recuerdo, salió de la bañera, se lavó las manos y se despidió dejándome tan aturdido como perplejo.
Por la mañana parecía un hombre nuevo. Bajé al comedor aún con la impresión en el cuerpo. Y allí estaban, tranquilos e inmutables, desayunando como siempre. Bill al verme dijo con una sonrisa:

-Parece que Popol ya ha conocido a Mila.

Sin malicia, como si fuera la cosa más natural del mundo, y hasta me pareció percibir un punto de divertida satisfacción. Entonces creí que él pensaba que había tenido sexo con ella, pero con el tiempo descubrí que no era así. Su frase había dado en el blanco en todos los sentidos.
Al fin conseguí un trabajo de vendedor de productos de perfumería, ganaba muy poco, porque aún no tenía clientela, pero no menos que los demás, y el dinero ahorrado en el Pirineo fue terminándose. Muy pronto aprecié lo que era la dificultad, separar el dinero para el alquiler, el agua, el butano, el teléfono, la comida del niño, los pañales, sus frascos de leche; y a alimentar los muchos que se decían amigos, que venían a compartir lo que no había, con las manos en los bolsillos; o a algún camarada de Bill, que estaba de paso y con el que no sentíamos ningún reparo en ayudar.

De aquel tiempo conservo unas costumbres de ahorro, que muchas veces sorprenden e incomodan a Amara. Extiendo el mínimo dentífrico necesario en el cepillo de dientes, no más gel del justo en la esponja de baño, ni un gramo más de champú y un largo etcétera de pequeñas cosas, que por poco que costaran, el día que había que comprarlas se nos hacía muy difícil.
Un día Bill apareció con una chica muy joven en compañía de un niño. Lo llevaba en una canastilla.

-Es Sole -nos dijo -la he conocido en la estación de Francia mientras despedía a un camarada. Es malagueña y está sola, ha escapado de su casa y de su pueblo. Por lo visto sus padres pretendían dar la niña en adopción, la he encontrado desesperada, buscando alojamiento y trabajo, y como nos quedan dos habitaciones vacías.

Por entonces Alex había empezado a dormir con Rina. Desde un principio sabíamos que terminaría así, y por consecuente nos había quedado otra habitación vacía.
Sole era menor, un serio compromiso para nosotros, pues temíamos que su familia hubiese denunciado su desaparición. Aunque ella pensaba que no, porque era la alternativa que le habían impuesto, marchar de su casa. Llegó con lo puesto y poco más. La niña, a la que llamaba Sara, ya ocupaba mucho sitio y no le quedaban brazos, era rubia y muy cariñosa; su madre morena como el carbón, con cara de muñeca y de ojos verde claro, una mezcla tan extraña como explosiva. El padre de la niña, como era habitual, se desentendió y ella no quiso ir a Londres ni visitar la curandera del pueblo. A Rina le faltó tiempo para hacerse cargo de la situación, de la madre y de la niña; y en un momento que tuve, la fui a ver y la encontré llorando, quizá por recordar lo que ella también tuvo que pasar. Su seriedad, formalidad y sobriedad se habían convertido en sensibilidad y ternura.
Sole nos descubrió sus pertenencias, que no eran más que alguna ropa para su hija, un par de pañales, un biberón, un bote medio vacío de leche en polvo, una esponja, jabón para niños y un chupete. Para ella no había nada, ni siquiera unas bragas de recambio. La chica había huido con lo puesto o dando el típico portazo, y había cogido el primer tren hacia donde todos decían que había trabajo y futuro para quien lo buscara.
Fue entonces cuando me sentí con fuerza para montar lo que Mila había pensado. Y es que si con Rina y Rico lo pasábamos mal, con Sole y otro niño habría de ser peor. Al día siguiente traje un par de piezas, me las había prestado uno de mis clientes que las compraba en Italia muy caras.

-¿Podríamos fabricar esto?- le pregunté a Alex.

Y respondió que si, que con el material adecuado y las herramientas para repujarlo, seguro que sí.
Me fui a los Encants Nous y busqué las herramientas que más se parecían a lo que me había pedido. Pedí prestado dinero a Artur y compré planchas y varillas de latón, cobre y alpaca. Al día siguiente Alex había fabricado una docena de cada. Las enseñé y se las quedaron. A la semana siguiente ya había devuelto el dinero y habíamos fabricado más de cien y en serie. Las empezamos a vender por todas las tiendas y el valor del material lo multiplicábamos por veinte. Lo que tenía más valor era la mano de obra y el valor añadido de su originalidad y arte. Alex se sentía pletórico y no paraba de inventar, de vez en cuando le traía un modelo, que él en pocos minutos mejoraba. En dos semanas nuestras piezas se vendían a cientos, tanto en los tenderetes de las ferias, las tiendas de moda y en muchos de mis clientes.
A las pocas semanas, tal como Mila había previsto, Rina dejó de buscarse la vida y se puso a trabajar en casa, adaptamos uno de los dormitorios de la planta baja y lo convertimos en taller, y una pequeña sala de estar que daba a la terraza y que nunca habíamos utilizado la preparamos para los dos niños.Era verano y hacía poco que había cumplido diecinueve años. Al cumplir los dieciocho mi padre me regaló el carné de conducir, para él había sido un esfuerzo y se lo agradecí. Aprobé a la primera y no costó más dinero del necesario. Ahora, con el negocio en marcha, el permiso de conducir y un futuro que se brindaba prometedor, planteé la compra de un coche, un 2CV para vender y poder repartir; pero sobre todo para expandirnos por la Costa Brava, donde nuestras piezas podrían venderse a cientos en un día en las tiendas que frecuentaban los turistas.
El coche lo encontré en el taller de un mecánico, por mediación de Fito, un amigo del grupo que venía a menudo, muy agradable y con el que Mila hizo buenas migas. Era muy culto, casi tanto como ella, y hacía esfuerzos por avisar en caso de presentarse; y cuando lo hacía, no era con una botella de vino bajo el brazo, sino con algún queso, pan y embutido. Era práctico en eso y lo agradecíamos, pero por encima de todo sentía mucha empatía por los niños y Rico por él. A Mila eso le emocionaba y cuando lo veía jugar con ellos, nos lanzaba simpáticas muecas. Lo único que teníamos claro el resto, es que nuestra peculiar y desinhibida compañera tenía un amigo al que volver loco. Y nos reíamos por dentro, cuando veíamos que el pobre nunca sabía qué hacer ni cómo comportarse para satisfacer a su presunta amada.
Las escapadas a la Costa Brava las hacía con Artur. Cargábamos el 2CV con la venta conseguida en el anterior viaje. Las piezas envueltas cuidadosamente, en papel de seda e introducidas en cajas, y en algo que se parecía a un maletín las nuevas muestras envueltas en tiras de tela. El padre de mi amigo tenía casa en muchos pueblos y dormir no nos costaba nada.
Con Artur no solo aprendí a amar la montaña y la nieve, sino también el mar. Siempre que podíamos terminábamos en el Cap de Creus, durmiendo en casas de amigos o en alguna de su padre, y salíamos de fiesta hasta altas horas de la madrugada. Y por la mañana nos bañábamos en las preciosas caletas, donde acostumbrábamos a atarnos grandes piedras en la cintura, para sumergirnos un montón de metros, tantos que hoy no me atrevo a contar; y nadábamos desnudos entre bandadas de lobinas o nos lanzábamos desde rocas que pocos se atrevían.
A mi vuelta, moreno y alegre, sentía aprensión. Mis compañeros parecían el reverso de la moneda, pálidos y sin haber podido descansar. Entonces ya trabajaban todos, desde Alex hasta Sole; incluso Mila se había involucrado, sobre todo para repartir la mercancía entre la clientela de Barcelona y atender una parada que habíamos alquilado en el mercado de Gracia, donde aprovechaba para estudiar con sus compañeros de universidad. Mis compañeros, sin embargo no solo lo entendían sino que les satisfacía. Para ellos viajar de pueblo en pueblo y pasar tanto tiempo fuera de casa era un sacrificio, y qué menos que intentara pasarlo lo mejor posible.
Dos o tres meses de la llegada de Sole, Bill se distanció de Mila. Al principio no fui capaz de relacionar las dos cosas y me preocupó, pensé que quizá habían tenido un encontronazo. Un día estando solos se lo pregunté a ella.

-Es americano, ya sabes- respondió sin inmutarse.

La miré perplejo. ¿Y eso qué tenía que ver con su cambio?

-Está chiflado por ella, como la mayoría de los tipos que se cruzan en su camino. Sino, de qué la habría traído a casa. Se fijó en ella, se acercó lo suficiente. Ella estaba perdida. Ponte, aunque sea por un momento, en su lugar. No tiene nada, ni siquiera dinero para volver. Es menor y con un niño. De no encontrar ayuda, en unas horas habría terminado en una comisaría. Él la miraba. Es atractivo, agradable y emite confianza, seguridad. ¿Qué le costaba preguntar a aquel tipo? Nada. Peor de como estaba era imposible.

Como era de esperar, fui el último en ver lo evidente. Los demás se habían dado cuenta desde el mismo día de la llegada de Sole.
Me miró con conmiseración, como diciendo: ¡Por Dios, qué inocente llegas a ser! Y me dio un beso en la mejilla. Y se fue dejándome con la extraña sensación de ser un idiota.
La gente es sencilla, simple, se mueve por principios básicos y sin demasiadas complicaciones. Bill era hombre y encima americano. Según cuentan, más simple no se puede ser. O sí, aún lo hay más y por entonces ese era yo.
Bill cambió al poco de llegar Sole, quizá lo hiciera en el mismo momento, pero yo no lo noté hasta mucho después. Sus maneras, su hablar.
¡Claro! Ahora entendía el cambio observado. Pese no mantener una relación sexual o de pareja con Mila, se había alejado de ella para evitar que la otra imaginara lo que no había. Bill era consciente que el trato que Mila daba a su “familia” y, por ende, recibía de ella, podía llevar a engaño a cualquier extraño que no entendiera nuestra relación. En aquel momento me pareció vergonzoso.
Cuando llegó Agosto, nuestra economía ya era sólida y pujante; no parecíamos una comuna hippie, aunque nuestra imagen así lo indicara. Nuestras piezas, como habíamos previsto, se vendían a cientos por semana, algunas veces hasta mil, y yo volví a divertirme y sentirme feliz. Mientras, la representación de perfumería también iba mejor, la clientela se había acostumbrado a mi presencia y al fabricante que me proporcionaba el material; el esfuerzo de tantas visitas empezaba a dar sus frutos. Con el dinero y la tranquilidad que este da, volví a disfrutar del tiempo y de los amigos; a llamar a Patty y salir con ella y con Artur. Y de vez en cuando, visitaba a Alba, de la que todavía me sentía profundamente enamorado, y a su grupo. Pero a quien más veía era a Anna, con la que me sentía ligado ideológicamente y por una profunda amistad. Con Anna me sentía a gusto y muchas veces me quedaba a dormir en su casa, a su lado, charlando hasta altas horas de la madrugada.

Diecinueve años. Me sentía maduro cuando no lo era, casi un adulto y apenas había superado la adolescencia. Vivía muy bien, mejor que muchos con trabajo estable y buen salario; y en mi casa, con una familia que la sentía tan mía como yo a ella. Tenía los mejores amigos, con ellos me sentía a gusto, querido como pocas veces.
A veces me veía con Joan, Jep, Toni, pero solo les contaba la mitad que podían entender y creer. En realidad no tenía ningún interés en discutir con mis amigos de infancia, ni necesidad de demostrar nada. Les hablaba de Alba, de mi infortunio con ella y lo poco superado que lo tenía; de Patty, que nunca creyeron que fuera como les contaba; de mis aventuras pirenaicas, que de no ser por las noticias que habían llegado sobre los rescates que participé, nunca las habrían creído. Pero no les conté nada sobre mi peculiar amistad con Anna, su ideología y su fuerte personalidad; ni cómo Artur y yo compartíamos a Patty, tampoco la curiosa relación que mantenía con Mila; y, aún menos, la extraña amistad que Artur y yo mantuvimos con Yolanda. Mis amigos, a los que mi experiencia en el Pirineo, junto a Artur, Jordi y Sebas, ya les sonaba muy fuerte, no habrían podido entender lo demás y lo habrían achacado a pura fantasía o a mis ganas de vivir.
Nos veíamos poco. La cantidad de trabajo que tuvimos aquel verano, junto las pocas veces que visité a mis padres, me impidió frecuentarlos como antes; sin embargo, nos llamábamos y algunas veces nos reuníamos en algún bar, una pizzería o en algún restaurante chino, para hablar de nuestras cosas. Jep, el más lanzado e inquieto, no tenía reparo en visitarme de vez en cuando; y alguna vez había coincidido con gente interesante para él, amiga de Alex muy comprometida políticamente; o charlaba con Bill sobre las noticias que le llegaban de Suecia y del Canadá, donde se concentraba la mayoría de sus amigos insumisos.

Solo diecinueve años. Por mucho camino andado, mucha vida; por mucho que pareciera ser el más adelantado, todo era apariencia y seguía siendo un adolescente, quizá más que el resto. Por entonces, los tipos de mi edad ponderaban la madurez y la masculinidad, por el número de conquistas del sexo opuesto. Nosotros, sabíamos que no era así, que quizá fuera un síntoma o pudiera ser provocado por ello, pero nunca por serlo. Quizá por eso escondía mis vivencias, ante la posibilidad que creyeran lo que no era, cuando en mi interior hubiese preferido no haber vivido algunas de ellas.

Patty era una buena amiga, de las mejores, y nos veíamos a menudo, más por amistad y el cariño que nos profesábamos que por similitud ideológica. Me divertía su charla de aparente niña pija, que, sin embargo, escondía una gran cultura e inteligencia, una manera de vivir libre y sin ataduras. Patty, por su entorno, debía luchar mucho más que cualquiera para ser y vivir tal como quería. Por el contrario, Mila escondía en su forma de vida mucho infantilismo, sano y fecundo, sincero y muy superior al de mi convencional amiga. Mila y yo nos parecíamos en eso, para ella todo era un juego, un divertimento, incluso cuando tuvo que pasar hambre y debió robar para alimentar a los demás, para que no le faltara nada a Rico y a Sara los primeros días, cuando aún no había dado buenos beneficios la nueva empresa. Y lo hacía con su típica alegría, sin que nadie se percatara. Mila no engañaba, su mente era limpia y demostraba lo niña que era. Y Bill era otro niño, mayor que yo, pero no mucho más, y se divertía como cualquiera. Incluso si hubiese sido detenido y repatriado a Norteamérica, encarcelado por negarse a hacer la guerra, habría transformado la experiencia en una diversión. Los tres éramos niños, al contrario que Alex, Rina y Sole, la menor de todos, con Mila el único adolescente según el Estado.
De tanto correr no podía mirar para atrás, y cuando lo hacía me acongojaba por lo que dejaba. Sentía apego por la vida que llevaba y no la hubiese cambiado por nada; pero echaba en falta lo que había abandonado, los estudios, la tranquilidad y el sosiego que ofrecía una familia convencional y burguesa. Joan, Jep, Toni, que llevaban una vida familiar más o menos tranquila, pero inestable ideológicamente, que hablaban con ligereza de chicas, de sus estudios, de sus fiestas, de las regatas y del club, eran, sin necesidad de llegar a tanto, a quienes solía envidiar.

Diecinueve años y un bagaje que asustaba a cualquiera, incluso a mí; y, sin embargo, todavía no había podido superar el amor juvenil, no había crecido lo suficiente. Algunas veces Anna venía a buscarme a mi casa o me acompañaba a visitar algún cliente. Hablábamos de su trabajo y de sus estudios; de política poco, en eso era muy reservada. Poco a poco el vínculo con mi amiga fue haciéndose más intenso, me sentía más unido intelectual y moralmente a ella que con el resto. A menudo se quedaba a dormir en la casa, en mi cama. Mis compañeros ya la trataban como uno más. Anna nunca aparecía con las manos vacías. Igual que Fito, llegaba con embutido, queso, alimentos sencillos que no desentonaban con el resto y con los que nadie podía sentirse despreciado. De esta manera mantenía la justa distancia, pero por otro lado era bienvenida. Me costaba hacer entender a mis amigos que mi relación era de exclusiva amistad.

Una chica de belleza peculiar. Aunque de bonitas facciones, su atractivo no estaba ligado a ellas. Espléndida como hembra, inteligente, independiente, muy culta y madura para su edad; tenía diecisiete años, los mismos que Mila entonces; y también seguramente por estar muy desarrollada como ella, atraía poderosamente a hombres mayores que yo, lo cual y a mi modo de ver se había convertido en una desventaja para mí, que los veía maduros y con más solidez mental e ideológica. En casa cenaba a mi lado y no se reprimía de besar mi nuca con una dulzura y sensualidad que me enervaba. Lo hacía súbitamente, casi como un acto reflejo y sin ánimo seductor, ya que en la cama mantenía una distante frialdad.
Cuando Anna se quedaba, Mila respetaba nuestra intimidad y mantenía una prudente distancia, curiosamente lo mismo que Bill había hecho con ella y que tanta risa le produjo por su simplicidad. A Anna, Mila le agradaba mucho, tal vez por su inteligencia o por sentir cierta empatía con sus ideas y su fortaleza. Conocía el trato que mantenía con Fito y lo consideraba acertado.

-Esta mujer sabe lo que es la libertad, y la practica como nadie y con mucho valor, además es consecuente con sus ideas- me decía convencida, cuando yo sabía que, aparte de ser eso cierto, Mila temía la estabilidad emocional. Patty y Anna pensaban y actuaban como ella, pero con más solidez o convencimiento. Mila era muy consciente de sus miedos y de sus debilidades, no los escondía. Pero, como ellas, era noble y fiel en extremo, no engañaba; y el día que creía haberlo hecho, su lado infantil despertaba, entonces debíamos ir a socorrer su espíritu, convencerle que nadie es perfecto y que todos tenemos nuestras debilidades. Convivir con ella era lo más fácil del mundo, se entregaba a sus amigos y era capaz de no comer y arriesgar su bienestar por ellos.

Mila fue la persona que más me enseñó sobre la solidaridad y el compañerismo. Estando en la Universidad, durante el corto período que apenas teníamos para comer, sus amigos a menudo la invitaban, ya que sabían lo mal que lo pasaba y a veces solo llevaba pan, entonces pedía un par de bocadillos, los envolvía y al llegar a casa los repartía. Un día, al volver de una visita familiar, llegó cargada de viandas y al día siguiente entró en la cocina, las preparó y se sentó a nuestro lado hasta ver como las terminábamos. Cuando le preguntamos por qué no comía, respondió que sus padres le habían llenado la barriga y nos tocaba a nosotros. Entonces no valían quejas ni desaires y era capaz de responder con cualquier tontería. Nuestra compañera era así, y no es que le desagradara comer, que era una mujer de vida y le gustaba cocinar y saborear, y amaba los buenos ágapes.

Solo un par de veces intenté un acercamiento sexual con Anna. Y ella, con delicadeza hizo lo posible para demostrarme que no tenía nada que hacer. Hube de reprimirme. Por muy templado o frío que fuera, era difícil mantener el sexo dormido con ella en la cama. Hoy pienso que de no haber sido por la tórrida relación con Patty y mi poco interés por el sexo, no hubiese podido soportar aquella difícil amistad.
Anna de vez en cuando nos echaba una mano y recogía material para llevarlo a las tiendas. Su hermano vivía en una casa comuna del Bergadá, y con sus compañeros fabricaba bellísimas piezas de cerámica; y gracias a ella entablamos una buena relación e intercambiamos la clientela. 

 

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jueves, 17 de diciembre de 2020

El Camino Infinito, 9ª parte

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Poco después cumplí los dieciocho y definitivamente me fui de la casa de mis padres. A partir de aquel día solo volvería puntualmente en algunas fiestas, y muy de vez en cuando cortas temporadas.

Con Artur, Jordi y Sebas me trasladé al Pirineo. Encontramos trabajo en las pistas de la Molina y una casa medio derruida para vivir. Éramos los únicos habitantes del pueblo, aunque no era muy difícil, ya que tenía dos casas más, a cual peor conservada. Solo podíamos habitar media casa, el resto estaba en ruinas. No tenía luz ni agua, no había lavabo y la cocina se encontraba en la parte derruida. Para nuestras necesidades habíamos de ir unas veces al río y otras al campo. Olvidábamos comprar muchas cosas, la más grave solía ser papel higiénico. Recuerdo, más de una vez, limpiarme con hojas de plantas. De noche era más complicado, puesto que era imposible ver las ortigas y los cardos.

En lo alto del montículo que dominaba el pequeño valle, había una ermita medio quemada y poco techo. La pared frontal y una de las laterales aún mantenían parte de un fresco románico, que conservaba sus vivos colores. Recuerdo un pedazo de pared desconchado con garabatos de excursionistas enamorados. Subía a menudo para ver el fresco e imaginar lo bello y vistoso que habría sido en su tiempo.

Era verano y en principio no podían darnos trabajo. Lo encontramos en unos restaurantes de la zona, como pinches, camareros, etc. Primero los fines de semana, más adelante, cuando el turismo veraniego apretó, durante todo el día. En Octubre, cuando las pistas debían prepararse, nos contrató la empresa explotadora con un buen sueldo. Al principio, para desbrozar y podar los árboles, y pintar y arreglar cualquier desperfecto de los edificios; después limpiamos las pistas de troncos, rocas y árboles caídos. Y cuando empezó la temporada, nos dedicamos a tachar los pases, que entonces se adquirían por subidas. De vez en cuando me quedaba solo en alguna salida de telesquí, entonces, una de cada dos veces simulaba tachar el pase a gente joven como nosotros, con pocos recursos. Los bonos eran abusivamente caros. Recuerdo que una tarde se levantó una fuerte ventisca y por prudencia cerré la pista. Me dediqué a vigilar la gente que bajaba y preguntarle si había visto alguien desorientado. Por el vestuario y su estilo de frenada recordaba a todo el mundo. En la nieve no hay dos que esquíen igual, pero en la frenada aún se nota más. Y me faltó una chica que esquiaba muy bien y a la que dejaba subir a menudo sin tachar el bono. Avisé a mis compañeros, estaba preocupado, la fueron a buscar mientras yo vigilaba por si aparecía. La encontraron muerta, estrellada contra una de las torres. La ventisca, el cansancio, querer aprovechar hasta el límite mi generosidad, nunca lo sabré; lo que sí, es que de haber hecho estrictamente mi trabajo, la chica aún viviría.

Recuerdo que un día, mientras tachaba los pases para subir al telesilla, uno de nuestros compañeros anunció que los norteamericanos corrían por Vietnam como conejos. Había comenzado la famosa ofensiva del Tet. Entonces me sorprendió mi indiferencia y descubrí que hacía mucho que no leía periódicos ni miraba la televisión, y tampoco me importaba lo que ocurría en el mundo.

Aquel invierno conocimos a Patty y Conchi, dos magníficas chicas. Vivían solas y estudiaban en Barcelona. Una aventura de las que no se olvidan. Las encontramos por una calle de Puigcerdà. Nosotros tratábamos de entrar en el Gatzara sin pagar, una típica y divertida discoteca. Deambulaban por las calles con los esquís en el hombro, buscando alojamiento para aquella noche. Nos gustaron solo verlas, eran las típicas niñas guapas, refinadas y de familia burguesa, pero desenvueltas y sin complejos. Patty rubia, Conchi morena. ¿Qué hacían aquellas dos preciosidades por allí, sin saber dónde ir? Nos preguntamos. Las abordamos sin más. Eran extremadamente extrovertidas y de risa fácil, y su habla, del interior de Cataluña, tan simpática como ellas. Les ayudamos a encontrar hotel, los conocíamos todos, luego les propusimos vernos en la discoteca. Y comenzó una de las relaciones más disparatadas, sensuales, divertidas y de amistad que pueda imaginarse.

El siguiente fin de semana volvían a estar allí, esta vez con el cuidado de haber contratado una habitación en el hotel de las mismas pistas, y en compañía de dos amigas. Solo llegar nos buscaron. Aquel mismo sábado, nuestro coche, un desvencijado Renault Dauphine sin amortiguadores, se negó a arrancar. Teníamos dos opciones: entrar en un refugio, que no hubiese sido la primera vez que lo asaltábamos por alguna ventana, o intentar entrar en el hotel y dormir con ellas, aunque fuera en el suelo. Se lo planteamos y estuvieron encantadas. Y nos excitó pensar que podíamos tener una aventura con ellas. La intentona terminó en fracaso, el conserje nos conocía y nos echó riéndose. No nos arredramos, aunque la pared era bastante lisa y apenas había donde apoyar los pies, acostumbrados a la escalada libre, subimos por ella buscando las estrechas cornisas y los balcones. Hoy, cuando pienso lo que hicimos me horrorizo. De noche, con hielo en cualquier recodo y sin el calzado adecuado, subimos por una pared de obra. Un pequeño desliz hubiese terminado en tragedia. Cuando escucharon el repique en su ventana no podían creerlo. Supongo que entonces debieron percatarse del tipo de jóvenes que habían conocido.

La habitación era de literas, el cuarto de baño exterior y en el pasillo había mucha algarabía. Al salir tropecé con mi primo, que nunca hubiese imaginado encontrarlo allí. Nos gustaban las cuatro y gustábamos a las cuatro. Ninguno quiso ser el primero en mover ficha. Yo sabía que Artur, mucho más atractivo y sexual que el resto, siempre se llevaba la guapa y Patty me encantaba. Ellas, con evidente embarazo y risa floja, se habían introducido en sus respectivas camas. Patty abrió su sábana y me dijo: ¿a qué esperas, entras o no? Y entendimos que, mientras nos duchábamos, ellas habían decidido. Aquella noche dormimos abrazados, con alguna caricia y algún beso despistado, nada más. A partir de aquel fin de semana dejaron de buscar hotel para dormir. Fue un año de mucha nieve y lo disfrutaron como nadie, ya que las dejábamos subir al telesquí sin tachar el pase y se ahorraban el hotel. Aún recuerdo ir a buscar baldes de agua al río, cómo la calentaban al fuego y nos lavaban la cabeza. Se había convertido en una costumbre. No nos hacía falta, ya que en la empresa concesionaria disponíamos de ducha y agua caliente. Después hacíamos la cena en el fuego de la chimenea o en un hornillo de gas que habíamos instalado. Luego se acostaban en colchones por el suelo. Poco a poco vimos como sus pechos aumentaban, habían empezado a tomar anticonceptivos. Y un día, maravilloso para mí, se metió en mi cama, guió mi sexo e hizo que la desflorase.

Con Patty por primera vez amé y fui correspondido. Sin embargo, mi nueva amiga no consiguió que olvidase a Alba. Con ella descubrí que podía estar enamorado de dos mujeres a la vez, y que el amor con sexo comporta la necesidad de satisfacer a la pareja. Hasta entonces solo había sido un juego, el procurar orgasmos lentos, pausados, apasionados; el retrasarlos y enloquecer a la mujer hasta el punto preciso, intuirlo y jugar con su cuerpo. Con Patty era distinto, en cambio de divertimento sentía gozo. Mi compañera se abandonaba a mis caricias, quizá porque aún fuera más inexperta que yo en el amor, y no obligaba como Yolanda sino que me acompañaba en mi aprendizaje. Nuestra relación era anárquica, absolutamente desordenada. En cuanto terminó la temporada de esquí, dejaron de venir tan a menudo. Era natural, habían de estudiar y visitar a sus familias.

A Patty le gustaba el juego amoroso, el lío y los amigos, amar y sentirse amada, era coqueta y le encantaba provocar; y no pasó mucho tiempo, ya todos en Barcelona, que sin romper la relación conmigo se liara con Artur. Yo me sentía bien, más tranquilo e independiente, y a los tres nos divertía. Artur y yo terminamos compartiéndola en todos los aspectos, formando un precioso triángulo de amor y de amistad, hasta tal que alguna noche terminábamos acostándonos juntos, con la consiguiente algarabía de risas, besos y juegos; y nos peleábamos en broma, siguiendo un juego, que de tan bello se tornó mágico.

A Patty le asustaba una relación estable y yo hice todo lo posible para no defraudarla. Podíamos pasar un mes sin vernos, pero al poco nos buscábamos. Sentíamos necesidad de estar juntos y amarnos, de hablar de música, de gente, de ideas, pero siempre manteniendo la eventualidad.

En los momentos de descanso en el trabajo visitaba a una pareja de ancianos, que regentaba un pequeño bar al pie del telesilla. Solía quedarme charlando un rato con ellos, tomaba un café con leche, un bocadillo, un vaso de vino para combatir el frío, y nos hicimos amigos. Y un día me contaron una bellísima historia de amor y de libertad. Se habían enamorado perdidamente, eran menores y los padres de ella, para evitar que se siguieran viendo, la encerraron en un internado. Él la fue a buscar y huyeron. Viajaron por toda Europa trabajando en un circo. Y mientras narraban su historia, creía seguir el guion de una película romántica. Sus familias no volvieron a saber nada de ellos. Me lo contaban mientras trabajaban con una maravillosa sonrisa. Si no fuera porque ella estaba en la cocina y él atendiendo, diría que lo hacían cogidos de la mano. Hoy, al recordar, los veo así, hablando cogidos de la mano, haciendo el amor con las palabras y la mirada. Y es que el espíritu traspasa lo físico. Me gustaba mucho visitarlos y escuchar sus anécdotas del circo. A veces la mujer le gritaba desde la cocina, para decirle que me dejara tranquilo, que probablemente estaría cansado de escucharle, No sabía que muchas veces iba solo para eso.

Después de la Semana Santa el tiempo cambió, la temporada había finalizado como los contratos y decidimos abandonar aquella vida de robinsones. Había estado bien para una temporada, pero no para más. Nos despedimos de todos los amigos que habíamos conocido, Jordi y Sebas a medias, puesto que deseaban volver al año siguiente. Mis ancianos amigos, al conocer mi situación, me dieron la dirección de una casa de Horta, junto una carta y un nombre.

Llegamos a Barcelona en tren, el coche había funcionado hasta el último día, sin que supiéramos cómo. Pedirle que nos llevara hasta Barcelona habría significado un suicidio. Una cosa era hacer unos pocos kilómetros por la Cerdanya, con amigos por el camino a los que recurrir en caso de apuro, y otra conducir un coche sin amortiguadores y con las ruedas casi lisas hasta Barcelona por la collada de Tossa.

Artur se fue con sus padres y entró a trabajar en una de sus empresas. A mí siempre me quedaba la posibilidad de volver con los míos, aunque fuera eventualmente, hasta encontrar un piso que compartir con amigos, el problema era cuáles. Con los únicos que creía buenos para convivir, por la similitud de gustos y de cultura, eran Joan, Jep y Toni, pero estaban bien en sus casas y no tenían ningún interés en marchar. Solo llegar estuve tentado en llamar a mis padres, hubiese sido lo más fácil y cómodo, pero sabía que no era una buena solución, que me arrepentiría y sería peor. Igualmente lo haría, pero desde mi nueva casa. Y fui a la dirección apuntada en el papel, con la carta cerrada en la mano. Por probar no perdía nada, pensé.

Encontré la puerta abierta, entré y pregunté por Alex. Me atendió un tipo con pelo largo, lacio y recogido con una goma. Aparentaba treinta lo menos, para mí muchos. Y es que, aunque pareciera tener más y mi piel estuviera curtida por el sol de la nieve y el frío, la diferencia era evidente. Hacía tiempo que me había acostumbrado. En el grupo de Alba éramos los más jóvenes y algunos sobrepasaban la treintena. Abrió la carta después de preguntarme quién me la había entregado, explicando, mientras la abría, que allí uno eran todos. La leyó, me miró y me dio la mano.

-¿Dónde tienes la maleta? Entra, te enseñaremos tu habitación.

No me dio alternativa. La carta debía ser muy explícita y nunca podré agradecer lo suficiente el favor a mis viejos amigos. La casa era grande, de dos pisos y un pequeño desván; y también disponía de un sótano, adecuado por sus antiguos inquilinos como bodega. Para entrar se debía atravesar un corto jardín y subir la típica escalinata que se estrecha al llegar a la puerta, con la

salvedad que en la parte superior había una ancha terraza, flanqueada por una baranda con balaustres de obra y dos ventanas, una a cada lado. El jardín seguía por los laterales de la casa hasta ensancharse en la parte trasera, con un lavadero cubierto pegado a la pared que lo limitaba. El recibidor tenía tres puertas, las laterales daban, una a un gran salón, la otra a una habitación con mucha luz; la frontal a un pasillo que hacía de distribuidor. Una gran cocina, la despensa, un pequeño lavabo, un dormitorio, la habitación y el gran salón conformaban la planta baja. En la superior había un distribuidor en lo alto de la escalera, seis dormitorios y un cuarto de baño.

La casa era habitada por dos hombres y dos mujeres. Alex, el tipo que me recibió; Bill, un norteamericano de paso hacia Suecia, huido de su país al ser alistado para Vietnam; Mila y Rina, una marroquí de Fez, despreciada por su familia al quedar embarazada de un desconocido, huido o vete a saber, porque no lo entendí y los otros tres no lo aclararon, quizá porque no les importase o tampoco lo entendieran.

Alex, de treinta años, tenía los ojos y el cabello del mismo color, marrón muy claro, casi de color miel; alto y un poco cargado de espaldas, de cara estrecha y angulosa y nariz un poco aguileña. Bill, de veinticuatro años, al contrario de lo que se espera de un norteamericano de ascendencia ucraniana, parecía hispano de tan moreno, con el cabello rizado, algo más bajo que yo y muy ancho de espaldas, extrovertido y muy atractivo para las mujeres. Mila, de dieciséis años, era la más joven de todos; alta y fuerte, con el pelo corto a lo chico, muy inteligente, morena, atractiva y sexual, su nariz era tan recta como su espalda. Rina era unos meses más joven que yo y vivía con su hijo Rico, de apenas un año, nunca pregunté si nacido en España o Marruecos -de nombre Rico, nadie sabía por qué, pero se lo puso en la casa, en un bautizo festivo y ateo-; pelirroja y de ojos pequeños y verdes, y nariz delicadamente ancha, de semblante grave aunque la pecas en la cara le daban un semblante divertido y simpático, a duras penas aceptaba bromas de género. No era guapa, sin embargo, al poco hacía que te prendaras de ella.

Me aceptaron enseguida. Cuando pregunté qué procedimiento seguían en cuanto la participación económica, me miraron extrañados. Esto es una comuna, dijo Mila, aquí todo el mundo pone lo que tiene y se hace lo que se puede. Y lo vi claro, saqué mi cartera y les enseñé lo que llevaba, que era más que lo que tenían entre todos, dado lo mucho ahorrado.

Y les conté mi historia, no el por qué de ella, que sin necesidad que me dijeran, supe que no les importaba; lo que había hecho hasta entonces, sin saber lo que buscaba. Bill, con agudeza, lo definió en un segundo; algo que yo, por muchas vueltas que le había dado, nunca había conseguido hacerlo con tal exactitud.

-No haces otra cosa que buscar lo que más te divierte, y está bien mientras no inflijas dolor a los demás; pero, por lo que cuentas, entonces dejaría de divertirte.

Me supo mal, sentí que me trataba de banal e insustancial, tanto a mí como a mi manera de pensar. Pero al momento y sin que mediara intención, dijo:

-Me temo que como yo-

Y aunque no deshiciera mi alarma, me satisfizo.

Alex fabricaba pequeñas piezas de artesanía que repartía por paradas y tiendas de estética hippie, a la espera que alguien las vendiera; Bill lo ayudaba en lo que podía, y todas las mañanas e iba y venía de correos, con la correspondencia que mantenía con infinidad de compañeros repartidos por toda Europa.

Mila era anárquica y tanto trabajaba en un lugar como otro: de repartidora de pan, de buzonera, de dependienta en una tienda. Aguantaba poco y no por falta de productividad, que era trabajadora y responsable, sino porque odiaba la estupidez, la prepotencia, las envidias, el zancadilleo entre compañeros por conseguir mejor horario, zona; o el acoso sexual que, decía, debía soportar de quedarse en un determinado trabajo. Y cuando preguntábamos, respondía que solo era verbal, porque los tíos, a buen seguro se hubiesen arrugado. En sus horas libres estudiaba biología, siempre becada gracias a sus notas y a su falta de recursos. Era sorprendente ver una chica que, sin medios, con poco tiempo y casi sin libros, conseguía la excelencia en los estudios, mientras otros se mataban durante todo el día para no llegar ni a la mitad de su nota.

Rina era la que más problemas encontraba, por el prejuicio racial, por el religioso y por ser madre soltera. –Era tachada de musulmana, cuando no lo era; de mora, cuando no hacía falta mano de obra inmigrante; y de ligera por tener un hijo sin padre- Trabajaba muy eventualmente, de limpiadora de escaleras, de moza para cargar o llevar la compra a los clientes de un supermercado.

Yo no tenía trabajo, terminaba de llegar de él, eso sí, con el bolsillo lleno de billetes, pero sabía que lo encontraría en cualquier sitio.

Con la ayuda de Bill limpié mi habitación, la arreglé y busqué, entre lo que tira la gente, trastos para amueblarla decentemente. Y trasladé mis libros, mi música y mi ropa.

Pocas semanas después de instalarme, Artur me llamó para hacer una bonita excursión. No era una travesía, tampoco nada peligroso ni que requiriera grandes esfuerzos, solo nuestras habilidades de escalada libre. Sebas quería fotografiar un nido de halcón sito en la pared de una escarpada montaña. Le pareció verlo el año anterior, en una de sus escapadas en solitario, con unos prismáticos desde la pared que enfrentaba el estrecho desfiladero. Había de ser una pequeña aventura, una excursión casi de principiantes, eso es lo que pensamos. La realidad fue muy distinta, el camino era muy difícil y sin sendero; lo había escogido Sebas para llegar al pie del risco y de allí hasta el refugio. Cuando vi la pared quise morir, entendí por qué éramos tan necesarios; nadie la había escalado o, por lo menos, allí no había ninguna vía abierta. Estaba claro que por eso los halcones habían anidado. Al fin llegamos y Sebas pudo hacer sus fotos, escondido tras unas rocas y con pinta de guerrillero, inmóvil, cubierto de arbustos y lleno de arañazos. Sarna con gusto no pica, le dijimos. Había querido subir y lo subimos.

Al anochecer llegamos al refugio, exhaustos, deshechos y más que rotos. Había valido la pena, eso solo lo sabe quien llega después de haber atravesado cortafuegos nevados o helados; o cruzado la ladera de una montaña sin sendero, con una mochila de veinte kilos desequilibrando el cuerpo; o andando por una cresta rocosa, con un precipicio a cada lado y más estrecha que la anchura de una bota.

Por la mañana, en un amanecer del veinticuatro de Junio y en la cumbre del Puig Pedrós, me esperaba el paisaje más maravilloso, de incuestionable belleza, superior a todos cuantos había visto hasta el momento. Estaba aterido de frío, había podido encender el fuego mediante las brasas de la noche anterior, con pericia y mucha paciencia. No habíamos subido preparados para tanto frío y nieve. La travesía había sido impresionante, habiendo atravesado anchos cortafuegos cubiertos de nieve y hielo gracias a cuerdas y mucha audacia, turnándonos para repartir el riesgo, como si de una ruleta rusa se tratara. Aquella noche había nevado copiosamente. Al salir del refugio vi, con asombro, el reflejo de la luz de un sol que aún no había salido, sobre las cumbres de nuestro alrededor. Cada una tenía un color distinto. Era un arco iris grandioso, brutal, tanto que, sin pensarlo ni despertar a mis amigos, me puse a andar. Subí a lo alto de nuestra cumbre de 2900 metros, buscando pisar aquel color, después me atreví a andar hasta la siguiente, que ya lo había cambiado. Imposible. El efecto óptico la hacía cercana, como el resto; sin embargo, se hallaba a algunos kilómetros en línea recta y muchos para llegar a ella. Me senté y me emborraché ante tal belleza. Ya no sentía frío, solo bienestar, el esfuerzo lo había ahuyentado. Mis amigos, preocupados al no encontrarme, me debían estar buscando y yo no me atrevía a gritar. La cumbre en la que estaba era una plataforma de plano muy inclinado, igual que las demás; de eso su gran y espectacular colorido, cambiante según había escalado. De haber gritado el inestable piso de nieve podría haberse desprendido al vacío. Mis amigos llegaron siguiendo mis pisadas y me encontraron admirando el paisaje más grandioso que pueda imaginarse. La luz empezaba a iluminar el verde de los bosques y los prados, mientras cambiaba el color de las cumbres, como si fueran gigantescos espejos con todos los colores del espectro. Hasta un año más tarde no vería nada parecido, y muy lejos, cerca del techo del mundo. Después, nunca más.

Para la vuelta seguimos un nuevo camino, debía ser largo y nada complicado; pero al encontrar un cortafuego producido por un desprendimiento de rocas, bajamos por él. Abreviamos mucho, pero las rocas que caían a nuestro alrededor superaban lo previsto por Sebas, aunque no por mí. No entendía a mi amigo, tan prudente y cuidadoso, meticuloso con los trayectos que preparaba; parecía que buscara el límite, que sintiera la necesidad de traspasar lo humanamente posible. Saltábamos como cabras monteses, nuestros pies volaban de piedra en piedra antes que se desprendieran, de manera que si hubiésemos mirado para atrás, veríamos el gran desprendimiento provocado, pero habríamos perdido unas décimas de segundo preciosas y el ritmo de nuestros pies, y terminado aplastados. Llegué abajo con los nervios a punto de estallar y las piernas endurecidas por la tensión, los únicos que mantenían el temple eran Sebas y Artur, del primero no lo entendía, del segundo todo era posible.

Recuerdo el precioso prado, el riachuelo y acampar a su lado, sobre la fresca y blanda hierba. Pocas veces me había sentido tan a gusto y relajado, miré para atrás y, al ver el gran cortafuego, me horroricé. Decidí no volver nunca más a la montaña, al menos de este modo. Demasiadas veces habíamos desafiado a la fortuna y puesto a prueba nuestra pericia, pero esta vez habíamos ido demasiado lejos, lo habíamos conseguido por nuestra agilidad y la suerte, y con eso último nunca debía contarse.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Conquest of Paradise

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En 1992, cuando las Olimpíadas de Barcelona, esas que marcaron un antes y un después, Evangelos Odysseas Papathanassiou, más conocido por Vangelis, compuso Conquest of Paradise, para la película del mismo nombre.
Evangelos es un teclista y compositor de música electrónica, con un estilo muy peculiar de New Age y Rock Progresivo, aunque personalmente no veo el rock por ningún lado.
Conquest of Paradise es, a mi modo de ver, una obra de arte, como casi todas las composiciones de Evangelos. Personalmente lo único que me sobra es el su toque épico, excesivo para mi gusto. No dudo que la travesía del Atlántico lo fuera. Excepto algunos estúpidos negacionistas, que de eso siempre habrá, hacía siglos que la ciencia sabía que la tierra era esférica. Sin embargo, lanzarse a la mar con unos pequeños bajeles sin saber lo que se iban a encontrar, con unas cartas marinas que solo explicaban que lo que buscaban estaba mucho más lejos de hasta donde podían llegar, era de aventureros muy osados.

Por cierto, en el vídeo sale un galeón, no una carabela, seguramente para dar más empaque. En la segunda parte se muestra, con clara intención patriótica, un fondo de cielo con los colores de la bandera de España; sin embargo, en tiempos de Colón lo único que existía en España era el estandarte de los Reyes Católicos, tan utilizado por el Gran Capitán. No fue hasta 1785, que Carlos III encargó la confección de una bandera para la flota.

Podría haber colgado un vídeo más acertado gráficamente. Pero de todos los encontrados, este es el que muestra la música tal como yo la entiendo.

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lunes, 7 de diciembre de 2020

El Camino Infinito, 8ª parte

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Yolanda me fascinaba hasta el punto que temía perderla. Y a veces le entregaba mi cuerpo sin ganas, fingiendo una pasión inexistente o un divertimento muy distinto al que buscaba, temeroso que, de negarme, terminaría cansándose de aguantar a un adolescente en su casa. Sin darme cuenta y sin aparente intención por su parte, me había prostituido. Su charla, tan distinta a la que tenía con Alba y su grupo, superaba cualquiera de las que yo creía poder aspirar y se había convertido en la especie, el cobro por el servicio que le daba.

Con mi nueva amiga aprendí nuevas palabras, ideas hasta entonces desconocidas para mí. Ella escribía artículos en revistas de cultura, casi todas francesas. Lo hacía en este idioma y después los traducía al castellano para preguntarnos qué nos parecían. A mí me gustaba leerlos, primero en francés y después en castellano, y preguntarle detalles. A veces se los discutía con prudencia. Era una experta, pero, por ejemplo, yo había conocido a Dalí y ella no, y sabía que su divina pose era una farsa muy bien orquestada. Lo había visto en su casa, actuando como una persona normal y corriente, sin su típica comedia. Me lo había presentado mi abuelo, un fin de semana que fuimos a pescar a Rosas, e hizo una escapada a Cadaqués para visitar a su viejo amigo. También sabía que estaba enfermo, padecía una enfermedad mental, que por entonces no se conocía demasiado, ahora se le llama bipolaridad. Y se medicaba pocas veces, por lo cual tenía momentos de gran plenitud y otros de hundimiento. Los primeros cuando no tomaba nada, los segundos cuando lo hacía.
Mi abuelo, de derechas, muy religioso y franquista, excombatiente y conocido de generales y de gobernadores. Paradójicamente había sido amigo de García Lorca, con el que había cantado baladas en los bares de su Andalucía, y también de músicos y gente de teatro exiliados. Mi abuelo era un tipo extraño, autodidacta, que nunca había ido a la escuela, pero curiosamente había terminado siendo uno de los más cultos y refinados de entre sus amigos. Y con ellos era muy fiel, hasta el punto de hacer largos viajes para visitarlos o tan solo para rezar frente la tumba de uno de ellos.

Un día Artur y yo habíamos quedado en ir a buscarla a su casa y cenar en un restaurante muy sencillo, cercano a la plaza Artós de Sarriá. No aceptábamos que nos llevara a los de su gusto para no tener que ser invitados; sin embargo, si era barato no nos molestaba que pagara ella, otro día lo haríamos nosotros. Cuando llegué encontré a Artur charlando con un tipo al que ya conocía, tenía mi edad, era del barrio de mi amigo y a veces coincidíamos en un pub cercano. Estaban sentados en el gran sofá de su salón y me sorprendió verle allí, era demasiado basto y de carácter chulesco para ella.

-Es mi puto- espetó casi con desprecio, al salir del baño y presentárnoslo.

No supimos qué decir ni qué pintábamos en aquella reunión. Ella, al ver nuestra incomodidad, dijo:

-Si queréis le digo que se vaya, cobra por eso.

El tipo no sabía donde mirar, pero al escuchar eso último se puso chulo, casi violento.

Me divirtió su reacción, era la típica de un tipo como él. Yolanda lo cortó.

-¿Pero cobras o no? Porque si lo haces gratis hablamos. Igual no me interesa.

Yo me desternillaba por dentro. Aquel tipo nunca me había gustado, pero mi amiga se estaba sobrepasando y la situación empezaba a ser tan lastimera como él. Y creí entender de que iba el asunto. Yolanda quería ponerlo en su sitio y nos utilizaba. El tipo, pensando que a mi amiga le iba lo fuerte, no se cortaba. Estaba equivocado, una cosa era una palmada bien puesta, hasta un pequeño azote, divertido aunque doliera un poco, pero la violencia no cabía en el guion. Era el típico gallito putón, que pega cuando sabe que no hay respuesta. Si lo hacía con nosotros por medio, podía terminar en el hospital y después en comisaría.
Al principio nos molestó. Si tenía ganas de pagar a un tipo para que la follara, no tenía por qué involucrarnos. Artur no salía de su asombro, podía esperar cualquier cosa, pero no aquella.
Al poco sonó el timbre. Era una chica de unos dieciséis años, preciosa, magnífica y muy bien desarrollada; nos la presentó como su sobrina y la saludé con una sonrisa y un beso en la mejilla. La chica, tímidamente nos repasó con la mirada. Yo no entendía nada, un momento antes había pensado en marchar, pero finalmente decidí no perderme nada de lo que allí se iba a cocinar. Lo cierto es que me estaba divirtiendo. Le dio un beso a su tía y se quedó charlando un rato con nosotros, mientras Yolanda terminaba de arreglarse en su cuarto.
Yo disimulaba, pero a Artur, la incomodidad de la situación lo había puesto nervioso y nuestro compañero tampoco ayudaba demasiado. La conversación, tan parca como sencilla, la llevábamos los dos, él con su típica chulería y yo buscando los temas más prosaicos de este mundo, no fuera que se sintiera insultado.
Oímos a Yolanda llamarla desde la habitación, y al dejarnos solos me dediqué a observar al tipo, y me di cuenta que superaba negativamente cualquier impresión que de él pudiera tener. Se le notaba violento pero seguro, después de todo cobraba. Y con voz chulesca, nos contó que se la trajinaba como quería, que andaba loca por él. Y, por lo que dijo y obvió decir, entendimos que le sacaba muy poco, y por el tiempo del que hablaba, que aún se la follaba menos. Lo estaba escuchando con indisimulada sorna, cuando Yolanda salió y le dijo:

-Bueno, lo siento chico. No le gustas- le dio unos billetes y lo despidió.

El tipo no se iba, nos miraba, no entendía nada. Lo miré a los ojos con un gesto de encogimiento de hombros y terminó marchando. Artur se revolvía nervioso, hacía rato que la situación le había superado y no sabía si también marchar, pero la idea de encontrarse con el tipo en el rellano le hizo desistir.
Solo oír cerrase la puerta me puse a reír a carcajadas. Le dije que no entendía como se liaba con un tipo así y menos para su sobrina. Y respondió que las cosas a veces no salen como uno espera ni son lo que parecen. Nos confesó que no era su sobrina sino su hija, pero no quería que él lo supiera.
Yo no sabía que estuviera casada y supuestamente separada. Calculé que debió tenerla con dieciocho, la típica estupidez de una noche tonta. La chica era muy natural y parecía sana. En aquel momento creí que no merecía aquel trato. Yolanda era una obsesiva sexual, hasta tal que había decidido buscar un profesional para que desvirgara a su hija y le enseñara. Yo dudaba que aquel tipo supiera hacer algo parecido de manera correcta o, cuanto menos, para una chica como aquella. Debió leer mis ojos, porque acto seguido me dijo con reparo.

-¿Lo harías tú como un favor personal?

Para Artur fue demasiado. Me reí con ganas, pero no por mi asombro, que era evidente, sino por él y su desconcierto. Y aquella noche, después de cenar y charlar de mil cosas y hacerlas reír como tontas, apartamos la mesa, pusimos música y bailé con ella. Me lo había enseñado su madre. La risa rompe barreras, desinhibe y hace que todo sea más fácil, incluso positiviza el peor momento.
Me gustó. Morena, simpática, siempre con una sonrisa en sus gruesos labios. Los hoyuelos de sus mejillas destacaban su carácter. Mientras bailaba, le hablé con voz queda, sondeando su espíritu. Le pregunté si tenía un amigo y me dijo que sí.

-Y seguro que es tímido y solo piensa en salir con sus amigos- le dije sin mostrar burla.

Y afirmó con una risa tan suave como mi voz.

-Vaya estupidez. Conozco muchos que se matarían por estar ahora en mi piel.

Y se reía con naturalidad y ganas. Y su largo cabello se movía con sensualidad, siguiendo los simpáticos gestos de su cabeza.

Artur, mientras, hablaba con Yolanda en el sofá; atractivo, elegante, pragmático como siempre.
Y le pregunté si le gustaba. Lo miró con rápido gesto. Era una chica que hablaba con gestos, pero intuitivos y sinceros.

-Claro, cómo no me va a gustar- y, mirándome a los ojos, siguió -pero no es lo mismo.

Digna hija de su madre. Aquella chica de dieciséis ya era una experta seductora. En pocas palabras me había dicho cuál era su preferencia. Había lanzado un inequívoco mensaje, Artur es el más atractivo, pero eso no me basta.
Estaba de espaldas a su madre y aproveché para señalar la luz, había demasiada. Quería hacerlo a mi manera y me lo estaba pasando bien. Artur intentaba llevarse a Yolanda. De vez en cuando veía como tiraba de ella. Al fin, supongo que con palabras, consiguió convencerla.
Cuando anunciaron que iban a tomar una copa y que volverían algo tarde, la chica siguió pegada a mí. Y me asombró que no reaccionara y aceptara sin reticencias quedarse a solas conmigo.
Solo cerrarse la puerta sentí como se relajaba, estaba en su casa y eso le daba seguridad. Y me contó que su madre se había empeñado en que debía perder la virginidad, que con una amiga se lo habían roto mutuamente, pero no se atrevía a confesárselo. Y me sorprendió, porque Yolanda eso lo tenía más que superado. Y siguió contándome que habían quedado que esta noche le presentaría un chico de confianza, que cobraba por hacerlo y no le causaría problemas, que si no le gustaba o se sentía mal lo dejarían correr. Y al vernos y saludarla como hice, pensó que era yo. Y, aunque le costara y la historia no le gustara, se había hecho a la idea; pero cuando su madre le explicó que era el otro, se puso enferma y no quiso salir hasta estar segura que lo había despedido.
Conociendo a Yolanda supe que lo que buscaba no era solo la rotura virginal sino conseguir una buena experiencia. No quería una de mala para su hija, quizá como la que tuviera ella a los dieciocho. Nuestra amiga deseaba lo mejor para su hija, pero no podía pedírnoslo sin volver a arriesgar la amistad. Prefirió pagar a un chulo de los que había conocido en una de sus fiestas, un chico de edad parecida a la de su hija, a poder ser profesional y de buen cuerpo, que hiciera lo justo por lo que cobraba.

Le dije que me gustaba mucho, que podía ser una maravillosa experiencia para mi, pero que no tenía porqué pasar así y que no estaba dispuesto a tener una relación con ella solo por complacer a su madre. Se lo dije mientras le acariciaba la espalda hasta la nuca. Por un lado deseaba parar de bailar con la música ya imaginaria, y nos sentáramos en el sofá para seguir hablando, pero por otro soñaba en hacer el amor con ella.
Sentí su estremecimiento y me satisfizo. Al poco, algo preocupada me preguntó cuándo lo haríamos. Me sorprendió, no esperaba tanta premura, creí que necesitaría algo más de tiempo. Le dije que cuando quisiera, y respondió que prefería hacerlo antes que su madre volviera. Otra vez vi que era digna hija de mi amiga, directa y sin complejos.
Me llevó a su dormitorio. Yo esperaba que Yolanda habría preparado el suyo para la ocasión. Antes de entrar le dije que esperara, fui al de su madre y de la mesita cogí un pequeño vibrador, traído de uno de sus viajes a Francia. Nosotros solo lo usamos una vez y muy poco, no nos había hecho falta, pero aprendí para lo que podía servir y pensé que sería bueno asegurar.
El dormitorio era el típico de una adolescente y me hizo gracia. Unos cuantos peluches muy bien ordenados, y sobre una estantería, una preciosa muñeca de artesanía y la colección de Los Cinco, de Enid Blyton, en francés; el típico recuerdo de la adolescencia con fondo didáctico. La sábana estampada con corazones de colores y las paredes forradas de corcho hasta la mitad de su altura, como si aún tuviera entre diez y catorce años. Se notaba que no era su casa habitual. Por un lado sentí coraje, por otro mucha morbosidad.
La encontré en la cama, con la sábana hasta el cuello. Me desnudé lo más naturalmente posible, dejando los calzoncillos para que no se sintiera forzada, y me pareció apreciar una ligera sonrisa, aunque siempre, hasta en los momentos más graves, parecía llevarla gracias a sus hoyuelos.
Abrí las sábanas, estaba desnuda, me eché a su lado y al momento me abrazó y besó. Parecía que fuera yo el seducido y me gustó. Estuve acariciándola, besando y mordiendo su cuerpo hasta ver como se revolvía inquieta, solo entonces empecé a acariciar su sexo y, poco a poco, sentí la agitación de su respiración.
Los oímos entrar con sigilo, ella se puso tensa y la abracé y acaricié con suavidad. Oímos como abrían con cuidado la puerta del gran dormitorio y susurraban al entrar. Al poco, la chica se instaló sobre mí y me besó con fuerza, alargué la mano y, a tientas, busqué el preservativo.

-¿Me lo pones?- Le pregunté.

Me miró fíjamente durante unos segundos que se me hicieron muy largos. A través de la luz que entraba por la ventana, vi su cabello caer por encima de sus hombros, de su cara. Daba la impresión que me tenía bajo su control.
Se apoyó con las manos sobre mi pecho y con un gesto apartó el cabello de su cara, y entonces vi su sonrisa

-Hace dos meses que tomo la píldora- respondió.

Su madre había preparado todo al milímetro, concienzudamente.
Entonces le pedí que me sacara los calzoncillos y se rió. Con la excitación y los primeros nervios había olvidado este detalle.
Ya de madrugada, de lado y mirándome fijamente, quedamente me dijo que nunca habría imaginado que terminaría pagando por hacerlo, y que tampoco se imaginaba que un profesional lo hiciera de aquella manera; esperaba algo más frío, insustancial, práctico y rápido. Hacía tiempo que con disimulo hablaba de eso con amigas, con las pocas que sabía que no responderían con preguntas; y excepto una, que le señaló un chico que no se parecía en nada a mi, el resto no supo responderle.
Me quedé perplejo, sin palabras. No esperaba este trato, aún menos después de lo hablado y vivido en el salón. Fueron solo unos instantes. Al poco reaccioné.

-Si no estás conforme puedes decirle a tu madre que no me pague. Por lo que a mi respecta no hay ningún inconveniente. Contigo nunca se me habría ocurrido cobrar y sé de muchos que pagarían por estar en mi lugar.

Y se rió con ganas diciéndome que su madre era rica y había escogido ella, por lo cual debía cobrar.
Preferí dejar las cosas como estaban, así ella podría seguir como si nada y yo desprenderme de las ataduras emocionales, porque estaba claro que el único que podía terminar sintiéndolas era yo.
Por la mañana encontré a Yolanda en la ducha. Parecía la mujer más feliz del mundo. Me miró, no se atrevía a preguntar; aunque yo imaginaba que habría estado despierta toda la noche, analizando cualquier ruido.
Zanjé el asunto preguntándole con un guiño:

-¿Cuánto le ibas a dar al idiota, por hacerlo vete a saber cómo?

Se rió tranquila, yo, sin embargo, estaba profundamente hastiado, y esta vez no solo de ella sino también de su hija, pero sobre todo de mi mismo. La chica me había gustado y yo era muy enamoradizo. Y me propuse olvidar a Yolanda y nunca más caer en algo semejante. Artur estaba aún más irritado, para él el sexo era casi nada, una entelequia; para mí lo mismo, pero en clave aristotélica. Artur ligaba por deporte y porque le divertía, yo porque me gustaba la persona, la trataba como tal y fácilmente podía enamorarme.
Con la hija de Yolanda, que seguramente tenía dieciséis recién cumplidos y de la que no recuerdo el nombre, en una noche había aprendido más que con todas las chicas que me había acostado, con o sin sexo. Esta chica me había enseñado a hacer el amor, que es muy distinto que solo el sexo. Días más tarde, con el recuerdo de su voz, de su mirada, pensé que hablarme de aquel modo podría haber sido una añagaza para saber si era uno de ellos. En cualquier caso el mal ya estaba hecho, le había dejado entrever que sí, y con el tiempo conseguí olvidarla.

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sábado, 5 de diciembre de 2020

Frances Farmer

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En 1992 Kurt Cobain compuso esta canción dedicada a una mujer muy especial, Frances Farmer.
Nirvana no me gusta demasiado, a mi modo de ver son muchas las bandas que lo superan, aunque quizá no en pasión. Sin embargo, solo por el hecho de haber compuesto esta tremenda canción cargada de sentimiento (la hija de Kurt lleva el nombre de Frances por ella) ya merece mi respeto.
Frances, anarquista, tan bella como rebelde, inteligentísima, violada, torturada en su celda y tratada con electrochoque. Una mujer que nunca se doblegó.
 
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viernes, 4 de diciembre de 2020

Pianoman

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 Para entender Pianoman, hay que conocer la historia de Billy Joel y esta canción. Dicho esto, estamos hablando de una de las mejores canciones de la historia, aunque pocos lo reconozcan. Una de aquellas canciones salidas del corazón, compuestas con tanto cuidado como arte.
Billy la lanzó en 1973 tras innumerables peripecias legales. La discográfica esperaba ganar mucho dinero con ella, y lo consiguió, pero a partir de 1977.
En este vídeo, precioso a mi modo de ver, ustedes están viendo a Billy cantar y tocar el piano y la armónica, pero en realidad la instrumentalización de fondo es asombrosa. En Pianoman participan piano, armónica (quizá dos) guitarra, mandolina, bajo, acordeón y batería.
Dejo que ustedes analicen la música, la desgranen hasta encontrar cada uno de sus sonidos en esta pequeña obra de arte.

Son las nueve de un sábado, 
la multitud de siempre entra arrastrando los pies, 
hay un hombre mayor sentado a mi lado, 
haciéndole el amor a su gintonic.
Él dice, hijo, ¿puedes tocarme un recuerdo? 
No estoy realmente seguro de cómo sonaba, 
pero es triste y es dulce, y me la sabía completa
cuando vestía la ropa de un hombre más joven.
Cántanos una canción, tú eres el tipo del piano, 
cántanos una canción esta noche.
Todos estamos de humor para una melodía, 
y tú nos haces sentir bien.
 
Ahora John, el de la barra, es amigo mío, 
me consigue bebidas gratis, 
y es rápido para contar un chiste, o para encender tu pitillo. 
Pero hay un lugar donde él preferiría estar.
Me dice, Bill, creo que esto me está matando, 
mientras la sonrisa desaparece de su cara. 
Estoy seguro de que podría ser una estrella de cine, 
si pudiera salir de este lugar.
Cántanos una canción, eres el tipo del piano, 
cántanos una canción esta noche.
Todos estamos de humor para una melodía, 
y tú nos haces sentir bien.
 
Ahora Paul es un novelista, agente inmobiliario 
que nunca tuvo tiempo para una esposa, 
y está hablando con Davy, que aún está en la marina, 
y probablemente lo estará de por vida.
Y la camarera está practicando diplomacia, 
cuando el hombre de negocios se emborracha poco a poco. 
Sí, comparten una trago al que llaman soledad, 
pero es mejor que beber solo.
Cántanos una canción, eres el tipo del piano, 
cántanos una canción esta noche. 
Todos estamos de humor para una melodía,
y tú nos haces sentir bien.
 
Es una buena cantidad de gente para ser sábado, 
y el gerente me lanza una sonrisa, 
porque sabe que es a mí, a quien han venido a ver, 
para olvidarse de la vida por un rato.
Y el piano suena como un carnaval, 
y el micrófono huele como una cerveza, 
y se sientan en la barra y ponen dinero en mi frasco, 
y dicen: "chico, ¿qué estás haciendo aquí?"
Cántanos una canción, eres el tipo del piano, 
cántanos una canción esta noche. 
Todos estamos de humor para una melodía, 
y tú nos haces sentir bien.
 
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jueves, 3 de diciembre de 2020

El Camino Infinito, 7ª parte

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Foto de firadesantallucia.cat.

 

Alba me había introducido en un mundo de ensueño, amor y paz. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Volvíamos a hablar de filosofía, de la vida y de la muerte, de libertad. Pero también de arte y de amor, nunca del hambre, que estaba presente en la delgadez, los ojos y la debilidad de sus compañeros. Éramos los más jóvenes y los que nos sentíamos más unidos y con más coraje para avanzar por aquel camino. Fue entonces cuando ideé una empresa autogestionada, que nos sirviera para mantener el grupo y ahuyentar la penuria.

Sentados en las escalinatas de la Plaza del Rei o en los poyetes de la de Sant Felip Neri, mirando la gente pasar, hablando, relacionándonos con multitud de personajes. En Sant Felip todavía pueden verse los boquetes en la piedra, producidos por la metralla de una bomba franquista, que mató a cuarenta y dos niños de la escuela. La gente dice que son producto de los fusilamientos de curas y hoy, mientras escribo esta historia, me sorprendo por cómo la historia se puede manipular.

¿Cómo es posible que la gente sienta tan poco apego a la verdad, para que la historia se confunda a gusto de quien sea?

Mis nuevos amigos producían artesanía, basta y pobre, pero original; y pintaban, cosían, fotografiaban. Y con sus creaciones montábamos pequeños tenderetes en los mercados. Y las fotos y los dibujos se convirtieron en bellos pósteres, el barro quebradizo se llevó a un horno y a los brazaletes de latón y cobre les reseguimos los cantos y se pulieron con cepillos mecánicos.

Recuerdo subir las angostas y vetustas escaleras del edificio. La puerta siempre abierta, ni siquiera tenía cerrojo. El lavabo era la cocina, y la ducha un plato adosado a ella y separado por una cortina, con una manguera colgando de un alambre. Y pan, solo pan excepto el día que había dinero, solo entonces se compraba comida. Y droga, mucha droga, que nunca quise saber de donde procedía. Y tuve que aprender a esquivar a la policía sin haber trasegado ni tomado un ápice de ella. La policía sabía que existía y que algunos de los nuestros traficaban. Más de una vez habían detenido a alguno, pero nunca se la encontraban, ni siquiera la de su propio consumo. Los veía disfrazados con el mismo pantalón tejano, gastado con urgencia, y la misma camisa. Iban de dos en dos, medían lo mismo y parecían uniformados, y de tan patéticos daban risa. Más adelante utilizaron policía secreta o lo que para nosotros lo era. Y esos eran más peligrosos por entrenados. Amas de casa con la cesta de la compra; hombres con maletín de trabajo y cara de urgencia, sin pararse a mirarnos siquiera; jóvenes estudiantes sentados en el bar que frecuentábamos, simulando estudiar, tomar notas. Y descubrí por qué nunca conseguían detener a nadie. Uno de los nuestros era hijo de un inspector, curiosamente uno de los que traficaban, y sabía de antemano cuando vendrían a registrarnos. Increíble por lo infantil y sencillo que resultaba, tanto que sospeché que el negocio era compartido y la droga salía de los decomisos. En el piso, uno de ellos, ya que el grupo vivía en dos, parecía que el sexo corriera como droga. Para ellos era el amor libre, muy alejado en realidad del significado que yo le daba, aunque el resultado físico fuera el mismo. En mi caso, no hacerlo con la que más deseaba. Pero tampoco era así, la droga lo mataba y de noche convertía a los hombres y las mujeres en sombras de lo que habían sido.

Mi amiga no se sentía ligada sentimentalmente a ninguno de ellos. Solo con uno compartía a menudo su cama, lo que me hizo imaginar que se atraían; aunque después, en una tarde que pasamos juntos hablando de mil cosas, confesó que no sentía nada, ni placer ni amor, y que nunca habían conseguido hacer sexo.

Era invierno y por Navidad montamos nuestra primera parada de belenes. Para mí era fantástico, el ambiente, la aglomeración de gente, el olor. La pared de la Catedral a nuestra espalda, con toda su historia. Me gustaba salir de la parada y pasear, a poder ser de noche, dar vueltas, entrar en el patio de las ocas. De día estudiaba las paredes en busca de antiguas y pequeñas inscripciones. El encanto del momento, las figuras de belén, los comerciantes, casi todos artesanos, agradables y simpáticos, que nos contaban aventuras de cuando tenían nuestra edad. Y las tabernas y bares, en los que se contaban viejas historias. Y también lo más sórdido, niños de diez u once años corriendo por las calles vestidos con harapos. Venían a mendigar hachís, marihuana, heroína, daba lo mismo. Y alguno de nuestros amigos se la entregaba. Se escondían tras una columna, la pared de una parada, y al cabo de nada volvían con la misma cantinela.

Aquel año hubo grandes disturbios, manifestaciones de repulsa al régimen y otras de apoyo. Y las mirábamos como si de marcianos se tratase. Nos reíamos de ellas, de los que corrían calle arriba y de los que lo hacían calle abajo, hasta que en un momento las dos coincidieron frente nuestro. Una, no recuerdo cuál, bajaba por el Portal del Ángel, y la otra subía por la Vía Layetana. Al principio pensamos que iban a matarse. Nos daba lo mismo. Nuestros vecinos, previendo lo que acontecería, habían cerrado algo más pronto. Nosotros nos quedamos sentados en la gran escalinata y empezamos a aplaudir y reírnos de la gente que, a buen seguro, parecía que iba a enfrentarse. Por entonces, la policía no andaba preparada y menos con dos manifestaciones. La gente se había entremezclado y se notaba que había perdido el hilo. Y no supimos si por nuestra influencia, por el ridículo de ver unos hippies sentados en la escalinata de la Catedral, animando y riéndose a carcajadas, o por no haber policía, se disolvió como si nada. Poco después tomé el autobús que me llevaría a casa, y allí estaban los dos bandos. Ni se miraban.

Ahora la gente vota, unos a la derecha reaccionaria y los otros al resto. De tener la misma edad y vivir como entonces, probablemente me reiría frente los colegios electorales, con amigos parecidos.

La vida en comuna siguió su curso, los tenderetes, mal que bien, servían para comprar algunos alimentos y bebidas, aunque nunca los suficientes. Pasamos por momentos difíciles, en especial yo, que me tomaba las cosas lo más seriamente posible. Mi vida, entre los amigos de Alba, la amistad de Anna y de Artur, la relación con Yolanda y la casa de mis padres, tan dispar todo ello, se hacía imposible. Los enfrentamientos con mi familia eran cada vez más constantes y fuertes, pero también con Alba y su degradación; no obstante, gracias a ella y a sus amigos conocí gente interesante, que terminó aportando riqueza y valor.

A veces organizábamos fiestas, que más parecían aquelarres que otra cosa. Incluso habíamos encendido hogueras en el centro de una sala para conseguir un nirvana que nunca llegaba, por lo menos a mí, con el consiguiente riesgo para los vecinos en una casa tan vieja y con vigas de madera. En una de las fiestas, la última y definitiva para mí, una alemana invitada pretendió acostarse conmigo. Estaba claro que el hachís y el encuentro del nirvana no eran su objetivo. Me negué, no me gustaba ni me apetecía en aquel momento, y menos con mi angelical amiga al lado. Sufrió un ataque de nervios y rompió una silla en mi espalda, desvencijada como la casa por suerte para mí. El resto de los amigos me acusó de represor, según ellos mi obligación era ceder al deseo de la chica. Nadie dio importancia al mío, aunque todos lo conocieran. Me levanté y ya no volví a participar de ninguna fiesta parecida. Era mil veces más sano el cinismo de Yolanda y su, según ellos, podredumbre burguesa. Al menos no engañaba.

 

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