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La subida por la vaguada fue muy dura. Al principio no había camino
y tuvimos que inventar uno. Los derrumbamientos y la falta de uso lo
habían destruido por completo. Nos guiamos por la intuición para
imaginar donde podría haber estado, aunque tampoco fuera muy útil
saberlo.
Escalamos
como pudimos, sin cuerdas y con las pesadas mochilas colgando, por
grandes rocas y piedras,
que muchas veces se movían u oscilaban con nuestro peso. Lo hicimos
con extremo cuidado, no podíamos permitirnos un resbalón, pero
tampoco parar a medio camino. Vimos a un águila dando vueltas sobre
nosotros, preguntándose, supusimos, qué tipo de bichos éramos y de
qué pasta estábamos compuestos.
A
trescientos o cuatrocientos metros, después de tres horas de penosa
ascensión, encontramos lo que parecía haber sido un sendero. Lo
seguimos y poco a poco fue definiéndose, aunque con grandes rocas y
piedras cortándonos el paso. En algunos tramos tuvimos que pasar
pegados a la pared, a veces cien o doscientos metros, hasta el punto
de dudar si lo habíamos perdido o, simplemente, que no era tal
camino sino un paso de cabras u otros animales. El piso se deshacía
a nuestro paso y nos agarramos
a las rocas como pudimos. No nos atrevimos a mirar el precipicio, era
impresionante y la caída mortal, y volver sobre nuestros pasos aún
era más difícil y peligroso que seguir. De vez en cuando escuchaba
las quejas de Anna en forma de improperios, insultos a la montaña y
a las rocas, y eso paradójicamente me tranquilizó y consiguió que
no me rindiera. Mi compañera estaba igual de desesperada, pero ni
mucho menos rendida. De hecho era una manera de pedir que no parara.
Y en un momento de desespero, cuando creímos que era imposible el
paso y no estábamos seguros dónde clavar la punta de nuestras
botas, pude asomarme a uno de los requiebros de la roca que casi nos
impedía el paso. Casi lloré de alegría, al otro lado se veía el
camino dibujado en la montaña, zigzagueante,
difícil y escabroso; pero la perspectiva no podía engañarnos, sin
duda lo era y lo seguíamos correctamente. El
problema era llegar a él, pasando la gran roca por encima con el
riesgo que se desprendiera por el peso, o de alguna manera forzando
su caída, con el riego de provocar un gran desprendimiento.
Finalmente optamos por encaramarnos a ella y pasarla lo más
rápidamente posible, deslizándonos como serpientes.
Tuvimos
suerte, solo llegar a un tramo suficientemente ancho, empezó a
soplar el viento; primero poco y suave, después, en menos de diez
minutos, fuerte e intenso. En los tramos desprendidos no hubiéramos
podido aguantar el equilibrio con semejante ventolera.
Llegamos
a lo alto de la vaguada con el sol bastante caído. Habíamos
resistido sin comer y casi sin beber para no perder tiempo, ya que
desconfiábamos de la resistencia del piso y temíamos los
desprendimientos y un cambio de clima imposible de superar. Una
pequeña tempestad habría representado nuestro final. Lo sabíamos
y, aunque no tuviéramos miedo, ni cuando creímos oír truenos a lo
lejos o quizá el ruido de un desprendimiento, sabíamos que no
podíamos pasar la noche en aquel lugar, colgados de cualquier
manera.
Por
entre las rocas no dejamos de encontrar excrementos de cabras
monteses, en forma de bolas de dos a tres centímetros de diámetro
compactas y secas. Las habíamos visto subir con una ligereza
envidiable, seguramente de vuelta de su abrevadero natural. Y
pensamos, con razón, que si había tanta cabra, también merodearía
una familia de leopardos.
Tal
como el valle era riquísimo, la vaguada, que por lógica había de
bajar agua en cantidad, era un desierto
de pizarra veteada con roca gris y cuarzo blanco. Allí ni
siquiera crecía liquen.
A los lados, dos montañas, verticales y desoladas, aterradoras para
cualquiera excepto nosotros; que cualquier cosa ya nos importaba
poco, que no pensábamos en el futuro.
El
camino, todo ser difícil y peligroso, nos pareció una pista.
Probablemente nuestros amigos del pueblo tendrían una referencia de
él basada en el tiempo, cuando era más asequible y conservado.
Nadie podía imaginar que tras un valle antiguamente habitado, tan
ancho, rico y bello, el camino se convertiría en infernal.
Nos
sentamos en un pequeño recodo, donde su anchura lo permitía, y
comimos tranquilos. Disponíamos de toda la tarde para andar y
estábamos decididos a no parar, hasta encontrar un buen lugar para
descansar, aunque oscureciera. No habíamos perdido el respeto a la
montaña, pero si el miedo.
La tensión nos había quitado las ganas de hablar. Comimos, una vez más, sentados en el borde del precipicio, pero ya nada nos impresionaba, ni la altura, ni las nubes, ni el águila, ni siquiera la posibilidad que el leopardo oliese la comida. Nos habíamos acostumbrado a la belleza y la grandeza. Nuestros parámetros habían cambiado, ahora importaban el riesgo, los hombres y el conocimiento. Y sin embargo, la enormidad que nos rodeaba no nos dejaba indiferentes, seguía siendo la frontera que traspasar; aunque supiéramos e intuyéramos, que lo visto y vivido era irrepetible. Por mi parte nunca había vivido nada parecido. Estaba acostumbrado a las travesías de alta montaña pirenaicas, con mucha más nieve y hielo, con más frío. Pero la diferencia era tan abismal que no cabía comparación. Si mirábamos para atrás no podíamos creer lo que habíamos pasado, aún más si lo hacíamos para abajo, pero nada comparado si mirábamos enfrente, a lo que nos esperaba; o a los lados, a las gigantescas paredes y cumbres que nos rodeaban. El silencio y la soledad eran tan brutales que habrían acongojado y llenado de ansiedad a cualquiera, sin embargo, a nosotros nos llenaba el espíritu y nos hacía sentir grandes, tanto como el paisaje.
Llegamos
a la cumbre agotados, pero respirando bien, a media tarde y con el
sol escondiéndose tras otra de más alta; aunque allí todas lo
parecían. Esta vez quisimos llegar a ella por mucho que no hiciera
falta. El paisaje y la comodidad son distintos. En las cumbres de
aquellas montañas, siempre había, sin que encontráramos una
explicación razonable, pequeñas plataformas naturales de piedra,
justo antes de llegar, una vez traspasadas o en la misma cumbre. Un
lugar donde descansar mejor y relajarse con el gigantesco paisaje que
ofrecen todos los puntos cardinales. Y mucho frío, intenso y cruel
en pleno junio; y viento, hielo y nieve.
Como
pudimos cavamos un agujero y plantamos los palos a su alrededor. Ya
lo habíamos hecho anteriormente, pero nunca con tanta nieve, ni con
el previsible viento que podía levantarse en aquel lugar.
Respirábamos bien, por lo que a eso no le dimos importancia. Pese la
dificultad, el peligro de la subida y la cantidad de nieve, la
altitud de aquella cumbre era muy inferior al resto de las montañas
que habíamos superado.
Dormimos
pegados, ya no de frío, de amor o de miedo, sino de agotamiento y
tensión. Nos sentíamos uno, como si la intuición nos avisara de un
peligro mortal, como si fuera la última noche que íbamos a pasar
juntos. Esa era la sensación, tal vez porque, por vez primera
habíamos rozado la muerte y dependimos más de la suerte que de
nuestra pericia y fortaleza.
Desperté
por el frío en la cara, la busqué en la penumbra y, al no
encontrarla, me levanté y salí de la tienda. En otro lugar aún no
habría salido el sol, sin embargo, allí, por la gran altura en la
que estábamos, ya podía vislumbrarse. La encontré sentada en una
peña, mirando hacia el Este; enfundada con el saco y vestida con el
shalvar kamez y un jersey de lana. Me acerqué y me senté a su lado,
estaba ensimismada con el paisaje, con su belleza, en silencio. Ni
siquiera volvió la cabeza para mirarme o saludarme. Me levanté y
dejé que disfrutara de su soledad.
Nunca
me dio aviso de lo independiente que era, ni lo libre que se sentía,
tampoco el significado que daba a estas dos ideas. Tampoco habría
hecho falta, siempre lo supe. Lo desprendía por cada uno de sus
poros, de sus palabras y de sus actos. A veces caía en la tentación
de considerarla egoísta, sobre todo en la ternura, cuando para mi se
convertía en necesidad.
¿Por
qué evita esta forma de amor conmigo? me preguntaba, deseando que
sintiera lo mismo que yo por ella. Nunca lo entendí. Ni siquiera
hoy, después de tantos años y tantas vivencias uno junto al otro,
puedo imaginarlo, y nunca me he atrevido a preguntárselo. Quizá
fuera porque mi viaje había empezado por Alba y no por ella, cuando
la realidad fuera distinta sin que yo osara reconocerlo; por mi
relación con Patty; por mis aventuras con Artur. Tal vez fuera algo
que se me escapaba, que la hiciera sentirse rabiosa e impotente.
Pasada
la pequeña cumbre, el camino volvió a ser escabroso y difícil.
Pero esta vez, por ser bajada y que ya nos habíamos acostumbrado,
nos lo tomamos con más humor, sobre todo porque a lo lejos se
vislumbraba vegetación.
Bajo
una gran roca que formaba una cueva, de improviso nos encontramos
cara a cara con un esqueleto humano, en parte destrozado y con sus
huesos desperdigados. Apoyado en un rincón, como si hubiera parado a
descansar, estaba el tórax con el cráneo entero, los huesos todavía
estaban pegados y mantenían su forma original. A su lado y apoyado
en la piedra, un machete completamente oxidado; en el suelo, un reloj
de bolsillo. De su vestuario solo quedaban jirones y, bastante más
lejos, donde creí que estaban las extremidades, un anillo y los
restos de una zamarra. Me agaché para mirar su postura y comenté a
Anna que aquel hombre podría haber muerto de enfermedad o frío,
pero no por un ataque animal. Cogimos sus pocos bienes y cubrimos los
restos con piedras.
Nos
extrañó que llevara machete y no fusil, era el primero de aquellas
características que veíamos en el país. Del pueblo salimos con
unos bastones pintados de gris oscuro. Nos aconsejaron que los
lleváramos en bandolera simulando ser armas de fuego, pero
terminamos utilizándolos como bastones, para apoyarnos en las
bajadas o para hurgar en la maleza del valle antes de dar unos
cuantos pasos. Aquellos palos debían servir para engañar al
leopardo, no pesaban y servían de bastón; mientras que de lejos,
cualquier militar podía ver lo que eran sin llevarse a engaño. El
fusil, aparte de ser un estorbo, daría que pensar a cualquiera.
Seguimos
andando en silencio, aunque no duró demasiado. Al poco ya estábamos
hablando animadamente, pero solo cuando la respiración y los
momentos de poca dificultad lo permitían. El viaje, ya desde Lahore,
nos había endurecido; y el valle, las montañas y la soledad, habían
hecho que mirásemos la vida de otra manera, valorando la inmediatez
por encima del futuro, como si no dependiera de nosotros.
Durante la subida, justo antes de encontrar el esqueleto, nos habíamos prometido que si uno de los dos caía malherido o enfermo, el otro lo abandonaría. Pero después y a medida que íbamos avanzando, en los momentos que el aire y el camino nos permitían hablar, la promesa fue diluyéndose. Éramos conscientes que ninguno de los dos abandonaría al herido, aunque representara su muerte. Y es que le dábamos más valor a estar junto al compañero que a la vida.
Atravesamos un pequeño valle absolutamente abandonado. Tanto los huertos como los caminos estaban llenos de altas hierbas y matorrales, los corrales abiertos y algunas de sus puertas caídas por el desprendimiento de sus goznes. Sin embargo, las casas, hechas de sencillos tablones de madera de cedro, tenían cerradas sus puertas; probablemente atrancadas desde su interior, ya que en aquel país nadie utilizaba cerrojos y sí unas baldas de madera, parecidas a las que se utilizaban en nuestro país. Buscamos una con la cubierta en buen estado, y al no encontrarla acampamos cerca de una caída de agua; un torrente regulado por un muro de piedra, que atravesaba el camino bajo un pequeño puente de piedra. Era más seguro que dormir en el interior de una de las casas, cuyo techo se caía o las tablas del suelo se quebraban con nuestro peso. Tanto el puente como el camino estaban llenos de maleza y ortigas, tan omnipresentes como incómodas durante todo el trayecto del valle. Hacía años que nadie pasaba por él.
Nunca
nos habíamos sentido tan fuertes. Habíamos adelgazado, menos en el
caso de Anna, y ganado musculatura. Y éramos capaces de andar un día
entero, comer cualquier cosa y beber el agua que brotaba de fuentes o
la que se filtraba a través de la roca; y acampábamos siguiendo
nuestro instinto, y seguíamos el camino del sol.
¿Cuántos
kilómetros andábamos al día?
No lo
sabíamos ni nos importaba. Como mínimo el doble de los que habíamos
hecho con el comandante, por el constante zigzagueo de las montañas.
No sabíamos dónde estábamos ni si encontraríamos algún pueblo
habitado, solo estábamos seguros de llevar la dirección adecuada
por el sol. Íbamos al oeste, siempre al oeste, y solo nos
permitíamos pequeñas variaciones, obligados por la dirección del
sendero o para poder sortear las grandes montañas.
Posiblemente,
el propietario del anillo y del reloj habría habitado en aquel
poblado y su familia lo debió echar en falta. Quizá los pobladores
tuvieron que abandonar sus casas con urgencia. Aquella noche, por vez
primera nos sentimos tristes e impotentes.
Igual que en el valle deshabitado, recolectamos zanahorias, rábanos y otras verduras asilvestradas muy pobres en alcaloides; pescamos con la mano unos cuantos peces y conseguimos cazar un par de pequeños conejos. Dos días más tarde, después de haber seguido el curso ascendente del pequeño río, subimos una gigantesca cumbre cubierta de nieve. La noche anterior habíamos acampado en una pequeña oquedad escondida tras un muro de hielo, que poco a poco iba deshaciéndose. La cumbre era tan alta que empezamos a notar la falta de oxígeno, y tuvimos miedo de perder el conocimiento si no nos adaptábamos, pero solo fue una sensación pasajera, seguramente por la mezcla de cansancio y la altura, que finalmente pudimos controlar. En lo alto de la cumbre encontramos un pequeño lago. Su agua estaba tan fría que no nos atrevimos siquiera a lavarnos la cara, y supusimos que se habría formado por la nieve caída días atrás. A su alrededor crecían los típicos y desperdigados matojos, esta vez cubiertos de nieve. A lo lejos y a un lado del lago vimos un rebaño de cabras pastando, probablemente líquenes, porque otra cosa no había; y cerca de ellas una cabaña con dos hombres sentados en el suelo, justo en la entrada, que nos observaban con sendos fusiles apoyados en la pared. Recogimos las mochilas y nos acercamos, quizá estuvieran a más de doscientos metros de distancia. Ya más cerca vimos que levantaban la mano para demostrar amigabilidad. Parecían contentos de vernos. Nos presentamos como pudimos. No entendieron nada de lo que intentamos decirles y nosotros tampoco las suyas. Fue tan divertido que los cuatro terminamos riéndonos.
La risa
es el mejor idioma, la alegría la mejor conducta y la música el
mejor medio de comunicarse. Nos sentamos en el suelo frente a ellos,
y les enseñamos el anillo, el reloj y el machete, y como pudimos les
explicamos cómo los habíamos encontrado. Estuvieron largo rato
estudiándolos, hasta que al final nos los devolvieron. Intentamos
que se quedaran el anillo y el reloj, pero negaron ostensiblemente
con la cabeza. Hablaron entre ellos, parecían no estar seguros de
quién podía ser su propietario. Les explicamos con signos que solo
quedaban sus huesos y señalamos el óxido del machete y, con un
dibujo en el suelo, el valle con el pueblo abandonado y el número de
montañas que habíamos pasado y su dirección. Entonces volvieron a
hablar entre ellos y nos dijeron:
-
Lahore-
Lo
entendimos perfectamente. Los descendientes del tipo se habían
trasladado allí. Y riéndose nos señalaron y con dos dedos
simularon una persona andando y volvieron a decir Lahore. No había
duda, nosotros éramos quienes habían de devolver aquellos
objetos.
Apenas
nos quedaba comida, algo de la fruta asilvestrada recolectada en el
poblado, unas tortas secas, un conejo y la miel del pueblo que
habíamos conservado como el oro. Aquella mañana habíamos comido
raíces y verduras silvestres de las recolectadas en los huertos
abandonados, que sabíamos comestibles y nutritivas, y huevos que
habíamos encontrado escondidos entre las rocas, sin saber de qué
animal eran. Ante la incertidumbre buscábamos alimento fresco e
intentábamos reservar el que podía conservarse. Agua no faltaba,
pero la renovábamos en cada lugar donde la encontrábamos potable,
que es donde los animales beben y crecen.
Esta
vez no podíamos compartir demasiado, sin embargo, abrimos la mochila
para que no nos tomaran por inamistosos y mostramos todo lo que nos
quedaba. Y nos dolió tanto, como alegría les dio a ellos poder
invitar a los extraños forasteros. Por la noche encendimos un fuego
con matorral y excrementos secos, y cantamos con ellos unas canciones
maravillosas.
Habíamos
sentido y visto la belleza de mil maneras. Creíamos que era
imposible conocer otra y superar la del maravilloso valle. Y, sin
embargo, con aquellos dos tipos barbudos y malolientes, de ojos
pequeños e inquisitivos, armados hasta los dientes, con la cabeza
cubierta al modo pashtún, que miraban a mi compañera de manera que
podía significar cualquier cosa, desde admiración hasta codicioso
deseo, descubrimos una nueva forma de ella, más intensa y humana que
cualquiera de las encontradas hasta entonces.
Y
después de compartir la cena con nosotros, tendieron alfombras desde
el techo, para dividir la minúscula cabaña y dejarnos un pequeño
espacio de intimidad. Y seguimos cantando, nosotros desde nuestro
rincón y ellos desde el suyo. Y después, ya derrengados por el
cansancio, los cuatro no pudimos más que reír de felicidad.
Por la mañana nos regalaron dos pares de calcetines confeccionados con lana y pedazos de tela, fuertes, recios, para suplir los que llevábamos, destrozados por las largas caminatas; y nos dieron carne ahumada y gran cantidad de ciruelas secas para el camino. Nos sentimos abrumados, por un lado sabíamos que íbamos a necesitar los alimentos, pero por otro no los queríamos sin dar nada a cambio; sin embargo, solo teníamos dinero y sabíamos que ofrecerlo era casi como un insulto. Anna me dijo que encontraríamos algo de comer por el camino. No podíamos estar lejos de un lugar habitado y nuestro camino llevaba a un valle. Y cuando me preparaba para simular desolación por no poder aceptar sus regalos, nombraron por dos veces a Yuz Benzir, nuestro atractivo y simpático amigo del pueblo, tan lejano y cercano a un mismo tiempo. La posible discusión había terminado.
Allí
donde fuéramos de la comarca, su nombre nos seguiría y protegería,
todo el mundo sabría de nuestra existencia. Y entendimos la alegría
de los dos pastores. Habían pasado ocho días desde nuestra salida
del pueblo, sin que nadie supiera de nosotros. Habíamos seguido el
peor camino, el más deshabitado, agreste y salvaje, impracticable
para la mayoría de los mortales, el más peligroso. Habíamos
atravesado un valle que pocos habían visitado, tierra de nadie entre
gente que se mataba, con agua y comida para dos días a lo sumo. Lo
lógico es que pensaran lo peor.
Se
despidieron casi como soldados, de pie al borde del camino y con la
mano levantada, que en cualquier otro lugar y momento, y de no haber
sido por sus gritos y su alegría, hubiera sido un saludo
fascista.
A su vuelta podrían decir a todo el mundo que habían
ayudado a los dos jóvenes amigos de Yuz Benzir, que, contra todo
pronóstico, estaban bien y seguían su largo camino.
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