viernes, 30 de abril de 2021

El Camino Infinito, 40ª parte

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Todo fue muy rápido, tanto que no nos dio tiempo a pensar. Tampoco habríamos sabido de qué se trataba, ya que nunca habíamos oído nada igual. La primera explosión sonó cerca del río, a más de cien metros de la escuela, y como tiempo después aprendí, había sido el disparo del apuntador. Fuera de la escuela se escucharon los gritos de una madre que todavía no había entrado a su hijo. Quizá medio minuto más tarde se escucharon la segunda y la tercera explosiones, tiempo suficiente para que alguien intuyera lo que podía tratarse. Sonaron seguidas y mucho más cerca, y nos ensordecieron, de manera que no oímos los cascotes de piedra y la tierra que cayó alrededor del edificio; pero sí lo sentimos temblar, tanto el suelo como las paredes del edificio. La maestra, que había vuelto a entrar con unos cuantos niños, salió a ver lo que pasaba, y parte de ellos, intimidados seguramente por nuestra presencia o buscando su seguridad, la siguieron corriendo como perritos falderos. Eso les salvó. Segundos después se escuchó otra, brutal. Estallaron los cristales de las ventanas y las claraboyas cayeron con gran estruendo, el edificio tembló. Al instante oímos como muchos cascotes y piedras chocaban contra él. Y, de pronto, Anna se echó sobre mí, arrastrándome bajo un pupitre. Durante un segundo, eterno, pegada a mí, cubrió mi cuerpo con el suyo. Ya no oí nada más. En un instante solo sentí la presión en mis oídos, en mi cuerpo. Debí oír el estallido, pero no lo recuerdo. El techo se vino abajo, lo noté en mi piel, en mi cabeza, porque mis oídos ya no reconocían nada. Por suerte estaba hecho de dos capas de placas onduladas, de manera que debía ser más el espectáculo que el daño y sirvió para que la onda expansiva encontrara fácil salida.

A los pocos segundos nos levantamos, llenos de polvo, arena y cal, y con pedazos de madera sobre nuestro. Y nos dimos cuenta de la tragedia. A nuestro alrededor las vigas del techo se habían astillado, así como las tablas de algunas mesas. El aula estaba destrozada. Dos niños cubiertos de sangre, lloraban en silencio, como si se hubieran quedado sin habla, uno de ellos con un brazo colgando inerte y en una posición imposible, medio desnudo y lleno de quemaduras, ya que la explosión le había arrancado la ropa que llevaba; el otro estaba en un rincón hecho un ovillo, quizá su espanto le había salvado la vida. A otro lo había atravesado un gran pedazo de viga astillada y tenía la cabeza colgando irrealmente, como si fuera un muñeco roto; el muro de fuertes y macizos ladrillos que separaba dos aulas había cedido y aplastado a una niña, la que momentos antes habíamos visto entrar con la gallina en la mano. Oímos sus gemidos y escarbamos hasta sacarla. Anna la cogió en brazos y se puso a temblar, estaba absolutamente rota y no se movía. Se la cogí con cuidado y le pedí que socorriera a los que creía que estaban levemente heridos. Solo fueron unos instantes, aun así me parecieron horas. Empezó a entrar gente, familiares que venían corriendo, gritando, aunque yo apenas podía oír nada. Solo estaba por la niña, que me miraba a los ojos mientras parecía emitir pequeños gemidos. De pronto, sin el típico estertor del que todo el mundo habla, se apagó, dejó de respirar aún con los ojos fijos en los míos. Me di cuenta que ya no veía, que estaban muertos como ella. Unas mujeres me miraron con horror, no me había dado cuenta de su presencia. Me levanté y dejé la niña en el suelo. El oído me silbaba, aún hoy lo hace. Volví a sentarme en el suelo y me puse a llorar, sentí una enorme debilidad, un peso que me impedía mover.

Sentí su abrazo, sus ojos se mantenían secos y ya no temblaba. Me levantó y me hizo salir de lo que quedaba del edificio. Solo entonces descubrí la magnitud de lo ocurrido. Una granada había caído en el aula contigua, allí no quedaba nada, solo miembros. Una niña andaba entre la carnicería, tenía sangre en las manos, en la cara, y parecía estar buscando los restos de alguien; al rato descubrí que eran los de su hermano, los iba amontonando, como si quisiera recomponerlo, y hablaba sola. De la maestra, que un rato antes había desayunado con nosotros, hablando de su futuro, de sus inquietudes, solo quedaba una masa informe de pedazos de carne y de huesos, y la cabeza, que sorprendentemente había quedado entera. Empecé a temblar, no podía tenerme en pie. No sé cuánto tiempo estuve así. Anna, con fuerza me abrazó y me dijo que debíamos ayudar.
Una vez más salimos de la escuela, había gente preparando con sábanas algo parecido a camillas, otra llegaba con mantas para construirlas o preparar camas allí mismo. Habría pasado una hora o más, para mí, para nosotros, muchas más horas o solo unos pocos minutos. Por momentos el tiempo se detenía o se aceleraba, ya no contaba.

Entonces los vimos. Más tarde pensé en aquella rapidez y frialdad. Estaban en las afueras del pueblo, en el patio de un gran caserío a cien metros de la escuela. Me acerqué. No pasaban lista, hablaban entre ellos en voz baja y no paraban de entrar hombres que se iban añadiendo. A lo lejos vimos unos jinetes al galope. Pasaron muy rápido frente a nosotros y, al llegar, señalaron un punto en lo alto de una montaña. Parecía que tenían localizado al atacante.
Sentí la mano de Anna, se había dado cuenta de mi intención.
- No sabes disparar, ni siquiera cómo funciona un trasto de esos. Serías un estorbo para ellos.

Yo estaba muy calmado, ya no temblaba; ella, sin embargo, solo lo parecía. Y me sorprendió mi frialdad, con el sentimiento escapando a través de mi rabia. Ella lloraba por dentro, muy en su interior. Se apartó y vi que iba a curar y consolar a la maestra que había quedado con vida. Había tenido suerte, aunque no tanta como nosotros. Anna, con su impulso había salvado nuestras vidas o evitado salir malheridos. La maestra, intuitivamente, se había guarecido con los niños en la pared de la escuela, y solo habían recibido el golpe de cascotes y piedras. El fuerte muro medianero nos había salvado de la explosión, la ligereza de la cubierta nos ahorro gran parte de la onda expansiva, y el pupitre y la fortuna, de los cascotes y de las astillas.
Estuvimos todo el día, yo recogiendo restos y retirando escombros, ella ayudando y curando a los heridos. Casi no bebimos ni comimos. De vez en cuando, alguien del pueblo bajaba alimentos y agua, entonces, Anna y la gente que estaba con ella hicieron ver que comían algo, yo solo pude beber.

Por la tarde llegaron unos militares, podían ser de Skardu, pero entre ellos no estaba el comandante ni sus soldados. Descargaron cajas de munición y sacos de alimentos, tiendas, medicinas y mantas. Con ellos vino un médico y tres enfermeros, con varios aparatos y un generador eléctrico, y en pocos minutos los militares montaron un pequeño hospital de campaña.
Vi al anciano que nos había acogido el día anterior hablar con un oficial. Señaló la montaña. Y el militar, junto a cuatro soldados con una gran radio de campaña con dos largas antenas, miraron indolentes hacia ella. Uno de los soldados se apartó y tomó unas fotos, tanto de la escuela como de los heridos y de las mantas que cubrían los restos. En una de ellas salió Anna. No le dieron importancia, porque nadie pareció tener en cuenta que fuéramos extranjeros. Después de todo, tal como íbamos vestidos y con el trasiego reinante, parecíamos tan cachemires como cualquiera. Al día siguiente supimos que no fue así, que desde un primer momento sabían quienes éramos. El comandante había dado órdenes que nadie nos molestara ni nos invitara a marchar. Debía ser consciente que no lo aceptaríamos.

Justo antes de salir el sol vimos a los militares preparándose para marchar, solo entonces el oficial se acercó y me dio una nota. Estaba en inglés y se notaba que había sido transcrita de un mensaje radiado. El comandante agradecía nuestra ayuda, lamentaba por lo que habíamos pasado y se felicitaba por la buena marcha de nuestro viaje, también se disculpaba por no haber podido venir personalmente. El intempestivo y mortífero ataque había complicado las cosas y otros asuntos requerían su atención.
Nosotros plantamos nuestra pequeña tienda al lado del hospital, así Anna podría seguir ayudando a los enfermeros y cuidar a la maestra herida.

Al día siguiente, justo antes de anochecer, llegaron en silencio. Estaban todos y muchos más, probablemente de otros pueblos que se habrían unido a la partida, la mayoría a caballo. La gente los recibió con abrazos, alguno lloró con su mujer la pérdida de su hijo. Me acerqué. Anna estaba en un pequeño y cercano caserío. Ya no atendía a la maestra sino a una joven viuda que había perdido a su hija, la misma que había muerto en mis brazos.

Los hindúes habían tenido mucho cuidado en escoger el objetivo. Dos años después sería yo el que aprendería a hacerlo, con más pericia si cabe que aquellos tipos que necesitaron cuatro disparos para dar en el blanco. No escogieron la escuela por azar sino premeditadamente y a una hora que pudieran hacer el máximo daño. Era una compañía y la cogieron desprevenida en la emboscada. Se movía dividida precisamente para evitarla, con un pelotón delante para explorar el camino y otro en la retaguardia. Casi de libro de texto como descubriría dos años después en nuestro ejército.
Unas maniobras con fuego real, dijeron los supervivientes. Solo que los oficiales al mando quisieron divertirse un rato. Por qué no aprovechar y hacer una operación de castigo contra la guerrilla en territorio enemigo, se habían preguntado. Los cazaron a todos a un mismo tiempo, al pelotón, al grueso y a la retaguardia, para ello escogieron el lugar y el momento. La refriega duró minutos y fue en territorio paquistaní de manera que ni siquiera podían reclamar a sus muertos. No les dio tiempo a defenderse, porque no esperaban tamaña reacción en tan poco tiempo. A los heridos los torturaron durante todo un día hasta matarlos, así supieron el porqué de su acción, su miserabilidad y su insensatez. Explicaron que algunos celebraron su suerte como expiación por lo que habían hecho.

Traían consigo tres alforjas repletas de pulgares, todos de un lado, no recuerdo cual. Las vaciaron en el centro de la plaza, cerca de la fuente para las abluciones. Era su manera de contar los muertos y poder demostrarlo. La gente dijo que lo menos eran cien, a mi no me parecieron tantos, pero sí muchos. Llegaron cargados con muchos fusiles, dos pequeños morteros, dos ametralladoras y varias cajas de munición. Sus botas no; los soldados hindúes solían, por entonces, calzar peor que los paquistaníes; tampoco anillos, relojes o cualquier cosa propiedad de sus víctimas, no estaba bien hacerlo. Lo que me hizo pensar en lo que llevábamos encima, y entendí el rechazo de los dos pastores a hacerse cargo de ello.

Poco a poco la plaza fue llenándose de gente, de manera que me retiré con disimulo y respeto. Era su gente, su venganza, su guerra. De pronto sentí una mano cogerme del hombro, que impidió mi marcha, era uno de ellos, algo mayor, puesto que su barba blanqueaba más de la cuenta. No era del pueblo y parecía tener más curiosidad que otra cosa.
- Yuz Benzir te manda un saludo y le es grato saber que sus dos amigos han llegado tan lejos y sin contratiempos.
Afirmé con la cabeza haciendo un esfuerzo para entender sus palabras. Le pregunté si lo había visto y me dijo que no, que estaba demasiado lejos, pero que los mensajes corrían como el viento. Y, sonriendo, me dijo: - radio-. Y entonces entendí su rapidez en movilizar tantos hombres y su eficacia. El ejército no solo les proveía de armas y munición sino también de pequeñas radios, además de otras de campaña, parecidas a la que había visto.
A mi espalda apareció Anna con la mujer que cuidaba. Tomó mi hombro para apartarme con exquisita suavidad. El tipo la miró y la saludó.
- Tú debes ser Anna, la famosa mujer del Rashid Kamran-
No pude entender sus palabras hasta tiempo después, cuando descubrí que el tal Rashid Kamran era yo. Entonces ella vio los pulgares esparcidos por el suelo y entendió. Le dije que todos los hombres habían regresado. El tipo la observó con una mezcla de ironía, respeto y curiosidad. No siempre se podía hablar con una mujer como aquella y con tanta liberalidad. Lo miró a los ojos, levantó el puño y le dio un suave golpe en el hombro, seguidamente lo abrazó y señalando los pulgares lo felicitó por el éxito de la operación. Al principio el tipo no pudo reaccionar, parecía turbado. La plaza estaba llena, la gente hablaba en voz alta y, pese los fanales de aceite o sebo, había bastante oscuridad; no obstante, el gesto no había pasado desapercibido. Algunos de sus compañeros callaron y nos miraron entre curiosos y alarmados. Entonces el tipo soltó una gran carcajada y fingiendo recordar algo, abrió un papel que llevaba en el bolsillo y repitió el mensaje de nuestro amigo.
- Yuz Benzir os manda saludos y se felicita que sus amigos hayan llegado tan lejos- y dejando de lado el papel y con su característica y simpática ironía, dijo - aunque creo que nunca lo había dudado-
Anna cogió el papel y lo abrió para mirarlo, ya que leerlo era imposible y entenderlo aún menos; después miró al hombre y le cogió del brazo sin ninguna vergüenza para darle las gracias. Sabía que lo había escrito él por voz de su amigo. Se separó y le presentó a la joven mujer.
- Es Zulema, su hija murió por el bombardeo en brazos de mi esposo, que hizo lo que pudo por salvarla, y es viuda de Ibrahim Sanheal. Es noble, fuerte y valiente-
El tipo pareció sorprenderse. A nuestro alrededor se hizo el silencio, ahora ya era toda la plaza la que nos miraba, y empecé a preocuparme. Anna le miraba a los ojos sin pestañear. La joven, cubierta de la cabeza a los pies, desde su llegada no había levantado la vista del suelo, como si simulara vergüenza.
- Nos han dicho que eres un hombre sabio. Estamos seguros que sabrás lo que más le conviene. Mi esposo puede ayudar con dinero-
El tipo me miró. Yo, de tan desconcertado quedé petrificado. Se puso a reír, primero con cuidado por lo inusitado de la situación, después con ganas. Se volvió a sus compañeros y les contó algo de lo que solo entendí spanish y que nombraba a Yuz Benzir y creo que también al comandante. Yo, para no perder la compostura y para que Anna no complicara más el asunto, delicadamente me situé entre los dos. El tipo, ya más tranquilo, me tomó de la mano como a un paquistaní y me llevó fuera de la plaza.
- Tiene razón Yuz Benzir. Tu joven mujer es especial, la más valiente y decidida que haya conocido nunca. Eres un hombre afortunado. Es mejor que marchéis mañana. En todos los sitios hay gente mala y supersticiosa. Hoy sois bienvenidos, pero mañana os pueden acusar de sus desgracias, y en este pueblo corre mucha envidia. Si seguís por los valles no os faltará de nada, pero si lo hacéis como hasta ahora, es posible que no lleguéis a vuestro destino. Dile a tu gran mujer que cuidaré de Zulema como si fuera mi hija. Ibrahim Sanheal fue amigo de mi hijo hasta el día de su muerte. De la dote no debes preocuparte. Zulema es viuda y joven, y en mi pueblo no la precisa, y si es necesario yo mismo me cuidaré-

Necesitaba tranquilidad, pensar con sosiego. La plaza parecía un gallinero y la gente iba y venía sin saber qué dirección tomar. Anduve bajo la luz de las estrellas hasta pasada la destruida escuela y el hospital, donde todavía estaban la maestra y algunos niños.
Imaginé los noticiarios de medio mundo, las fotos en las que seguramente saldría mi compañera. Más tarde, a nuestra vuelta, nos enteramos que el ataque a la escuela no había ocupado ni media reseña y, por supuesto, fuera de los paquistaníes ninguna foto la acompañaba.


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martes, 27 de abril de 2021

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La semana pasada tuve que echar mano del ibuprofeno, solo uno al día, pero hace tres que no lo tomo, ya no me hace falta.

Ando mucho y a paso rápido, 5 km/h de media. Ayer hice 20 kilómetros o casi, hoy los he sobrepasado y mañana haré más, de una tirada, con solo un descanso tuitero a medio camino. Luego, la vida de siempre, la compra, encargos para la Fundación y algunas tonterías de gente de mi edad.
Al principio creí que estaba buscando mi límite. El Camino, el del Norte, no deja de ser una excusa y la preparación de algo mucho más grande que me he impuesto como meta.

Ayer mi compañera fue muy dura conmigo, en pocas palabras me dijo algo que ya sabía, que llevo dentro y temo reconocerlo. De hecho lo que de ningún modo quiero es expulsarlo, porque en el momento que lo haga ya nada será igual.
Estoy pasando por lo mismo que mi padre hace muchos años, y supongo que muchos otros. Estoy rechazando la vejez. La diferencia es que yo estoy bien, al menos mucho mejor que él con los mismos años. Puedo permitirme esfuerzos impensables para la mayoría de quienes tienen mi edad o con bastantes menos años que yo, inimaginables incluso para mí no hace tanto.
No, no estoy buscando mi límite sino la rotura de mi cuerpo, y eso es lo que Amara ha tenido la osadía de aclararme, como si yo no lo supiera. No quiero morir convertido en un andrajo, en algo que no sirva de nada.
Veremos como termina la cosa, pero se me ha metido entre ceja y ceja y ahora solo mi rotura podría frenarme.

 

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lunes, 26 de abril de 2021

El Camino Infinito, 39 parte

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Al atardecer y a más de cien metros del pie de la montaña, descubrimos un gran salto de agua a nuestros pies. Era una maravilla. Hacía rato que oíamos el ruido sin saber qué podía tratarse. Desde arriba podíamos ver el agua abalanzarse sobre el valle en forma de un gran precipicio. No recordamos haber leído que hubiera un salto de aquella magnitud, ni en el país ni en aquellas montañas, por muy lógico que fuera.
Era la primera vez que observábamos algo así, desde aquella extraordinaria perspectiva. Bajo nuestro y al pie del salto.

Escogíamos los senderos de montaña que seguían la dirección del sol, evitando los que podrían ser más transitados, aunque por cualquiera de ellos habría sido muy difícil encontrar alguien, fuera de algún pastor con su rebaño. Queríamos vivir nuestra aventura tranquilos y sin condicionantes, sin la obligación de dormir en casas y terminar invitados. Anna a duras penas soportaba el trato, según ella vejatorio, que se daba a las mujeres; y yo, que por entonces no percibía tanta sumisión sino consentimiento y parte de una cultura de falso honor, temía su explosión en cualquier momento. Hasta entonces nos había acompañado la suerte con la gente que íbamos encontrando. La imagen externa que nosotros percibíamos, no tenía nada que ver con la que vivíamos en el interior de las casas, en familia o entre los mismos amigos, no obstante, notaba su tensión ante detalles que para mí carecían de importancia. Eran, a mi modo de ver, parte de la idiosincrasia de aquella gente y de sus costumbres; y ella era incapaz de reconocer el esfuerzo que hacían para no aparentar extrañeza o agravio ante nuestra manera de ser. Decía, quizá con razón, que una cosa eran las costumbres y el honor, y otra la deshumanización. Y es que en algunos grupos familiares, parecía que a la mujer se le daba menos valor que a una cabra, y si era joven y bella, se podía utilizar como pago de una deuda familiar. En este caso, el contraste entre distintos grupos familiares y en poblaciones muy pequeñas, era muy grande. En unos la mujer era considerada como un igual, que muchas veces gobernaba la familia, mientras que en otros era solo un objeto sin apenas valor.

A veces debimos escalar porque el sendero había desaparecido por un desprendimiento o por su mismo desgaste, otras andar por estrechas cornisas con precipicios de cientos de metros, a lo que ya nos habíamos acostumbrado. Pero lo peor era cuando habíamos de recular y desandar muchas horas al descubrir que lo que nos había parecido camino, era en realidad un sendero creados por el paso de animales o quizá por la misma geología, cuando el agua había erosionado un cambio de estrato, aunque también por darnos cuenta que íbamos en sentido contrario. Lo único que confirmaba que era camino, eran las precarias e inestables pasarelas colgantes que íbamos encontrando, o la gruesa cordelería que ayudaba a pasar por un tramo desprendido o excesivamente desgastado.

Nos acostumbramos a no malgastar el agua, por mucho que abundara; a descansar unos minutos por cada dos o tres horas de andadura, a no ser que quisiéramos acampar por haber encontrado una fuente o filtración, o un lugar de incomparable belleza. Aunque lleváramos comida, nunca estábamos seguros de cuándo encontraríamos más, de manera que siempre que podíamos cogíamos huevos. Eran una buena fuente de proteínas y nutrientes. Después de haber acampado, buscábamos madrigueras de conejos e instalábamos un lazo con su trampa en la entrada; y lo normal es que cayera alguno, ya que vivían confiados y no esperaban ser cazados de aquella manera. Lo matábamos con un golpe seco en la nuca, lo despellejábamos y lo asábamos. Lo había aprendido con Artur en el Pirineo, así como pescar con las manos. Y gracias a todos estos inventos y trucos, nunca pasamos sed o hambre. También conseguimos evitar los caminos que parecían ser más transitados y los grandes caseríos aislados. En el valle habíamos descubierto la grandeza de la soledad y la libertad que esta procuraba, y sabíamos como encontrarla.
Dos días después empezamos a seguir el curso de un río bastante desbrozado. Se notaba la mano del ser humano, que lo cuidaba y explotaba. Apenas nos quedaban alimentos y necesitábamos abastecernos de las cosas más indispensables para continuar el camino.

La experiencia nos había demostrado que si entrábamos en un pueblo o en un caserío, aunque solo fuera para preguntar, sus pobladores nos invitaban con todo lo que tenían y más de lo que necesitaban, y se negaban a recibir algo a cambio; y eso, por agradable y cómodo que fuera, para nosotros se había convertido en un problema de conciencia. Una cosa es que compartieran su abundancia, y otra que lo extrajeran de su escasez. Pero nosotros, yo principalmente, no me sentía legitimado para juzgar su costumbre con severidad, cuando un par de años atrás hacíamos lo mismo en nuestra propia casa.

En las ciudades lo normal era trabajar de domingo a jueves, a veces también los sábados, pero desde nuestra salida de Lahore, como festivo solo se respetaba el viernes, incluso las escuelas abrían el sábado. Habíamos perdido la noción del tiempo, al menos del día de la semana en que nos encontrábamos, por lo cual no estábamos seguros si era jueves, viernes o sábado. Pasamos cerca de algunos silenciosos caseríos. Por la hora que era, su gente tanto podía estar en el campo y las mujeres trabajando en su casa o en los corrales, sin embargo no vimos a nadie trabajando, de manera que pudimos pasar desapercibidos, quizá por ser la hora del rezo o simplemente viernes. De pronto, solo girar el recodo formado por la ladera de una montaña, nos encontramos con un pueblo. Era grande para la zona, de más de cien casas, sin contar los caseríos vecinos. No se le veía tan aislado, estaba situado al pie de una ladera y por su parte baja lo cruzaba una carretera de cuatro metros o más, lo suficientemente ancha para pasar un camión con comodidad. Vimos algunos labradores, que dejaron de trabajar y bajaron de sus terrazas para poder saludarnos. Parecían contentos. Ya solo faltaba que nos recibiera una delegación oficial, eso nos temíamos.
A lo lejos podía verse la mezquita en la parte más alta del pueblo, con su minarete más parecido a una almena de vigilancia. Las casas estaban construidas de manera similar a las del pueblo de donde veníamos, pero más pobremente y sin la misma robustez. La tierra parecía fértil. Quizá hubiera más campos de labranza y los camiones llegaran al mismo centro del pueblo, la mezquita sobresaliera y su edificación fuera más cuidada, pero no había que ser muy perspicaz para percatarse que allí no reinaba la abundancia sino lo contrario. Y una vez más sus pobladores abrían las puertas de sus casas para invitarnos a entrar. Finalmente entramos en una de ellas, a la que un grupo de chicos y un anciano nos arrastraron casi por la fuerza.

En aquel pueblo, como todos los que habíamos visto a partir de Skardu, se veían pocos ancianos por la calle. Era difícil encontrar un hombre de más de sesenta, nosotros no vimos ninguno, excepto el abuelo de las dos chicas; aunque tampoco éramos capaces de concretar la edad de la gente por su apariencia, y debíamos confiar en lo que nos decían. Un hombre de cincuenta años ya empezaba a parecer anciano y su cuerpo denotaba el castigo del trabajo físico. Solo los de buena posición y con poca necesidad de trabajar, aparentaban la edad que tenían, y solían estar casados con jóvenes mujeres.
Comimos con los hombres de la casa. Las mujeres se quedaron a un lado, niñas y adultas, sirviendo solícitas los alimentos y regocijándose de lo sabrosos que los encontrábamos. Nosotros, que ya habíamos aprendido a rechazar lo que sobrepasase, y solo aceptar lo justo que puede recibir un forastero, pedimos, después de compartir lo poco que tenía aquella numerosa familia, que nos dijeran dónde podíamos encontrar una tienda.
¿Tienda? ¿Para qué queríamos una tienda si éramos sus invitados?
Y nos costó un buen rato convencerlos que no aceptaríamos nada más si no era pagando. Compartir no es gorrear, intentamos explicar, sin saber cómo hacerles entender que necesitábamos cosas que nadie podía ofrecernos, artículos personales de los que andábamos necesitados.

Aquella gente era pobre y nos daba el alimento del día, no había otro. Se hacía tarde cuando descubrieron que tampoco dormiríamos en la habitación de los chicos, el suyo, el del abuelo, el de las chicas o cualquier otro que no sobrara. Estaban desolados, aquello no era lo habitual y aún menos lo correcto. Tampoco queríamos intimar demasiado. Tanto androcentrismo nos había hartado y no teníamos intención de escuchar ningún discurso sobre la lógica del asunto, que por cierto tampoco entenderíamos. Yo ya no era capaz de contrarrestar la rebeldía de Anna y su beligerancia. Mi amiga había perdido el respeto a unas costumbres que había dejado de considerar cultura o religión, y a duras penas guardaba la compostura.

En aquel pueblo, tan pobre como hospitalario, se notaba que el gobierno, o quizá el mismo municipio, había invertido bastante dinero en la escuela. Cuando la vimos no pudimos creerlo. A unos doscientos metros del lugar y cerca del río, una nave sencilla pero moderna, limpia y muy bien acondicionada, con un cuidado jardín, que de poco servía en un lugar como aquel; y grandes ventanales y claraboyas, para que pudiera entrar la luz solar. Aunque disponía de un generador para producir electricidad, pocas veces debían ponerlo en funcionamiento, ya que las clases siempre coincidían con las horas de sol. Todas las aulas disponían de una sencilla estufa de hierro fundido, profusamente adornada con motivos florales y animales y, a su lado, unos canastos llenos de excrementos secos. Y entonces descubrimos el por qué de la pobreza del lugar. En el pequeño valle no había árboles. Nos habíamos aclimatado tanto a la altura, que no habíamos caído en la que nos encontrábamos.

Las maestras vivían en la misma escuela, y como estaban de vacaciones, algo en que no habíamos caído, quedaba una habitación libre y nos la cedieron. No pudimos negarnos y nos felicitamos por lo rápido que habían encontrado la solución.
Al fin conseguimos que en las tiendas del pueblo, unos pequeños y desvencijados cobertizos a pie de la carretera, se nos abasteciera de carne seca, calcetines de lana, fruta fresca, queso, miel, frutos secos, dos pares de botas y dos salwar kamez de la región, aún más largos que los que llevábamos y de vasto y grueso algodón. Intentamos comprar pan y tortas de cereal, pero eso lo fabricaba cada cual en su casa. El coste de todo era tan bajo que no llegó a las trescientas rupias. Con mucho había sido el gasto más elevado que habíamos hecho desde nuestra salida de Skardu. De seguir así, volveríamos a casa con el dinero ganado y parte del con que habíamos salido.
Ya teníamos algo que compartir con las dos maestras y con los que inevitablemente terminarían invitándonos. Hasta el momento lo habíamos evitado con la excusa del cansancio y que no queríamos ser una carga, pero éramos conscientes que sería imposible mantener esta postura otro día.

Hacía tiempo que mi compañera había perdido el embozo, se había hartado y no estaba para historias. Con los dos pastores ya noté su desafío. Su maravillosa piel de terciopelo, bronceada y rosada a un mismo tiempo, las gafas de sol y su ensortijado cabello, sus gruesos labios y su sonrisa, su desbordante sensualidad.

- ¿Por qué tengo que seguir fingiendo, si soy tu compañera y nunca me dejas sola?- Me preguntó belicosa, sin preocuparse siquiera de lo que podía sentir yo.

Al entrar en la escuela, en una casa, en la tienda, levantaba sus gafas de manera que recogieran su cabello; y lo hacía con desenfado, mirando a los ojos de su interlocutor, con el escote abierto, que lo había cortado con una tijera por comodidad, sin disimular su magnífico y poderoso cuerpo, bronceado de haber andado por las montañas con el torso desnudo y el pantalón enrollado.
Aquella mañana, al despertar no tuvo reparo en desnudarse frente a mí y de las dos mujeres, preguntando primero si les era una molestia. Y ellas, con algo de turbación y fingiendo naturalidad, la imitaron después que yo saliera. Más tarde me contó que tenían mucha inquietud social y eran marxistas, y que, de quedarnos un mes en aquel pueblo, era capaz de ponerlo patas arriba. Y me reí con ganas. Nos duchamos y nos echamos abrazados, bajo una manta y con los sacos haciendo de colchón, sobre un pequeño y duro camastro. Solo el frío y su extraña reserva impidieron lo que ambos intuíamos inevitable, y que me excitaba hasta el límite saberlo tan cercano. No dejó que la acariciase, prefirió hacerlo ella a mí; pero esta vez jugando con mi pecho, mis pezones, mi vientre y, al final, con mi sexo hasta enloquecerme. Mi mente y mi cuerpo volaron entre sensaciones difíciles de explicar, parecía que levitara. Nunca mujer alguna me había hecho tal cosa. No era sexo ni masturbación, era mucho más. Se rió abiertamente al sentir mi locura. Acarició mis testículos con suavidad, como si sus dedos fueran plumas. Cuando le pareció haber llegado el momento, levantó la manta y acercó su boca y sopló sobre mi miembro mientras arañaba mi escroto y mis testículos con extremada delicadeza. Y al fin hizo que me masturbara con solo tres dedos, acompañándolos con los suyos con extraña sabiduría.
Me habría gustado preguntarle dónde había aprendido tanta arte, pero antes que pudiera hablar me dijo:

- Te lo debía-
Y caí dormido en su hombro.

Por la mañana, solo haber salido el sol y después de desayunar, empezaron a llegar madres con sus hijos, los que por ser demasiado pequeños no podían ayudar en el campo o en el corral. Incluso algunos llegaron solos, y tan pequeños que nos sorprendió. Durante las vacaciones la escuela hacía de guardería y las dos maestras se brindaban gustosas para ganar algo más, aunque solo fuera en especias.
La estampa era igual a una película basada en la España rural de principios del siglo XX. Los niños traían su comida y algo para las profesoras, y, por sus caras y miradas, nos dimos cuenta que venían más cargados de la cuenta. Una de las niñas, con cara de pena, venía arrastrando una gallina por el pescuezo. Y de tan pequeña que el animal hacía casi tanto bulto como ella. Estábamos perplejos, sin saber qué hacer, no podíamos compartir la comida con los niños, hubiera sido el colmo, sin contar que nuestra intención era pasar el día paseando por el pueblo y su valle.

Volvimos a entrar en la escuela para hablar con las maestras y aclarar la situación. Estaba claro que por muy preparados que nos creyéramos y por mucho cuidado que tuviéramos, aquella gente siempre terminaría sorprendiéndonos. Decidimos hablar con las maestras, negociar si hiciera falta con ellas, para encontrar el modo que los niños, al terminar la jornada, volvieran a sus casas con el exceso. Sabíamos que para sus familias se trataba de un esfuerzo, y que a más de una le costaría comer durante el día. Las encontramos en la primera aula y solo una de ellas pudo atender nuestra queja, la otra tuvo que salir para hablar con algunas madres, supusimos que para charlatanear sobre nuestra presencia. Cuando creímos que nos había entendido y que buscaría el modo de ayudarnos, nos pidió que vigiláramos unos niños, mientras ella ponía orden en el aula de al lado. Anna y yo nos miramos confundidos, empezábamos a ser conscientes que, a menos que nos fuéramos de inmediato, no nos quedaría más remedio que aceptar la situación. No podíamos concebir que unos niños pasaran estrechez, con tal de vernos comer. No era aceptable, aún menos con la cantidad de dinero que llevábamos encima.

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jueves, 22 de abril de 2021

El Camino Infinito, 38 parte

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La subida por la vaguada fue muy dura. Al principio no había camino y tuvimos que inventar uno. Los derrumbamientos y la falta de uso lo habían destruido por completo. Nos guiamos por la intuición para imaginar donde podría haber estado, aunque tampoco fuera muy útil saberlo.
Escalamos como pudimos, sin cuerdas y con las pesadas mochilas colgando, por grandes rocas y piedras, que muchas veces se movían u oscilaban con nuestro peso. Lo hicimos con extremo cuidado, no podíamos permitirnos un resbalón, pero tampoco parar a medio camino. Vimos a un águila dando vueltas sobre nosotros, preguntándose, supusimos, qué tipo de bichos éramos y de qué pasta estábamos compuestos.
A trescientos o cuatrocientos metros, después de tres horas de penosa ascensión, encontramos lo que parecía haber sido un sendero. Lo seguimos y poco a poco fue definiéndose, aunque con grandes rocas y piedras cortándonos el paso. En algunos tramos tuvimos que pasar pegados a la pared, a veces cien o doscientos metros, hasta el punto de dudar si lo habíamos perdido o, simplemente, que no era tal camino sino un paso de cabras u otros animales. El piso se deshacía a nuestro paso y nos agarramos a las rocas como pudimos. No nos atrevimos a mirar el precipicio, era impresionante y la caída mortal, y volver sobre nuestros pasos aún era más difícil y peligroso que seguir. De vez en cuando escuchaba las quejas de Anna en forma de improperios, insultos a la montaña y a las rocas, y eso paradójicamente me tranquilizó y consiguió que no me rindiera. Mi compañera estaba igual de desesperada, pero ni mucho menos rendida. De hecho era una manera de pedir que no parara. Y en un momento de desespero, cuando creímos que era imposible el paso y no estábamos seguros dónde clavar la punta de nuestras botas, pude asomarme a uno de los requiebros de la roca que casi nos impedía el paso. Casi lloré de alegría, al otro lado se veía el camino dibujado en la montaña, zigzagueante, difícil y escabroso; pero la perspectiva no podía engañarnos, sin duda lo era y lo seguíamos correctamente. El problema era llegar a él, pasando la gran roca por encima con el riesgo que se desprendiera por el peso, o de alguna manera forzando su caída, con el riego de provocar un gran desprendimiento. Finalmente optamos por encaramarnos a ella y pasarla lo más rápidamente posible, deslizándonos como serpientes.
Tuvimos suerte, solo llegar a un tramo suficientemente ancho, empezó a soplar el viento; primero poco y suave, después, en menos de diez minutos, fuerte e intenso. En los tramos desprendidos no hubiéramos podido aguantar el equilibrio con semejante ventolera.

Llegamos a lo alto de la vaguada con el sol bastante caído. Habíamos resistido sin comer y casi sin beber para no perder tiempo, ya que desconfiábamos de la resistencia del piso y temíamos los desprendimientos y un cambio de clima imposible de superar. Una pequeña tempestad habría representado nuestro final. Lo sabíamos y, aunque no tuviéramos miedo, ni cuando creímos oír truenos a lo lejos o quizá el ruido de un desprendimiento, sabíamos que no podíamos pasar la noche en aquel lugar, colgados de cualquier manera.
Por entre las rocas no dejamos de encontrar excrementos de cabras monteses, en forma de bolas de dos a tres centímetros de diámetro compactas y secas. Las habíamos visto subir con una ligereza envidiable, seguramente de vuelta de su abrevadero natural. Y pensamos, con razón, que si había tanta cabra, también merodearía una familia de leopardos.

Tal como el valle era riquísimo, la vaguada, que por lógica había de bajar agua en cantidad, era un desierto de pizarra veteada con roca gris y cuarzo blanco. Allí ni siquiera crecía liquen. A los lados, dos montañas, verticales y desoladas, aterradoras para cualquiera excepto nosotros; que cualquier cosa ya nos importaba poco, que no pensábamos en el futuro.
El camino, todo ser difícil y peligroso, nos pareció una pista. Probablemente nuestros amigos del pueblo tendrían una referencia de él basada en el tiempo, cuando era más asequible y conservado. Nadie podía imaginar que tras un valle antiguamente habitado, tan ancho, rico y bello, el camino se convertiría en infernal.
Nos sentamos en un pequeño recodo, donde su anchura lo permitía, y comimos tranquilos. Disponíamos de toda la tarde para andar y estábamos decididos a no parar, hasta encontrar un buen lugar para descansar, aunque oscureciera. No habíamos perdido el respeto a la montaña, pero si el miedo.

La tensión nos había quitado las ganas de hablar. Comimos, una vez más, sentados en el borde del precipicio, pero ya nada nos impresionaba, ni la altura, ni las nubes, ni el águila, ni siquiera la posibilidad que el leopardo oliese la comida. Nos habíamos acostumbrado a la belleza y la grandeza. Nuestros parámetros habían cambiado, ahora importaban el riesgo, los hombres y el conocimiento. Y sin embargo, la enormidad que nos rodeaba no nos dejaba indiferentes, seguía siendo la frontera que traspasar; aunque supiéramos e intuyéramos, que lo visto y vivido era irrepetible. Por mi parte nunca había vivido nada parecido. Estaba acostumbrado a las travesías de alta montaña pirenaicas, con mucha más nieve y hielo, con más frío. Pero la diferencia era tan abismal que no cabía comparación. Si mirábamos para atrás no podíamos creer lo que habíamos pasado, aún más si lo hacíamos para abajo, pero nada comparado si mirábamos enfrente, a lo que nos esperaba; o a los lados, a las gigantescas paredes y cumbres que nos rodeaban. El silencio y la soledad eran tan brutales que habrían acongojado y llenado de ansiedad a cualquiera, sin embargo, a nosotros nos llenaba el espíritu y nos hacía sentir grandes, tanto como el paisaje.

Llegamos a la cumbre agotados, pero respirando bien, a media tarde y con el sol escondiéndose tras otra de más alta; aunque allí todas lo parecían. Esta vez quisimos llegar a ella por mucho que no hiciera falta. El paisaje y la comodidad son distintos. En las cumbres de aquellas montañas, siempre había, sin que encontráramos una explicación razonable, pequeñas plataformas naturales de piedra, justo antes de llegar, una vez traspasadas o en la misma cumbre. Un lugar donde descansar mejor y relajarse con el gigantesco paisaje que ofrecen todos los puntos cardinales. Y mucho frío, intenso y cruel en pleno junio; y viento, hielo y nieve.
Como pudimos cavamos un agujero y plantamos los palos a su alrededor. Ya lo habíamos hecho anteriormente, pero nunca con tanta nieve, ni con el previsible viento que podía levantarse en aquel lugar. Respirábamos bien, por lo que a eso no le dimos importancia. Pese la dificultad, el peligro de la subida y la cantidad de nieve, la altitud de aquella cumbre era muy inferior al resto de las montañas que habíamos superado.

Dormimos pegados, ya no de frío, de amor o de miedo, sino de agotamiento y tensión. Nos sentíamos uno, como si la intuición nos avisara de un peligro mortal, como si fuera la última noche que íbamos a pasar juntos. Esa era la sensación, tal vez porque, por vez primera habíamos rozado la muerte y dependimos más de la suerte que de nuestra pericia y fortaleza.
Desperté por el frío en la cara, la busqué en la penumbra y, al no encontrarla, me levanté y salí de la tienda. En otro lugar aún no habría salido el sol, sin embargo, allí, por la gran altura en la que estábamos, ya podía vislumbrarse. La encontré sentada en una peña, mirando hacia el Este; enfundada con el saco y vestida con el shalvar kamez y un jersey de lana. Me acerqué y me senté a su lado, estaba ensimismada con el paisaje, con su belleza, en silencio. Ni siquiera volvió la cabeza para mirarme o saludarme. Me levanté y dejé que disfrutara de su soledad.

Nunca me dio aviso de lo independiente que era, ni lo libre que se sentía, tampoco el significado que daba a estas dos ideas. Tampoco habría hecho falta, siempre lo supe. Lo desprendía por cada uno de sus poros, de sus palabras y de sus actos. A veces caía en la tentación de considerarla egoísta, sobre todo en la ternura, cuando para mi se convertía en necesidad.
¿Por qué evita esta forma de amor conmigo? me preguntaba, deseando que sintiera lo mismo que yo por ella. Nunca lo entendí. Ni siquiera hoy, después de tantos años y tantas vivencias uno junto al otro, puedo imaginarlo, y nunca me he atrevido a preguntárselo. Quizá fuera porque mi viaje había empezado por Alba y no por ella, cuando la realidad fuera distinta sin que yo osara reconocerlo; por mi relación con Patty; por mis aventuras con Artur. Tal vez fuera algo que se me escapaba, que la hiciera sentirse rabiosa e impotente.

Pasada la pequeña cumbre, el camino volvió a ser escabroso y difícil. Pero esta vez, por ser bajada y que ya nos habíamos acostumbrado, nos lo tomamos con más humor, sobre todo porque a lo lejos se vislumbraba vegetación.
Bajo una gran roca que formaba una cueva, de improviso nos encontramos cara a cara con un esqueleto humano, en parte destrozado y con sus huesos desperdigados. Apoyado en un rincón, como si hubiera parado a descansar, estaba el tórax con el cráneo entero, los huesos todavía estaban pegados y mantenían su forma original. A su lado y apoyado en la piedra, un machete completamente oxidado; en el suelo, un reloj de bolsillo. De su vestuario solo quedaban jirones y, bastante más lejos, donde creí que estaban las extremidades, un anillo y los restos de una zamarra. Me agaché para mirar su postura y comenté a Anna que aquel hombre podría haber muerto de enfermedad o frío, pero no por un ataque animal. Cogimos sus pocos bienes y cubrimos los restos con piedras.
Nos extrañó que llevara machete y no fusil, era el primero de aquellas características que veíamos en el país. Del pueblo salimos con unos bastones pintados de gris oscuro. Nos aconsejaron que los lleváramos en bandolera simulando ser armas de fuego, pero terminamos utilizándolos como bastones, para apoyarnos en las bajadas o para hurgar en la maleza del valle antes de dar unos cuantos pasos. Aquellos palos debían servir para engañar al leopardo, no pesaban y servían de bastón; mientras que de lejos, cualquier militar podía ver lo que eran sin llevarse a engaño. El fusil, aparte de ser un estorbo, daría que pensar a cualquiera.
Seguimos andando en silencio, aunque no duró demasiado. Al poco ya estábamos hablando animadamente, pero solo cuando la respiración y los momentos de poca dificultad lo permitían. El viaje, ya desde Lahore, nos había endurecido; y el valle, las montañas y la soledad, habían hecho que mirásemos la vida de otra manera, valorando la inmediatez por encima del futuro, como si no dependiera de nosotros.

Durante la subida, justo antes de encontrar el esqueleto, nos habíamos prometido que si uno de los dos caía malherido o enfermo, el otro lo abandonaría. Pero después y a medida que íbamos avanzando, en los momentos que el aire y el camino nos permitían hablar, la promesa fue diluyéndose. Éramos conscientes que ninguno de los dos abandonaría al herido, aunque representara su muerte. Y es que le dábamos más valor a estar junto al compañero que a la vida.

Atravesamos un pequeño valle absolutamente abandonado. Tanto los huertos como los caminos estaban llenos de altas hierbas y matorrales, los corrales abiertos y algunas de sus puertas caídas por el desprendimiento de sus goznes. Sin embargo, las casas, hechas de sencillos tablones de madera de cedro, tenían cerradas sus puertas; probablemente atrancadas desde su interior, ya que en aquel país nadie utilizaba cerrojos y sí unas baldas de madera, parecidas a las que se utilizaban en nuestro país. Buscamos una con la cubierta en buen estado, y al no encontrarla acampamos cerca de una caída de agua; un torrente regulado por un muro de piedra, que atravesaba el camino bajo un pequeño puente de piedra. Era más seguro que dormir en el interior de una de las casas, cuyo techo se caía o las tablas del suelo se quebraban con nuestro peso. Tanto el puente como el camino estaban llenos de maleza y ortigas, tan omnipresentes como incómodas durante todo el trayecto del valle. Hacía años que nadie pasaba por él.

Nunca nos habíamos sentido tan fuertes. Habíamos adelgazado, menos en el caso de Anna, y ganado musculatura. Y éramos capaces de andar un día entero, comer cualquier cosa y beber el agua que brotaba de fuentes o la que se filtraba a través de la roca; y acampábamos siguiendo nuestro instinto, y seguíamos el camino del sol.
¿Cuántos kilómetros andábamos al día?
No lo sabíamos ni nos importaba. Como mínimo el doble de los que habíamos hecho con el comandante, por el constante zigzagueo de las montañas. No sabíamos dónde estábamos ni si encontraríamos algún pueblo habitado, solo estábamos seguros de llevar la dirección adecuada por el sol. Íbamos al oeste, siempre al oeste, y solo nos permitíamos pequeñas variaciones, obligados por la dirección del sendero o para poder sortear las grandes montañas.
Posiblemente, el propietario del anillo y del reloj habría habitado en aquel poblado y su familia lo debió echar en falta. Quizá los pobladores tuvieron que abandonar sus casas con urgencia. Aquella noche, por vez primera nos sentimos tristes e impotentes.

Igual que en el valle deshabitado, recolectamos zanahorias, rábanos y otras verduras asilvestradas muy pobres en alcaloides; pescamos con la mano unos cuantos peces y conseguimos cazar un par de pequeños conejos. Dos días más tarde, después de haber seguido el curso ascendente del pequeño río, subimos una gigantesca cumbre cubierta de nieve. La noche anterior habíamos acampado en una pequeña oquedad escondida tras un muro de hielo, que poco a poco iba deshaciéndose. La cumbre era tan alta que empezamos a notar la falta de oxígeno, y tuvimos miedo de perder el conocimiento si no nos adaptábamos, pero solo fue una sensación pasajera, seguramente por la mezcla de cansancio y la altura, que finalmente pudimos controlar. En lo alto de la cumbre encontramos un pequeño lago. Su agua estaba tan fría que no nos atrevimos siquiera a lavarnos la cara, y supusimos que se habría formado por la nieve caída días atrás. A su alrededor crecían los típicos y desperdigados matojos, esta vez cubiertos de nieve. A lo lejos y a un lado del lago vimos un rebaño de cabras pastando, probablemente líquenes, porque otra cosa no había; y cerca de ellas una cabaña con dos hombres sentados en el suelo, justo en la entrada, que nos observaban con sendos fusiles apoyados en la pared. Recogimos las mochilas y nos acercamos, quizá estuvieran a más de doscientos metros de distancia. Ya más cerca vimos que levantaban la mano para demostrar amigabilidad. Parecían contentos de vernos. Nos presentamos como pudimos. No entendieron nada de lo que intentamos decirles y nosotros tampoco las suyas. Fue tan divertido que los cuatro terminamos riéndonos.

La risa es el mejor idioma, la alegría la mejor conducta y la música el mejor medio de comunicarse. Nos sentamos en el suelo frente a ellos, y les enseñamos el anillo, el reloj y el machete, y como pudimos les explicamos cómo los habíamos encontrado. Estuvieron largo rato estudiándolos, hasta que al final nos los devolvieron. Intentamos que se quedaran el anillo y el reloj, pero negaron ostensiblemente con la cabeza. Hablaron entre ellos, parecían no estar seguros de quién podía ser su propietario. Les explicamos con signos que solo quedaban sus huesos y señalamos el óxido del machete y, con un dibujo en el suelo, el valle con el pueblo abandonado y el número de montañas que habíamos pasado y su dirección. Entonces volvieron a hablar entre ellos y nos dijeron:
- Lahore-

Lo entendimos perfectamente. Los descendientes del tipo se habían trasladado allí. Y riéndose nos señalaron y con dos dedos simularon una persona andando y volvieron a decir Lahore. No había duda, nosotros éramos quienes habían de devolver aquellos objetos.
Apenas nos quedaba comida, algo de la fruta asilvestrada recolectada en el poblado, unas tortas secas, un conejo y la miel del pueblo que habíamos conservado como el oro. Aquella mañana habíamos comido raíces y verduras silvestres de las recolectadas en los huertos abandonados, que sabíamos comestibles y nutritivas, y huevos que habíamos encontrado escondidos entre las rocas, sin saber de qué animal eran. Ante la incertidumbre buscábamos alimento fresco e intentábamos reservar el que podía conservarse. Agua no faltaba, pero la renovábamos en cada lugar donde la encontrábamos potable, que es donde los animales beben y crecen.

Esta vez no podíamos compartir demasiado, sin embargo, abrimos la mochila para que no nos tomaran por inamistosos y mostramos todo lo que nos quedaba. Y nos dolió tanto, como alegría les dio a ellos poder invitar a los extraños forasteros. Por la noche encendimos un fuego con matorral y excrementos secos, y cantamos con ellos unas canciones maravillosas.
Habíamos sentido y visto la belleza de mil maneras. Creíamos que era imposible conocer otra y superar la del maravilloso valle. Y, sin embargo, con aquellos dos tipos barbudos y malolientes, de ojos pequeños e inquisitivos, armados hasta los dientes, con la cabeza cubierta al modo pashtún, que miraban a mi compañera de manera que podía significar cualquier cosa, desde admiración hasta codicioso deseo, descubrimos una nueva forma de ella, más intensa y humana que cualquiera de las encontradas hasta entonces.
Y después de compartir la cena con nosotros, tendieron alfombras desde el techo, para dividir la minúscula cabaña y dejarnos un pequeño espacio de intimidad. Y seguimos cantando, nosotros desde nuestro rincón y ellos desde el suyo. Y después, ya derrengados por el cansancio, los cuatro no pudimos más que reír de felicidad.

Por la mañana nos regalaron dos pares de calcetines confeccionados con lana y pedazos de tela, fuertes, recios, para suplir los que llevábamos, destrozados por las largas caminatas; y nos dieron carne ahumada y gran cantidad de ciruelas secas para el camino. Nos sentimos abrumados, por un lado sabíamos que íbamos a necesitar los alimentos, pero por otro no los queríamos sin dar nada a cambio; sin embargo, solo teníamos dinero y sabíamos que ofrecerlo era casi como un insulto. Anna me dijo que encontraríamos algo de comer por el camino. No podíamos estar lejos de un lugar habitado y nuestro camino llevaba a un valle. Y cuando me preparaba para simular desolación por no poder aceptar sus regalos, nombraron por dos veces a Yuz Benzir, nuestro atractivo y simpático amigo del pueblo, tan lejano y cercano a un mismo tiempo. La posible discusión había terminado.

Allí donde fuéramos de la comarca, su nombre nos seguiría y protegería, todo el mundo sabría de nuestra existencia. Y entendimos la alegría de los dos pastores. Habían pasado ocho días desde nuestra salida del pueblo, sin que nadie supiera de nosotros. Habíamos seguido el peor camino, el más deshabitado, agreste y salvaje, impracticable para la mayoría de los mortales, el más peligroso. Habíamos atravesado un valle que pocos habían visitado, tierra de nadie entre gente que se mataba, con agua y comida para dos días a lo sumo. Lo lógico es que pensaran lo peor.
Se despidieron casi como soldados, de pie al borde del camino y con la mano levantada, que en cualquier otro lugar y momento, y de no haber sido por sus gritos y su alegría, hubiera sido un saludo fascista.
A su vuelta podrían decir a todo el mundo que habían ayudado a los dos jóvenes amigos de Yuz Benzir, que, contra todo pronóstico, estaban bien y seguían su largo camino.

 

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sábado, 17 de abril de 2021

El Camino Infinito, 37ª parte

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Salimos con el sol. El agotamiento impidió que nos levantáramos antes, además intuimos que por tarde que llegáramos, en el valle estaríamos a salvo de accidentes y encontraríamos la suficiente placidez.

La belleza es distinta según la perspectiva. Desde la altura se aprecia de una manera y el paisaje se ve en conjunto. Los olores, el sonido de la naturaleza pura, sin la corrupción del ser humano, de los cascabeles de su ganado, del suave pero insistente sonido que produce la civilización. El silencio que solo había encontrado en las más altas cumbres del Pirineo estaba allí, pero sabiendo que, en cuanto llegáramos al valle, seguiría existiendo.

El descenso se hizo, por un lado interminable; por otro, a cada momento despertaba nuevas sensaciones. Igual que antes, el camino zigzagueaba, de manera que ora veíamos el valle a nuestra izquierda, ora a la derecha. Y el profuso jardín cambiaba con la luz y nuestra posición. Los bosques, los prados, los lagos, eran cambiantes, se veían con otras formas y otros colores, tanto o más bellos que antes. Paramos y nos recreamos. Nadie nos esperaba, a menos que los jinetes estuvieran vigilando en lo alto, pero era imposible, desde allí nadie podía vernos y en el valle hubiéramos sido demasiado minúsculos, además de escondidos entre la exuberante maleza, incluso en la ladera se nos podía considerar una aguja en un pajar. La montaña era enorme, las distancias y el tamaño de las grandes rocas nos habían confundido. Solo las pequeñas charcas de coníferas, que se veían en la ladera de enfrente podían marcar la distancia; bosques de kilómetros convertidos en manchas, enormes abetos, que de tan pequeños que se veían, no podíamos apreciarlos. Allí, un hombre era un microbio.
Aún faltaba mucho camino cuando descubrimos que el camino había desaparecido por los innumerables desprendimientos, que el día anterior nos había parecido ver, y el jardín creado por la naturaleza había absorbido su parte más baja. En ningún lugar podía apreciarse el rastro de una senda, ni siquiera el típico cambio de color de la vegetación, cuando cubre una de ellas.

El hombre, sin camino se siente perdido, huérfano. Incluso en los lugares más agrestes y abandonados existe uno, excepto en el hielo ártico, que allí lo hace la brújula y el perro.
Nosotros no teníamos camino ni perro, y nuestra brújula servía más de adorno que otra cosa; solo disponíamos de nuestra intuición y el sol, el mapa que había dibujado nuestra retina y grabado en nuestra mente. Calculamos cómo llegar al río para seguir su curso. Allí, en aquel increíble jardín parecido al Edén, era probable que viéramos al leopardo y al oso y hasta es posible que fuéramos los primeros humanos que ellos vieran.
Por un lado, el miedo; por otro, la emoción. De pronto Anna dejó de andar y se mantuvo en silencio. Por vez primera percibí inseguridad, quizá un punto de temor; pero no, solo estaba absorbiendo la grandiosidad del momento, para disfrutarla poco a poco, por si no hubiera el mañana.

En la desnuda y brutal montaña todo es transparente, incluso la muerte. Oyes un ruido, buscas en su dirección y ves; sientes el viento, tocas el frío. Pero allí lo era todo y nada, no podías sentir ni ver, no sabías como enfrentarte a lo invisible. El enemigo no engaña, es predecible, y cuando lo es en uno mismo, aunque mienta para no contradecir los sueños, se sabe, se es consciente de ello, porque él es quien ha tendido su propia trampa.

- Tenemos dos opciones,- le dije al llegar al pie de la frondosidad - bordear la base de las montañas o internarnos en la vegetación, lo cual significa lodazal, mosquitos y animales, hasta el curso del río. Lo primero puede acarrear dificultad, lo segundo ni falta que hace explicarlo-

Me senté en un saliente y esperé. No era mi intención que decidiera. Estábamos allí por mi culpa y solo quería conocer su opinión, pero en mi interior sabía que haría lo que ella quisiera.
No dudó ni un instante.

- Daría lo que fuera por llegar al centro de este jardín- respondió. 

La miré a los ojos, y en aquel instante me di cuenta que verdaderamente solo éramos uno. Hacía tiempo, sí, pero no hasta ese límite. Anna se sentía segura y capaz de llegar al fin del mundo en mi compañía, de la misma manera que yo en la suya. Y de no conseguirlo, ambos lo daríamos por bien empleado.
No se veían casas ni sus ruinas, aunque de haberlas posiblemente habrían sido absorbidas por la naturaleza. Era extraño encontrar un valle tan bello y rico absolutamente abandonado. Solo cabía una explicación: la partición del cuarenta y siete, su aislamiento y la imposibilidad de defenderlo, lo había convertido en peligroso; aunque como más lo meditaba, menos podía entenderlo.
En principio, el aislamiento debería facilitar su habitabilidad. Impresionantes y desoladas montañas a uno y otro lado, estrechos cañones y pasos por los que no podía pasar ni un carro, lo habían convertido en tierra de nadie y una trampa para cualquier ejército.
Lo que creí que podía ser lodazal y pantano, era tierra húmeda por la vegetación que la cubría. Nos costó horrores avanzar por aquella selva de altos cañizales y hierba más alta que nosotros. Entre la alta maleza pudimos apreciar pequeñas islas de cannabis, plantas bajas y robustas, más pequeñas que las acostumbradas en nuestro país. Al principio no las reconocimos, de tan distintas que eran, pero luego recordé que alguien había plantado unas cuantas en su jardín, muy parecidas a esas.

Había los mismos mosquitos que en cualquier otro sitio, y más riqueza natural que hombre alguno podía imaginar. Un valle cuyo verdor, exuberancia y tamaño contrastaba con el de sus vecinos. No era seco y entendimos que por su peculiar orientación y anchura. En él había mucha tierra fértil y poca piedra. Probablemente durante el monzón los márgenes del río se inundaran y convirtieran la tierra en lo que antes había temido, pero aún faltaba un mes, seguramente menos, para su llegada; mientras, la tierra se mantenía húmeda y nada empapada. Y descubrimos que parte de su riqueza era producto de haber sido antaño cultivada. Después de tres horas de ardua lucha por salvajes trechos, y difíciles caminatas a través de lo que muy probablemente habían sido antiguos campos de cultivo, llegamos cerca del río. Y rodeadas de campos verdes y floridos, con árboles convertidos en arbustos, encontramos cerezos que comenzaban a estallar, manzanos repletos de fruta pequeña y roja y multitud de rosales silvestres, y las ruinas de un par de casas. De ellas solo quedaba la parte baja de las paredes. Bajo la increíble vegetación vimos más restos derrumbados. Las piedras que habían conformado las casas estaban desperdigadas o conformando su base, cubiertas de grandes arbustos con albaricoques, ciruelas y otras frutas, algunas de las cuales desconocíamos.

La naturaleza no perdona y había destruido y hecho suyo lo que el ser humano había abandonado. Tal vez en el cuarenta y siete aquel paraíso se había convertido en un infierno y uno de los ejércitos había masacrado la población, o quizá las ruinas fueran anteriores y tuvieran más de un siglo, pertenecieran a antiguos pobladores, cuando los musulmanes lo convirtieron a sangre y fuego al Islam. No obstante, nos extrañó tanta destrucción y tan poca piedra. Y lo achacamos a que solo la parte inferior de las casas estuviera hecha de ella, mientras el resto de madera, como se estilaba en algunos pueblos de la zona.

Recogimos fruta, ácida y dulce, pequeña y sabrosa, y agua de una pequeña corriente. Por entonces éramos conscientes que nuestros estómagos estaban hechos a prueba de bomba, y el agua era tan cristalina como pura y la recogimos lo más superficialmente posible.
Era tarde y el lugar era demasiado bello para abandonarlo. Andamos poco, lo justo para encontrar un buen lugar para acampar. Estábamos destrozados. No sabíamos cuántos kilómetros habíamos andado. ¿Veinticinco, treinta? Es posible. Sin camino y con maleza hasta la rodilla puedes andar muchas horas y hacer poco recorrido. Lo habíamos hecho durante todo el día, de sol a sol, parando a menudo para descansar, refrescarnos y recrearnos con el paisaje, comer y hablar.

Habíamos prometido que no nos distraeríamos en aquel valle, pero a medida que pasaba el tiempo estábamos más cerca de romper el acuerdo. Nos sentíamos cómodos, tranquilos, capaces de sobrevivir una semana con los frutos de la tierra, la posible caza de unos animales que no se asustaban y la pesca. Conocíamos los peces que podíamos comer y sabíamos cómo apresarlos, feos, extraños y nada sabrosos; pero comestibles y con importantes nutrientes.
Plantamos los palos y construimos un cercado de piedras a su alrededor, pensando que los posibles depredadores respetarían el espacio cerrado y sin salida visible. Aquella noche fue la primera que nos acariciamos con sensualidad y la delicadeza precursora de la sexualidad; dando comienzo a un largo cortejo sensitivo. El real hacía días que había comenzado y el sentimental casi desde un principio. Nos reíamos de cualquier ocurrencia, y de tanto en tanto a mi se me escapaba un beso en su nuca y a ella un suave mordisco en la mía. No teníamos prisa ni sentíamos perentoriedad en el deseo. Quizá fuera el cansancio.

A la mañana siguiente, como aquel día en el cruce de Gilgit, nos bañamos desnudos; esta vez no de uno en uno. El agua era tan fría como la del estanque donde nos bañamos en el pueblo, de modo que a partir de entonces intentamos buscar estanques de agua remansada y calentada por el sol. Nos secamos mutuamente, fregando nuestros cuerpos con fuerza para entrar en calor y nos vestimos.
Nos habían pedido que vistiéramos a la occidental, según ellos era más seguro, pero los tábanos y las miles de abejas eran un peligro y los salwar kamez nos cubrían por completo y eran mucho más cómodos porque no restaban movilidad; y Anna, con lo que pudo encontrar, me confeccionó un turbante tan pintoresco como poco ortodoxo.

Cruzar el valle al ritmo que habíamos escogido representaba más un día de andadura. Al no haber senderos decidimos seguir lo que para nosotros y en aquel momento era un arroyo, aunque para alguien de nuestro país casi sería un río de montaña, bordeando las pequeñas lagunas o, cuando nos era imposible, introduciéndonos en la alta maleza. A veces, si el agua estaba remansada y el fondo plano, nos descalzábamos y andábamos por ella para refrescar nuestros pies, otras veces hacíamos lo mismo por la alta hierba, con el riesgo de pisar algún animal desconocido. La belleza del lugar embriagaba y nos había convertido en descuidados. La soledad que antes nos había llenado de congoja, ahora nos daba seguridad y la disfrutábamos. Nadie nos obligaba a nada, ni la más pequeña convención.
Descansamos sobre un montículo al borde de un pequeño lago. Desde allí podía verse todo su contorno, el bosque de coníferas al otro lado, que subía por la montaña, lejano, minúsculo. Tras nuestro, aproximadamente a tres horas de marcha, habíamos dejado el lugar por donde podría haber existido el camino para entrar en la Cachemira hindú, pero tan abrupto e inseguro que seguramente nos habría costado más horas de las calculadas, primero por alta maleza y después atravesar un bosque y un torrente invisible desde el lugar donde nos encontrábamos. Nos desnudamos y volvimos a bañarnos. El agua estaba más caliente, pero la sensación de frío, debido al sol y el calor del aire, seguía siendo intensa.
Y nos echamos sobre la hierba en un punto en el que no crecían arbustos de tronco leñoso ni plantas espinosas. Y las conversaciones sobre cualquier cosa, desde unos libros hasta la música que nos gustaba, de cine y de sexo, que empezaba a hacerse patente aunque solo conversando. Y buscamos amigos comunes sin encontrarlos, solo Artur, del que nunca hablamos. Y cantamos las canciones que más nos emocionaban y recordamos por lo que nos gustaban, pero sin sentir nostalgia de nuestra tierra, ni de la manera de vivir que habíamos dejado en ella.
Y Anna habló irritada de la cobardía que imperaba en aquel país, de gente aparentemente valerosa, donde la mujer vivía asediada por el hombre, aunque tras la excusa de defender su honorabilidad.

Es cobarde el hombre porque teme el espíritu femenino, es cobarde la mujer porque acata la injusticia y asume una sumisión que termina degradándola. Todos los que habían hablado del tema con nosotros, habían reconocido que antiguamente la mujer tenía tantos derechos como el hombre, y también que la regresión en las libertades significaba progreso. Se estaban adelantando más de treinta años a nuestra sociedad, que ahora limita las libertades y discute derechos indiscutibles y conquistados unos decenios atrás, en aras de un progreso que nadie ve ni prevé.

Plantamos la tienda al límite del lago. A lo lejos se veía la vaguada y la gran montaña que debíamos franquear. Queríamos, una vez más, disfrutar de la cálida y remansada agua del lago. Al despertar no pudimos más que reír. Habíamos acampado sobre una madriguera de topos, que habían salido para hacernos una visita. Parecía una familia. No se movían. Les invitamos a comer con algo de pan seco que nos quedaba y vimos como lo olisqueaban y lo roían. No les gustó, seguro que de haber sido zanahorias habrían dado buena cuenta de ellas.

Hacía mucho sol, recogimos la tienda y seguimos el curso del río. A medida que avanzamos, el trayecto se hizo más difícil y escarpado. Ya no era posible andar sin cuidado, encontramos rocas y grandes pedregales que hubimos de sortear, el río se estrechó y corría más rápido. Una hora más tarde encontramos un claro de alta hierba y decidimos desayunar. Construimos un pequeño embalse, nos desnudamos y nos lavamos. Con las manos conseguí pescar una serpiente y uno de aquellos peces tan horrorosos y sin sabor, y los asamos. Anna hizo el payaso mientras comía la serpiente, su cara era un poema y yo terminé riéndome como un tonto.
Estábamos desnudos, no había mosquitos y los tábanos, no supimos por qué, no molestaban. Aprovechamos el sol para secar nuestros cuerpos y Anna se echó sobre un gran pañuelo. Su espalda, sus nalgas, sus deliciosas curvas. Aquel magnífico y poderoso cuerpo invitaba a la caricia. Sentado a su lado y con las piernas cruzadas empecé a hablarle mientras acariciaba su espalda, primero en el centro, después desde la nuca hasta el cóccix. Se estremeció y ronroneó suavemente, unas veces con sensualidad y otras con risa. Llevó una de sus manos bajo su sexo mientras que apoyaba su cara en el otro brazo. Empezó a masajearlo con suavidad, poco a poco. Me miró y sonrió. Seguí acariciándola, esta vez con las dos manos, una arañando su nuca, la otra la espalda y su culo. De pronto sentí sus espasmos mientras emitía fuertes gemidos. Me eché encima, la abracé y le besé la nuca. La sentí estremecerse y durante unos instantes quedó casi inerte. Se levantó soltando un bufido y se lavó en el río de cintura para abajo. El pañuelo estaba empapado, lo levanté y vi la hierba muy mojada, nunca había visto tanto flujo.

- Te derramas mucho- le dije.

- Estaba muy excitada. Desde que salimos no había podido y suelo hacerlo a menudo.

Y me reí. Éramos muy liberales, quizá los más que conociéramos. No manteníamos ningún pudor con nuestros cuerpos y hablábamos de sexo sin inhibición. A ninguno de los dos le gustaba perder el tiempo con subterfugios y estaba claro que nos gustábamos mucho más de lo necesario. Y, sin embargo, instintivamente nos habíamos decidido por el encanto de un largo cortejo, la lentitud y el requiebro de las palabras, mayor que cualquiera de los que ella y yo habríamos mantenido con otros amantes, y lo estábamos disfrutando con tanta intensidad como calma.

-¿Y tú? -me preguntó.
- La próxima me toca- respondí; aunque mi espíritu volaba tan rápido, como mi mirada por todo su cuerpo y supiera que aún no había llegado el momento.

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martes, 13 de abril de 2021

En busca del límite ;-)

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El seis de junio, si la suerte me acompaña habré cumplido los setenta. Hace muchos, de joven, creía que no llegaría a verlos, es decir, que antes la palmaría.
Llevo días poniendo mi cuerpo al límite, andando más de lo que al principio podía imaginar. Salgo de casa por la mañana y paro cuando el cuerpo me dice basta. No diré aquí los kilómetros que hago, ni siquiera yo lo sé. Para mayo haré lo mismo, pero ya con la mochila en la espalda. Me duele la espalda, las dos hernias no perdonan, pero espero que al adelgazar el dolor remita. Por ahora no tomo calmantes ni antiinflamatorios, y tampoco como o bebo productos energéticos. Se trata de conocer el límite del cuerpo y de la mente, no de la ciencia, luego ya veremos si echo mano de ella y cómo lo hago.

El primero de julio quiero empezar el Camino de Santiago y necesito estar preparado. Por supuesto, el Camino no es la meta. Lo que me he impuesto lo supera con creces, pero por ahora lo callo, así, si por otras circunstancias no puedo, nadie me lo va a echar en cara sino soy yo mismo.

 

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jueves, 8 de abril de 2021

El Camino Infinito, 36ª parte

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Para llegar al valle había que cruzar la frontera por un estrecho y angosto cañón, y atravesar una de sus cumbres. El primer tramo era el mismo que el de dos días antes. Una vez pasada la cumbre debíamos seguir el valle hasta su límite y pasar entre dos altas montañas por su vaguada. El peligro, si lo había, estaba allí, en el valle.

A medida que avanzábamos, los habitantes de los caseríos, labradores, mujeres y niños salían o dejaban sus aperos para saludarnos y despedirnos; unos a voces desde lo lejos, otros con el brazo, algunos dándonos la mano por el camino. Por nuestro lado pasaron dos jinetes con sus kalashnikovs en bandolera, poderosos y altivos, llevaban nuestro camino y tenían una curiosa manera de cabalgar sus pequeños pero resistentes caballos, con la espalda ligeramente curvada hacia atrás, que nos hizo pensar en el dolor que debían padecer con el tiempo. Al pasar nos saludaron y de inmediato pusieron sus monturas al trote. Eran del grupo de amigos de nuestro anfitrión. Uno de ellos, ya un poco lejos y con chulería, levantó el rifle como saludo y para que todo el mundo lo viera. Era evidente que querían garantizar la seguridad del camino y lo mostraban para nuestra tranquilidad y para que nadie olvidara que estábamos bajo su protección. No hubieran debido, era nuestra responsabilidad y públicamente la habíamos asumido.

De todos era conocida la tensión reinante en la frontera por la situación en Bangla Desh. El gobierno hindú buscaba una excusa para entrar en guerra y terminar con el problema de los cientos de miles de refugiados y, de paso, debilitar a su eterno enemigo. Provocar un enfrentamiento en Cachemira era sencillo, aunque también lo más peligroso. Llevar la guerra a aquellas montañas significaría eternizarla y entrar en conflicto con China, y eso podría convertirse en otra guerra mundial y la completa destrucción de la zona.

El cañón era impresionante. En pocos kilómetros se angostó hasta desaparecer como tal para convertirse en un camino estrecho y costoso. A sus dos lados, las paredes de roca se alzaban verticales y oscuras, dando la sensación de pasar por un túnel. Al llover, aquel camino había de convertirse en un infierno de agua y piedras; sin embargo, la sequedad del momento era tan intensa que asustaba. En un momento empezó a subir, en algunos puntos casi como escalera de altos peldaños. El sendero aparecía y desaparecía, hasta el punto que debíamos saltar por las rocas para seguirlo. Al Este, unos tramos a nuestra derecha y otros a nuestra izquierda, el precipicio. Como dos días antes y a unos tres mil quinientos metros de altura, encontramos una pequeña meseta con bajos y raquíticos arbustos desperdigados a la manera de un desierto. Allí, a un lado y encaramándose a la roca, unas cuevas habitadas por gente medio desnuda y tan raquítica como la vegetación, absolutamente calva o con pocos cabellos, tan largos que casi los arrastraban por el suelo, que defecaba delante nuestro o manipulaba sus genitales de forma provocativa. Vimos a mujeres agazapadas tras las rocas, mirándonos con miedo, mientras algunos hombres nos observaban desafiantes. Buscamos los excrementos de los caballos de nuestros amigos para saber si habíamos seguido su camino o había otro que nos hubiera pasado desapercibido. Y vimos su rastro, algunas manchas entre las piedras. Los lugareños los habían cosechado para darles una utilidad que preferimos no imaginar. Y pedí a Anna que los ignorara, intentando así que no se inmiscuyeran en nuestro camino. Su curiosidad la pudo y hasta se acercó para conocerlos. Supuse que el interés didáctico por sus estudios de sicología, pudieron más que la prudencia. No duró demasiado, el presunto desafío se tornó en espanto y provocó la desbandada. Y me alegré con cinismo y hasta un poco de crueldad. Lo más seguro es que los dos jinetes habrían dado el aviso a su manera.
Y me pregunté si el Islam habría llegado hasta allí, de la misma manera que en algunas casas aisladas de nuestro país, que, aun habiendo llegado el cristianismo, al transporte subterráneo se le consideraba cosa del diablo, sus habitantes se tomaban entre hermanos, no conocían los cítricos y de fruta solo comían manzanas asilvestradas. Eso tan extraordinario, lo vi y viví con Artur en mis correrías por la Cataluña interior, sin que hiciera falta ir a las Hurdes, a los Monegros o a la Andalucía más interior. En todos los sitios existe degradación cuando la sociedad olvida sus obligaciones.

Aquella era una de las montañas más altas de la comarca. Bastante antes de llegar a la cumbre empezamos a notar la falta de oxígeno. Andar se hizo penoso y las mochilas nos pesaban más que nunca. El sendero se había vuelto infernal y hacía mucho viento. Buscamos el rastro de los caballos, sus pisadas en forma de rascaduras recientes sobre la roca o algo de excrementos frescos; pero después del encuentro con los habitantes de las cuevas, ya no encontramos señal alguna, ni siquiera el rastro en la nieve y el hielo, a cada momento más abundante. Probablemente se habrían refugiado en alguna de las cuevas o habrían dado la vuelta a la montaña por algún camino desconocido para nosotros. Después de todo, no podíamos imaginar aquellos caballos, pequeños pero fuertes, subiendo la escabrosa pendiente llena de nieve que seguía a partir de aquel punto, y superar tantos metros de altura y con tan poco oxígeno.

Desde lo alto y al visualizar el valle se nos cortó la respiración, y no por la evidente escasez de oxígeno, ya que creíamos estar cerca de los cinco mil metros y habíamos andado mucho y cargados, sino por la increíble belleza que veíamos bajo nuestros pies, que nos esperaba, salvaje, virgen, deshabitada. Sobre nosotros se levantaba la cumbre, majestuosa y enorme, más de un kilómetro de roca y hielo de un gris azulado. Y vimos el vuelo de los pájaros desde una perspectiva desconocida, las pequeñas nubes que corrían hacia el norte y chocaban con las montañas, sin poder asaltarlas para superarlas. Mil colores, el reflejo de la luz en los pequeños lagos, la infinita gama de verdes, los prados agrupados por colores, todos los del mundo, y los bosques. Un jardín absolutamente natural, preservado por la enemistad de los hombres, la tierra de nadie incólume y respetada gracias al miedo.

Era tarde y el hambre empezó a hacer mella. Habíamos calculado mal y llevábamos seis o siete horas caminando sin descansar. La subida había sido más difícil de lo esperado y la despedida demasiado larga. No supimos qué hacer, si comer allí mientras nos recreábamos o seguir el camino para hacerlo directamente en el enorme jardín.
Comimos a toda velocidad y empezamos el descenso, serpenteante y tan peligroso como la subida; aún más, porque la prisa, el ansia de recuperar el tiempo perdido, nos hacía imprudentes. Las mochilas nos desequilibraban. En un instante de lucidez paré, tenía la suficiente experiencia en la montaña para conocer el riesgo que corríamos. Habíamos de andar con cuidado, disfrutar del paisaje. Teníamos todo el tiempo del mundo y un vulgar traspié podía convertir la aventura en un mortal drama. Anna me seguía, parecía tranquila, me miró y no pudo más que resoplar. Se había percatado al mismo tiempo que yo que así no podíamos continuar.

El riesgo es absurdo cuando se puede obviar. En la montaña, en aquella en particular, era tan arriesgado seguir como parar. Acampar allí era una barbaridad, continuar significaba exponerse a la oscuridad, buscar un refugio era muy aventurado, ya que no lo había hasta donde llegaba la vista, y más abajo, por lo que se veía, todo era corrimiento de piedras.

- Hemos de subir un poco, desandar el camino hasta encontrar un lugar seguro para acampar- le dije mientras miraba el destrozado camino.

Miró para arriba y se puso a reír. Me señaló unas nubes que rápidamente venían hacia nosotros, eran cúmulos y entendí.
Todos tenemos miedo, unos más que otros. En aquel momento yo lo tuve y mucho. No habíamos hecho más que empezar y ya nos estábamos codeando con el desastre, y no en manos de soldados hindúes, de guerrilleros o de leopardos sino en las nuestras y las de la naturaleza.
El valiente, el osado, el que desafía la suerte con una sonrisa, puede ser muy respetuoso con el riesgo. El valor, la osadía y el desafío son sus defensas. Sin embargo, eso no le impide ser prudente. Saber recogerse y esperar también es lo contrario que el miedo, porque quien siente la rabia de vivir intensamente sabe que para conseguirlo ha de sobrevivir.
Repasé mis conocimientos sobre la montaña y descubrí que allí no servían para nada. El agua podía provocar desprendimientos y se colaría a través de las grandes rocas hasta empaparnos, por mucho refugio que encontráramos. Y todo parecía indicar que la tormenta, en caso de haberla, sería eléctrica, y por lo que sabíamos podía ser descomunal. Miramos a nuestro alrededor y no vimos nada que pudiera servir de refugio. Anna recordaba haber pasado, unos cien metros atrás, al lado de tres grandes rocas que conformaban una pared algo vertical, tan grandes y pesadas que el desprendimiento que las moviera había de ser ser tan monstruoso que más valía no darle muchas vueltas, además podrían hacer de parapeto natural. Nos acercamos y limpiamos de pequeñas piedras el suelo, para hacerlo más confortable y ganar profundidad bajo la pared; pequeñas para nosotros o las que abundaban, porque para cualquier montañero de nuestro país, aquello eran rocas que movimos más con astucia y la técnica de Arquímedes que con fuerza.

Tendimos la lona con ayuda de dos de los palos que apoyamos en la pared y la cerramos con multitud de piedras en el suelo. No era una tienda, pero nos cubría algo y nos guarecería de las rachas de viento. Y una vez más nos sentamos al filo del precipicio, desde él, un poco a nuestra izquierda, se divisaba una pequeña parte del valle, suficiente para deslumbrarnos con su belleza. Bajo nuestro un gran cañón y frente a nosotros la montaña más desolada y gris que se puede imaginar, con pequeños charcos de coníferas en su parte más baja; pero de tal belleza en su conjunto, que apabullaba los sentidos. No nos atrevimos a hablar, como si temiéramos romper el encanto y el silencio, solo alterado por el sonido del viento al resbalar y chocar por las rocas.

- Solo para ver eso vale la pena tanto riesgo -susurré a mi amiga.

No llovió, incluso desapareció el viento; sin embargo, nos costó horrores dormir, y no por el ruido de las fieras, que no supimos si lo eran por no haberlas oído nunca. Ya no nos espantaba nada y menos algo tan melifluo como el hipotético rugido de un presunto leopardo. Nos habían explicado que dormir cubiertos debía ser suficiente para evitar convertirnos en su presa, solo debía porque se había dado algún caso, que como siempre alguien vinculaba al hombre leopardo. Y Anna en un momento que nuestros amigos del pueblo intentaron hablarnos sobre el tema, cortó la conversación diciendo que, en caso de tomar en cuenta los posibles riesgos, ni siquiera habríamos salido de Barcelona.
Sabíamos que la noche potencia cualquier ruido, que un simple ratón excavando la salida de su madriguera, podía parecer un elefante acercándose con sigilo. No, no eran los ruidos, que al final los agradeces ante tanto silencio, sino la falta de sueño por el cansancio y la gran excitación que llevábamos encima. 

 

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lunes, 5 de abril de 2021

El Camino Infinito, 35ª parte

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Durante la cena nos habló de su vida y correrías. De muy joven había marchado a Karachi, allí terminó los estudios y se formó en mecánica y electricidad, encontró trabajo en una tornería y consiguió vivir con holgura. Volvió para casarse, la boda estaba concertada y no tuvo el suficiente valor para contradecir a su madre; además, daba la casualidad que ya de adolescente se sentía muy atraído por la que había de ser su mujer. Al poco murió su padre y le dejó tierras y casas. Se había convertido en el hombre más rico de la zona y el único del pueblo con estudios, dominaba el inglés y el urdu, aparte del cachemir de su tierra. Su intención había sido emigrar con su mujer, pero no se sintió capaz. Era su tierra y su gente, y en invierno cuidaba de su ganado y ejercía de maestro. Y ya cenados, a la luz de un quinqué nos habló de política, de sus inquietudes. El cachemir soñaba con la independencia, no se sentía paquistaní ni hindú, pero sabía que era una quimera y, por escoger, se sentía mejor en Pakistán que en la India.

El paquistaní es celoso de su identidad, pero respeta la diversidad y no es excesivamente nacionalista; en cambio, el hindú lo es y desprecia las etnias minoritarias y a los musulmanes, no acepta de tan buen grado las veleidades autonomistas y, al contrario de lo que parece, es muy centralista.
Y nos explicó que no debíamos temer al soldado paquistaní ni a la guerrilla. El soldado hindú, nos repitió, mata y viola porque no está en su casa, y considera extraño y enemigo al pueblo que dice defender; en cambio, la guerrilla cachemir nunca lo hace, porque lucha por lo que siente suyo y por su gente.

Al día siguiente despertamos tarde. Nos había costado mucho dormir y estuvimos hablando hasta la madrugada con una manta sobre los hombros. Y me descubrí haciendo el amor a Anna, pero no como se entiende sino con ternura, como es en realidad; con un brazo sobre su hombro y acariciándoselo hasta casi llegar a sus pechos. Ella se dejaba y me correspondía apoyando su cabeza sobre mi hombro y acariciando mi cintura con su mano. Cualquiera que nos viera daría cuenta de nuestra unión, tan fuerte e intensa que hacía del sexo algo secundario. Al notar que ya se me cerraban los ojos, le besé la nuca y nos introdujimos en nuestros respectivos sacos. Y ella aún aguantó un rato más de lado, mirándome y bromeando de cosas insustanciales, hasta que se dio cuenta que la pesadez de mis ojos se me hacía insoportable; entonces, casi en un arrebato, se acercó y me besó en la boca. Había sido la primera vez y le correspondí como pude, por reflejo.

Preparamos la salida con el máximo detalle. Probablemente en bastantes días no encontraríamos ningún lugar habitado, y lo menos que deseábamos era, aparte de minimizar el peligro, encontrarnos sin vituallas ni agua potable, además de sin vendas y desinfectante.
Necesitaríamos un par de buenos cuchillos, no para defendernos sino para sobrevivir, y cuerda resistente, frutos secos, el potingue casero que utilizaban los pastores para defenderse de las quemaduras solares, dada la altura a la que llegaríamos, ropa de lana, y más cosas que hoy no recuerdo.

Por la mañana nos bañamos en un remanso del río, tan grande que parecía un pequeño lago. Nos acompañaron los tres hijos de Yuz Benzir, que era como se llamaba nuestro amigo y anfitrión, que jugaron en la orilla y se bañaron con nosotros. El agua estaba tan fría que apenas pudimos aguantar dos minutos en su interior. Nos bañamos desnudos, aunque cerca trabajaban un par de campesinos segando el campo y cosechando manzanas, que sin duda nos habían visto, pero curiosamente sin hacer el mínimo caso.

Una vez más nos sorprendió su cultura, tan sexista para unas cosas y tan liberal para otras. O quizá no fuera eso y solo respetaran la intimidad del extranjero, en la creencia que para nosotros era lo habitual. Lo cierto es que hacer eso mismo en cualquier río de nuestra sociedad liberal, hubiera significado escándalo público, una detención y gritos e insultos de muchos presentes. Paradojas, pensé, mientras cubría de las miradas ajenas y con un gran pañuelo de algodón, el precioso cuerpo de mi compañera, que día tras día parecía excitar más mi libido. El cansancio es, para eso, el peor enemigo; sin embargo, llevábamos dos días de descanso y buenos y bien sazonados alimentos, y mi sexo lo notaba.

Antes del mediodía habíamos llenado nuestras mochilas con todo lo que creímos necesario, pese saber que durante el camino algo encontraríamos a faltar. En las travesías pirenaicas pasaba lo mismo: a mis amigos y a mí, por muy preparados que creyéramos estar, siempre nos faltaba algo y cuando más lo necesitábamos.
Calculamos que nuestras mochilas pesarían entre quince y veinte kilos cada una, sin contar los sacos, la tienda y la cantidad de ropa que llevábamos puesta, ligera pero abundante. En la montaña tanto podía hacer mucho calor como helar.

Salimos aún con la penumbra y encontramos a medio pueblo en la calle, en las puertas de las casas, en la plaza. Eran muchos los que se habían levantado para despedirnos. El sol ya aparecía cuando por fin habíamos conseguido saludar y abrazar a todo el mundo. Nunca habíamos visto ni sentido nada igual, era inimaginable lo que nos estaba pasando. No sabíamos como rechazar las vituallas y regalos, desde una piedra de afilar, hasta un pequeño talismán de piedra con una inscripción grabada, que tiempo después nos enteramos que eran palabras extraídas del Corán, que una mujer entregó a Anna entremetido en un puñado de avellanas. Era imposible que pudiéramos cargar tantas cosas. Nuestro anfitrión, previéndolo, se abstuvo de darnos mucha comida e hizo todo lo posible para que saliéramos ligeros de su casa.
Antes de salir me lanzó una advertencia.

- A las mujeres, para que te cuiden y te protejan, hay que maltratarlas y hacerles regalías. La tuya es especial, distinta a todas. Trátala como merece-

Había piropeado a mi compañera, a mi modo de ver al estilo del mejor musulmán, directamente al hombre, y con sana y sincera envidia en sus ojos. Tiempo después y por las costumbres del lugar, entendí el significado de sus palabras, que eran una burla a las ideas preconcebidas que muchos tenían de su cultura, y a la vez una loa a una mujer realmente especial. Y es que el día anterior, durante la conversación que mantuvimos con su grupo de amigos frente la mezquita, y tras volver a advertirnos de lo peligroso que podía ser caer en manos de los hindúes, Anna, sorpresivamente y sin explicación alguna, le cogió la cabeza y le besó en el cuello, justo detrás de la oreja.

Era algo que hacía a menudo, una manera de demostrar su amistad y su cariño. Los besos de mi compañera eran famosos por su ternura, turbaban a su receptor y podían llevar a la confusión. Y, cierto, nuestro amigo estaba confuso, no podía creer lo que le había pasado. El resto disimuló su sorpresa mirando hacia otro lado o fingiendo no haber visto. El tipo me miró con clara preocupación. Yo, que aún no me había levantado y apoyaba mi barbilla en una mano, pude esconder la sonrisa y mi asombro, ya que su cuello no era un ejemplo de limpieza; y mi amiga, aunque la sabía dura para todo, era muy remilgosa con esas cosas. Lo que no pude evitar fue la risa de mis ojos, que a nadie pasó desapercibida. Y me encogí de hombros, ¿qué podía hacer si no?

Anna, al percatarse de lo que había provocado, explicó que era un beso de amistad, solo eso, e intentó mostrar su desolación. Y es que un musulmán de buenas costumbres, no puede tocar una mujer fuera de su familia más directa. El pobre hombre, absolutamente turbado y dirigiéndose a mí, murmuró: si los de amistad son así, cómo serán los demás. Respondí con mi mejor mímica y Anna se rió mientras acariciaba mi nuca, para demostrar a la perpleja concurrencia el amor que sentía hacia mí.

La historia del beso debió durar años y provocar muchas bromas por aquellas tierras. Aún hoy, recordar la anécdota hace que me ría sin aparente motivo.

Es curioso que, de aquel hombre que tanto nos ayudó, solo conserve el recuerdo de su afabilidad y la viveza de sus ojos; aparte del porte chulesco, que nada tenía que ver con su carácter. Pero de su cara, de sus facciones, de su altura y de su volumen, no guardo el menor recuerdo.

A la mujer, casi siempre cubierta, solo se le podían ver los ojos, excepto a la hora de la cena, cuando ya no había riesgo que un extraño entrara en su casa y violara su intimidad. Morena, casi mulata; los ojos de un verde claro y muy atractiva. Al principio de conocerla yo apenas la miraba para que no se sintiese ofendida, pero al ver que ella no sentía ningún reparo en mirarme e intentar interactuar conmigo, incluso cogiéndome del brazo, abandoné mis prejuicios.
Recuerdo sus facciones, quizá por la morbosidad que representaba ver su cara y sus bellísimos ojos sin que nada los escondiera. Casi no hablaba y cuando lo hacía era en cachemir, y su compañero la traducía casi a desgana; más por su carácter que por desprecio, ya que el cuidado y el respeto con que la trataba, superaba todo lo conocido en nuestra sociedad.
Descubierta solía mirarme por debajo de mi barbilla, pero cuando intentaba hacerse comprender o su compañero traducía sus palabras, me miraba directamente a los ojos de una manera que turbaba mis sentidos. Sin embargo, estando cubierta sentía sus ojos clavados en los míos más tiempo del normal e incluso del aconsejable para su sociedad.

 

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