jueves, 25 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 27ª parte

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Durante la comida descubrimos que el oficial sabía algo de español, y solo el conductor y uno de los soldados el inglés; el resto hablaba panyabí o un dialecto muy parecido. El oficial había pasado dos años en una academia norteamericana y uno en el Reino Unido. Era muy simpático y alegre, con gran sentido del humor. Por parte de sus soldados percibimos algo más que respeto hacia él, también había admiración. Con nosotros hablaba con mucha confianza. Tal vez el que solo nosotros lo entendiéramos y que fuéramos jóvenes e inofensivos extranjeros, le daba más alas.

- ¿Y qué se os ha perdido en este maravilloso rincón del mundo?- Preguntó con ironía.

- La belleza, aunque si quieres que te diga la verdad, aún no sabemos cómo hemos llegado hasta aquí. - Respondí con el mismo humor que él derrochaba.

Lo empecé a tutear de buenas a primeras, me había dado cuenta que entre los paquistaníes era lo habitual. El tipo se rió con ganas y nos dijo que haber llegado tan lejos y precisamente allí, sin conocer el país, su idioma y sus medios de transporte, había sido más hazaña que osadía. Nos explicó que la osadía a veces era producto de la ignorancia; que la hazaña, sin embargo, era haber llegado.

-En Skardu no hay nada, solo casas, cultivos y un viejo fuerte en ruinas, aparte de nosotros, que solo estamos para joder al hindú, además de caminos preciosos y montañas que matan a muchos escaladores.

La palabra joder salía de su boca con una facilidad increíble, curiosamente sin perder su contexto hispano cuando se dirigía a nosotros. Quizá el tipo se reprimiera en su lengua o en el inglés, porque seguía utilizando la misma expresión castellana al dirigirse a sus soldados y a los dos campesinos, fuera en panyabí o en urdu, en cambio del habitual fuck inglés.

Le explicamos que nuestra intención era seguir el curso del Indo. Nos habían dicho que era la tierra más bella y hospitalaria del mundo, en la que el hombre era más importante que la vida y que la muerte.
El tipo, visiblemente conmocionado, habló con el resto de los hombres. Nos sentimos estudiados, ya que todas las miradas las dirigían a nosotros.

- Para andar por esos caminos hay que ir armado, y si lo estás y no eres del país, cualquiera te mataría para robarte el arma. Nadie te echaría en falta. El Indo corre cerca de la frontera y muchos pueblos han sido abandonados, en algunos solo quedan pastores con su ganado y casi todos sirven de refugio a los guerrilleros de la Cachemira ocupada. El ejército hindú hace pequeñas incursiones para perseguirlos y si ve movimiento dispara antes de preguntar.

Eso dijo el oficial en su peculiar castellano, que por mucho mundo que visitáramos, era dudoso volverlo a escuchar. No le preguntamos por qué se consentía que el hindú violara su frontera, podría ser que sin pretenderlo abriéramos heridas difíciles de cicatrizar, o quizá él hiciera lo mismo en el territorio de su potencial enemigo.

Con los días aprendimos que la frontera era difícil de delimitar, y lo que para unos era la India, para otros podía ser Pakistán y para la guerrilla cachemir simplemente su país. Sabíamos, por nuestros amigos del autobús y por el hostelero, que el gobierno paquistaní evitaba la confrontación, igual que el ejército hindú tenía mucho cuidado y también evitaba cualquier encontronazo con su homónimo paquistaní. Las incursiones eran casos aislados y como respuesta a los ataques de una guerrilla armada sin disimulo por los paquistaníes.

Anna, otra vez con su maravillosa sonrisa, aquella que emitía seguridad y tranquilidad, que hacía creer que era imposible que algo saliera mal, le dijo que ya lo sabíamos. Le contó que la gente con la que habíamos llegado no nos quería dejar allí y uno de ellos incluso habló de evitarlo por la fuerza. El tipo asintió con la cabeza, parecía entender, aunque no sabíamos si al que nos quería raptar o a nosotros. Yo empezaba a pensar que estábamos a punto de introducirnos en un lío descomunal, del que no sabríamos cómo salir; que quizá lo mejor consistiera en rectificar y cambiar de camino, olvidarse de una belleza que nadie aseguraba y de una paz que todos negaban. También estaba el camino de Gilgit hacia China, con las cumbres más altas y los pasos más increíbles, del que tanto nos habían hablado nuestros amigos del autocar. Pero Anna era cabezona y no se dejaría convencer tan fácilmente. Por otro lado, si me veía flaquear se sentiría culpable, pensaría que lo hacía por ella y eso yo no lo podía permitir. El conductor habló con el oficial, le dijo unas pocas palabras en urdu y luego siguió en inglés, nos pareció que por recomendación de su jefe. Parecía que se lo tomara con bastante humor, pero a la vez recordándole que en pocos días habían de patrullar por un camino cercano a la frontera, que si nos apretábamos podrían llevarnos.

- Si los hindúes matan en nuestro territorio a la guapa spanish, se montará un revuelo internacional y se meterán en un lío.

Eso dijo mientras guiñaba un ojo. El problema es que era verdad.

Mientras terminábamos de comer vimos cómo llegaban algunos coches y camiones, quizá seis o siete contando los dos lados. Los lugareños de alguna manera se habían enterado que estábamos reparando el puente, y sin que nadie les reclamara su ayuda se ofrecieron para ayudarnos. Como ya no hacíamos falta, el oficial quiso que siguiéramos junto a él, hablando de España, de la dictadura franquista y del mayo del 68, que vivió muy de cerca, después de arengar con su característica jovialidad a los recién llegados, diciéndoles que por suerte habían llegado a tiempo de evitar que la joven spanish terminara de arreglar el puente ella solita.

Nos habíamos sentado en unas grandes losas que servían de límite a la carretera. A nuestros pies bajaba el Indo, caudaloso y bravo.
El río absorbe la mirada, de tal que el hombre termina hablándole al agua. Da lo mismo su cultura, su educación o que viva junto a él; el río nunca ceja y termina siendo más fuerte que su voluntad. El oficial parecía tan abducido como nosotros; sin embargo, de vez en cuando levantaba la vista y, dependiendo cómo uno de los soldados respondía a su sorda pregunta, se acercaba al puente para asegurarse o dar alguna orden.

Tardamos más de dos horas en llegar a Skardu. El río mantenía el mismo caudal, tanto si se estrechaba como si se ensanchaba, a veces hasta ciento cincuenta metros. A medio camino el Land Rover se despidió con el claxon y entró en uno de los pequeños pueblos que jalonaban el camino, aprovechando las grandes curvas del río, cuando el estrecho valle daba un respiro y ganaba anchura; y lo hizo, cómo no, atravesando un puente colgante, bamboleando y desafiando las leyes del equilibrio y de la gravedad. Yo miraba a nuestra derecha, el gran bosque que iba escalando una gigantesca montaña, casi azul al no darle el sol, en contraste del riquísimo verde de la pradera.
Tanto tiempo da para hablar mucho. El oficial quiso que Anna tomara asiento delante, entre él y el conductor; pero ella no quiso y prefirió ir detrás, con los soldados, y terminé yendo yo con él. El tipo no paraba de charlar, me dijo que quería aprovechar la ocasión para hablar español. Era tanto el ruido del motor, que costaba entenderlo; no obstante, de vez en cuando se apreciaba la risa de mi compañera y la de sus acompañantes, que se filtraba a través de las tablas de madera, que separaban la cabina de la caja. El pequeño camión saltaba y se movía de un lado a otro, y si a nosotros ya nos costaba conservar el equilibrio, imaginaba que en la caja sería imposible.
El oficial se sentía especialmente mal. Me dijo que lo correcto hubiera sido que Anna viajara detrás conmigo; que a sus soldados les costaría aceptar lo contrario. Y por las risas que oía, pensé era él quien no estaba preparado para viajar con una mujer tan joven y sensual al lado, que si le apetecía hablar en español con ella, ya tendría tiempo. Y me habló del paisaje, de los pueblos y de su gente.

Cachemira es muy grande y cada región es diferente, incluso su etnia y sus costumbres. Me contó que a la zona donde íbamos habitaba el tibetano y su arquitectura lo demostraba. Gente más luchadora que habilidosa y muy celosa de lo suyo, orgullosa; no temían a nada ni a nadie, pero si se les respetaba era pacífica y extremadamente hospitalaria.
Habló de su ejército y del hindú. Hacía tiempo que había pedido aquel destino, igual que muchos de sus soldados. Le hablé del extraño convoy que había visto en la carretera camino hacia el norte. Me explicó que aquellas unidades de artillería no servían para la defensa sino para preparar una ofensiva con infantería, a no ser que quisieran alejarlas de un posible frente o las utilizaran como amago para dividir al ejército hindú.
Me contó que en Norteamérica y en el Reino Unido había descubierto otra manera de ejercer el mando. Los militares hacían vida con sus soldados, comían con ellos, hablaban de sus problemas sin perjuicios, de sus mujeres, de sus hijos y de sus enfermedades. Allí aprendió que el comandante comía en el comedor con sus soldados, hacía cola y él mismo cogía su bandeja.

- Aquí casi todos somos panyabíes, y los oficiales de clase alta; los soldados viven aparte, son de una clase social más baja, nuestra comida es distinta y nos la sirven ellos. Parte de la culpa de nuestra derrota en el sesenta y cinco fue por eso, el divorcio entre quien debe pelear y su mando. El resto fue por prepotencia, creernos mejores y subestimar al enemigo.

Y pensé en España. Pronto entraría en su ejército, y entre los militares no los habría de mi país ni vascos, y probablemente me despreciarían y desconfiarían de mí sólo por ser catalán; y, con ellos cerca, posiblemente no podría hablar en mi idioma con mis paisanos. Y se me obligaría a jurar la bandera del despotismo y del fascismo, y a gritar vivas a un dictador asesino, que me odiaba y consideraba parte de un pueblo sometido. Y riéndome de la situación que me esperaba se lo conté así mismo. La política no me interesaba y estaba seguro que solo servía para odiarnos entre nosotros.

Era tarde cuando llegamos, aunque el sol todavía lucía y no se había escondido tras las cumbres. Cualquiera podría imaginarse que nos encontrábamos en la Cerdanya, a no ser por la grandiosidad de las montañas, su color y su pétrea desnudez. Un ancho y verde valle, salpicado de pequeños grupos de casas rodeadas de jardines, huertos, prados y ganado; y cerca del centro, la mezquita, distinta de las que habíamos visto hasta entonces, aunque en Pakistán hay pocas de parecidas.

Me reí con Anna cuando me explicó cómo había ido el viaje. Primero le preguntaron si estábamos casados. Les dijo que no, pero que era algo parecido. Me sorprendió la respuesta, sabía que era incapaz de mentir pasara lo que pasara, ni siquiera para resguardarse de potenciales seductores. Solo cabía una explicación, sentía superada la relación de mero compañerismo.
Se había vuelto a poner el turbante y al notar su indisimulada pesadumbre se rió. Le dijeron que con ellos no había de sentirse cohibida, y ella como respuesta les preguntó porqué lo llevaban. Por costumbre, habían respondido. Entonces ella les contó que lo hacían para combatir las inclemencias del tiempo, el frío del invierno y el calor del verano; que vestían con el shalvar kamez por lo mismo y para evitar las quemaduras de la piel, y el tiempo lo había convertido en costumbre.
Respondieron que en el camión, con el aire y la capota, poco podía quemarse. Y ella, riéndose, les dijo que se lo había vuelto a poner por la cantidad de polvo que entraba, que no quería que su cabello se ensuciara. Y me reí por la insistencia de los soldados.

Parece ser que hablaron mucho y de mil cosas, de la familia y de las novias de cada uno; de cómo sus madres eran quienes decidían con quien habían de casarse, y hasta que punto su decisión era inapelable. Lo contrario significaba la rotura familiar, algo impensable. Y siguiendo en su obsesión sobre su manera de vestir, le preguntaron si en nuestro país vestía con jeans y una camisa recogida en su interior como la mayoría de los europeos. Y al responderles que sí, los tipos, ya en broma, inocente o no, le pidieron que la próxima vez que se encontraran se los pusiera. Y se reían con ganas, de eso que los que viajábamos en la cabina oyéramos tanta carcajada. Y hablaron de su oficial, que hasta días más tarde no supimos que graduación tenía. Le contaron que eran voluntarios como él y también del Panyab, que si todos los militares fueran como él, haría tiempo que Cachemira sería libre. Estaban orgullosos de su valor y de su gran cultura, era uno de los suyos y harían lo que fuera por él. Y le expliqué la conversación que con él mantuve en la cabina.

 

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miércoles, 24 de febrero de 2021

Sobre el 23F y más

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No es la primera vez que hablo aquí del 23F, cómo lo viví, justo al lado de Mónica y cenando con Jep y Amara. Tampoco el cruce de miradas que mantuvimos Mónica y yo, y nuestra sonrisa de complicidad. Eso no significa que tuviéramos consciencia de la operación, sino que precisamente por no tenerla imaginábamos su desenlace. Y a medida que fue saliendo el entramado, también cómo y quien había montado el invento.
Tiempo después, no mucho por cierto, cenando en el precioso y mágico sótano del Capitán, con una tabla de quesos y escuchando la agradable música del pianista ciego, entre risa y risa, y recuerdo y recuerdo, le explicamos directamente lo que creíamos que había sucedido.

- Pienso igual que vosotros – respondió sin más.
Fue entonces cuando Mónica y yo supimos que habíamos acertado, aunque lo correcto sería decir que la posibilidad de haberlo hecho había aumentado considerablemente.
- ¡Con lo sencillo que hubiera sido explicar la verdad!
Y el Capitán se encogió de hombros, no era de su incumbencia, y si los actores principales preferían ser enterrados con su historia, nosotros no éramos quienes para contar lo que imaginábamos, con una autoridad que no teníamos. Que como novela estaba bien, pero solo eso.

Quien me conoce sabe que soy pirata, por lo cual no creo en reyes, eso es evidente. Por mi modo de pensar los reyes no deberían existir, igual que los presidentes de las repúblicas. De hecho tampoco creo en las repúblicas representativas, que a mi modo de ver solo sirven para prostituir la original idea de República.
Si no creo en banderas y fronteras, cómo voy a creer en reyes o individuos elegidos por una mayoría de sumisos, entre una terna creada por notables, que sobreviven gracias a ellas. Pero de mi boca jamás saldrá una acusación en la que no creo, sea contra el viejo rey o quien sea.

España es una sociedad creada a través de bulos, donde la verdad no interesa porque para el español medio carece de valor. Y el culpable es el actor principal, que la esconde porque no sabe hacer otra cosa.
A veces la verdad solo sirve para mostrar la cobardía de una sociedad que solo piensa en sobrevivir. Y si para eso hay que creer en el espíritu santo y la divina trinidad, pues arreando.


Y cambiando de tema. Que un régimen necesite explicar constantemente a su ciudadanía que es una democracia, solo tiene una explicación:
NO LO ES.




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sábado, 20 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 26ª parte

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Nos dejaron en el cruce. Y mientras se alejaban gritando, riendo y agitando las manos como despedida, señalaron el puente por el que debía pasar nuestro autobús o lo que fuera. También era colgante, pero estaba mucho peor, un lado estaba roto y pasarlo a pie era muy arriesgado. El Indo corría bajo él, caudaloso y torrencial, saltando sobre rocas y formando cascadas, y nuestras mochilas pesaban más que antes y costaba mantenerlas pegadas a la espalda. Nos habían regalado dos pequeñas alfombras, ya que no concebían como podíamos comer sin ellas, dos mantas y vituallas para pasar un par de días.

Nos preparamos para ir andando, no debía ser tan grave y con aquella mujer me sentía capaz de todo. Cien kilómetros nos habían dicho, entre ellos pocas casas agrupadas a lo largo del río, inestables pasarelas para cruzarlo y algunos pastores con sus rebaños, nada más.
Primero decidimos bañarnos, hacía días que no nos lavábamos como nos gustaba y escogimos el único lugar que quedaba al resguardo, justo bajo el puente. El río corría cinco metros más abajo, tan caudaloso que podía llevarse a cualquiera, pero a los lados y en su choque contra las rocas formaba pequeños remansos. Allí nadie podía vernos y mi amiga se desnudó y se bañó. Hacía tiempo que no la veía así y me excitó, estaba bellísima, poderosa. Aunque nunca habíamos hecho el sexo, ya la consideraba como más que una amiga, mucho más que a Alba o las mujeres que habían sido compañeras de cama. Al salir le ayudé a secarse friccionando con fuerza su cuerpo con una toalla. Hacía calor, y el sol, a los dos mil metros de altura que creíamos estar por lo que nos habían explicado, calentaba con fuerza; pero el agua parecía hielo y el aire era muy fresco. Después me bañé yo y, una vez seco, noté sus labios en mi nuca, sus brazos rodeándome los hombros y sus manos cogiendo mi cabeza. No creí que hubiera intención, era habitual en ella hacer este tipo de abrazo, pero sentí un escalofrío, una fuerte excitación. Me estaba besando como nadie había hecho ni creí que haría.

Por entonces me autoconsideraba un tipo tranquilo y cerebral, paradójicamente muy enamoradizo. Las mujeres que me gustaban eran de piel suave, aterciopelada y de delicadas líneas; su cara, su inteligencia y su sentido del humor eran lo importante, y su silueta y buena proporción acompañaban. Sentía necesidad de sexo, pero no podía compararme con ninguno de mis amigos, ni siquiera con Artur. Morenas, pelirrojas, rubias, daba lo mismo, algo menos las rubias; aunque Paty lo era y como mujer me fascinaba. Sin embargo, cuando sentía el flechazo me ponía enfermo, ya no razonaba y, enloquecido, me lanzaba en picado. Podía tardar medio año o más en sentirlo, otras veces era automático, ver a la chica de mis sueños y caer rendido.
En el amor no hay nada escrito, quizá por eso con Anna fuera tan distinto. Me enamoré intensamente, como nunca hasta entonces, pero sin perder la cabeza; puede que por la situación o las circunstancias, tan difíciles como extrañas e intensas. Y mi compañera, como más tarde me demostró, en eso se parecía mucho a mí. Anna solo perdía la serenidad cuando creía que la libertad estaba en juego, no solo la suya sino la de su entorno; entonces su fuerza se convertía en fuego y rabia, y era capaz de cometer una barbaridad.

No quisimos esperar, pensamos que debíamos aprovechar todas las horas de sol para avanzar y encontrar un refugio donde resguardarnos o un medio de locomoción para llegar. Sabíamos que no tardarían en reparar el puente. Por entonces ya teníamos una idea clara de la geografía donde nos encontrábamos, y sabíamos que una comarca como la de Skardu no podía mantenerse aislada. Y tampoco entendíamos como antes del monzón, aquel puente ya había quedado fuera de servicio.
Con mi toalla me hice un turbante y Anna se cubrió la cabeza con la suya a modo de capucha, las habíamos empapado con agua para que el sol no nos quemara la cabeza. Pasamos el puente con los pies sobre las cuerdas y cogidos como pudimos a las que colgaban por encima de nosotros.
Quizá hubiéramos andado una hora, cuando muy a lo lejos vimos un bosque y en la ladera de la montaña una casa. Pensamos en seguir, ya que posiblemente habría más o algún pueblo. Al poco, todavía faltaba mucho para llegar, vimos una gran nube de polvo. Era un camión ligero del ejército y, tras él, lo que hacía mucho parecía haber sido un Land Rover. Pararon a nuestro lado y nos gritaron algo en urdu o eso nos pareció.

-Spanish. Not understand -respondimos.

Al momento bajó un oficial y me pidió disculpas, obviamente no a la mujer sino al hombre. Otra vez nos traicionaba la vestimenta, ahora yo con el turbante y ella con la toalla cubriendo los hombros, a la manera que allí se llevaba el gran pañuelo. Y es que la mujer de la alta Cachemira, igual que el hombre, se cubrían para defenderse de las inclemencias del tiempo, del frío invierno y del ardiente sol de verano. El hombre lo hacía con un pequeño turbante y dejando caer el resto de la tela sobre los hombros; y la mujer con el pañuelo sobre la cabeza, cubriendo hasta un tercio de su espalda. Además, Anna se había hecho un atadillo de cáñamo alrededor de la cabeza, de manera que parecía un árabe.

Nos explicaron que iban a arreglar el puente, y al vernos pensaron que éramos de Sassi y que los ayudaría. ¿Sassi? No sabíamos que existiera, nuestros amigos no nos habían hablado de él. Un pequeño grupo de casas desperdigadas entre cultivos y pastos. Y no sería el único. Entre el cruce y Skardu todavía encontraríamos unos cuantos más, lo cual significaba que la alarma de nuestros amigos del autobús era completamente infundada. Les comenté que el día anterior ya había arreglado uno, que no me molestaría ayudarlos si luego nos llevaban a algún lugar habitado.
Cuando supieron que creíamos andar por un paraje deshabitado en cien kilómetros, se rieron por lo desorientados que estábamos y por nuestra osadía. Les preguntamos por los leopardos y los osos, y nos contaron que donde estábamos había pocos porque la gente los había perseguido mucho. Con el leopardo podíamos tener un mal encuentro en los arroyos y los afluentes del Indo; allí iba a beber y a buscar sus presas, pero si oía al hombre solía esconderse. El oso era distinto y atacaba al hombre sin que nadie supiera por qué. Aquel día aprendimos que los animales sabían distinguir entre un hombre armado y uno desarmado, aunque yo ya debería saberlo.
Cuando me sumergía en el mar del Cap de Creus con Artur, y perseguía las bandadas de sargos y lobinas, para nadar y hacer cabriolas entre ellos, nunca habían huido sino que parecían jugar conmigo; sin embargo, cuando lo hacía con el fusil el mar se convertía en un desierto.

Mi compañera era la única mujer del grupo. Aparte de mi el resto se componía de ocho militares, incluyendo el conductor y el oficial, y dos trabajadores que parecían especializados.
Un puente colgante de más de cincuenta metros, casi partido por la mitad y con todo un lado medio hundido. Donde se había tendido, el río se estrechaba, por lo que bajaba muy rápido y caudaloso.
En aquel país todos los puentes eran así, por lo menos los que nosotros vimos. Levantarlos no era tarea fácil, había que saber mucho y conocer las leyes del equilibrio y la resistencia; y aquella gente lo hacía con solo cuerdas y madera, no necesitaba más.

Construir un puente para el paso de las personas es una cosa, pero para que puedan pasar camiones es otra. El ejército lo tenía más fácil, allanaba un tramo del río y lo vadeaba, o sus pontoneros instalaban uno de los suyos en poco tiempo. El problema para vadearlo era su gran desnivel, que parecía imposible de superar, y la anchura que debían ganar para evitar tanto caudal. Y nos preguntamos qué harían en los meses del monzón.
Esta vez mi compañera no se iba a quedar a un lado, no había mujeres, autobús y niños a los que vigilar, y aquellos militares no tenían pinta de ser excesivamente machistas. Habló con uno de los trabajadores, que no era más que un agricultor de la zona, y al ver que no le hacía caso, se sacó el turbante y cuando vio lo que iban a hacer, se colgó del puente para tirar de una de las gruesas cuerdas. Al principio nos sorprendimos, yo el primero, que no conocía sus habilidades ni sabía que tuviera tanta fuerza, con una mano se cogía y con la otra tiraba de la soga. Aquella mujer a cada día que pasaba más me asombraba.

Anna era alta y fuerte, estaba bien proporcionada y el viaje apenas había hecho mella en su cuerpo. Los militares no hicieron el menor caso, como si fuera lo más normal del mundo. Yo disimulé mi sorpresa y empecé a ayudarla, dándole cuerda para que la pasara al otro lado. Pesaba mucho, era gruesa y larga, y aunque no era lo mismo levantarla verticalmente que arrastrarla, el esfuerzo debía ser de varias decenas de kilos. Los dos campesinos, con el desconcierto se la habían quedado mirando, no sabían si ponerse delante o seguir a la chica occidental para ayudarle a pasar más cuerdas. No supe de qué hablaron, pero sí percibí la ironía del oficial que, azuzándolos con burla, parecía decirles que como no se dieran prisa la spanish arreglaría ella sola el puente y ya veríamos la cara que pondrían en el pueblo al enterarse. Más tarde el conductor, desternillándose de risa, me lo tradujo al inglés para evitar malas interpretaciones.

El oficial dirigía la operación con sorprendente maestría, primero desde el suelo y más tarde colgado del puente, daba instrucciones y marcaba con sorprendente exactitud y sin cinta métrica el lugar donde atar las cuerdas de soporte. Entonces entendí de quién era la responsabilidad de levantar los puentes.
Cuando el sol llegó a su cenit –ya no utilizábamos el reloj- dos de los soldados hicieron fuego y después de una parada para cumplir con sus rezos, cocinaron para todos. Fue difícil resistir el trabajo con tanto calor. Para combatirlo nos mojábamos constantemente, hasta el punto que la ropa se nos pegaba al cuerpo con el consiguiente problema para los paquistaníes y para mí mismo, que no podía dejar de regodearme con el magnífico cuerpo de Anna.

El paquistaní normal considera el vestuario ajustado, como jeans, camisetas y camisas entalladas, una provocación. En el centro de las grandes ciudades o en Islamabad no es así, pero en el mundo rural y en la mayoría de los barrios periféricos de esas ciudades sí. Y aunque, como antes expliqué, respeta la manera de vestir del extranjero, también agradece que lo haga con el suficiente decoro. En aquel momento la silueta de mi compañera hubiese sido una provocación en cualquier otro lugar, incluso en la misma Barcelona, pero aquellos hombres ya no solo se fijaban en su cuerpo. Y es que verla colgada de una cuerda, de pie en otra o ayudando a uno de los hombres a levantar las gruesas y largas tablas que aún se mantenían en pie, les provocaba más admiración que excitación.

El paquistaní no suele comer nada preparado. Me recordaron a nuestros viejos pescadores de los libros de Josep Pla, que en cualquier cala o en la misma barca encendían el fogón para guisar en una olla de bronce, patatas, guisantes, tomates y el pescado que creían difícil de vender, el de más espinas o incómodo de cocinar. Y así se creó el famoso y típico “suquet de peix”.
Verduras, carne de cordero, zanahorias, cualquier cosa es buena para mezclar con el arroz. Y vi a uno de los campesinos apartarse del grupo y buscar en el margen del camino hierbas y flores para aromatizar la comida. Utilizaban el agua de un torrente que alimentaba al río. Pensé que la hervirían para intentar potabilizarla, pero aquella gente la bebía directamente. Parecían muy tranquilos, por lo que entendimos que el manantial estaría cerca. Yo estaba acostumbrado a beber de la misma manera en los manantiales pirenaicos.

Habíamos terminado de tender la cordelería, solo quedaba instalar el resto de tablas y troncos, y asegurar todos los nudos, que eran muchos. Aquel día aprendimos a levantar un puente de verdad, porque, aunque solo fuera una reparación, nos enseñaron sus secretos y los distintos nudos que utilizaban.

 

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martes, 16 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 25ª parte

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Hacía bastantes horas que habíamos pasado Muzaffarabad y el terreno llano, y ya habíamos olvidado el encuentro con el control policial. No era tarde, pero el sol parecía querer esconderse tras las montañas a nuestra espalda. La carretera era infernal, casi siempre de tierra y con rocas en el centro de la calzada. Si encontrábamos un camión, por pequeño que fuera, debíamos parar, arrimarnos a un lado y algunas veces recular hasta un lugar más ancho. Donde el terreno lo facilitaba, los caseríos se agrupaban y conformaban un pueblo. Sus calles parecían pasillos, por donde escasamente podía pasar el ganado en hilera de a uno. Tampoco había comercio ni bullicio, era un mundo rural absoluto, que todo lo más debía ser abastecido por pequeños vendedores ambulantes. Paramos en el más importante por lo poblado que estaba. Había sido día de mercado y llegamos justo cuando empezaban a recoger. Ya no había aguadores con sus carros, que tanto abundaban más al sur, allí el agua era sana y de manantial; pero sí un médico o sanador, una farmacia ambulante con extraños remedios; el óptico, que de oculista no tenía nada, con cientos de gafas usadas que la gente se probaba; y un increíble dentista, que en poco tiempo extraía una muela o instalaba ortodoncia; y tenderetes de tejidos con muchísimo colorido.

Al esconderse el sol, cuando ya empezaba a ser necesario parar y resguardarse en algún lugar para dormir, preguntamos a nuestros amigos cómo seguir el viaje hasta nuestro destino.
- Y cuál es vuestro destino, nos preguntaron.
No lo sabíamos, habíamos visto algunos mapas y no terminábamos de entenderlos. La cartografía paquistaní con respecto a Cachemira era muy relativa y no podíamos concretar mucho. Su gobierno no aceptaba la ocupación hindú y evitaba reflejarla en sus mapas, o lo hacía de manera tan ambigua, que solo los entendía quien conocía la zona o estaba habituado a ella. Y lo seguro es que por allí había pocos caminos y nuestros pasaportes no servirían de mucho. Con un pasaporte español, ir a la China no podíamos ni soñarlo, y entrar en la India cruzando por una zona de guerra era materialmente imposible.
El anciano nos dijo que fuéramos al sur de la alta Cachemira, pero no sabíamos donde se encontraba ni los límites de aquel increíble país. El anciano lo había dicho con toda claridad, para él era la tierra más bella y hospitalaria del mundo. Y pensábamos que era difícil, casi imposible superar lo que hasta entonces habíamos vivido.

¿Qué es el enamoramiento? El flechazo que te hace temblar, que deconstruye tu ser, le da la vuelta y lo reconstruye con unos parámetros que antes no habías imaginado que existieran.
La observé mientras hablaba y repentinamente me fijé en su cara, en sus labios, en su nariz, en su modo de expresarse, y en su fuerza y su voluntad. En aquel momento habría deseado estar en su interior, introducirme en su piel, la deseaba con locura.
Obviamente me había enamorado, quizá de otra manera que de Alba, ahora no sé si con más o menos ardor, pero sí con más sentimiento y corazón. Curiosamente por Anna hubiese sido capaz de poner mi vida en juego, incluso darla por ella; sin embargo, por Alba nunca lo habría hecho.
Me miró, no del mismo modo, aunque seguramente debió darse cuenta de mis repentinos sentimientos.

-Queríamos seguir el Indo, respondió a nuestros compañeros con una seguridad pasmosa, como si hubiéramos tomado la decisión mucho antes de salir de Lahore

Volvió a mirarme, seguramente esperando mi reacción. Alguien tenía que hablar y a mi me costaba mucho hacerme entender, aunque en aquel momento ese no era mi problema. Me había cogido tan desprevenido, tan en otro planeta, mundo o como quiera llamarse, que me sentía incapaz de responder. Mi mente se había entremezclado con mi espíritu y nadie la podía sacar de allí.
Desperté de mi letargo. ¡El Indo! Tenía su lógica, No conocíamos las carreteras ni las ciudades o pueblos de la región. Solo sabíamos que ellos iban a una ciudad llamada Gilgit y que el Indo era un río paquistaní que nacía en el Himalaya.
Anna nunca había destacado en geografía, no obstante, en este caso acertaba, aunque fuera por casualidad. El camino que Mansur nos había recomendado, necesariamente tenía que seguir el curso de este gran río.
El Indo. Y por qué no. Una vez puestos ya no venía de un poco más, aunque este poco representara media vida. Habíamos empezado una aventura y nos estaba saliendo bien. Y dinero no nos faltaba sino todo lo contrario. Allí, con diez rupias vivíamos un día. Para gastar veinte teníamos que esforzarnos, y lo que menos deseábamos es que la gente creyera que íbamos sobrados.
Mi sentido común decía que era imposible llegar al nacimiento del río, pero podíamos acercarnos. Entonces no sabíamos que una parte de él discurre por territorio hindú, pero de saberlo tampoco me habría importado. Si Anna hubiera decidido seguir hasta Mongolia, sin duda la habría seguido. Durante un rato guardaron silencio, como si estuvieran asimilando la idea. Al fin uno de ellos habló:

-Deberéis ir a Skardu, dijo.

Hablaron entre ellos, parecían dolidos, quizá creyeran que los acompañaríamos hasta Gilgit; pero, por lo que habíamos entendido, era una ciudad y nosotros no buscábamos tal cosa sino la aventura y el país que Mansur nos había recomendado. Queríamos ver el país más bello del mundo y viajar por los pueblos donde, según él, se le da tanta importancia a la vida como a la muerte, y al ser humano por encima de cualquier otra cosa. Habíamos llegado muy lejos, para ahora abandonar por lo seguro y conocido; y tampoco estábamos dispuestos a soportar más tiempo su exacerbado patriarcado. Aquella gente nos caía bien, era hospitalaria y sana en extremo, pero no santo de nuestra devoción.

Al fin descubrimos de qué hablaban e incluso discutían algo acaloradamente. Uno de ellos todavía nos consideraba sus invitados y creía que se nos debía proteger. Para él, dejar que fuéramos a Skardu en una situación prebélica, era una imprudencia, y más allá de esta ciudad una insensatez, prácticamente un suicidio. Una tierra sin policía ni ley, en la que de un momento a otro se esperaba un enfrentamiento con la India, y entonces allí solo podríamos encontrar un ejército luchando contra otro, y con la guerrilla en medio. Uno de ellos nos explicó que más allá de Skardu solo había caminos y pueblos abandonados por las represalias de los hindúes, que era tierra de la guerrilla patriótica y de los bandoleros. Y pensamos cómo se puede cambiar el término y la percepción de la realidad, según quien la mire. Lo que para los paquistaníes eran patriotas, para los hindúes seguramente eran terroristas, y ni el uno ni el otro erraban, sin contar que el ejército hindú mantenía una frontera irreal mediante el terror y la represión. Aparte de la visión de cada uno, la diferencia entre terrorista y patriota depende de si se gana o se pierde. Israel es un estado creado por terroristas, que se convirtieron en un ejército de patriotas porque ganaron la guerra. Años más tarde ETA se convirtió en un grupo terrorista por no conseguir ganarla, de hacerlo seguramente se habría convertido en el ejército de Euskadi y tratados como patriotas.

Aquella noche acampamos bajo un cielo como nunca antes habíamos visto, ni en las noches más claras en lo alto del Pirineo. Millones de estrellas iluminaban el cielo, tanto que parecía no ser noche. No había Luna, no la recuerdo, pero tampoco hacía falta. Había tanta luz que podíamos andar por el camino con toda tranquilidad, que por importante que fuera había dejado de ser carretera o pista. Hacía horas que no pasaba de los tres metros de anchura, algo más en las curvas, y no todas, para que los camiones pudieran cruzarse. De eso que lo tratáramos como camino.
De día hacía calor y de noche mucho frío, y sobre el kamez nos poníamos un jersey de lana. En la mochila llevábamos sacos, y cuando dijimos que dormiríamos al raso se pusieron a gritar. Nos dijeron que había fieras y que los osos bajaban de las montañas.
No era así, estábamos lejos de la zona donde campaban el oso y el leopardo. No obstante, gracias a su alarma descubrimos que en Cachemira abunda una raza de oso muy agresiva, además de cabras salvajes, leopardos, y muchos otros animales; pero de noche, el que debía preocuparnos era el leopardo.

Nuestra pretensión de dormir a la intemperie dio alas al que intentaba evitar nuestro viaje en solitario, por lo que nos costó algún esfuerzo convencerlo. Aquel hombre, de tan preocupado, había incluso propuesto obligarnos a seguir con ellos. Según él, en un par de días habríamos muerto de frío, de hambre o nos habría matado una fiera; eso sin contar que, de tropezarnos con bandoleros, nos robarían y violarían a Anna, y luego nos asesinarían. El fuerte patriarcado se impuso y Anna durmió con las mujeres y los niños en el autobús, y yo con los hombres en una gran tienda de lona pegada a él.

El honor obliga al pashtún a salvaguardar la dignidad de su mujer, de manera que la esconde de las miradas ajenas; sin embargo, acepta la costumbre del extranjero. Yo intenté hacerles comprender, sentado entre ellos y rodeado de franqueza y simpatía, que Anna era una mujer muy orgullosa y no aceptaba que nadie defendiera su honor; que incluso en Europa era una mujer difícil y peligrosa, y que si alguien osaba tocarla sin su consentimiento, era capaz de matarlo, y si no lo hacía ella lo haría yo.
Nuestros amigos eran sanos y nobles, pero en Lahore había percibido hasta qué punto podía ser peligrosa tanta obsesión y, por mucho que nos adaptáramos, tanto en el vestir como en las formas, no podíamos evitar que la imaginación de muchos hombres volara en exceso. Mi compañera era demasiado bella, joven y atrevida, le costaba no mirar a los hombres a los ojos. Y pensé que quizá tuviera razón el hostelero de Lahore, cuando nos dijo que no habíamos de esconder nuestra condición de occidentales. A lo lejos cualquier persona nos habría confundido con la gente de su país, sin embargo, de cerca solo con ser un poco perceptivo se notaba la diferencia. Y Anna, por su carácter independiente, liberal y fuerte, aunque se esforzara no tenía remedio. En muchos lugares de España, incluso en la moderna y europeizada Catalunya, su temperamento era poco comprendido, y constantemente había de plantar cara al machismo, presente hasta en la Universidad.

El autobús servía para todo, incluso para cocinar con hornillos de carbón. Aquella tarde cenamos arroz con unas alubias de la zona, muy pequeñas y cocinadas de manera muy parecida a la que muchos años después encontraría en Cuba, y carne de cordero muy troceada. Después, a la luz de las estrellas, cantamos acompañados de los sitares, las canciones más bellas que jamás habíamos escuchado. Anna y yo intentamos acompañar una canción, pero el sitar es muy complicado, algo más que la guitarra, y una de las chicas se acercó para afinarlo y enseñarnos. Tocaba como los ángeles. Y cuando Anna, sorprendida le preguntó por qué no lo había hecho hasta entonces, ella, algo avergonzada y mirando hacia su padre, respondió que no tenía sitar. Y nos dimos cuenta de la insensibilidad de que habíamos hecho gala, al comprar cuatro de golpe y regalar dos a las más pequeñas. Los sitares eran caros para aquella gente, sobre todo, los que habíamos adquirido como souvenir con tanta ligereza. Para nosotros no valían nada, para ellos el valor de tres o cuatro corderos. Y Anna, sin dudarlo ni un instante, le regaló el suyo. La chica se puso a temblar, miraba a su padre sin saber qué hacer. Entonces, antes de dar tiempo a que alguien pensara en el asunto o se sobrepusiera a la sorpresa, le pregunté quién querría el mío, confesándole que yo nunca lo tocaría. Me costó mucho, me había hecho ilusión tener uno. Y ella, aún más avergonzada, señaló a su prima y se puso a llorar. Quise abrazarla para consolarla y disculpar nuestra prepotencia, afortunadamente en el último momento recordé que estaba en Pakistán y que era Anna quien debía hacerlo.

Por la mañana los hombres se reían de mí, mientras yo me admiraba de ver a mi compañera fabricando pan en un horno portátil de barro cocido. Nunca había visto nada parecido. Una gran vasija cilíndrica, con un espacio en su parte baja para poner el carbón encendido. Por un lado introducían las tortas recién amasadas y, en poco tiempo y sin quemarse, las extraían ligeramente tostadas.
Anna se había cubierto la cabeza y las mujeres parecían satisfechas, quizá creyeran que se estaba adaptando. -La chica europea ha dormido con nosotras y ahora confecciona pan con su cabeza cubierta- parecía que se dijeran entre ellas. Lo que no sabían es que mi amiga rabiaba por no haberse podido lavar la cabeza y solo le hubiera faltado sentirla ahumada. Ellos se reían por fuera y yo interiormente.

Desayunamos tortas de pan, que nunca supe de qué lo hacían, con mermelada casera y leche de búfala, con más aroma que la de vaca y de mucha calidad por ser natural. De haber estado en Francia, no hubiésemos dudado en tratarlas como creps, y en España como filloas.

Antes de llegar a Chilas, un gran pueblo rodeado de montañas y cultivos, tuvimos que atravesar un pequeño puente colgante medio roto. Había tramos a los que le faltaban tablas de madera, que no eran otra cosa que troncos desgajados por la mitad. Y colgados de las cuerdas tuvimos que irlos trasladando de un extremo al otro, de manera que el autobús pudiera seguir avanzando. Anna, se reía desde una de sus ventanillas, y en nuestro idioma, de manera que nadie la entendiera, me decía que no podía ayudarme, que era mujer y de esas cosas no sabía. Hubiese sido divertido ver la cara de aquellos hombres y mujeres, en caso de haberla entendido. El puente estaba en tan mal estado, que a veces el autobús se inclinaba peligrosamente y parecía que quisiera volcar, entonces mi compañera ya no reía de burla sino de nervios.

En Chilas nuestros amigos preguntaron por el medio de transporte a Skardu. Había dos autobuses que partían desde Gilgit y otros dos del mismo Chilas, pero no eran seguros y dependía si había suficiente pasaje. El horario tampoco era fiable y salían cuando el conductor se aseguraba de obtener el beneficio esperado. Lo mejor, explicaron, era esperar en el cruce de Skardu, a ochenta kilómetros de distancia. Si no era uno sería otro, a no ser que alguien pasara antes.

Ochenta kilómetros nos separaban de la aventura. Cada día lo era, pero nosotros no la sentíamos como tal. Lo que habíamos pasado y vivido hasta el momento, en cualquier otro lugar de Europa hubiera sido una aventura impresionante, pero al irla viviendo gradualmente hacía que pasara desapercibida, que la encontráramos normal. En cuanto a la dificultad y a la incomodidad, en el peor de los casos eran parecidas.
Arreglar el puente no me había costado nada, colgarme de una mano mientras pasaba una cuerda para atar un tronco con la otra, no era nada del otro mundo; en todo caso menos difícil y peligroso que haber escalado con Artur algunas montañas de roca.

Comer en el suelo, sobre una alfombra de mil colores y bajo un cielo iluminado por cientos de miles de estrellas, no era ni más ni menos que haberlo hecho a tres mil metros de altura durante una noche pirenaica. Dormir en una tienda para resguardarme de las alimañas, no era nada comparado con hacerlo en un iglú, rodeado de nieve y a diez grados bajo cero. Los faroles de aceite eran parecidos a los de gas, y los guisos que salían del autobús, mucho mejores que las fabadas asturianas de lata, que Artur y yo calentábamos con el camping-gas en los refugios de alta montaña. Aquí la gente era más amable, hospitalaria y sana. Al contrario que en el tren de Barcelona a Puigcerdà, aquí nadie iba a robar tu mochila o tu anorak; nadie te dejaría tirado en la carretera, muy distinto que en cualquier lugar de nuestra tierra; y nunca te preguntarían si llevabas dinero, si podrías pagar el viaje, la comida, la manta.

 

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martes, 9 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 24ª parte

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Habíamos empleado más de nueve horas para hacer doscientos cincuenta kilómetros, los últimos pavimentados con cemento. También dejamos atrás Pindi, llena de coches y gente en bicicleta, en moto, andando pese el chaparrón, y muchos soldados. Islamabad era el otro lado de la moneda, anchas y ordenadas avenidas con gente vestida casi a la occidental, mujeres paseando sin la cabeza cubierta y despreocupadamente, más aún que en el centro de Karachi. Sorteamos el centro de la moderna ciudad gracias a una gran avenida, que bordeaba la cuadrícula de la nueva capital. Seguía lloviendo, pero ya intermitentemente. A lo lejos y emborronadas por las nubes y la humedad, se podían ver las estribaciones de grandes montañas, que no era más que una pequeña cordillera en comparación a lo que nos esperaba. Docenas de kilómetros montaña arriba de una carretera con muchas curvas, unas veces cimentada y otras, empedrada.
Paramos en un pueblo vecino, ya camino de lo que nuestros compañeros llamaban Cachemira, aunque para el gobierno paquistaní ya estuviéramos en ella, en el que habitaba familia o amigos de nuestros compañeros. Nos pareció que lo primero.

Para el paquistaní rural o humilde, como eran nuestros amigos, la familia es lo más importante, el núcleo vital y social. Las casas son grandes, pero nunca lo suficiente para albergar a todo su mundo, abuelos, padres, tíos, hermanos, hijos, sobrinos; por lo que tuvimos que repartimos entre un pequeño hostal, la casa de aquella familia y el autobús, que tanto servía de vivienda como de cocina, comedor o guardería. Nosotros escogimos el hostal, pese la reticencia de nuestros anfitriones, que lo consideraban insultante. Nos costó bastante, pero los convencimos por los niños.
El llamado hostal distaba mucho de parecerlo, sin embargo, estaba limpio y se podía dormir con tranquilidad en una cama, aunque con el somier roto. Comimos entablados y con la familia, más para no hacer desprecio que por hambre, ya que la verdadera cena la habíamos hecho al pasar por Islamabad y en el autobús.

Una casa sencilla, oscura, casi sin muebles, en la que se respiraba la pobreza; sin embargo, no tuvieron ningún reparo en abrir su despensa con generosidad, regalándonos con pasteles y té, todo con multitud de aromas, de rosa, de cerezo, de cardamomo. Y pese ser el claro objetivo de las miradas y de la curiosidad, se nos trató con tanto cuidado y delicadeza que nos pasó desapercibido.
Los paquistaníes en su mayoría no son así. A nosotros nos había tocado una familia pashtún procedente de la alta Cachemira y muy humilde, que iba a una boda familiar. Quizá fuera eso u otra cosa, nunca lo supimos y tampoco nos importó. Una familia muy sencilla, algunos de sus integrantes con dificultades, otros con dinero, no sobrado, que eso se notaba en sus maneras y en sus pertenencias.

Por la mañana salimos a pasear con las dos chicas por la calle principal, que no era más que la carretera cimentada en algunos tramos. Y en una tienda vimos sitares de todos los tamaños, eran preciosos, posiblemente fabricados en el taller del mismo tendero, barnizados y pintados con esmero. Pedimos a las chicas que nos compraran cuatro, dos pequeños para las niñas que nos acompañaban y otros dos para nosotros. Las vimos tan contentas de poder negociar el mejor precio, que parecía que los compraran para ellas. El tipo no cejó hasta vendernos dos maravillas que, a propósito, extrajo de su almacén, algo más caras que el resto, aunque al fin terminó haciéndonos un buen precio. Vender cuatro sitares no se consigue todos los días, y aún menos a un mismo cliente.

Aquella mañana aprendimos lo que era el vínculo familiar y la solidaridad. Los acomodados invitaban, compraban más vituallas y más ricas, y nadie medía ni calculaba. Podrían haber ido con otros medios, con más comodidad, puede que en tren hasta Pindi y, una vez allí, coger un buen autobús hasta Gilgit. Pero no, por encima de todo estaba la familia y el más acomodado se adaptaba al más humilde y lo ayudaba para compartir la fiesta. Y lo hacían de tal manera, que si no fuera porque nos esforzamos en comprar y hacer regalos, nunca lo hubiésemos notado. Y tampoco me sentí tan extraño y asombrado, después de todo, ¿qué era mi comuna sino lo mismo multiplicado por tres? Al principio nosotros habíamos pasado hambre, ahorrado hasta con los botones de las camisas para no tener que comprarlos; y habíamos buscado entre los desperdicios del mercado, aquello que nadie quiere o no puede vender; y Mila había cocinado la carne que le regalaban para unos inexistentes perros y había robado sin que nos percatáramos, y todo para que el resto no pasara hambre o los niños tuvieran un juguete. Era el contraste con mi familia genética lo que me turbaba, la de mis padres, la de mis tíos.

Al día siguiente otra vez en el autobús, pasamos por pequeñas ciudades de bajas y desperdigadas casas, que en cuanto se concentraban formaban sinuosas calles de tenderetes, ya no rectas y polvorientas como antes, y con algunos militares paseando; y en las afueras, encontramos pequeños destacamentos. La reciente lluvia y el clima, hacían que todo pareciera mucho más verde y fresco. Los cultivos también eran diferentes, abundaba el maíz y la soja.

Desde nuestra partida todavía no habíamos comido ninguna mazorca asada y nos apetecía. Nos pareció que los niños las pedían, y al pasar por un mercado vimos un anciano o eso parecía por sus arrugas, con su carrito cargado y gente haciendo cola. Les pedimos que pararan. No les costó demasiado. Cualquier excusa era buena para dar un respiro al motor, hacer que los niños bajaran para orinar en un rincón o simplemente estirar las piernas. Pero esta vez se dieron cuenta de lo que queríamos y ya no se molestaron, dejaron comprásemos mazorcas para todos y a nuestra vuelta se reían sin disimulo. Y cuando preguntamos de qué, entre risas dijeron: “you ere our guests”. Y es que ya éramos de los suyos.

En aquel mercado descubrimos de dónde salía el alcohol, muy parecido al que el hostelero de Lahore nos había ofrecido. Había tenderetes de licores, de ropa, de herramientas, de motores eléctricos, o de gasoil para coches y camiones, y hasta de fusiles y gran cantidad de munición, supuestamente más baratos que salidos de fábrica; pero aún más sorprendente fue encontrar revistas pornográficas holandesas, danesas y norteamericanas, junto con cajas de preservativos.
Los tenderetes con alcohol estaban repletos de clientes, así como los que enseñaban con disimulo las revistas especiales, que escondían bajo tablas de madera o las mantas que hacían de mostrador, a un público serio y silencioso. Un comercio tan prohibido como descaradamente consentido, denotaba la hipocresía de aquella sociedad religiosa y puritana, llena de contradicciones como cualquiera, en que la imagen lo era todo y la superstición de un Imán creaba jurisprudencia. A buen seguro que cada comarca tendría su mercado, al que iba gente de pueblos lejanos, con la esperanza de no ser reconocida.
Y recordé las discotecas de nuestro país, donde abundaban las chicas de pueblos y barrios vecinos, con el novio en el servicio militar, a la caza de sexo con el desconocido, para evitar habladurías entre los suyos. Y los tenderetes de los Encantes barceloneses, vendiendo pornografía bajo mano, a escondidas del policía que vigilaba por la buena y cristiana conducta de la ciudadanía, del cura que luego las repasaba a escondidas, masturbándose en la sacristía. El mismo cinismo y engaño, la misma hipocresía.

A medida que avanzábamos, el ejército se hacía más presente. Ya no eran pequeños destacamentos sino convoyes. De vez en cuando encontrábamos controles. Miraban, a veces preguntaban o comentaban, siempre con amabilidad. En uno de ellos, ya no militar sino policial, percibimos nerviosismo entre nuestros amigos, vimos como algunos sacaban la cartera y parecía que juntasen dinero. Les hice un gesto, al principio no me entendieron, creían que queríamos pagar y les disgustó, otro me hizo saber que era cosa de ellos, que la policía era peligrosa. Al fin Anna los convenció que no pretendía pagar sino utilizar el hecho que éramos extranjeros, lo cual aún les preocupó más.
Desde el primer día en Karachi, nos dimos cuenta que ser occidental solucionaba muchos problemas con la policía. Quizá tuvieran órdenes de no molestar, de ir con cuidado o solo era su gran sentido de la hospitalidad. Lo cierto es que bajamos, ya con la documentación en la mano y una sonrisa que, sin ser excesiva, denotaba tranquilidad. Y Anna aprovechó la momentánea perplejidad -no era normal que, de un cochambroso y florido autobús, a todas luces lleno de pashtunes y camino a una zona peligrosa, salieran dos jóvenes occidentales, uno de ellos mujer, vestidos de manera que nadie podía concretar-.

- Buenos días agente, vamos a la boda de Massoud Penyad, de Gilgit. Aquí tiene nuestros pasaportes.

Aún recuerdo la cara de los policías. No sabían qué responder. Solo acertaron a decir, después de mirar los pasaportes con desconcierto y casi sin tocarlos, como si tuvieran miedo a infectarse, que fuéramos con cuidado, que pasaríamos a pocos kilómetros de la frontera y podía haber intercambio de disparos. Yo estuve a punto de estropear el invento al preguntar, en las pocas palabras inglesas que sabía, si los fusiles alcanzaban tanto. Por suerte no me entendieron. Al entrar, Anna, con su inalterable tranquilidad, concretó que los disparos eran de artillería, y con la mejor de las sonrisas así lo hizo saber a los demás. La inicial preocupación se tornó en nervios, ya no había la misma animación y nosotros poco podíamos hacer. No sabíamos qué guerra era aquella, no salía en los periódicos ni en los noticiarios de nuestro país. Pero ellos sí la conocían, aunque nunca la habían sentido tan cercana excepto en el sesenta y cinco, cuando su poderoso y bien pertrechado ejército fue derrotado y humillado por el hindú, inferior en todo excepto en pericia. Pero aquella guerra no la sintieron tan cercana, ya que el campo de batalla fue en territorio de la India.

Unos kilómetros más adelante la carretera se tornó infernal, llena de impresionantes roderas, agujeros cubiertos y aplanados por los cascotes y la tierra de los múltiples desprendimientos, aunque era imposible que fuera por el fuego artillero, puesto que la montaña estaba entre la carretera y la frontera. El ruido del motor amagaba cualquier otro y a veces se hacía ensordecedor. A nosotros no parecía preocuparnos. Quizá haber llegado tan lejos, cuando un día antes lo veíamos como un sueño, nos había convertido en temerarios.

Los hombres nos miraban de otra manera, ya no como extranjeros a los que habían de proteger. La manera como Anna había resuelto el problema con la policía los había desconcertado y contrariado. No se sentían cómodos. Unos invitados extranjeros habían violado las reglas de la hospitalidad y del honor para evitar que ellos pagaran. Y, aunque hubiésemos hecho lo posible para que no se hablara de ello, nos dimos cuenta que su incomodidad no desaparecería con facilidad. Les habíamos ahorrado una buena cantidad, pero habrían preferido pagar. Por mi parte había sido un error, producto de la rabia por el hecho que pudieran robar a una gente sencilla que ya sentíamos nuestra; y solo podía solucionarlo de una manera: pidiendo disculpas. Y lo hice como pude. Ellos no entendían nada, no sabían lo que pretendía exponer, hasta que mi compañera lo explicó con cuidado y en inglés.

-Mi esposo está preocupado y os pide disculpas. No debería haber hablado con los policías ni haberse saltado las normas de la hospitalidad. Lo hizo con la mejor intención y por la rabia al ver que os robaban. Somos vuestros invitados y estamos desolados. No volverá a suceder.

Después de aquel difícil discurso, en el que me puso de protagonista para, al menos, salvaguardar el fuerte patriarcado imperante, las aguas volvieron a su cauce y hasta hubo un cierto enfado entre ellos. Entendí que discutían porque uno de ellos había hecho cambiar el trato hacia nosotros y no nos lo merecíamos. Y el que más hablaba inglés, hasta nos agradeció que hubiéramos arriesgado tanto por todos, terminando la conversación con una sonrisa y el consabido: “you ere our guests”.

A los pocos kilómetros y con la carretera en muy mal estado, pero sin tantos agujeros, encontramos un gran convoy, impresionante esta vez y que daba mucho que pensar; por lo menos las roderas ya tenían una explicación. A un lado del camino y espaciadamente, tal como su anchura lo permitía, grandes y modernos camiones de transporte arrastrando piezas de artillería y remolques, probablemente repletos de munición. Más adelante grandes cañones autopropulsados y baterías de misiles y de antiaéreos, que ocupaban casi toda la pista. Se habían estacionado a su derecha y llevaban nuestra dirección, -para nosotros era la contraria, ya que en Pakistán se circula por la izquierda como en el Reino Unido- y pegados a la montaña, casi vertical y muy parecida a los pasos pirenaicos oscenses; a la izquierda y muy abajo, el torrencial río. El convoy ocupaba varios kilómetros porque debía aprovechar las partes anchas de la pista. Pasamos con cuidado, con las ruedas rozando el precipicio y con la ayuda de algunos soldados, que nos dirigían para que no cayéramos despeñados. En el pequeño autobús se respiraba una doble tensión, la del temor a la guerra y sus consecuencias, y la de un orgullo mal disimulado. Por un lado el silencio de las mujeres, que tenían al hermano, al hijo, al sobrino movilizados, alguno en la carnicería de Bangla Desh; el de los de más edad, que habían visto y vivido demasiado, para no saber lo que significa una guerra; y, por otro, el de los hombres más jóvenes, que miraban orgullosos aquella moderna y mortífera maquinaria dispuesta a liberar su querida Cachemira. Y sin embargo, nuestros amigos eran pacíficos y aborrecían y temían la confrontación. Cachemira era otra cosa, una tierra que les pertenecía, en la que muchos hermanos vivían doblegados por otra cultura y sometidos con violencia y represión. No entendían a su gobierno, que los había llevado a la guerra fraticida de Bangla Desh y de la que cada día llegaban docenas de féretros. Bangla Desh era una tierra lejana, que democráticamente había escogido la independencia. Solo el ansia de rapiña de sus mandos militares, de sus políticos, impedía la paz.

Al poco de haber dejado atrás el último camión escuchamos el ruido de los motores, el convoy se ponía en marcha, nadie sabía hacia donde. Tuvimos suerte, porque lo más seguro es que tras nuestro cerraran la carretera. De otro modo habría sido imposible que pudiera moverse.
Según nuestros acompañantes, allí no había sitio para tales armatostes ni podían llegar a ningún destino. El norte de Cachemira era tierra de infantería, de emboscadas y frentes móviles; nunca de piezas de artillería, a no ser que quisieran bombardear o invadir el territorio al otro lado de la frontera, algo que ya hacía la guerrilla, pero más al Este. Donde nos encontrábamos tendrían que instalarse muy cerca y solo de manera defensiva. Eso nos dijo el más anciano, que según el resto conocía la guerra.

A medida que avanzábamos descubríamos la gran riqueza de aquella tierra tan codiciada. Las cumbres de baja vegetación, por la mucha nieve que debía concentrarse en invierno, y los grandes valles con frondosos bosques de abetos, robles y riquísimos campos de cultivo; pequeñas lagunas, y pueblos y caseríos desperdigados hasta donde alcanzaba la vista.

 

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domingo, 7 de febrero de 2021

Qué más da una que otra montaña

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Esta mañana me ha llamado Mónica. Y tras estar hablando de la salud de Amara y de que pronto podríamos vernos, me ha dicho:
- Habla con Anna, por favor.
No he preguntado. ¿Por qué he de hacerlo, si ya sé lo que quiere?

La acabo de llamar.
Pronto hará diez años. Este junio cumpliré setenta, además no puedo dejar a Amara. Y sé que no podría, no me siento capaz.

- No te preocupes Popol, no pienso ir. Allí solo molestaría.
Y se ha puesto a llorar, no sé si de impotencia, por el recuerdo de sus antiguas compañeras de lucha o por lo que pasó entre los dos.
- Nos hacemos viejos, Popol. Ahora son otras las que han de continuar, a mi ya no me necesitan. La pena, lo más triste, es que por mucho que hagamos el mundo seguirá igual.

Cuelgo y me recosto en la silla mientras miro el ordenador. Me ha pillado tuiteando, que aparte de leer y escribir en algún foro de economía, últimamente es de las pocas cosas que hago.
Abro el blog y escribo estas líneas, aún con la duda de si Anna me ha mentido. Sería la primera vez. Antes simplemente no cogía el teléfono o no respondía mis mensajes. Además ha llorado.
¿Por qué lo habrá hecho?
Solo la he visto llorar una vez, y por tiempo que haya pasado se me quedó grabado en la memoria. De ser estúpidamente sentimental diría en el corazón.
¿Quizá porque que me ha engañado?

No hace mucho Artur y yo hablamos de volver a la montaña, para poner nuestros cuerpos y nuestras mentes más allá del límite. Sin sobrepasarlo nunca sabrás hasta donde pueden llegar.
¡Qué más da una que otra montaña, si exceptuando la vegetación, el aire y el clima, todas son iguales! 

Esperaré.

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sábado, 6 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 23ª parte

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Un grupo de familiares desperdigados que iban a la boda de un familiar en Gilgit, en el corazón de la alta Cachemira, que oficialmente se llamaba Áreas del Norte y actualmente Gilgit-Baltistán, pero tal como dije anteriormente, para nuestros amigos y los antiguos habitantes de la zona que habíamos conocido en Lahore, era parte de Cachemira. Algunos de ellos residían en el barrio, de eso que se reunieran allí. Hamid era de la misma familia, pero por alguna razón no asistía, por lo que entendimos que su vínculo era lejano. Salimos escopeteados de la casa, despidiéndonos como pudimos.

Mientras me acercaba al autocar, con una mochila en la espalda y otra en el pecho, justo a la salida del barrio, ya que en sus callejas hubiese sido imposible sin desmontar los innumerables toldos de las casas, Anna entraba en una tienda para comprar algo, que, según le habían dicho durante la cena, iba bien para los desórdenes de la regla. Cuando vimos el autocar no pudimos dejar de sonreír, creo recordar que en algún momento se nos escapó la risa, que, por mucho que la disimuláramos, se debió apreciar a través de nuestros ojos. No podíamos hacernos los sorprendidos. Esperábamos algo así y la idea nos excitaba. Por fuerza tenía que ser un autobús como muchos de los que correteaban por el país, adornado hasta la saciedad, como si de ganar un concurso se tratara y sus dueños compitiesen para ver cual de ellos lo hacía mejor.

El paquistaní no solo es trabajador, también es refinado, perfeccionista y muy habilidoso. Cuando trabaja, sus manos se convierten en herramientas de precisión y hace milagros con los motores y las máquinas, con la ayuda de herramientas que cualquier occidental desecharía. Ahora bien, el autocar, que nadie por muy experto que fuera hubiese distinguido su marca, procedencia o modelo, superaba lo imaginable. Una caja absolutamente cuadrada sobre un elevado chasis, con una visera más alta que ella, adornadas las dos con multitud de letras y símbolos de vivos colores, dibujos geométricos y flores, muchas flores. La tapa del motor estaba ligeramente abierta, supuse que para refrigerarlo mejor, aunque de tan florida eso pasaba desapercibido. Y es que el calor lo merecía, brutal, húmedo, insolentemente pegajoso. En un primer momento me pareció que el motor era un florero y su tapa se mantenía abierta para que saliera el ramo. Sobre la caja, una vaca profusamente adornada a su alrededor, con maletas metálicas, paquetes y baúles cubiertos con plásticos de colores.

El pequeño autocar terminó completamente lleno. Bolsas de comida, mucha fruta y tartas hechas por ellos mismos, por mucho que supieran que por el camino iríamos encontrando multitud de tiendas y mercados en la carretera.

Nosotros esta vez intentamos prepararnos, y en un momento de descuido compramos mangos, bananas y tres preciosos shalvar kamez de vistoso colorido, con pedrería y bordados, que para nosotros eran muy baratos; pero al ver la cantidad de mujeres que viajaban y como vestían, optamos por guardarlos.

Sillas de hierro ancladas con tornillos y tapizadas con elegantes cretonas. Nos habían reservado un par de ellas en el centro del autocar. Me las brindaron con suma delicadeza, dejándome escoger entre ir con ellos delante y dejar a Anna con los niños y las mujeres en la parte trasera, o sentarnos los dos allí. Sabía que no tenía opción, sin embargo, mi compañera, con ironía y en un tono que simulaba sumisión, me dijo que quizá sería mejor que me sentara con ellos. Escogí la segunda opción y lo entendieron, incluso olvidaron su extraña forma de ser y no dejaron de tratarla ni de dirigirse a ella, con más respeto que reparo.
A una de las mujeres solo se le veían los ojos, por contra, el resto cubría sus cabellos con justeza y una de ellas hasta con desenfado. Miré a Anna y aprecié su sonrisa.

¿Habría sido por lo de la noche anterior?

¿Por qué en tiempos de sus padres y abuelos no era necesario que las mujeres vistieran tan cubiertas o vivieran escondidas? Que en realidad era eso último, vivir escondidas. ¿Cómo era posible que al pasar de un mundo rural y hasta nómada, a uno urbano, la situación se hubiera exacerbado hasta tal punto? Me preguntaba perplejo. Anna tampoco lo entendía. Sin embargo, la explicación estaba allí, frente a nosotros, y no la descubriríamos hasta días más tarde, en la aldea más remota y olvidada.

No teníamos mapa, pero, después de haber visto uno en Lahore e intuir el tamaño del país, sabíamos que teníamos muchos kilómetros por delante, también que serían difíciles.
Doscientos cincuenta kilómetros hasta Pindi, una barbaridad para aquel trasto, que tampoco estaba seguro que lo resistiera. Si sacaba la cabeza por la ventanilla, que era muy fácil, porque casi ninguna tenía cristal y ni puñetera falta que hacía, se apreciaba la humareda negra que íbamos dejando tras nuestro, aunque tampoco desentonábamos. Solo uno de cada diez echaba menos humo, por lo que, cuando adelantábamos algún camión o autobús, éramos invadidos por oscuros gases. Y nos llamaban con sus bocinas y nosotros a ellos, no para pedir paso o señalar un socavón, que había tantos que no valía la pena marcarlos, sino como saludo.
En aquel tiempo España no se distinguía precisamente por la bondad de sus carreteras, pero, en comparación, las nuestras lo eran y aquello solo un simulacro. Lahore era una gran ciudad, quizá la segunda de Pakistán, y aquella carretera era la columna vertebral del país; iba de Karachi hasta la capital y atravesaba las principales ciudades, las más ricas y pobladas. Pensar lo que nos podía deparar el viaje de Islamabad hasta Gilgit daba miedo. Pero a aquella gente se le veía contenta y feliz.

Parábamos a menudo, porque cuando no era un niño eran dos los que no podían retenerse, y eso que eran pocos y pequeños, entonces el resto aprovechábamos para hacer nuestras necesidades o estirar las piernas.
Con ellos venían dos chicas de unos quince años, que las acomodaron junto a nosotros. Por lo que entendimos, el resto de jóvenes, aprovechando el final del curso, habían llegado unos días antes con más familia y un autocar parecido.
Con la marcha que llevábamos calculamos que al menos necesitaríamos tres días para llegar a nuestro destino. Aquel trasto precisaba descansar tanto como nosotros, que íbamos de un lado a otro y pegando botes sin cesar, pero riendo y cantando con la gente más hospitalaria del mundo, al son, unas veces melancólico y otras alegre, del sitar que llevaban consigo.

El camino estaba repleto de campos de cultivo, la tierra más fértil que hasta entonces había visto, llena de altos bananos, caña de azúcar, manzanos, uva, mangos, ciruelos y pasto. Pero también olor a excrementos de animales, que utilizaban para abonar los campos, y moscas, muchísimas y de todos los tamaños, que entraban y salían del autocar como si estuvieran de paso. Nuestros compañeros, a quienes no parecía afectarles, nos explicaron que tras el monzón había tantas que taponaban los radiadores de los automóviles e impedían la visión. Pese la molestia que representaban, nos llenó de asombro la riqueza de los mercados, que florecían en las entradas y salidas de los pueblos.
Como españoles, que siempre habíamos creído que nuestra riqueza culinaria es única, se supone que influenciados por la chovinista propaganda oficial, nos sorprendía la variedad y calidad de sus productos, así como el precio. Las bananas se compraban a manojos, no a peso, y por pocos céntimos. En los mercados nunca faltaba de nada y se podía encontrar desde legumbres, hasta carne de todos los animales imaginables excepto del cerdo. Lo que no había es buen pescado.

Tenderetes con multitud de bebidas hechas con zumo de frutas, que se vendían a granel o embotelladas, con marca o sin ella; miel llegada de todo el país, cada una de un color distinto. Flores y plantas exóticas; mantas extendidas en el suelo cubiertas de frutos frescos o secos, y mesas llenas de tarros de confitura. Y carniceros que vendían corderos enteros, vivos, muertos, o previamente despiezados. Los mataban allí mismo con una crueldad espantosa, pero no superior a la de nuestra tierra con el cerdo, con sus gritos agónicos y su resistencia a ser llevado al banco de la matanza. Aves de todo tipo, desde pollos hasta pavos hacinados en grandes jaulas, esos últimos muy apreciados.
Y vimos como compraban los alimentos necesarios para seguir el viaje, entre ellos un par de pavos dentro de una jaula, y antes de escuchar la típica frase: “you are my guests” o, en aquel caso: “our guests”, en una de las paradas bajamos y compramos un gran queso, almendras, limonada envasada, dos melones y muchas otras cosas que hoy no recuerdo. Y sí, no pudieron remediarlo, y entre nuestras risas y su disgusto tuvimos que escuchar: “you ere our guests”.

La carretera estaba cimentada a tramos, casi siempre al atravesar pueblos, pero también en otros lugares sin ninguna razón que pudiéramos encontrar. Algunos tramos estaban empedrados, nadie sabía por qué, ya que como pista estaba muy bien cuidada, lisa y de tierra aplastada y fina; aunque probablemente, en la época del monzón debía ser difícil circular por ella. A unos cuarenta kilómetros atravesamos una gran ciudad, mucho más pequeña que Lahore, pero por lo que vimos a través de las ventanas, igual de encantadora. Por entonces ya íbamos llenos de un polvo entre rojizo y arenoso, que con el sudor parecía arcilla y se nos adhería en la piel. Lo que más nos seguía llamando la atención, era la falta de mujeres en la calle y el gran colorido del país: azules, verdes, naranjas. Sus edificios más antiguos y bellos eran del color de la tierra, con un tono algo más oscuro, que los realzaba sin desentonar. Las mezquitas, aunque modernas, eran del mismo color que esos edificios, pero la parte superior de sus almenares seguía la misma tónica que en Lahore y estaban pintados de blanco o azul.

A la salida de la ciudad nos desviamos unos metros, quizá cien. Era mediodía y debían rezar. Paramos en un lugar que nos vendieron como pintoresco y donde había agua para lavarse. Un gran cementerio, no por la cantidad de tumbas sino por su extensión y lo desperdigadas que estaban. Nunca habíamos visto uno musulmán y, la verdad, era parecido a cualquier otro de nuestro país, pero sin nichos y más grande. Las losas que marcaban las tumbas servían de apoyo a algunos vendedores ambulantes, otra vez con sus frutas y verduras. No había animales, ni siquiera pollos; pero sí trebejos, ropa y cacharros, que, aun estando en buenas condiciones, se notaban usados.
Nuestros compañeros no habían seguido el horario y nos sorprendió. Lo descubrimos al fijarnos en la sombra de las lápidas, al pasear entre las pequeñas paradas. La hora del rezo había pasado sin que nos percatáramos, ya que en el interior del autocar era imposible oír el canto del muecín o de cien al unísono. No les preguntamos, creímos que sería una indiscreción. Con los días aprendimos que la hora del rezo, aparte de depender de la altura del sol, de su color y de la oscuridad, podía variar por la necesidad del creyente, en este caso del viajero. 

Por las calles apenas veíamos mujeres y cuando encontrábamos una, parecía tener prisa, andando cabizbaja, dando a entender que no era lugar para ella.

Evitábamos las ciudades. Nuestros amigos preferían los pueblos, con menos normas y policías, y conocían todos los trucos para esquivar la aglomeración. A veces tomábamos un desvío dejando la carretera principal, pasábamos por dos o tres callejas adyacentes, para salir a una calle ancha y larga, que corría casi paralela a la carretera. Allí no encontrábamos coches y era parecida a las que rodeaban su barrio, tan polvorienta y solitaria como las de los suburbios de Lahore. Muy de vez en cuando sonaba un claxon, era alguien que saludaba; otras veces éramos nosotros. Tanto si cruzábamos ciudades o pueblos, la carretera era jalonada por un variopinto salpicón de camiones, coches y triciclos aparcados sin orden, que incluso ocupaban parte de ella, lo que dificultaba muchísimo la conducción.

El pashtún es hospitalario con todo el mundo, sobre todo con el extranjero, aunque eso lo podemos extrapolar a la mayoría de los paquistaníes, pero no con tanta intensidad, su generosidad traspasa las fronteras de su casa, de su pueblo, de su región, y nosotros empezábamos a sentirnos como ellos. En pocos kilómetros, aunque muchas horas, tanto ellos como nosotros habíamos olvidado su peculiar cultura patriarcal. Anna se reía y hablaba en inglés por los codos sin demasiado acierto ni éxito, arreglando la falta de comprensión con gestos y alguna palabra en urdu, que poco a poco íbamos aprendiendo; aunque para nuestra sorpresa su significado y pronunciación cambiaba dependiendo el sentido de la conversación. Entre ellos hablaban el pashto, algo distinto y aparentemente con las mismas raíces, pero nos decían que todos entendían el urdu o lo hacían ver, que era el idioma oficial desde su independencia.

A última hora de la tarde llegamos a Pindi. Solo entrar empezó a llover, y en cambio de moscas, que por ensalmo habían desaparecido, por las ventanas entraba agua a raudales. Para evitarla instalamos trozos de tela con estampación multicolor o lisa, pero igual de luminosa. Y por mucho que nos esforzáramos, no podíamos imaginar nuestra estampa desde el exterior.

 

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jueves, 4 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 22ª parte

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Un grupo de familiares desperdigados que iban a la boda de un familiar en Gilgit, en el corazón de la alta Cachemira. Algunos de ellos residían en el barrio, de eso que se reunieran allí. Hamid era de la misma familia, pero por alguna razón no asistía. Por lo que entendimos, que su vínculo era lejano. Salimos escopeteados de la casa, despidiéndonos como pudimos.

Mientras me acercaba al autocar, con una mochila en la espalda y otra en el pecho, justo a la salida del barrio, ya que en sus callejas hubiese sido imposible sin desmontar los innumerables toldos de las casas, Anna entraba en una tienda para comprar algo, que, según le habían dicho durante la cena, iba bien para los desórdenes de la regla. Cuando vimos el autocar no pudimos aguantar la risa, que, por muy interior que fuera, se debía ver a través de nuestras miradas. No podíamos hacernos los sorprendidos. Esperábamos algo así y la idea nos excitaba. Por fuerza tenía que ser un autobús como cualquiera de los que correteaban por el país, adornado hasta la saciedad, como si de ganar un concurso se tratara y sus dueños compitiesen para ver cual de ellos lo hacía mejor.

El paquistaní no solo es trabajador, también es refinado, perfeccionista y muy habilidoso. Cuando trabaja, sus manos se convierten en herramientas de precisión y hace milagros con los motores y las máquinas, con la ayuda de herramientas que cualquier occidental desecharía. Ahora bien; el autocar, que nadie, por muy experto que fuera, hubiese distinguido su marca, procedencia o modelo, superaba lo imaginable. Una caja absolutamente cuadrada sobre un elevado chasis, con una visera más alta que ella, adornadas las dos con multitud de letras de vivos colores, dibujos geométricos y flores, muchas flores. La tapa del motor estaba ligeramente abierta, supuse que para refrigerarlo mejor, aunque de tan florida, eso pasaba desapercibido. Y es que el calor lo merecía, brutal, húmedo, insolentemente pegajoso. En un primer momento me pareció que el motor era un florero y su tapa se mantenía abierta para que saliera el ramo. Sobre la caja, una vaca profusamente adornada a su alrededor, con maletas metálicas, paquetes y baúles cubiertos con plásticos de colores.
El pequeño autocar terminó completamente lleno. Bolsas de comida, mucha fruta y tartas hechas por ellos mismos, por mucho que supieran que por el camino iríamos encontrando multitud de tiendas y mercados en la carretera.
Nosotros esta vez intentamos prepararnos, y en un momento de descuido compramos mangos, bananas y tres preciosos shalvar kamez de vistoso colorido, con pedrería y bordados, que para nosotros eran muy baratos; pero al ver la cantidad de mujeres que viajaban y como vestían, optamos por guardarlos.

Sillas de hierro ancladas con tornillos y tapizadas con elegantes cretonas. Nos habían reservado un par de ellas en el centro del autocar. Me las brindaron con suma delicadeza, dejándome escoger entre ir con ellos delante y dejar a Anna con los niños y las mujeres en la parte trasera, o sentarnos los dos allí. Sabía que no tenía opción, sin embargo, mi compañera, con ironía y en un tono que simulaba sumisión, me dijo que quizá sería mejor que me sentara con ellos. Escogí la segunda opción y lo entendieron, incluso olvidaron su extraña forma de ser y no dejaron de tratarla ni de dirigirse a ella, con más respeto que reparo.
A una de las mujeres solo se le veían los ojos, por contra, el resto cubría sus cabellos con justeza y una de ellas hasta con desenfado. Miré a Anna y aprecié su sonrisa.
¿Habría sido por lo de la noche anterior?
¿Por qué en tiempos de sus padres y abuelos no era necesario que las mujeres vistieran tan cubiertas o vivieran escondidas? Que en realidad era eso último, vivir escondidas. ¿Cómo era posible que al pasar de un mundo rural y hasta nómada, la situación se hubiera exacerbado hasta tal punto? Me preguntaba perplejo. Anna tampoco lo entendía. Sin embargo, la explicación estaba allí, frente a nosotros, y no la descubriríamos hasta días más tarde, en la aldea más remota y olvidada.

No teníamos mapa, pero, después de haber visto uno en Lahore e intuir el tamaño del país, sabíamos que teníamos muchos kilómetros por delante, también que serían difíciles.
Doscientos cincuenta kilómetros hasta Pindi, una barbaridad para aquel trasto, que tampoco estaba seguro que lo resistiera. Si sacaba la cabeza por la ventanilla, que era muy fácil, porque casi ninguna tenía cristal y ni puñetera falta que hacía, se apreciaba la humareda negra que íbamos dejando tras nuestro, aunque tampoco desentonábamos. Solo uno de cada diez echaba menos humo, por lo que, cuando adelantábamos algún camión o autobús, éramos invadidos por oscuros gases. Y nos llamaban con sus bocinas y nosotros a ellos, no para pedir paso o señalar un socavón, que había tantos que no valía la pena marcarlos, sino como saludo.

En aquel tiempo España no se distinguía precisamente por la bondad de sus carreteras, pero, en comparación, las nuestras lo eran y aquello solo un simulacro. Lahore era una gran ciudad, quizá la segunda de Pakistán, y aquella carretera era la columna vertebral del país; iba de Karachi hasta la capital y atravesaba las principales ciudades, las más ricas y pobladas. Pensar lo que nos podía deparar el viaje de Islamabad hasta Gilgit daba miedo. Pero a aquella gente se la veía contenta y feliz.
Parábamos a menudo, porque cuando no era un niño eran dos los que no podían retenerse, y eso que eran pocos y pequeños, entonces el resto aprovechábamos para hacer nuestras necesidades o estirar las piernas.
Con ellos venían dos chicas de unos quince años, que las acomodaron junto a nosotros. Por lo que entendimos, los mayores, aprovechando el final del curso, habían llegado unos días antes con más familia y un autocar parecido.

Con la marcha que llevábamos calculamos que al menos necesitaríamos tres días para llegar a nuestro destino. Aquel trasto precisaba descansar tanto como nosotros, que íbamos de un lado a otro y pegando botes sin cesar, pero riendo y cantando con la gente más hospitalaria del mundo, al son, unas veces melancólico y otras alegre, del sitar que llevaban consigo.

El camino estaba repleto de campos de cultivo, la tierra más fértil que hasta entonces había visto, llena de altos bananos, caña de azúcar, manzanos, uva, mangos, ciruelos y pasto. Pero también de olor a excrementos de animales, que utilizaban para abonar los campos, y moscas, muchísimas, que entraban y salían del autocar como si estuvieran de paso. Nos llenaba de asombro la riqueza de los mercados, que florecían en las entradas y salidas de los pueblos.

Como españoles, que siempre habíamos creído que nuestra riqueza culinaria es única, se supone que influenciados por la chovinista propaganda oficial, nos sorprendía la variedad y calidad de sus productos, así como el precio. Las bananas se compraban a manojos y por pocos céntimos. En los mercados nunca faltaba de nada y se podían encontrar desde legumbres, hasta carne de todos los animales imaginables excepto del cerdo. Lo que no había es buen pescado.

Tenderetes con multitud de bebidas hechas con zumos, que se vendían a granel o embotelladas, con marca o sin ella; miel llegada de todo el país, cada una de un color distinto. Flores y plantas exóticas; mantas extendidas en el suelo cubiertas de frutos frescos, secos, tarros de confitura. Y carniceros que vendían corderos enteros, vivos, muertos, o previamente despiezados. Los mataban allí mismo con una crueldad espantosa, pero no superior a la de nuestra tierra con el cerdo, con sus gritos agónicos y su resistencia a ser llevado a la mesa de la matanza. Aves de todo tipo, desde pollos hasta pavos hacinados en grandes jaulas, esos últimos muy apreciados.

Y vimos como compraban los alimentos necesarios para seguir el viaje, entre ellos un par de pavos dentro de una jaula, y antes de escuchar la típica frase: “you are my guests” o, en aquel caso: “our guests”, en una de las paradas bajamos y compramos un gran queso, almendras, limonada envasada, dos melones y muchas otras cosas que hoy no recuerdo. Y sí, no pudieron remediarlo, y entre nuestras risas y su disgusto tuvimos que escuchar: “you ere our guests”.

La carretera estaba asfaltada a tramos, casi siempre al atravesar pueblos, pero también en otros lugares sin ninguna razón que pudiéramos encontrar. Algunos tramos estaban empedrados, nadie sabía por qué, ya que como pista estaba muy bien cuidada, lisa y de tierra aplastada y fina; aunque probablemente, en la época del monzón debía ser difícil circular por ella. A unos cuarenta kilómetros atravesamos una gran ciudad, mucho más pequeña que Lahore, pero igual de encantadora por lo que veíamos a través de las ventanas. Por entonces ya íbamos llenos de un polvo entre rojizo y arenoso, que con el sudor parecía arcilla y se nos adhería en la piel. Lo que más nos seguía llamando la atención, era la falta de mujeres en la calle y el gran colorido del país: azules, verdes, naranjas. Sus edificios más antiguos y bellos eran del color de la tierra, con un tono algo más oscuro, que los realzaba sin desentonar. Las mezquitas, aunque modernas, eran del mismo color que esos edificios, pero la parte superior de sus almenares seguía la misma tónica que en Lahore y estaban pintados de blanco o azul.

A la salida de la ciudad nos desviamos unos metros, quizá cien. Era mediodía y debían rezar. Paramos en un lugar que nos vendieron como pintoresco y donde había agua para lavarse. Un gran cementerio, no por la cantidad de tumbas sino por su extensión y lo desperdigadas que estaban. Nunca habíamos visto uno musulmán y, la verdad, era parecido a cualquier otro. Las losas que marcaban las tumbas servían de apoyo a algunos vendedores ambulantes, otra vez con sus frutas y verduras. No había animales, ni siquiera pollos; pero sí trebejos, ropa y cacharros, que, aun estando en buenas condiciones, se notaban usados.

Nuestros compañeros no habían seguido el horario y nos sorprendió. Lo descubrimos al fijarnos en la sombra de las lápidas, al pasear entre las pequeñas paradas. La hora del rezo había pasado sin que nos percatáramos, ya que en el interior del autocar era imposible oír el canto del muecín o de cien al unísono. No les preguntamos, creímos que sería una indiscreción. Con los días aprendimos que la hora del rezo, aparte de depender de la altura del sol, de su color y de la oscuridad de la noche, podía variar por la necesidad del creyente, en este caso viajero.

Por las calles apenas veíamos mujeres y cuando encontrábamos una, parecía tener prisa, andando cabizbaja dando a entender que no era lugar para ella.

Evitábamos las ciudades. Nuestros amigos preferían los pueblos, con menos normas y policías, y conocían todos los trucos para esquivar la aglomeración. Después de un desvío y dos esquinas, nos encontrábamos en una calle ancha y larga, sin señales, aunque casi ninguna las tenía. Allí no encontrábamos coches y era parecida a las que rodeaban su barrio, tan polvorienta y solitaria como las de los suburbios de Lahore. Muy de vez en cuando sonaba un claxon, era alguien que saludaba; otras veces éramos nosotros. Tanto si cruzábamos ciudades o pueblos, la carretera era jalonada por un variopinto salpicón de camiones, coches y triciclos aparcados sin orden, que incluso ocupaban parte de ella.

El pashtún es hospitalario con todo el mundo, sobre todo con el extranjero, aunque eso lo podemos extrapolar a la mayoría de los paquistaníes, pero no con tanta intensidad, su generosidad traspasa las fronteras de su casa, de su pueblo, de su región, y nosotros empezábamos a sentirnos como ellos. En pocos kilómetros, aunque muchas horas, tanto ellos como nosotros habíamos olvidado su machismo, si así se podía considerar a su curiosa cultura patriarcal. Anna se reía y hablaba en inglés por los codos sin demasiado acierto ni éxito, ya que ellos apenas lo entendían; y, como podíamos, aprendíamos palabras en urdu, que nunca eran las mismas ni se pronunciaban de la misma manera. Entre ellos hablaban el pashto, algo distinto y con las mismas raíces, pero nos decían que todos entendían el urdu o lo hacían ver, que era el idioma oficial desde su independencia.

A última hora de la tarde llegamos a Pindi. Llovía y por las ventanas entraba agua. Para evitarla instalamos trozos de tela con estampación multicolor o lisa, pero igual de luminosa. Y por mucho que nos esforzáramos, no podíamos imaginar nuestra estampa desde el exterior.

 

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lunes, 1 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 21ª parte

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Un hombre tan curioso como avispado. Llamamos a su puerta, a cien metros de la de arco en punta que abría el barrio, que de tan antigua no me atrevo a datarla. Por entonces ya nos reíamos al ver la sorpresa de la gente, cuando nos descubría europeos.
Nunca hubiéramos imaginado que nos adaptaríamos con tanta facilidad, no era solo la vestimenta, también la manera de estar, de dirigirnos a la gente. Y Hamid fue uno de ellos.
De edad avanzada, muy alto y seco. Tendría setenta o más, y eso que los habitantes del barrio aparentaban más de la que tenían. Después que su nieto le leyera la misiva, levantó la vista y nos miró de arriba abajo. Parecía que estudiase nuestras posibilidades y, por lo que dijo, no debió quedar muy convencido. Ni siquiera hablaba en urdu, aunque lo conocía perfectamente. No hacía falta y tampoco nos habría servido de mucho, a su lado, el nieto nos traducía lentamente en ingles todo lo que decía, tan limpio que hasta yo entendí algo de la conversación.

-¿Unos jóvenes europeos que quieren viajar hasta la frontera de la alta Cachemira?

El nieto pareció turbarse, percibía nuestro desconcierto, ya que por el tono parecía una pregunta llena de desprecio.

-Además de valor y pericia, necesitarán suerte para sobrevivir.

Anna respondió con una sonrisa y una tranquilidad que desarmaba al más pintado. Era consciente que aquel tipo era de los que no les parecía bien que una mujer no se cubriera la cabeza, y aún menos que sonriera con tanto descaro, aunque nunca a él sino a su nieto. El abuelo la observó con cuidado, pero también sin mirarle a los ojos, como si sintiera vergüenza o miedo de caer en pecado. En aquel extremo de Lahore, que la gente consideraba poblado de antiguos habitantes del norte de Cachemira, refugiados o huidos de la guerra y la salvaje represión del ejército hindú, y, aunque menos, también por el gobierno paquistaní, debía predominar la etnia panyabí. Eso nos dijeron en el centro, cuando ellos sí lo eran; sin embargo, no era así y, por lo que empezábamos a conocer, de panyabí había poco.

De no ser por las mochilas, podríamos haber pasado absolutamente desapercibidos, y no solo por nuestra vestimenta, que era insuficiente, sino porque la gente era muy parecida a nosotros, alta y de rasgos angulosos, distinta a la que habíamos visto en el resto de la ciudad; abundaban los ojos claros, entre ellos muchos rubios de fuerte parecido al típico nórdico; también había pelirrojos. Los morenos tenían nuestras facciones y su tez era igual de clara que la nuestra, bastante menos oscura que en el centro de la ciudad. Un alemán racista la confundiría con una rama virgen de la raza aria. Pero lo que más nos llamó la atención fue el color de sus uñas, tan claro como el nuestro.
Cuando veía una chica de nuestra edad, que, en contraste con el resto de la ciudad, allí paseaban sin reparo, me fijaba en su gran parecido con cualquier europea; de tal manera que a mi compañera, si no fuera por el idioma, nadie la hubiera dado por extranjera. Días más tarde entendimos por qué no tenían reparo en salir, aunque más acompañadas que solas. En aquel barrio, las chicas de nuestra edad ya estaban casadas, y las pocas que todavía no habían tenido a su parecer esta suerte estaban comprometidas.

De pronto oímos el lejano canto del almuédano, por los altavoces del alto y espectacular alminar que dominaba todo el norte de la ciudad. Nos retiramos a un rincón con respeto, el mismo que hubiéramos mostrado en una iglesia católica con gente rezando.
En Pakistán, como en el resto del mundo musulmán, no se necesita iglesia o mezquita para rezar, cualquier sitio es bueno para extender la alfombra, siempre y cuando se haya hecho la ablución necesaria.
El almuédano nos ayudaba a saber la hora. Desde nuestra llegada a Lahore ya no mirábamos el reloj, no nos hacía falta. Lo único que hacíamos era respetar el momento en silencio e intentar pasar desapercibidos, de manera que nadie se sintiera ofendido, cosa que de inmediato notamos que se agradecía. En Pakistán había una gran colonia de occidentales, norteamericanos, franceses e ingleses, y antes de la guerra abundaban los turistas y los hombres de negocio. Y esta gente no solía respetar la intimidad como nosotros. Ya en Karachi, por tal cosa Anna y yo tuvimos problemas con nuestros compañeros. Ellos seguían andando y charlando, y hasta se mostraban ofendidos al ver que nadie les hacía caso.

Al terminar el Salát, algunos nos vigilaban con desasosiego. Un musulmán debe rezar, es su obligación. Nosotros no lo éramos, pero nuestra imagen daba a entender que sí. Anna, al percatarse, habló conmigo en voz lo suficiente alta para evitar malentendidos, en catalán y algo irritada. Empezaba a estar harta de aquella sociedad tan cargada de prejuicios y de un extraño radicalismo, extraño porque no sabíamos definirlo. Una sociedad abierta y generosa con el extraño, pero cerrada y radical para sí misma. Fue casi automático, como si de uno a otro se pasase el mensaje, desde el más cercano al más lejano. Son extranjeros, amigos de Hamid Masel, de Rostam; que respetan y actúan con decoro, parecía que anunciaran sin siquiera abrir la boca. Y la reserva que momentos antes habíamos percibido, se tornó en simpatía y amabilidad.

Volvimos a la puerta y esperamos. No hizo falta darle a la anilla que hacía de picaporte, ya que habían dejado la puerta abierta, supusimos para que pudiéramos entrar durante su rezo; tampoco debimos esperar mucho, quizá un par de minutos. Y una vez más hizo que el nieto le leyera la nota, parecía perplejo y, aunque nosotros no entendiéramos ni una palabra ni supiéramos lo que había escrito, nos miraba como si fuera obra nuestra y no de Ismail. Entonces recordé a su anciano amigo que nos había obsequiado con dátiles y le expliqué que habíamos llegado por él. Lo hice sin subterfugios y de manera escueta.

-Tu amigo Mansur dijo que te buscáramos y nos aseguró que nos explicarías cómo llegar.

Vi como el nieto esbozaba una sonrisa mientras le traducía el mensaje. Mansur debía ser un viejo conocido de la familia. El tipo, si hasta aquel momento había mantenido alguna reserva, la olvidó de inmediato y nos preguntó si teníamos donde dormir. Respondimos que no, pero que buscaríamos algún sitio en el barrio. Y levantó los ojos simulando desesperación, como diciendo que no teníamos remedio.
El nieto nos acompañó a una casa de dos plantas y de mala apariencia, donde, según su abuelo, daban buena comida y alojamiento. En mi vida hubiera imaginado que existiera algo así. Nos preguntaron si éramos matrimonio y respondimos que sí. No teníamos ningún interés, en un lugar como aquel, de dormir separados. En primer lugar había que andar con cuidado, pues el suelo estaba roto y en algunos sitios había que andar por encima de las vigas desnudas. Y pensé que debía beber poco, no fuera que a media noche tuviera ganas de orinar, pero eso era lo de menos; y es que el urinario, como en muchas viejas casas de nuestro país, estaba en el exterior. En segundo lugar también debíamos tener cuidado con la solidez de las vigas, algunas no hubiesen aguantado mi peso. En la sala principal, que hacía de comedor, la mesa se apoyaba con tres patas sobre las tablas de madera y la cuarta sobre una viga. Un pequeño golpe y se habría ido abajo. Probablemente Hamid había decidido que supiéramos lo que nos esperaba, antes de emprender el viaje.

En Pakistán se come admirablemente bien con relación a sus vecinos. Según nos habían contado los pocos viajeros que conocimos, la cocina paquistaní era superior y mucho más rica que la hindú y la iraní, sus platos mejor elaborados y especiados con más maestría. Nunca tuvimos problemas a la hora de comer y nos gustaba encontrar nuevos sabores.
La cocina de Karachi es una amalgama de todas. En todo lugar te hacen platos de cualquier región paquistaní, a cada cual más sabroso y distinto. Por tal cosa no nos extrañamos que allí sirvieran platos diferentes a los que habíamos probado hasta entonces, más aromáticos y muy bien cocinados.
Lo que no esperábamos es que la mesa estuviera llena de comensales, todos hombres. La intuición hizo retirarse a Anna, a la que observaban torvamente. Me acerqué a la cocina y allí estaban, arremolinadas alrededor de una pequeña mesa, todas con la cabeza cubierta. Al volver, los hombres ya introducían su mano en la misma fuente, llena de arroz, verduras y carne. Al principio quise marchar, me sentí muy violento, sobre todo por mi compañera. Si aquello era lo que nos esperaba, prefería mil veces olvidarme del viaje. Anna se rió al ver mi cara y ni corta ni perezosa entró en la cocina, y al momento se escucharon voces, saludos y risas.
Un tipo más arrugado que una pasa de Corintio me hizo sitio, se le notaba violento. Anna, con su flequillo, sus gruesos labios, su sensualidad, su arrebatadora juventud y su manera de mirar y ser, tan fuerte como desafiante, parecía haberse convertido en un desafío para aquellos tipos; sin embargo, la transparencia de su kamez no parecía preocuparles, todo lo contrario que a mí, que verla tan tapada, mientras podía apreciar sus preciosas formas a través de la fina tela de algodón, gracias al contraste de la luz que llegaba de la cocina, perturbaba mis sentidos. Tomé asiento y en un momento de lucidez entendí que debía dar una explicación. Con alguna palabra en urdu y el apoyo de la mímica, les hice saber que en nuestro país, era costumbre que la mujer comiera en la misma mesa, y al momento se disipó el recelo. La comida era excelente desde mi punto de vista o paladar, el único problema era la completa falta de higiene. Comía con pequeñas tortas de pan, que utilizaba de envoltorio y para coger el arroz y la carne sin necesidad de que mi mano se pringara demasiado; también unas sabrosas croquetas de pasta de garbanzo con carne picada, servidas en tres platos sobre la mesa; y agua y té como bebida. El té nunca me había gustado, pero desde un principio entendimos que era mejor tomarlo antes que beber agua sin garantía.
Uno de mis acompañantes, igual para romper el hielo, para sentar una cercanía o para demostrar que no eran tan machistas, reconoció que en su casa las mujeres comían con los hombres e iban descubiertas; y al poco y con asombro descubrí que casi todos mantenían esta costumbre. Me abstuve de hablar, primero porque no entendía y segundo porque entendí que era el menos indicado. Pero, tal como discutían y la extraordinaria ferocidad que empleaban, me di cuenta que el extraño no era yo sino uno en particular, al que recriminaban de algo que no entendí; pero sí que hablaban de religión. Uno de ellos, al verme apartado y en silencio, intentó explicarme que sus abuelos y bisabuelos nunca habían excluido a las mujeres, que eso era nuevo.

Escuchaba mientras comía, aunque no entendía nada de lo que decían. Vigilaba sus gestos y su manera de comer. En el caso que nuestra aventura se hiciese realidad no quería que nada nos cogiera desprevenidos. Lo seguro es que al lugar donde íbamos no abundarían restaurantes y hoteles, y menos aún turistas. Y descubrí que no utilizaban la mano izquierda. Hasta entonces no me había fijado. En los restaurantes y bares donde habíamos comido, nunca había estado al tanto, quizá por estar siempre juntos y no mirar a la gente, o porque en Karachi la costumbre se había perdido.
En soledad descubría detalles que antes se me escapaban. Algunas costumbres ya las había aprendido y rápido, por eso no me alarmó que al levantarnos, uno de ellos me cogiera de la mano para enseñarme donde orinar, en caso de sufrir incontinencia por la noche. Antes, el mismo tipo me había ofrecido una pipa con hachis; la cena había terminado y parecía que lo utilizaran como postre o para dormir mejor. Le hice ver que no era fumador. No se sorprendió, nadie se asombraba por nada, el único yo, que pocas horas antes había hecho de traficante en un lugar donde abundaba.
Nos sorprendió que fuéramos pocos los que pernoctásemos en la casa. Tres de ellos pagaron, se despidieron y marcharon con sus mujeres, otros dos se quedaron a dormir. Cuando quedamos solos, el posadero quiso sentarse con nosotros para preguntar por nuestro país y sus costumbres, y cómo nos desenvolvíamos con la dictadura. Pakistán, por mucho que sorprendiera, era un país libre y democrático, donde se vivía la política con mucha intensidad. Se respiraba corrupción, ni más ni menos que en España, pero no el despotismo de nuestro país.
Aquel hombre, sensato e inteligente, nos explicaba que todos nos parecemos, que somos hipócritas y cínicos con nuestros hermanos; y, mientras hablaba, de la cocina extrajo una botella de aguardiente, que nunca supe de qué había sido destilada.

-Muchos de nosotros bebemos alcohol, pero así, sin que nadie nos vea.

Nos explicó, mientras su mujer trajinaba en la cocina como buena esclava. Pero, quién era yo para discutir o juzgar, si en Barcelona mi madre y mi abuela hacían lo mismo.
Cuando le preguntamos qué le debíamos, respondió con una frase a la que ya empezábamos a acostumbrarnos: “you are my guests”, ustedes son mis invitados.

Por la noche Anna me dijo que con la discusión, en la cocina se respiraba tensión y malestar, se hablaba poco y nada sobre el tema; que aquella sociedad era cobarde y débil, sobre todo las mujeres. La vi tan irritada que le propuse anular el viaje, aunque tampoco estábamos seguros de poder realizarlo. Pero lo que más nos sorprendía, era la conversación con el anciano del mercado de verduras; aún recordábamos sus palabras:
“Si queréis paz y belleza id al sur de la alta Cachemira, a sus aldeas más alejadas. Os costará llegar, será peligroso, pero difícilmente podréis ver tanta belleza y sentir más paz en otro lugar del mundo”. Y empezamos a pensar si nos habíamos equivocado de país o malinterpretado sus palabras. Hasta el momento, todos nos decían que era una locura, un país en permanente guerra y muy peligroso, en el que la gente era muy violenta, con pueblos abandonados y saqueados. El anciano seguramente se refería a otro tipo de paz, desconocida en aquel momento para nosotros.

De la charla con el mesero dedujimos que debíamos cambiar nuestra manera de vestir y olvidarnos de intentar pasar desapercibidos; que con solo ponernos un cinturón sobre el blanco, cómodo y sencillo salwar kamez sería suficiente. A Anna no hacía falta pedirle que se quitara el maldito pañuelo de la cabeza. Creo recordar que en el barrio lo llevó puesto media hora o menos, y tan subrepticiamente que llamaba menos la atención sin él.
Debíamos ser correctos, adaptarnos, pero sin perder las maneras. El paquistaní acepta al extranjero y sus costumbres, siempre y cuando mantenga el justo decoro. Entendimos que solo así podríamos soportar el viaje por aquel mundo tan extraño, que ya no nos atrevíamos a tratarlo de patriarcado o de machista, que para unas cosas era muy parecido al latino y para otras, inexistente, y, sin embargo, estaba tan presente que agobiaba. Y decidimos no seguir escondiendo nuestro origen y adecuar aún más nuestras costumbres al entorno.

Por la mañana y para disgusto de Anna, que consideraba que el descuido me sentaba bien, me afeité. Desde nuestra salida de Barcelona todavía no lo había hecho y, pese a mis veinte años, como buen latino mi barba era oscura y bastante poblada, y hacía que pareciera más pashtún que algunos de ellos. Y al afeitarme el bigote, que era lo que mejor me crecía, recuperé por completo mi antigua fisonomía.
El mesero consiguió que desayunáramos antes para poder estar juntos. Nos sirvió tartas con miel, supongo que confeccionadas con leche, y un té extrañísimo, que de poco hizo que vomitara. Después descubrí que le había añadido sal y nata muy espesa. Si el té ya no era de mi gusto, aquella mezcla se me hizo explosiva al paladar. Luego, poco a poco fui tomándola ayudado por la risa de mi amiga y terminó gustándome.
Salimos a pasear, era pronto y queríamos hacer tiempo para visitar a Hamid, que habitaba relativamente cerca, y agradecerle lo que había hecho por nosotros. No habíamos dado dos pasos cuando vimos que se acercaba uno de los que habían cenado con nosotros.

-Dentro de dos horas salimos con el autocar hacia Gilgit.

No entendimos nada, ¿a qué venía el autocar, Gilgit y nosotros? El tipo al ver nuestro desconcierto debió darse cuenta que no sabíamos de qué hablaba.
Me quedé en el hostal preparando las mochilas, mientras Anna, con su típico descaro y un punto de enfado, fue a casa de Hamid para pedir una explicación. Mientras iba recogiendo nuestras cosas, me reía pensando en cómo solventaría mi compañera la intrincada situación. A su vuelta me dijo que en la entrada se topó con el nieto, que, aparte de hacer un considerable esfuerzo para no perder la compostura -no era costumbre que una bonita y descarada mujer occidental fuera a pedir explicaciones a su abuelo-, no sabía como disculparse. Su abuelo era un hombre extraño pero bueno, nos llevó a cenar y a dormir en aquel hostal, porque unos familiares que estaban de paso para ir a una boda en Gilgit cenaban allí. Los avisó y pensó que si éramos de su gusto, nos llevarían con ellos y nos protegerían.
Anna no supo que decir, al volver me contó que estuvo a punto de darle un beso. Me reí, mi amiga era un peligro. Si no fuera porque sabía lo cerebral y fría que era, hubiera terminado en permanente estrés, pensando cómo salir de los líos en que seguro iba a introducirnos.

Con una mujer tan libre, que podía dormir a mi lado desnuda, con su mano sobre mi pecho y sin hacer sexo, que todo en su vida era negociable excepto la libertad, viajar con ella por el norte de Pakistán era un riesgo muy a tener en cuenta. Anna era así: directa, fuerte y segura de sí misma, y tenía claro lo que quería. Mi compañera era, a mi modo de ver, la mujer que cualquier hombre y más de una mujer podía soñar, pero nunca tener; que enamoraba sin que conquistara, que era deseada sin que sedujera. Era bella y atractiva, pero lo amagaba bajo un manto de desdén y de dureza, e intentaba por todos los medios que los hombres no cayeran bajo el influjo de su cuerpo. Era terriblemente femenina, de las más que hubiera conocido; y no lo podía evitar, pero de inmediato utilizaba cualquier impostura para desarmar al presunto seducido. Y conmigo no se cubría con ningún escudo, era tal como le gustaba y se sentía: atractiva, femenina y bella; no buscaba subterfugios ni utilizaba desplantes sino todo lo contrario, conmigo era tierna, cuidadosa, y sus caricias, sin malicia ni intención, estremecían todos los sentidos de mi cuerpo; era la amiga-hermana perfecta, solo faltaba la amante.

Para ser de Anna se necesitaba mucho más que amistad y sexo. Follar con ella no era difícil, bastaba con gustarle y ya se cuidaba ella de conseguirlo; pero entonces solo se podía llegar a eso, posiblemente al mejor sexo. Ser su amigo era más difícil, pero tampoco pasaba de eso. Para ser de Anna y tenerla había que demostrarle mucho más, ser capaz de sacrificarse, de dejar más que la piel por una idea. Mi compañera, desde que nos conocimos lo quiso todo de mi, ni medias tintas ni sensiblerías, y sabía que de dar este paso, nuestra relación terminaría siendo de una intensidad difícil de superar.

 

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