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La edad conlleva reservas, limitaciones y hasta sacrificios, aunque por suerte no miedos. En teoría, solo teoría, hay cosas que ya no podemos hacer; en mi caso por la enfermedad de mi compañera, por el dinero y también porque la edad me pesa. Se necesita mucho dinero para hacer determinadas cosas, aunque no tanto si agarras una mochila y te pones a andar, eso si lo pretendido es asequible a pie.
Hoy, tras sacarme de encima los efectos de la noche vieja (debo confesar que de esas fiestas solo la de Reyes me motiva), me he puesto a organizar mi segundo viaje a Cabo Verde, esta vez aún más intenso y espero que salvaje, dentro de lo que puede tratarse como tal en un país humanamente más adelantado que el nuestro, pero con riesgos nada desdeñables. Y en un momento, a saber por qué, he pensado en lo que haría de tocarme la lotería (cierto, antes debo comprarla).
Lo primero y más importante, le daría dinero a
Amara para comprar una casita cerca del bosque de Muniellos, en Asturias. Para
eso se necesita poco. Luego una cantidad razonable a Joan con el encargo de
comprar un velero de 33 a 37 pies de eslora, más no y menos tampoco. Otra
cantidad para que Al pueda comprarse una casita en Cabo Verde, dado que su vida
está allí. Para eso tampoco se necesita mucho dinero. Y finalmente cogería la mochila,
sí, aunque no lo crean la mochila, porque soy más feliz con ella que con
una maleta; y gozo más en casas de huéspedes o de particulares que en grandes
hoteles; y lo paso mejor mezclado con gente del país en un destartalado transbordador,
que en un avión; y apretujado en un colectivo, que cómodamente sentado en un taxi o un
auto de alquiler. Como pueden ver, mis viajes cuestan poco dinero. A lo que íbamos,
cogería la mochila y volvería al norte de Pakistán durante un año como mínimo, a
fin de prepararme para visitar al Nanga Parbat.
Y sí, me dirán loco, pero es una asignatura pendiente, al igual que otras que
les iré contando más adelante, pero que nunca realizaré, puesto que a los
setenta y dos, pese gozar de una salud y fortaleza envidiables, hay cosas que
mejor olvidar, como por ejemplo hacer de hombre pájaro. Y es que una cosa es el riesgo máximo y otra el suicidio;
una es la aventura, que por salvaje y arriesgada que sea, siempre queda alguna
posibilidad para poder contarlo; y otra saber que invariablemente dejarás la piel
por el camino sin conseguir tu objetivo.
Y sí, ya sé que eso del Nanga Parbat parece más lo segundo que lo primero, pero
no es así, no es mi intención subirlo, ni siquiera con un año de preparación
podría. Una cosa es visitar, andar por sus laderas y subir al máximo de mis
posibilidades, y otra pretender algo que la mayoría de alpinistas ni
siquiera sueñan. Aunque una vez allí, ¡quién sabe!
¿Posibilidades de volver?
Creo que pocas, al menos yo. En el Nanga Parbat la gente muere por casi nada.
¿Cuántas veces han escuchado aquello de que "te puede caer una maceta en
la cabeza"? algo tan remoto como posible. La fácil perorata que se da para
provocar que alguien por fin se atreva a hacer algo “extraordinario”. Pues no
se pueden imaginar la cantidad de alpinistas y montañeros que han perdido la
vida en el Nanga Parbat por haberles caído una roca encima. Allí hay que eliminar la
palabra remoto. Luego están los desprendimientos y los aludes, que son tan impredecibles
como innumerables. Y si a eso le suman mi afición por el límite; la poca
aceptación que tengo de mi edad y sus limitaciones; y mi temor a morir en una
cama, viejo y discapacitado; ahí tienen la tormenta perfecta y mi felicidad.
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