_____________________________________
Al atardecer y a más de cien metros del pie de la montaña,
descubrimos un gran salto de agua a nuestros pies. Era una maravilla.
Hacía rato que oíamos el ruido sin saber qué podía tratarse.
Desde arriba podíamos ver el agua abalanzarse sobre el valle en
forma de un gran precipicio. No recordamos haber leído que hubiera
un salto de aquella magnitud, ni en el país ni en aquellas montañas,
por muy lógico que fuera.
Era la
primera vez que observábamos algo así, desde aquella extraordinaria
perspectiva. Bajo nuestro
y al pie del salto.
Escogíamos los senderos de montaña que seguían la dirección del sol, evitando los que podrían ser más transitados, aunque por cualquiera de ellos habría sido muy difícil encontrar alguien, fuera de algún pastor con su rebaño. Queríamos vivir nuestra aventura tranquilos y sin condicionantes, sin la obligación de dormir en casas y terminar invitados. Anna a duras penas soportaba el trato, según ella vejatorio, que se daba a las mujeres; y yo, que por entonces no percibía tanta sumisión sino consentimiento y parte de una cultura de falso honor, temía su explosión en cualquier momento. Hasta entonces nos había acompañado la suerte con la gente que íbamos encontrando. La imagen externa que nosotros percibíamos, no tenía nada que ver con la que vivíamos en el interior de las casas, en familia o entre los mismos amigos, no obstante, notaba su tensión ante detalles que para mí carecían de importancia. Eran, a mi modo de ver, parte de la idiosincrasia de aquella gente y de sus costumbres; y ella era incapaz de reconocer el esfuerzo que hacían para no aparentar extrañeza o agravio ante nuestra manera de ser. Decía, quizá con razón, que una cosa eran las costumbres y el honor, y otra la deshumanización. Y es que en algunos grupos familiares, parecía que a la mujer se le daba menos valor que a una cabra, y si era joven y bella, se podía utilizar como pago de una deuda familiar. En este caso, el contraste entre distintos grupos familiares y en poblaciones muy pequeñas, era muy grande. En unos la mujer era considerada como un igual, que muchas veces gobernaba la familia, mientras que en otros era solo un objeto sin apenas valor.
A veces debimos escalar porque el sendero había desaparecido por un desprendimiento o por su mismo desgaste, otras andar por estrechas cornisas con precipicios de cientos de metros, a lo que ya nos habíamos acostumbrado. Pero lo peor era cuando habíamos de recular y desandar muchas horas al descubrir que lo que nos había parecido camino, era en realidad un sendero creados por el paso de animales o quizá por la misma geología, cuando el agua había erosionado un cambio de estrato, aunque también por darnos cuenta que íbamos en sentido contrario. Lo único que confirmaba que era camino, eran las precarias e inestables pasarelas colgantes que íbamos encontrando, o la gruesa cordelería que ayudaba a pasar por un tramo desprendido o excesivamente desgastado.
Nos
acostumbramos a no malgastar el agua, por mucho que abundara; a descansar unos minutos por cada dos o tres horas de andadura, a no
ser que quisiéramos acampar por haber encontrado una fuente o
filtración, o un lugar de incomparable belleza. Aunque lleváramos
comida, nunca estábamos seguros de cuándo encontraríamos más, de
manera que siempre que podíamos cogíamos huevos. Eran una buena
fuente de proteínas y nutrientes. Después de haber acampado,
buscábamos madrigueras de conejos e instalábamos un lazo con su
trampa en la entrada; y lo normal es que cayera alguno, ya que vivían
confiados y no esperaban ser cazados de aquella manera. Lo matábamos
con un golpe seco en la nuca, lo despellejábamos y lo asábamos. Lo
había aprendido con Artur en el Pirineo, así como pescar con las
manos. Y gracias a todos estos inventos y trucos, nunca pasamos sed o
hambre. También conseguimos evitar los caminos que parecían ser más
transitados y los grandes caseríos aislados. En el valle habíamos
descubierto la grandeza de la soledad y la libertad que esta
procuraba, y sabíamos como encontrarla.
Dos
días después empezamos a seguir el curso de un río bastante
desbrozado. Se notaba la mano del ser humano, que lo cuidaba y
explotaba. Apenas nos quedaban alimentos y necesitábamos
abastecernos de las cosas más indispensables para continuar el
camino.
La experiencia nos había demostrado que si entrábamos en un pueblo o en un caserío, aunque solo fuera para preguntar, sus pobladores nos invitaban con todo lo que tenían y más de lo que necesitaban, y se negaban a recibir algo a cambio; y eso, por agradable y cómodo que fuera, para nosotros se había convertido en un problema de conciencia. Una cosa es que compartieran su abundancia, y otra que lo extrajeran de su escasez. Pero nosotros, yo principalmente, no me sentía legitimado para juzgar su costumbre con severidad, cuando un par de años atrás hacíamos lo mismo en nuestra propia casa.
En las
ciudades lo normal era trabajar de domingo a jueves, a veces también
los sábados, pero desde nuestra salida de Lahore, como festivo solo
se respetaba el viernes, incluso las escuelas abrían el sábado.
Habíamos perdido la noción del tiempo, al menos del día de la
semana en que nos encontrábamos, por lo cual no estábamos seguros
si era jueves, viernes o sábado. Pasamos cerca de algunos
silenciosos caseríos. Por la hora que era, su gente tanto podía
estar en el campo y las mujeres trabajando en su casa o en los
corrales, sin embargo no vimos a nadie trabajando, de manera que
pudimos pasar desapercibidos, quizá por ser la hora del rezo o
simplemente viernes. De pronto, solo girar el recodo formado por la
ladera de una montaña, nos encontramos con un pueblo. Era grande
para la zona, de más de cien casas, sin contar los caseríos
vecinos. No se le veía tan aislado, estaba situado al pie de una
ladera y por su parte baja lo cruzaba una carretera de cuatro metros
o más, lo suficientemente ancha para pasar un camión con comodidad.
Vimos algunos labradores, que dejaron de trabajar y bajaron de sus
terrazas para poder saludarnos. Parecían contentos. Ya solo faltaba
que nos recibiera una delegación oficial, eso nos temíamos.
A lo
lejos podía verse la mezquita en la parte más alta del pueblo, con
su minarete más parecido a una almena de vigilancia. Las casas
estaban construidas de manera similar a las del pueblo de donde
veníamos, pero más pobremente y sin la misma robustez. La tierra
parecía fértil. Quizá hubiera más campos de labranza y los
camiones llegaran al mismo centro del pueblo, la mezquita
sobresaliera y su edificación fuera más cuidada, pero no había que
ser muy perspicaz para percatarse que allí no reinaba la abundancia
sino lo contrario. Y una vez más sus pobladores abrían las puertas
de sus casas para invitarnos a entrar. Finalmente entramos en una de
ellas, a la que un grupo de chicos y un anciano nos arrastraron casi
por la fuerza.
En
aquel pueblo, como todos los que habíamos visto a partir de Skardu,
se veían pocos ancianos por la calle. Era difícil encontrar un
hombre de más de sesenta, nosotros no vimos ninguno, excepto el
abuelo de las dos chicas; aunque tampoco éramos capaces de concretar
la edad de la gente por su apariencia, y debíamos confiar en lo que
nos decían. Un hombre de cincuenta años ya empezaba a parecer
anciano y su cuerpo denotaba el castigo del trabajo físico. Solo los
de buena posición y con poca necesidad de trabajar, aparentaban la
edad que tenían, y solían estar casados con jóvenes mujeres.
Comimos
con los hombres de la casa. Las mujeres se quedaron a un lado, niñas
y adultas, sirviendo solícitas los alimentos y regocijándose de lo
sabrosos que los encontrábamos. Nosotros, que ya habíamos aprendido
a rechazar lo que sobrepasase, y solo aceptar lo justo que puede
recibir un forastero, pedimos, después de compartir lo poco que
tenía aquella numerosa familia, que nos dijeran dónde podíamos
encontrar una tienda.
¿Tienda?
¿Para qué queríamos una tienda si éramos sus invitados?
Y nos
costó un buen rato convencerlos que no aceptaríamos nada más si no
era pagando. Compartir no es gorrear, intentamos explicar, sin saber
cómo hacerles entender que necesitábamos cosas que nadie podía
ofrecernos, artículos personales de los que andábamos necesitados.
Aquella gente era pobre y nos daba el alimento del día, no había otro. Se hacía tarde cuando descubrieron que tampoco dormiríamos en la habitación de los chicos, el suyo, el del abuelo, el de las chicas o cualquier otro que no sobrara. Estaban desolados, aquello no era lo habitual y aún menos lo correcto. Tampoco queríamos intimar demasiado. Tanto androcentrismo nos había hartado y no teníamos intención de escuchar ningún discurso sobre la lógica del asunto, que por cierto tampoco entenderíamos. Yo ya no era capaz de contrarrestar la rebeldía de Anna y su beligerancia. Mi amiga había perdido el respeto a unas costumbres que había dejado de considerar cultura o religión, y a duras penas guardaba la compostura.
En aquel pueblo, tan pobre como hospitalario, se notaba que el gobierno, o quizá el mismo municipio, había invertido bastante dinero en la escuela. Cuando la vimos no pudimos creerlo. A unos doscientos metros del lugar y cerca del río, una nave sencilla pero moderna, limpia y muy bien acondicionada, con un cuidado jardín, que de poco servía en un lugar como aquel; y grandes ventanales y claraboyas, para que pudiera entrar la luz solar. Aunque disponía de un generador para producir electricidad, pocas veces debían ponerlo en funcionamiento, ya que las clases siempre coincidían con las horas de sol. Todas las aulas disponían de una sencilla estufa de hierro fundido, profusamente adornada con motivos florales y animales y, a su lado, unos canastos llenos de excrementos secos. Y entonces descubrimos el por qué de la pobreza del lugar. En el pequeño valle no había árboles. Nos habíamos aclimatado tanto a la altura, que no habíamos caído en la que nos encontrábamos.
Las
maestras vivían en la misma escuela, y como estaban de vacaciones,
algo en que no habíamos caído, quedaba una habitación libre y nos
la cedieron. No pudimos negarnos y nos felicitamos por lo rápido que
habían encontrado la solución.
Al fin
conseguimos que en las tiendas del pueblo, unos pequeños y
desvencijados cobertizos a pie de la carretera, se nos abasteciera de
carne seca, calcetines de lana, fruta fresca, queso, miel, frutos
secos, dos pares de botas y dos salwar kamez de la región, aún más
largos que los que llevábamos y de vasto y grueso algodón.
Intentamos comprar pan y tortas de cereal, pero eso lo fabricaba cada
cual en su casa. El coste de todo era tan bajo que no llegó a las
trescientas rupias. Con mucho había sido el gasto más elevado que
habíamos hecho desde nuestra salida de Skardu. De seguir así,
volveríamos a casa con el dinero ganado y parte del con que habíamos
salido.
Ya
teníamos algo que compartir con las dos maestras y con los que
inevitablemente terminarían invitándonos. Hasta el momento lo
habíamos evitado con la excusa del cansancio y que no queríamos ser
una carga, pero éramos conscientes que sería imposible mantener
esta postura otro día.
Hacía tiempo que mi compañera había perdido el embozo, se había hartado y no estaba para historias. Con los dos pastores ya noté su desafío. Su maravillosa piel de terciopelo, bronceada y rosada a un mismo tiempo, las gafas de sol y su ensortijado cabello, sus gruesos labios y su sonrisa, su desbordante sensualidad.
- ¿Por qué tengo que seguir fingiendo, si soy tu compañera y nunca me dejas sola?- Me preguntó belicosa, sin preocuparse siquiera de lo que podía sentir yo.
Al
entrar en la escuela, en una casa, en la tienda, levantaba sus gafas
de manera que recogieran su cabello; y lo hacía con desenfado,
mirando a los ojos de su interlocutor, con el escote abierto, que lo
había cortado con una tijera por comodidad, sin disimular su
magnífico y poderoso cuerpo, bronceado de haber andado por las
montañas con el torso desnudo y el pantalón enrollado.
Aquella
mañana, al despertar no tuvo reparo en desnudarse frente a mí y de
las dos mujeres, preguntando primero si les era una molestia. Y
ellas, con algo de turbación y fingiendo naturalidad, la imitaron
después que yo saliera. Más tarde me contó que tenían mucha
inquietud social y eran marxistas, y que, de quedarnos un mes en
aquel pueblo, era capaz de ponerlo patas arriba. Y me reí con ganas.
Nos duchamos y nos echamos abrazados, bajo una manta y con los sacos
haciendo de colchón, sobre un pequeño y duro camastro. Solo el frío
y su extraña reserva impidieron lo que ambos intuíamos inevitable,
y que me excitaba hasta el límite saberlo tan cercano. No dejó que
la acariciase, prefirió hacerlo ella a mí; pero esta vez jugando
con mi pecho, mis pezones, mi vientre y, al final, con mi sexo hasta
enloquecerme. Mi mente y mi cuerpo volaron entre sensaciones
difíciles de explicar, parecía que levitara. Nunca mujer alguna me
había hecho tal cosa. No era sexo ni masturbación, era mucho más.
Se rió abiertamente al sentir mi locura. Acarició mis testículos
con suavidad, como si sus dedos fueran plumas. Cuando le pareció
haber llegado el momento, levantó la manta y acercó su boca y sopló
sobre mi miembro mientras arañaba mi escroto y mis testículos con
extremada delicadeza. Y al fin hizo que me masturbara con solo tres dedos, acompañándolos
con los suyos con extraña sabiduría.
Me habría gustado
preguntarle dónde había aprendido tanta arte, pero antes que
pudiera hablar me dijo:
- Te lo
debía-
Y caí
dormido en su hombro.
Por la
mañana, solo haber salido el sol y después de desayunar, empezaron
a llegar madres con sus hijos, los que por ser demasiado pequeños no
podían ayudar en el campo o en el corral. Incluso algunos llegaron
solos, y tan pequeños que nos sorprendió. Durante las vacaciones la
escuela hacía de guardería y las dos maestras se brindaban gustosas
para ganar algo más, aunque solo fuera en especias.
La
estampa era igual a una película basada en la España rural de
principios del siglo XX. Los niños traían su comida y algo para las
profesoras, y, por sus caras y miradas, nos dimos cuenta que venían
más cargados de la cuenta. Una de las niñas, con cara de pena,
venía arrastrando una gallina por el pescuezo. Y de tan pequeña que
el animal hacía casi tanto bulto como ella. Estábamos perplejos,
sin saber qué hacer, no podíamos compartir la comida con los niños,
hubiera sido el colmo, sin contar que nuestra intención era pasar el
día paseando por el pueblo y su valle.
Volvimos a entrar en la escuela para hablar con las maestras y aclarar la situación. Estaba claro que por muy preparados que nos creyéramos y por mucho cuidado que tuviéramos, aquella gente siempre terminaría sorprendiéndonos. Decidimos hablar con las maestras, negociar si hiciera falta con ellas, para encontrar el modo que los niños, al terminar la jornada, volvieran a sus casas con el exceso. Sabíamos que para sus familias se trataba de un esfuerzo, y que a más de una le costaría comer durante el día. Las encontramos en la primera aula y solo una de ellas pudo atender nuestra queja, la otra tuvo que salir para hablar con algunas madres, supusimos que para charlatanear sobre nuestra presencia. Cuando creímos que nos había entendido y que buscaría el modo de ayudarnos, nos pidió que vigiláramos unos niños, mientras ella ponía orden en el aula de al lado. Anna y yo nos miramos confundidos, empezábamos a ser conscientes que, a menos que nos fuéramos de inmediato, no nos quedaría más remedio que aceptar la situación. No podíamos concebir que unos niños pasaran estrechez, con tal de vernos comer. No era aceptable, aún menos con la cantidad de dinero que llevábamos encima.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario