viernes, 30 de abril de 2021

El Camino Infinito, 40ª parte

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Todo fue muy rápido, tanto que no nos dio tiempo a pensar. Tampoco habríamos sabido de qué se trataba, ya que nunca habíamos oído nada igual. La primera explosión sonó cerca del río, a más de cien metros de la escuela, y como tiempo después aprendí, había sido el disparo del apuntador. Fuera de la escuela se escucharon los gritos de una madre que todavía no había entrado a su hijo. Quizá medio minuto más tarde se escucharon la segunda y la tercera explosiones, tiempo suficiente para que alguien intuyera lo que podía tratarse. Sonaron seguidas y mucho más cerca, y nos ensordecieron, de manera que no oímos los cascotes de piedra y la tierra que cayó alrededor del edificio; pero sí lo sentimos temblar, tanto el suelo como las paredes del edificio. La maestra, que había vuelto a entrar con unos cuantos niños, salió a ver lo que pasaba, y parte de ellos, intimidados seguramente por nuestra presencia o buscando su seguridad, la siguieron corriendo como perritos falderos. Eso les salvó. Segundos después se escuchó otra, brutal. Estallaron los cristales de las ventanas y las claraboyas cayeron con gran estruendo, el edificio tembló. Al instante oímos como muchos cascotes y piedras chocaban contra él. Y, de pronto, Anna se echó sobre mí, arrastrándome bajo un pupitre. Durante un segundo, eterno, pegada a mí, cubrió mi cuerpo con el suyo. Ya no oí nada más. En un instante solo sentí la presión en mis oídos, en mi cuerpo. Debí oír el estallido, pero no lo recuerdo. El techo se vino abajo, lo noté en mi piel, en mi cabeza, porque mis oídos ya no reconocían nada. Por suerte estaba hecho de dos capas de placas onduladas, de manera que debía ser más el espectáculo que el daño y sirvió para que la onda expansiva encontrara fácil salida.

A los pocos segundos nos levantamos, llenos de polvo, arena y cal, y con pedazos de madera sobre nuestro. Y nos dimos cuenta de la tragedia. A nuestro alrededor las vigas del techo se habían astillado, así como las tablas de algunas mesas. El aula estaba destrozada. Dos niños cubiertos de sangre, lloraban en silencio, como si se hubieran quedado sin habla, uno de ellos con un brazo colgando inerte y en una posición imposible, medio desnudo y lleno de quemaduras, ya que la explosión le había arrancado la ropa que llevaba; el otro estaba en un rincón hecho un ovillo, quizá su espanto le había salvado la vida. A otro lo había atravesado un gran pedazo de viga astillada y tenía la cabeza colgando irrealmente, como si fuera un muñeco roto; el muro de fuertes y macizos ladrillos que separaba dos aulas había cedido y aplastado a una niña, la que momentos antes habíamos visto entrar con la gallina en la mano. Oímos sus gemidos y escarbamos hasta sacarla. Anna la cogió en brazos y se puso a temblar, estaba absolutamente rota y no se movía. Se la cogí con cuidado y le pedí que socorriera a los que creía que estaban levemente heridos. Solo fueron unos instantes, aun así me parecieron horas. Empezó a entrar gente, familiares que venían corriendo, gritando, aunque yo apenas podía oír nada. Solo estaba por la niña, que me miraba a los ojos mientras parecía emitir pequeños gemidos. De pronto, sin el típico estertor del que todo el mundo habla, se apagó, dejó de respirar aún con los ojos fijos en los míos. Me di cuenta que ya no veía, que estaban muertos como ella. Unas mujeres me miraron con horror, no me había dado cuenta de su presencia. Me levanté y dejé la niña en el suelo. El oído me silbaba, aún hoy lo hace. Volví a sentarme en el suelo y me puse a llorar, sentí una enorme debilidad, un peso que me impedía mover.

Sentí su abrazo, sus ojos se mantenían secos y ya no temblaba. Me levantó y me hizo salir de lo que quedaba del edificio. Solo entonces descubrí la magnitud de lo ocurrido. Una granada había caído en el aula contigua, allí no quedaba nada, solo miembros. Una niña andaba entre la carnicería, tenía sangre en las manos, en la cara, y parecía estar buscando los restos de alguien; al rato descubrí que eran los de su hermano, los iba amontonando, como si quisiera recomponerlo, y hablaba sola. De la maestra, que un rato antes había desayunado con nosotros, hablando de su futuro, de sus inquietudes, solo quedaba una masa informe de pedazos de carne y de huesos, y la cabeza, que sorprendentemente había quedado entera. Empecé a temblar, no podía tenerme en pie. No sé cuánto tiempo estuve así. Anna, con fuerza me abrazó y me dijo que debíamos ayudar.
Una vez más salimos de la escuela, había gente preparando con sábanas algo parecido a camillas, otra llegaba con mantas para construirlas o preparar camas allí mismo. Habría pasado una hora o más, para mí, para nosotros, muchas más horas o solo unos pocos minutos. Por momentos el tiempo se detenía o se aceleraba, ya no contaba.

Entonces los vimos. Más tarde pensé en aquella rapidez y frialdad. Estaban en las afueras del pueblo, en el patio de un gran caserío a cien metros de la escuela. Me acerqué. No pasaban lista, hablaban entre ellos en voz baja y no paraban de entrar hombres que se iban añadiendo. A lo lejos vimos unos jinetes al galope. Pasaron muy rápido frente a nosotros y, al llegar, señalaron un punto en lo alto de una montaña. Parecía que tenían localizado al atacante.
Sentí la mano de Anna, se había dado cuenta de mi intención.
- No sabes disparar, ni siquiera cómo funciona un trasto de esos. Serías un estorbo para ellos.

Yo estaba muy calmado, ya no temblaba; ella, sin embargo, solo lo parecía. Y me sorprendió mi frialdad, con el sentimiento escapando a través de mi rabia. Ella lloraba por dentro, muy en su interior. Se apartó y vi que iba a curar y consolar a la maestra que había quedado con vida. Había tenido suerte, aunque no tanta como nosotros. Anna, con su impulso había salvado nuestras vidas o evitado salir malheridos. La maestra, intuitivamente, se había guarecido con los niños en la pared de la escuela, y solo habían recibido el golpe de cascotes y piedras. El fuerte muro medianero nos había salvado de la explosión, la ligereza de la cubierta nos ahorro gran parte de la onda expansiva, y el pupitre y la fortuna, de los cascotes y de las astillas.
Estuvimos todo el día, yo recogiendo restos y retirando escombros, ella ayudando y curando a los heridos. Casi no bebimos ni comimos. De vez en cuando, alguien del pueblo bajaba alimentos y agua, entonces, Anna y la gente que estaba con ella hicieron ver que comían algo, yo solo pude beber.

Por la tarde llegaron unos militares, podían ser de Skardu, pero entre ellos no estaba el comandante ni sus soldados. Descargaron cajas de munición y sacos de alimentos, tiendas, medicinas y mantas. Con ellos vino un médico y tres enfermeros, con varios aparatos y un generador eléctrico, y en pocos minutos los militares montaron un pequeño hospital de campaña.
Vi al anciano que nos había acogido el día anterior hablar con un oficial. Señaló la montaña. Y el militar, junto a cuatro soldados con una gran radio de campaña con dos largas antenas, miraron indolentes hacia ella. Uno de los soldados se apartó y tomó unas fotos, tanto de la escuela como de los heridos y de las mantas que cubrían los restos. En una de ellas salió Anna. No le dieron importancia, porque nadie pareció tener en cuenta que fuéramos extranjeros. Después de todo, tal como íbamos vestidos y con el trasiego reinante, parecíamos tan cachemires como cualquiera. Al día siguiente supimos que no fue así, que desde un primer momento sabían quienes éramos. El comandante había dado órdenes que nadie nos molestara ni nos invitara a marchar. Debía ser consciente que no lo aceptaríamos.

Justo antes de salir el sol vimos a los militares preparándose para marchar, solo entonces el oficial se acercó y me dio una nota. Estaba en inglés y se notaba que había sido transcrita de un mensaje radiado. El comandante agradecía nuestra ayuda, lamentaba por lo que habíamos pasado y se felicitaba por la buena marcha de nuestro viaje, también se disculpaba por no haber podido venir personalmente. El intempestivo y mortífero ataque había complicado las cosas y otros asuntos requerían su atención.
Nosotros plantamos nuestra pequeña tienda al lado del hospital, así Anna podría seguir ayudando a los enfermeros y cuidar a la maestra herida.

Al día siguiente, justo antes de anochecer, llegaron en silencio. Estaban todos y muchos más, probablemente de otros pueblos que se habrían unido a la partida, la mayoría a caballo. La gente los recibió con abrazos, alguno lloró con su mujer la pérdida de su hijo. Me acerqué. Anna estaba en un pequeño y cercano caserío. Ya no atendía a la maestra sino a una joven viuda que había perdido a su hija, la misma que había muerto en mis brazos.

Los hindúes habían tenido mucho cuidado en escoger el objetivo. Dos años después sería yo el que aprendería a hacerlo, con más pericia si cabe que aquellos tipos que necesitaron cuatro disparos para dar en el blanco. No escogieron la escuela por azar sino premeditadamente y a una hora que pudieran hacer el máximo daño. Era una compañía y la cogieron desprevenida en la emboscada. Se movía dividida precisamente para evitarla, con un pelotón delante para explorar el camino y otro en la retaguardia. Casi de libro de texto como descubriría dos años después en nuestro ejército.
Unas maniobras con fuego real, dijeron los supervivientes. Solo que los oficiales al mando quisieron divertirse un rato. Por qué no aprovechar y hacer una operación de castigo contra la guerrilla en territorio enemigo, se habían preguntado. Los cazaron a todos a un mismo tiempo, al pelotón, al grueso y a la retaguardia, para ello escogieron el lugar y el momento. La refriega duró minutos y fue en territorio paquistaní de manera que ni siquiera podían reclamar a sus muertos. No les dio tiempo a defenderse, porque no esperaban tamaña reacción en tan poco tiempo. A los heridos los torturaron durante todo un día hasta matarlos, así supieron el porqué de su acción, su miserabilidad y su insensatez. Explicaron que algunos celebraron su suerte como expiación por lo que habían hecho.

Traían consigo tres alforjas repletas de pulgares, todos de un lado, no recuerdo cual. Las vaciaron en el centro de la plaza, cerca de la fuente para las abluciones. Era su manera de contar los muertos y poder demostrarlo. La gente dijo que lo menos eran cien, a mi no me parecieron tantos, pero sí muchos. Llegaron cargados con muchos fusiles, dos pequeños morteros, dos ametralladoras y varias cajas de munición. Sus botas no; los soldados hindúes solían, por entonces, calzar peor que los paquistaníes; tampoco anillos, relojes o cualquier cosa propiedad de sus víctimas, no estaba bien hacerlo. Lo que me hizo pensar en lo que llevábamos encima, y entendí el rechazo de los dos pastores a hacerse cargo de ello.

Poco a poco la plaza fue llenándose de gente, de manera que me retiré con disimulo y respeto. Era su gente, su venganza, su guerra. De pronto sentí una mano cogerme del hombro, que impidió mi marcha, era uno de ellos, algo mayor, puesto que su barba blanqueaba más de la cuenta. No era del pueblo y parecía tener más curiosidad que otra cosa.
- Yuz Benzir te manda un saludo y le es grato saber que sus dos amigos han llegado tan lejos y sin contratiempos.
Afirmé con la cabeza haciendo un esfuerzo para entender sus palabras. Le pregunté si lo había visto y me dijo que no, que estaba demasiado lejos, pero que los mensajes corrían como el viento. Y, sonriendo, me dijo: - radio-. Y entonces entendí su rapidez en movilizar tantos hombres y su eficacia. El ejército no solo les proveía de armas y munición sino también de pequeñas radios, además de otras de campaña, parecidas a la que había visto.
A mi espalda apareció Anna con la mujer que cuidaba. Tomó mi hombro para apartarme con exquisita suavidad. El tipo la miró y la saludó.
- Tú debes ser Anna, la famosa mujer del Rashid Kamran-
No pude entender sus palabras hasta tiempo después, cuando descubrí que el tal Rashid Kamran era yo. Entonces ella vio los pulgares esparcidos por el suelo y entendió. Le dije que todos los hombres habían regresado. El tipo la observó con una mezcla de ironía, respeto y curiosidad. No siempre se podía hablar con una mujer como aquella y con tanta liberalidad. Lo miró a los ojos, levantó el puño y le dio un suave golpe en el hombro, seguidamente lo abrazó y señalando los pulgares lo felicitó por el éxito de la operación. Al principio el tipo no pudo reaccionar, parecía turbado. La plaza estaba llena, la gente hablaba en voz alta y, pese los fanales de aceite o sebo, había bastante oscuridad; no obstante, el gesto no había pasado desapercibido. Algunos de sus compañeros callaron y nos miraron entre curiosos y alarmados. Entonces el tipo soltó una gran carcajada y fingiendo recordar algo, abrió un papel que llevaba en el bolsillo y repitió el mensaje de nuestro amigo.
- Yuz Benzir os manda saludos y se felicita que sus amigos hayan llegado tan lejos- y dejando de lado el papel y con su característica y simpática ironía, dijo - aunque creo que nunca lo había dudado-
Anna cogió el papel y lo abrió para mirarlo, ya que leerlo era imposible y entenderlo aún menos; después miró al hombre y le cogió del brazo sin ninguna vergüenza para darle las gracias. Sabía que lo había escrito él por voz de su amigo. Se separó y le presentó a la joven mujer.
- Es Zulema, su hija murió por el bombardeo en brazos de mi esposo, que hizo lo que pudo por salvarla, y es viuda de Ibrahim Sanheal. Es noble, fuerte y valiente-
El tipo pareció sorprenderse. A nuestro alrededor se hizo el silencio, ahora ya era toda la plaza la que nos miraba, y empecé a preocuparme. Anna le miraba a los ojos sin pestañear. La joven, cubierta de la cabeza a los pies, desde su llegada no había levantado la vista del suelo, como si simulara vergüenza.
- Nos han dicho que eres un hombre sabio. Estamos seguros que sabrás lo que más le conviene. Mi esposo puede ayudar con dinero-
El tipo me miró. Yo, de tan desconcertado quedé petrificado. Se puso a reír, primero con cuidado por lo inusitado de la situación, después con ganas. Se volvió a sus compañeros y les contó algo de lo que solo entendí spanish y que nombraba a Yuz Benzir y creo que también al comandante. Yo, para no perder la compostura y para que Anna no complicara más el asunto, delicadamente me situé entre los dos. El tipo, ya más tranquilo, me tomó de la mano como a un paquistaní y me llevó fuera de la plaza.
- Tiene razón Yuz Benzir. Tu joven mujer es especial, la más valiente y decidida que haya conocido nunca. Eres un hombre afortunado. Es mejor que marchéis mañana. En todos los sitios hay gente mala y supersticiosa. Hoy sois bienvenidos, pero mañana os pueden acusar de sus desgracias, y en este pueblo corre mucha envidia. Si seguís por los valles no os faltará de nada, pero si lo hacéis como hasta ahora, es posible que no lleguéis a vuestro destino. Dile a tu gran mujer que cuidaré de Zulema como si fuera mi hija. Ibrahim Sanheal fue amigo de mi hijo hasta el día de su muerte. De la dote no debes preocuparte. Zulema es viuda y joven, y en mi pueblo no la precisa, y si es necesario yo mismo me cuidaré-

Necesitaba tranquilidad, pensar con sosiego. La plaza parecía un gallinero y la gente iba y venía sin saber qué dirección tomar. Anduve bajo la luz de las estrellas hasta pasada la destruida escuela y el hospital, donde todavía estaban la maestra y algunos niños.
Imaginé los noticiarios de medio mundo, las fotos en las que seguramente saldría mi compañera. Más tarde, a nuestra vuelta, nos enteramos que el ataque a la escuela no había ocupado ni media reseña y, por supuesto, fuera de los paquistaníes ninguna foto la acompañaba.


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