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Todo fue muy rápido, tanto que no nos dio tiempo a pensar. Tampoco habríamos sabido de qué se trataba, ya que nunca habíamos oído nada igual. La primera explosión sonó cerca del río, a más de cien metros de la escuela, y como tiempo después aprendí, había sido el disparo del apuntador. Fuera de la escuela se escucharon los gritos de una madre que todavía no había entrado a su hijo. Quizá medio minuto más tarde se escucharon la segunda y la tercera explosiones, tiempo suficiente para que alguien intuyera lo que podía tratarse. Sonaron seguidas y mucho más cerca, y nos ensordecieron, de manera que no oímos los cascotes de piedra y la tierra que cayó alrededor del edificio; pero sí lo sentimos temblar, tanto el suelo como las paredes del edificio. La maestra, que había vuelto a entrar con unos cuantos niños, salió a ver lo que pasaba, y parte de ellos, intimidados seguramente por nuestra presencia o buscando su seguridad, la siguieron corriendo como perritos falderos. Eso les salvó. Segundos después se escuchó otra, brutal. Estallaron los cristales de las ventanas y las claraboyas cayeron con gran estruendo, el edificio tembló. Al instante oímos como muchos cascotes y piedras chocaban contra él. Y, de pronto, Anna se echó sobre mí, arrastrándome bajo un pupitre. Durante un segundo, eterno, pegada a mí, cubrió mi cuerpo con el suyo. Ya no oí nada más. En un instante solo sentí la presión en mis oídos, en mi cuerpo. Debí oír el estallido, pero no lo recuerdo. El techo se vino abajo, lo noté en mi piel, en mi cabeza, porque mis oídos ya no reconocían nada. Por suerte estaba hecho de dos capas de placas onduladas, de manera que debía ser más el espectáculo que el daño y sirvió para que la onda expansiva encontrara fácil salida.
A los pocos segundos nos levantamos, llenos de polvo, arena y cal, y con pedazos de madera sobre nuestro. Y nos dimos cuenta de la tragedia. A nuestro alrededor las vigas del techo se habían astillado, así como las tablas de algunas mesas. El aula estaba destrozada. Dos niños cubiertos de sangre, lloraban en silencio, como si se hubieran quedado sin habla, uno de ellos con un brazo colgando inerte y en una posición imposible, medio desnudo y lleno de quemaduras, ya que la explosión le había arrancado la ropa que llevaba; el otro estaba en un rincón hecho un ovillo, quizá su espanto le había salvado la vida. A otro lo había atravesado un gran pedazo de viga astillada y tenía la cabeza colgando irrealmente, como si fuera un muñeco roto; el muro de fuertes y macizos ladrillos que separaba dos aulas había cedido y aplastado a una niña, la que momentos antes habíamos visto entrar con la gallina en la mano. Oímos sus gemidos y escarbamos hasta sacarla. Anna la cogió en brazos y se puso a temblar, estaba absolutamente rota y no se movía. Se la cogí con cuidado y le pedí que socorriera a los que creía que estaban levemente heridos. Solo fueron unos instantes, aun así me parecieron horas. Empezó a entrar gente, familiares que venían corriendo, gritando, aunque yo apenas podía oír nada. Solo estaba por la niña, que me miraba a los ojos mientras parecía emitir pequeños gemidos. De pronto, sin el típico estertor del que todo el mundo habla, se apagó, dejó de respirar aún con los ojos fijos en los míos. Me di cuenta que ya no veía, que estaban muertos como ella. Unas mujeres me miraron con horror, no me había dado cuenta de su presencia. Me levanté y dejé la niña en el suelo. El oído me silbaba, aún hoy lo hace. Volví a sentarme en el suelo y me puse a llorar, sentí una enorme debilidad, un peso que me impedía mover.
Sentí
su abrazo, sus ojos se mantenían secos y ya no temblaba. Me levantó
y me hizo salir de lo que quedaba del edificio. Solo entonces
descubrí la magnitud de lo ocurrido. Una granada había caído en el
aula contigua, allí no quedaba nada, solo miembros. Una niña andaba
entre la carnicería, tenía sangre en las manos, en la cara, y
parecía estar buscando los restos de alguien; al rato descubrí que
eran los de su hermano, los iba amontonando, como si quisiera
recomponerlo, y hablaba sola. De la maestra, que un rato antes había
desayunado con nosotros, hablando de su futuro, de sus inquietudes,
solo quedaba una masa informe de pedazos de carne y de huesos, y la
cabeza, que sorprendentemente había quedado entera. Empecé a
temblar, no podía tenerme en pie. No sé cuánto tiempo estuve así.
Anna, con fuerza me abrazó y me dijo que debíamos ayudar.
Una vez
más salimos de la escuela, había gente preparando con sábanas algo
parecido a camillas, otra llegaba con mantas para construirlas o
preparar camas allí mismo. Habría pasado una hora o más, para mí,
para nosotros, muchas más horas o solo unos pocos minutos. Por
momentos el tiempo se detenía o se aceleraba, ya no contaba.
Entonces
los vimos. Más tarde pensé en aquella rapidez y frialdad. Estaban
en las afueras del pueblo, en el patio de un gran caserío a cien
metros de la escuela. Me acerqué. No pasaban lista, hablaban entre
ellos en voz baja y no paraban de entrar hombres que se iban
añadiendo. A lo lejos vimos unos jinetes al galope. Pasaron muy
rápido frente a nosotros y, al llegar, señalaron un punto en lo
alto de una montaña. Parecía que tenían localizado al atacante.
Sentí
la mano de Anna, se había dado cuenta de mi intención.
- No
sabes disparar, ni siquiera cómo funciona un trasto de esos. Serías
un estorbo para ellos.
Yo
estaba muy calmado, ya no temblaba; ella, sin embargo, solo lo
parecía. Y me sorprendió mi frialdad, con el sentimiento escapando
a través de mi rabia. Ella lloraba por dentro, muy en su interior.
Se apartó y vi que iba a curar y consolar a la maestra que había
quedado con vida. Había tenido suerte, aunque no tanta como
nosotros. Anna, con su impulso había salvado nuestras vidas o
evitado salir malheridos. La maestra, intuitivamente, se había
guarecido con los niños en la pared de la escuela, y solo habían
recibido el golpe de cascotes y piedras. El fuerte muro medianero nos
había salvado de la explosión, la ligereza de la cubierta nos
ahorro gran parte de la onda expansiva, y el pupitre y la fortuna, de
los cascotes y de las astillas.
Estuvimos
todo el día, yo recogiendo restos y retirando escombros, ella
ayudando y curando a los heridos. Casi no bebimos ni comimos. De vez
en cuando, alguien del pueblo bajaba alimentos y agua, entonces, Anna
y la gente que estaba con ella hicieron ver que comían algo, yo solo
pude beber.
Por la
tarde llegaron unos militares, podían ser de Skardu, pero entre
ellos no estaba el comandante ni sus soldados. Descargaron cajas de
munición y sacos de alimentos, tiendas, medicinas y mantas. Con
ellos vino un médico y tres enfermeros, con varios aparatos y un
generador eléctrico, y en pocos minutos los militares montaron un
pequeño hospital de campaña.
Vi al
anciano que nos había acogido el día anterior hablar con un
oficial. Señaló la montaña. Y el militar, junto a cuatro soldados
con una gran radio de campaña con dos largas antenas, miraron
indolentes hacia ella. Uno de los soldados se apartó y tomó unas
fotos, tanto de la escuela como de los heridos y de las mantas que
cubrían los restos. En una de ellas salió Anna. No le dieron
importancia, porque nadie pareció tener en cuenta que fuéramos
extranjeros. Después de todo, tal como íbamos vestidos y con el
trasiego reinante, parecíamos tan cachemires como cualquiera. Al día
siguiente supimos que no fue así, que desde un primer momento sabían
quienes éramos. El comandante había dado órdenes que nadie nos
molestara ni nos invitara a marchar. Debía ser consciente que no lo
aceptaríamos.
Justo
antes de salir el sol vimos a los militares preparándose para
marchar, solo entonces el oficial se acercó y me dio una nota.
Estaba en inglés y se notaba que había sido transcrita de un
mensaje radiado. El comandante agradecía nuestra ayuda, lamentaba
por lo que habíamos pasado y se felicitaba por la buena marcha de
nuestro viaje, también se disculpaba por no haber podido venir
personalmente. El intempestivo y mortífero ataque había complicado
las cosas y otros asuntos requerían su atención.
Nosotros
plantamos nuestra pequeña tienda al lado del hospital, así Anna
podría seguir ayudando a los enfermeros y cuidar a la maestra herida.
Al día siguiente, justo antes de anochecer, llegaron en silencio. Estaban todos y muchos más, probablemente de otros pueblos que se habrían unido a la partida, la mayoría a caballo. La gente los recibió con abrazos, alguno lloró con su mujer la pérdida de su hijo. Me acerqué. Anna estaba en un pequeño y cercano caserío. Ya no atendía a la maestra sino a una joven viuda que había perdido a su hija, la misma que había muerto en mis brazos.
Los
hindúes habían tenido mucho cuidado en escoger el objetivo. Dos
años después sería yo el que aprendería a hacerlo, con más
pericia si cabe que aquellos tipos que necesitaron cuatro disparos
para dar en el blanco. No escogieron la escuela por azar sino
premeditadamente y a una hora que pudieran hacer el máximo daño.
Era una compañía y la cogieron desprevenida en la emboscada. Se
movía dividida precisamente para evitarla, con un pelotón delante
para explorar el camino y otro en la retaguardia. Casi de libro de
texto como descubriría dos años después en nuestro ejército.
Unas
maniobras con fuego real, dijeron los supervivientes. Solo que los
oficiales al mando quisieron divertirse un rato. Por qué no
aprovechar y hacer una operación de castigo contra la guerrilla en
territorio enemigo, se habían preguntado. Los cazaron a todos a un
mismo tiempo, al pelotón, al grueso y a la retaguardia, para ello
escogieron el lugar y el momento. La refriega duró minutos y fue en
territorio paquistaní de manera que ni siquiera podían reclamar a
sus muertos. No les dio tiempo a defenderse, porque no esperaban
tamaña reacción en tan poco tiempo. A los heridos los torturaron
durante todo un día hasta matarlos, así supieron el porqué de su
acción, su miserabilidad y su insensatez. Explicaron que algunos
celebraron su suerte como expiación por lo que habían hecho.
Traían
consigo tres alforjas repletas de pulgares, todos de un lado, no
recuerdo cual. Las vaciaron en el centro de la plaza, cerca de la
fuente para las abluciones. Era su manera de contar los muertos y
poder demostrarlo. La gente dijo que lo menos eran cien, a mi no me
parecieron tantos, pero sí muchos. Llegaron cargados con muchos
fusiles, dos pequeños morteros, dos ametralladoras y varias cajas de
munición. Sus botas no; los soldados hindúes solían, por entonces,
calzar peor que los paquistaníes; tampoco anillos, relojes o
cualquier cosa propiedad de sus víctimas, no estaba bien hacerlo. Lo
que me hizo pensar en lo que llevábamos encima, y entendí el
rechazo de los dos pastores a hacerse cargo de ello.
Poco a
poco la plaza fue llenándose de gente, de manera que me retiré con
disimulo y respeto. Era su gente, su venganza, su guerra. De pronto
sentí una mano cogerme del hombro, que impidió mi marcha, era uno
de ellos, algo mayor, puesto que su barba blanqueaba más de la
cuenta. No era del pueblo y parecía tener más curiosidad que otra
cosa.
- Yuz
Benzir te manda un saludo y le es grato saber que sus dos amigos han
llegado tan lejos y sin contratiempos.
Afirmé con la cabeza haciendo un esfuerzo para entender sus
palabras. Le pregunté si lo había visto y me dijo que no, que
estaba demasiado lejos, pero que los mensajes corrían como el
viento. Y, sonriendo, me dijo: - radio-. Y entonces entendí su
rapidez en movilizar tantos hombres y su eficacia. El ejército no
solo les proveía de armas y munición sino también de pequeñas
radios, además de otras de campaña, parecidas a la que había
visto.
A mi
espalda apareció Anna con la mujer que cuidaba. Tomó mi hombro para
apartarme con exquisita suavidad. El tipo la miró y la saludó.
- Tú
debes ser Anna, la famosa mujer del Rashid Kamran-
No pude
entender sus palabras hasta tiempo después, cuando descubrí que el
tal Rashid Kamran era yo. Entonces ella vio los pulgares esparcidos
por el suelo y entendió. Le dije que todos los hombres habían
regresado. El tipo la observó con una mezcla de ironía, respeto y
curiosidad. No siempre se podía hablar con una mujer como aquella y
con tanta liberalidad. Lo miró a los ojos, levantó el puño y le
dio un suave golpe en el hombro, seguidamente lo abrazó y señalando
los pulgares lo felicitó por el éxito de la operación. Al
principio el tipo no pudo reaccionar, parecía turbado. La plaza
estaba llena, la gente hablaba en voz alta y, pese los fanales de
aceite o sebo, había bastante oscuridad; no obstante, el gesto no
había pasado desapercibido. Algunos de sus compañeros callaron y
nos miraron entre curiosos y alarmados. Entonces el tipo soltó una
gran carcajada y fingiendo
recordar algo, abrió un papel que llevaba en el bolsillo y repitió
el mensaje de nuestro amigo.
- Yuz
Benzir os manda saludos y se felicita que sus amigos hayan llegado
tan lejos- y dejando de lado el papel y con su característica y
simpática ironía, dijo - aunque creo que nunca lo había dudado-
Anna
cogió el papel y lo abrió para mirarlo, ya que leerlo era imposible
y entenderlo aún menos; después miró al hombre y le cogió del
brazo sin ninguna vergüenza para darle las gracias. Sabía que lo
había escrito él por voz de su amigo. Se separó y le presentó a
la joven mujer.
- Es
Zulema, su hija murió por el bombardeo en brazos de mi esposo, que
hizo lo que pudo por salvarla, y es viuda de Ibrahim Sanheal. Es
noble, fuerte y valiente-
El tipo
pareció sorprenderse. A nuestro alrededor se hizo el silencio, ahora
ya era toda la plaza la que nos miraba, y empecé a preocuparme. Anna
le miraba a los ojos sin pestañear. La joven, cubierta de la cabeza
a los pies, desde su llegada no había levantado la vista del suelo, como si
simulara vergüenza.
- Nos
han dicho que eres un hombre sabio. Estamos seguros que sabrás lo
que más le conviene. Mi esposo puede ayudar con dinero-
El tipo
me miró. Yo, de tan desconcertado quedé petrificado. Se puso a
reír, primero con cuidado por lo inusitado de la situación, después
con ganas. Se volvió a sus compañeros y les contó algo de lo que
solo entendí spanish y que nombraba a Yuz Benzir y creo que también
al comandante. Yo, para no perder la compostura y para que Anna no
complicara más el asunto, delicadamente me situé entre los dos. El
tipo, ya más tranquilo, me tomó de la mano como a un paquistaní y
me llevó fuera de la plaza.
- Tiene
razón Yuz Benzir. Tu joven mujer es especial, la más valiente y
decidida que haya conocido nunca. Eres un hombre afortunado. Es mejor
que marchéis mañana. En todos los sitios hay gente mala y
supersticiosa. Hoy sois bienvenidos, pero mañana os pueden acusar de
sus desgracias, y en este pueblo corre mucha envidia. Si seguís por
los valles no os faltará de nada, pero si lo hacéis como hasta
ahora, es posible que no lleguéis a vuestro destino. Dile a tu gran
mujer que cuidaré de Zulema como si fuera mi hija. Ibrahim Sanheal
fue amigo de mi hijo hasta el día de su muerte. De la dote no debes
preocuparte. Zulema es viuda y joven, y en mi pueblo no la precisa, y
si es necesario yo mismo me cuidaré-
Necesitaba
tranquilidad, pensar con sosiego. La plaza parecía un gallinero y la
gente iba y venía sin saber qué dirección tomar. Anduve bajo la
luz de las estrellas hasta pasada la destruida escuela y el hospital,
donde todavía estaban la maestra y algunos niños.
Imaginé
los noticiarios de medio mundo, las fotos en las que seguramente
saldría mi compañera. Más tarde, a nuestra vuelta, nos enteramos
que el ataque a la escuela no había ocupado ni media reseña y, por
supuesto, fuera de los paquistaníes ninguna foto la acompañaba.
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