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Poco después cumplí los dieciocho y definitivamente me fui de la
casa de mis padres. A partir de aquel día solo volvería
puntualmente en algunas fiestas, y muy de vez en cuando cortas
temporadas.
Con
Artur, Jordi y Sebas me trasladé al Pirineo. Encontramos trabajo en
las pistas de la Molina y una casa medio derruida para vivir. Éramos
los únicos habitantes del pueblo, aunque no era muy difícil, ya que
tenía dos casas más, a cual peor conservada. Solo podíamos habitar
media casa, el resto estaba en ruinas. No tenía luz ni agua, no
había lavabo y la cocina se encontraba en la parte derruida. Para
nuestras necesidades habíamos de ir unas veces al río y otras al
campo. Olvidábamos comprar muchas cosas, la más grave solía ser
papel higiénico. Recuerdo, más de una vez, limpiarme con hojas de
plantas. De noche era más complicado, puesto que era imposible ver
las ortigas y los cardos.
En lo
alto del montículo que dominaba el pequeño valle, había una ermita
medio quemada y poco techo. La pared frontal y una de las laterales
aún mantenían parte de un fresco románico, que conservaba sus
vivos colores. Recuerdo un pedazo de pared desconchado con garabatos
de excursionistas enamorados. Subía a menudo para ver el fresco e
imaginar lo bello y vistoso que habría sido en su tiempo.
Era
verano y en principio no podían darnos trabajo. Lo encontramos en
unos restaurantes de la zona, como pinches, camareros, etc. Primero
los fines de semana, más adelante, cuando el turismo veraniego
apretó, durante todo el día. En Octubre, cuando las pistas debían
prepararse, nos contrató la empresa explotadora con un buen sueldo.
Al principio, para desbrozar y podar los árboles, y pintar y
arreglar cualquier desperfecto de los edificios; después limpiamos
las pistas de troncos, rocas y árboles caídos. Y cuando empezó la
temporada, nos dedicamos a tachar los pases, que entonces se
adquirían por subidas. De vez en cuando me quedaba solo en alguna
salida de telesquí, entonces, una de cada dos veces simulaba tachar
el pase a gente joven como nosotros, con pocos recursos. Los bonos
eran abusivamente caros. Recuerdo que una tarde se levantó una
fuerte ventisca y por prudencia cerré la pista. Me dediqué a
vigilar la gente que bajaba y preguntarle si había visto alguien
desorientado. Por el vestuario y su estilo de frenada recordaba a
todo el mundo. En la nieve no hay dos que esquíen igual, pero en la
frenada aún se nota más. Y me faltó una chica que esquiaba muy
bien y a la que dejaba subir a menudo sin tachar el bono. Avisé a
mis compañeros, estaba preocupado, la fueron a buscar mientras yo
vigilaba por si aparecía. La encontraron muerta, estrellada contra
una de las torres. La ventisca, el cansancio, querer aprovechar hasta
el límite mi generosidad, nunca lo sabré; lo que sí, es que de
haber hecho estrictamente mi trabajo, la chica aún viviría.
Recuerdo
que un día, mientras tachaba los pases para subir al telesilla, uno
de nuestros compañeros anunció que los norteamericanos corrían por
Vietnam como conejos. Había comenzado la famosa ofensiva del Tet.
Entonces me sorprendió mi indiferencia y descubrí que hacía mucho
que no leía periódicos ni miraba la televisión, y tampoco me
importaba lo que ocurría en el mundo.
Aquel
invierno conocimos a Patty y Conchi, dos magníficas chicas. Vivían
solas y estudiaban en Barcelona. Una aventura de las que no se
olvidan. Las encontramos por una calle de Puigcerdà. Nosotros
tratábamos de entrar en el Gatzara sin pagar, una típica y
divertida discoteca. Deambulaban por las calles con los esquís en el
hombro, buscando alojamiento para aquella noche. Nos gustaron solo
verlas, eran las típicas niñas guapas, refinadas y de familia
burguesa, pero desenvueltas y sin complejos. Patty rubia, Conchi
morena. ¿Qué hacían aquellas dos preciosidades por allí, sin
saber dónde ir? Nos preguntamos. Las abordamos sin más. Eran
extremadamente extrovertidas y de risa fácil, y su habla, del
interior de Cataluña, tan simpática como ellas. Les ayudamos a
encontrar hotel, los conocíamos todos, luego les propusimos vernos
en la discoteca. Y comenzó una de las relaciones más disparatadas,
sensuales, divertidas y de amistad que pueda imaginarse.
El
siguiente fin de semana volvían a estar allí, esta vez con el
cuidado de haber contratado una habitación en el hotel de las mismas
pistas, y en compañía de dos amigas. Solo llegar nos buscaron.
Aquel mismo sábado, nuestro coche, un desvencijado Renault Dauphine
sin amortiguadores, se negó a arrancar. Teníamos dos opciones:
entrar en un refugio, que no hubiese sido la primera vez que lo
asaltábamos por alguna ventana, o intentar entrar en el hotel y
dormir con ellas, aunque fuera en el suelo. Se lo planteamos y
estuvieron encantadas. Y nos excitó pensar que podíamos tener una
aventura con ellas. La intentona terminó en fracaso, el conserje nos
conocía y nos echó riéndose. No nos arredramos, aunque la pared
era bastante lisa y apenas había donde apoyar los pies,
acostumbrados a la escalada libre, subimos por ella buscando las
estrechas cornisas y los balcones. Hoy, cuando pienso lo que hicimos
me horrorizo. De noche, con hielo en cualquier recodo y sin el
calzado adecuado, subimos por una pared de obra. Un pequeño desliz
hubiese terminado en tragedia. Cuando escucharon el repique en su
ventana no podían creerlo. Supongo que entonces debieron percatarse
del tipo de jóvenes que habían conocido.
La
habitación era de literas, el cuarto de baño exterior y en el
pasillo había mucha algarabía. Al salir tropecé con mi primo, que
nunca hubiese imaginado encontrarlo allí. Nos gustaban las cuatro y
gustábamos a las cuatro. Ninguno quiso ser el primero en mover
ficha. Yo sabía que Artur, mucho más atractivo y sexual que el
resto, siempre se llevaba la guapa y Patty me encantaba. Ellas, con
evidente embarazo y risa floja, se habían introducido en sus
respectivas camas. Patty abrió su sábana y me dijo: ¿a qué
esperas, entras o no? Y entendimos que, mientras nos duchábamos,
ellas habían decidido. Aquella noche dormimos abrazados, con alguna
caricia y algún beso despistado, nada más. A partir de aquel fin de
semana dejaron de buscar hotel para dormir. Fue un año de mucha
nieve y lo disfrutaron como nadie, ya que las dejábamos subir al
telesquí sin tachar el pase y se ahorraban el hotel. Aún recuerdo
ir a buscar baldes de agua al río, cómo la calentaban al fuego y
nos lavaban la cabeza. Se había convertido en una costumbre. No nos
hacía falta, ya que en la empresa concesionaria disponíamos de
ducha y agua caliente. Después hacíamos la cena en el fuego de la
chimenea o en un hornillo de gas que habíamos instalado. Luego se
acostaban en colchones por el suelo. Poco a poco vimos como sus
pechos aumentaban, habían empezado a tomar anticonceptivos. Y un
día, maravilloso para mí, se metió en mi cama, guió mi sexo e
hizo que la desflorase.
Con
Patty por primera vez amé y fui correspondido. Sin embargo, mi nueva
amiga no consiguió que olvidase a Alba. Con ella descubrí que podía
estar enamorado de dos mujeres a la vez, y que el amor con sexo
comporta la necesidad de satisfacer a la pareja. Hasta entonces solo
había sido un juego, el procurar orgasmos lentos, pausados,
apasionados; el retrasarlos y enloquecer a la mujer hasta el punto
preciso, intuirlo y jugar con su cuerpo. Con Patty era distinto, en
cambio de divertimento sentía gozo. Mi compañera se abandonaba a
mis caricias, quizá porque aún fuera más inexperta que yo en el
amor, y no obligaba como Yolanda sino que me acompañaba en mi
aprendizaje. Nuestra relación era anárquica, absolutamente
desordenada. En cuanto terminó la temporada de esquí, dejaron de
venir tan a menudo. Era natural, habían de estudiar y visitar a sus
familias.
A Patty le gustaba el juego amoroso,
el lío y los amigos, amar y sentirse amada, era coqueta y le
encantaba provocar; y no pasó mucho tiempo, ya todos en Barcelona, que sin romper la
relación conmigo se liara con Artur. Yo me sentía bien, más
tranquilo e independiente, y a los tres nos divertía. Artur y yo terminamos compartiéndola en todos los aspectos, formando un precioso
triángulo de amor y de amistad, hasta tal que alguna noche terminábamos acostándonos
juntos, con la consiguiente algarabía de risas, besos y juegos; y
nos peleábamos en broma, siguiendo un juego, que de tan bello se
tornó mágico.
A Patty
le asustaba una relación estable y yo hice todo lo posible para no
defraudarla. Podíamos pasar un mes sin vernos, pero al poco nos
buscábamos. Sentíamos necesidad de estar juntos y amarnos, de
hablar de música, de gente, de ideas, pero siempre manteniendo la
eventualidad.
En los
momentos de descanso en el trabajo visitaba a una pareja de ancianos,
que regentaba un pequeño bar al pie del telesilla. Solía quedarme
charlando un rato con ellos, tomaba un café con leche, un bocadillo,
un vaso de vino para combatir el frío, y nos hicimos amigos. Y un
día me contaron una bellísima historia de amor y de libertad. Se
habían enamorado perdidamente, eran menores y los padres de ella,
para evitar que se siguieran viendo, la encerraron en un internado.
Él la fue a buscar y huyeron. Viajaron por toda Europa trabajando en
un circo. Y mientras narraban su historia, creía seguir el guion de
una película romántica. Sus familias no volvieron a saber nada de
ellos. Me lo contaban mientras trabajaban con una maravillosa
sonrisa. Si no fuera porque ella estaba en la cocina y él
atendiendo, diría que lo hacían cogidos de la mano. Hoy, al
recordar, los veo así, hablando cogidos de la mano, haciendo el amor
con las palabras y la mirada. Y es que el espíritu traspasa lo
físico. Me gustaba mucho visitarlos y escuchar sus anécdotas del
circo. A veces la mujer le gritaba desde la cocina, para decirle que
me dejara tranquilo, que probablemente estaría cansado de
escucharle, No sabía que muchas veces iba solo para eso.
Después
de la Semana Santa el tiempo cambió, la temporada había finalizado
como los contratos y decidimos abandonar aquella vida de robinsones.
Había estado bien para una temporada, pero no para más. Nos
despedimos de todos los amigos que habíamos conocido, Jordi y Sebas
a medias, puesto que deseaban volver al año siguiente. Mis ancianos
amigos, al conocer mi situación, me dieron la dirección de una casa
de Horta, junto una carta y un nombre.
Llegamos
a Barcelona en tren, el coche había funcionado hasta el último día,
sin que supiéramos cómo. Pedirle que nos llevara hasta Barcelona
habría significado un suicidio. Una cosa era hacer unos pocos
kilómetros por la Cerdanya, con amigos por el camino a los que
recurrir en caso de apuro, y otra conducir un coche sin
amortiguadores y con las ruedas casi lisas hasta Barcelona por la
collada de Tossa.
Artur
se fue con sus padres y entró a trabajar en una de sus empresas. A
mí siempre me quedaba la posibilidad de volver con los míos, aunque
fuera eventualmente, hasta encontrar un piso que compartir con
amigos, el problema era cuáles. Con los únicos que creía buenos
para convivir, por la similitud de gustos y de cultura, eran Joan,
Jep y Toni, pero estaban bien en sus casas y no tenían ningún
interés en marchar. Solo llegar estuve tentado en llamar a mis
padres, hubiese sido lo más fácil y cómodo, pero sabía que no era
una buena solución, que me arrepentiría y sería peor. Igualmente
lo haría, pero desde mi nueva casa. Y fui a la dirección apuntada
en el papel, con la carta cerrada en la mano. Por probar no perdía
nada, pensé.
Encontré
la puerta abierta, entré y pregunté por Alex. Me atendió un tipo
con pelo largo, lacio y recogido con una goma. Aparentaba treinta lo
menos, para mí muchos. Y es que, aunque pareciera tener más y mi
piel estuviera curtida por el sol de la nieve y el frío, la
diferencia era evidente. Hacía tiempo que me había acostumbrado. En
el grupo de Alba éramos los más jóvenes y algunos sobrepasaban la
treintena. Abrió la carta después de preguntarme quién me la había
entregado, explicando, mientras la abría, que allí uno eran todos.
La leyó, me miró y me dio la mano.
-¿Dónde
tienes la maleta? Entra, te enseñaremos tu habitación.
No me
dio alternativa. La carta debía ser muy explícita y nunca podré
agradecer lo suficiente el favor a mis viejos amigos. La casa era
grande, de dos pisos y un pequeño desván; y también disponía de
un sótano, adecuado por sus antiguos inquilinos como bodega. Para
entrar se debía atravesar un corto jardín y subir la típica
escalinata que se estrecha al llegar a la puerta, con la
salvedad
que en la parte superior había una ancha terraza, flanqueada por una
baranda con balaustres de obra y dos ventanas, una a cada lado. El
jardín seguía por los laterales de la casa hasta ensancharse en la
parte trasera, con un lavadero cubierto pegado a la pared que lo
limitaba. El recibidor tenía tres puertas, las laterales daban, una
a un gran salón, la otra a una habitación con mucha luz; la frontal
a un pasillo que hacía de distribuidor. Una gran cocina, la
despensa, un pequeño lavabo, un dormitorio, la habitación y el gran
salón conformaban la planta baja. En la superior había un
distribuidor en lo alto de la escalera, seis dormitorios y un cuarto
de baño.
La casa
era habitada por dos hombres y dos mujeres. Alex, el tipo que me
recibió; Bill, un norteamericano de paso hacia Suecia, huido de su
país al ser alistado para Vietnam; Mila y Rina, una marroquí de
Fez, despreciada por su familia al quedar embarazada de un
desconocido, huido o vete a saber, porque no lo entendí y los otros
tres no lo aclararon, quizá porque no les importase o tampoco lo
entendieran.
Alex,
de treinta años, tenía los ojos y el cabello del mismo color,
marrón muy claro, casi de color miel; alto y un poco cargado de
espaldas, de cara estrecha y angulosa y nariz un poco aguileña.
Bill, de veinticuatro años, al contrario de lo que se espera de un
norteamericano de ascendencia ucraniana, parecía hispano de tan
moreno, con el cabello rizado, algo más bajo que yo y muy ancho de
espaldas, extrovertido y muy atractivo para las mujeres. Mila, de
dieciséis años, era la más joven de todos; alta y fuerte, con el
pelo corto a lo chico, muy inteligente, morena, atractiva y sexual,
su nariz era tan recta como su espalda. Rina era unos meses más
joven que yo y vivía con su hijo Rico, de apenas un año, nunca
pregunté si nacido en España o Marruecos -de nombre Rico, nadie
sabía por qué, pero se lo puso en la casa, en un bautizo festivo y
ateo-; pelirroja y de ojos pequeños y verdes, y nariz delicadamente
ancha, de semblante grave aunque la pecas en la cara le daban un
semblante divertido y simpático, a duras penas aceptaba bromas de
género. No era guapa, sin embargo, al poco hacía que te prendaras
de ella.
Me
aceptaron enseguida. Cuando pregunté qué procedimiento seguían en
cuanto la participación económica, me miraron extrañados. Esto es
una comuna, dijo Mila, aquí todo el mundo pone lo que tiene y se
hace lo que se puede. Y lo vi claro, saqué mi cartera y les enseñé
lo que llevaba, que era más que lo que tenían entre todos, dado lo
mucho ahorrado.
Y les
conté mi historia, no el por qué de ella, que sin necesidad que me
dijeran, supe que no les importaba; lo que había hecho hasta
entonces, sin saber lo que buscaba. Bill, con agudeza, lo definió en
un segundo; algo que yo, por muchas vueltas que le había dado, nunca
había conseguido hacerlo con tal exactitud.
-No
haces otra cosa que buscar lo que más te divierte, y está bien
mientras no inflijas dolor a los demás; pero, por lo que cuentas,
entonces dejaría de divertirte.
Me supo
mal, sentí que me trataba de banal e insustancial, tanto a mí como
a mi manera de pensar. Pero al momento y sin que mediara intención,
dijo:
-Me
temo que como yo-
Y
aunque no deshiciera mi alarma, me satisfizo.
Alex
fabricaba pequeñas piezas de artesanía que repartía por paradas y
tiendas de estética hippie, a la espera que alguien las vendiera;
Bill lo ayudaba en lo que podía, y todas las mañanas e iba y venía
de correos, con la correspondencia que mantenía con infinidad de
compañeros repartidos por toda Europa.
Mila
era anárquica y tanto trabajaba en un lugar como otro: de
repartidora de pan, de buzonera, de dependienta en una tienda. Aguantaba poco y no por falta de productividad, que era trabajadora y
responsable, sino porque odiaba la estupidez, la prepotencia, las
envidias, el zancadilleo entre compañeros por conseguir mejor
horario, zona; o el acoso sexual que, decía, debía soportar de
quedarse en un determinado trabajo. Y cuando preguntábamos,
respondía que solo era verbal, porque los tíos, a buen seguro se
hubiesen arrugado. En sus horas libres estudiaba biología, siempre
becada gracias a sus notas y a su falta de recursos. Era sorprendente
ver una chica que, sin medios, con poco tiempo y casi sin libros,
conseguía la excelencia en los estudios, mientras otros se mataban
durante todo el día para no llegar ni a la mitad de su nota.
Rina
era la que más problemas encontraba, por el prejuicio racial, por el
religioso y por ser madre soltera. –Era tachada de musulmana,
cuando no lo era; de mora, cuando no hacía falta mano de obra
inmigrante; y de ligera por tener un hijo sin padre- Trabajaba muy eventualmente, de limpiadora de escaleras, de moza para
cargar o llevar la compra a los clientes de un supermercado.
Yo no
tenía trabajo, terminaba de llegar de él, eso sí, con el bolsillo
lleno de billetes, pero sabía que lo encontraría en cualquier
sitio.
Con la
ayuda de Bill limpié mi habitación, la arreglé y busqué, entre lo
que tira la gente, trastos para amueblarla decentemente. Y trasladé
mis libros, mi música y mi ropa.
Pocas semanas
después de instalarme, Artur me llamó para hacer una bonita
excursión. No era una travesía, tampoco nada peligroso ni que
requiriera grandes esfuerzos, solo nuestras habilidades de escalada
libre. Sebas quería fotografiar un nido de halcón sito en la pared
de una escarpada montaña. Le pareció verlo el año anterior, en una
de sus escapadas en solitario, con unos prismáticos desde la pared
que enfrentaba el estrecho desfiladero. Había de ser una pequeña
aventura, una excursión casi de principiantes, eso es lo que
pensamos. La realidad fue muy distinta, el camino era muy difícil y
sin sendero; lo había escogido Sebas para llegar al pie del risco y
de allí hasta el refugio. Cuando vi la pared quise morir, entendí
por qué éramos tan necesarios; nadie la había escalado o, por lo
menos, allí no había ninguna vía abierta. Estaba claro que por eso
los halcones habían anidado. Al fin llegamos y Sebas pudo hacer sus
fotos, escondido tras unas rocas y con pinta de guerrillero, inmóvil,
cubierto de arbustos y lleno de arañazos. Sarna con gusto no pica,
le dijimos. Había querido subir y lo subimos.
Al
anochecer llegamos al refugio, exhaustos, deshechos y más que rotos.
Había valido la pena, eso solo lo sabe quien llega después de haber
atravesado cortafuegos nevados o helados; o cruzado la ladera de una
montaña sin sendero, con una mochila de veinte kilos desequilibrando
el cuerpo; o andando por una cresta rocosa, con un precipicio a cada
lado y más estrecha que la anchura de una bota.
Por la
mañana, en un amanecer del veinticuatro de Junio y en la cumbre del
Puig Pedrós, me esperaba el paisaje más maravilloso, de
incuestionable belleza, superior a todos cuantos había visto hasta
el momento. Estaba aterido de frío, había podido encender el fuego
mediante las brasas de la noche anterior, con pericia y mucha
paciencia. No habíamos subido preparados para tanto frío y nieve.
La travesía había sido impresionante, habiendo atravesado anchos
cortafuegos cubiertos de nieve y hielo gracias a cuerdas y mucha
audacia, turnándonos para repartir el riesgo, como si de una ruleta
rusa se tratara. Aquella noche había nevado copiosamente. Al salir
del refugio vi, con asombro, el reflejo de la luz de un sol que aún
no había salido, sobre las cumbres de nuestro alrededor. Cada una
tenía un color distinto. Era un arco iris grandioso, brutal, tanto
que, sin pensarlo ni despertar a mis amigos, me puse a andar. Subí a
lo alto de nuestra cumbre de 2900 metros, buscando pisar aquel color,
después me atreví a andar hasta la siguiente, que ya lo había
cambiado. Imposible. El efecto óptico la hacía cercana, como el
resto; sin embargo, se hallaba a algunos kilómetros en línea recta
y muchos para llegar a ella. Me senté y me emborraché ante tal
belleza. Ya no sentía frío, solo bienestar, el esfuerzo lo había
ahuyentado. Mis amigos, preocupados al no encontrarme, me debían
estar buscando y yo no me atrevía a gritar. La cumbre en la que
estaba era una plataforma de plano muy inclinado, igual que las
demás; de eso su gran y espectacular colorido, cambiante según
había escalado. De haber gritado el inestable piso de nieve podría
haberse desprendido al vacío. Mis amigos llegaron siguiendo mis
pisadas y me encontraron admirando el paisaje más grandioso que
pueda imaginarse. La luz empezaba a iluminar el verde de los bosques
y los prados, mientras cambiaba el color de las cumbres, como si
fueran gigantescos espejos con todos los colores del espectro. Hasta
un año más tarde no vería nada parecido, y muy lejos, cerca del
techo del mundo. Después, nunca más.
Para la
vuelta seguimos un nuevo camino, debía ser largo y nada complicado;
pero al encontrar un cortafuego producido por un desprendimiento de
rocas, bajamos por él. Abreviamos mucho, pero las rocas que caían a
nuestro alrededor superaban lo previsto por Sebas, aunque no por mí.
No entendía a mi amigo, tan prudente y cuidadoso, meticuloso con los
trayectos que preparaba; parecía que buscara el límite, que
sintiera la necesidad de traspasar lo humanamente posible. Saltábamos
como cabras monteses, nuestros pies volaban de piedra en piedra antes
que se desprendieran, de manera que si hubiésemos mirado para atrás,
veríamos el gran desprendimiento provocado, pero habríamos perdido
unas décimas de segundo preciosas y el ritmo de nuestros pies, y
terminado aplastados. Llegué abajo con los nervios a punto de
estallar y las piernas endurecidas por la tensión, los únicos que
mantenían el temple eran Sebas y Artur, del primero no lo entendía,
del segundo todo era posible.
Recuerdo
el precioso prado, el riachuelo y acampar a su lado, sobre la fresca
y blanda hierba. Pocas veces me había sentido tan a gusto y
relajado, miré para atrás y, al ver el gran cortafuego, me
horroricé. Decidí no volver nunca más a la montaña, al menos de
este modo. Demasiadas veces habíamos desafiado a la fortuna y puesto
a prueba nuestra pericia, pero esta vez habíamos ido demasiado
lejos, lo habíamos conseguido por nuestra agilidad y la suerte, y
con eso último nunca debía contarse.