sábado, 24 de octubre de 2020

El Camino Infinito, 3ª parte

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Imagen de Michel Huché en Pixabay

En el instituto habíamos formado un pequeño grupo de amigos: Artur, Jordi, Sebas y yo. Jordi, el más inteligente y con el que compartía las tardes sentado con Alba, era el más bajo de todos, pero fuerte y elástico, muy moreno, de tez pálida y cara ovalada y de mirada rápida y penetrante. Y Sebas, el más robusto de los tres, también moreno, muy introvertido y de pocas palabras, y el que nos arrastró a la montaña.

Con ellos aprendí a amar la naturaleza, a distinguir las clases de bosque y los árboles, los animales y la solidez de la nieve. Salíamos pronto, con el primer tren de la mañana desde la estación de la Plaza Catalunya, que se llenaba con gente de todo tipo, estudiantes y trabajadores que iban a pasar el fin de semana a sus casas, y excursionistas como nosotros. No recuerdo el precio del billete, pero no era caro; el Estado financiaba el ferrocarril, que era considerado un servicio público tan importante como el autobús o el Metro. Me encantaba el recorrido, verde, abrupto y lleno de túneles. Para mí era una fascinante aventura, repleta de emociones, de gente por conocer, casi siempre mayor que nosotros. Llegábamos a Puigcerdà alrededor de las diez de la mañana, casi siempre al final del invierno y al principio de la primavera, cuando las nevadas son más copiosas. Cerca de la estación había una sencilla pensión donde cogíamos un par de habitaciones; una para Artur y para mí, y la otra para nuestros amigos Sebas y Jordi. Era nuestra base de operaciones por si algo salía mal o para nuestra vuelta. Nos conocían y nos alertaban de cualquier cambio de tiempo que el servicio meteorológico, tan impreciso entonces, hubiese obviado.
Aprendimos a racionar nuestros alimentos, a comprar los más energéticos y guardar lo justo para un caso de apuro, a valorar nuestra fuerza y nuestra resistencia, a conocer nuestro cuerpo y saber dónde estaba su límite, tanto el físico como el psicológico. Y aprendimos a controlar nuestros miedos, como perder el vértigo que me atenazaba desde pequeño, a escalar las paredes de piedra o atravesar torrentes de hielo.
Con el dinero que ganaba, trabajando algunos días de fiesta en jugueterías y tiendas de deporte, compré las herramientas, las cuerdas, el fogón, las botas. La mochila y el saco eran de Artur, cuya familia, aparte de ser inmensamente rica, parecía haberme adoptado.

Y recuerdo las charlas, otra vez sobre la vida y la muerte, el futuro, el sexo o la improbable existencia de un dios, durante las heladas noches y frente al fuego de los refugios de Meranges, de Alp o de cualquier otro lugar del Pirineo. Éstas parecían la continuación de las que compartía con Alba. Nos sentíamos fuertes y heroicos. Despreciábamos la debilidad.

De aquel tiempo recuerdo una terrible aventura. Era Semana Santa, había nevado copiosamente y, pese las recomendaciones que nos habían hecho en el pueblo, quisimos llegar al refugio de los lagos de Meranges. A medio camino Artur sufrió el típico mal de montaña. Nunca lo habíamos experimentado, sabíamos que existía, pero no sabíamos qué era ni a qué se debía, y mucho menos cómo combatirlo. Yo era el más alto y de mayor envergadura, por lo que me lo cargué sobre la espalda hasta llegar al refugio. Recuerdo que en cuanto lo vio se le pasaron todos los males. Quien ya no estaba tan entero era yo. Los últimos metros se habían convertido en un suplicio y nadie estaba en condiciones de ayudarme. A la vuelta, tres días después, descubrimos que habían habido inundaciones. Los deslizamientos de tierra habían cortado la línea férrea y la carretera, por lo que tuvimos que quedarnos unos días más. El milagro, decían en el pueblo, es que hubiéramos vuelto por nuestro propio pie.
Aquella excursión nos descubrió hasta dónde podíamos llegar, fue como un pequeño ensayo para conocer nuestro límite. A partir de entonces hicimos travesías que, en cualquier otro momento del año no habrían supuesto ningún problema, pero que en Abril, cuando el piso empieza a ceder por el deshielo y su grueso aumenta por las grandes nevadas, nos obligaban a ser más prudentes. Jordi aprovechaba esas largas excursiones para hablar conmigo. Intentaba convencerme que Alba no era la mejor mujer para mí, la conocía mucho más que yo.
- Esta chica es muy rara. Ya sé que es inteligente, pero tiene unas ideas muy extrañas. Aparte de eso, nunca podrás hacer nada con ella-.
Eso decía de mil maneras distintas, sabiendo lo muy enamorado que estaba y el poco futuro que me esperaba.

Generalmente estábamos solos, casi nunca encontrábamos a nadie que hiciera nuestro camino, era demasiado arriesgado y costoso. Durante las grandes nevadas la gente evitaba los caminos de alta montaña. Para salir del refugio debíamos hacer agujeros en la puerta y en las ventanas. La nieve se precipitaba desde el tejado, acumulándose alrededor del edificio y, cuando conseguíamos salir, nos gustaba ver el lugar desde lejos, nuestro refugio enterrado bajo el desolado paisaje.

Al año siguiente y por las mismas fechas recibimos nuestro primer bautismo de fuego. Teníamos dieciséis años, Artur diecisiete. Decidimos completar la travesía de Núria a Setcases y otra vez cayó una gran nevada. Era normal por las fechas. La última o penúltima suele producirse a principios de la primavera y, dependiendo la calidad del piso, son muy frecuentes los aludes y hundimientos.
Fue una gran travesía. Andábamos siguiendo un camino preestablecido y en diagonal, de manera que si uno caía en una trampa de hielo, los demás pudieran socorrerlo. Y lo hacíamos sin picar el suelo, con raquetas en los pies y pasos rápidos y cortos, para evitar un exceso de presión en el piso. Antes de salir de Barcelona habíamos fabricado nuestras propias raquetas con planchas de plástico, que recortamos, agujereamos y deformamos con cuerdas hasta conseguir la curva que buscábamos.
A medio camino construimos un iglú con un gran pino negro como armazón. Doblamos las primeras ramas que quedaban al aire y las cubrimos de nieve hasta formar una gran tienda de campaña circular. Con latas vacías y la rama más recta que encontramos fabricamos una pequeña abertura en la parte superior, y en la inferior abrimos un agujero con las mochilas haciendo de puerta. Con más nieve forramos las paredes interiores hasta dejarlas lisas. En su interior se mantenía la temperatura y gracias al farol de camping gas iluminamos la estancia. Era la primera vez que construíamos uno así, los demás, siempre como ensayo y sin necesidad, los habíamos hecho cavando un agujero del mismo tamaño que la tienda, luego la plantábamos reforzada con multitud de fuertes ramas, y la cubríamos con finos bloques de nieve prensada. Nadie nos lo había enseñado, pero era más práctico, rápido y funcional que cualquier otro invento sacado de los manuales del buen montañero.
Al salir el sol continuamos la caminata, esta vez tranquilos, ya que sabíamos qué hacer en caso de encontrar algún problema.
Llegamos a Setcases muy pronto y bastante descansados. En el pueblo, pequeñísimo por entonces, había mucho movimiento. El pequeño hostal estaba a reventar, con gente entrando y saliendo, algunos con apariencia de expertos montañeros. Cerca de la puerta había unos cuantos guardias civiles junto a dos Land Rover. Entramos en el bar del hostal, teníamos ganas de comer algo y descansar, aunque temíamos que aquella noche la pasaríamos en la tienda. Preguntamos qué había pasado para que tanta gente estuviera nerviosa y dando vueltas. Recuerdo que estábamos en la barra, sentados en los taburetes, las mochilas al lado de la puerta y los anoraks sobre ellas.
Un numeroso grupo de excursionistas había salido de Nuria el día anterior y todavía no había llegado, nos dijeron. Unos familiares les estaban esperando, y al ver la situación y el tiempo, habían llamado a la guardia civil, cuyo mando, del que nunca supimos su nombre y graduación, estaba organizando una partida de salvamento.
Nos miramos... no habíamos visto ninguna señal que indicara que por allí hubiese pasado gente.
- Qué raro. Nosotros venimos de allí y no hemos visto nada, ni una señal.
Unos tipos de la barra parecían no creerlo, pero nuestra pinta decía lo contrario. Era evidente que acabábamos de llegar y no de hacer el pino.
Nos preguntaron y se sorprendieron, y hasta que no les contamos lo del iglú no dejaron de mirarnos con incredulidad. Había demasiado en juego para que unos chavales se hicieran los graciosos. Uno de ellos salió disparado y volvió con el mando, y éste nos pidió que los ayudáramos.
- Parece que entendéis más de montaña que muchos de los que estamos aquí- nos dijo.
Comimos un bocadillo, bebimos un vaso de vino, llenamos nuestras cantimploras y nos acercamos a ellos. Con asombro vimos a un grupo que, mal preparado y peor vestido, pensaba ir a rescatar a otro que, a buen seguro, lo consideraba enemigo. Su vestuario era el típico, no les faltaba ni la capa, y solo se habían permitido cambiar el tricornio por una gorra de lana.
Un joven recién salido del servicio militar entabló conversación conmigo, se le notaba nervioso, era de Jaén y pocas veces había visto tanta nieve. Le pregunté cómo se atrevía a salir vestido de tal guisa, y respondió que era lo que marcaba el reglamento. Entonces entendí. Era una cuestión de fe en su particular libro de Mao. Si el reglamento decía eso y se seguía a rajatabla, nada podía salir mal. Le importaba un pito que habláramos catalán entre nosotros, solo quería estar cerca de alguien asequible para darse más confianza. Le habían contado que aquellos jóvenes acababan de hacer el mismo camino y estaban dispuestos a ayudarlos. Sus compañeros estaban en su misma tesitura, pero no se atrevían. Me dieron pena y, a la vez, sentí un profundo respeto.

Tardamos casi todo el día en encontrarlos. Fue agotador. A medio camino, la pista empezó a confundirse con el llano y el sargento organizó la partida de manera que pareciera un peine, en forma de gigantesca diagonal para que nadie pudiera perderse o caer en una trampa, y los de la retaguardia pudieran ayudar; igual que solíamos hacer nosotros, pero más alejados unos de otros y a lo grande. Una manera muy lógica de no dejar ni un rincón sin necesidad de arriesgar. A los guardias civiles, ateridos de frío, pero incansables, solo les faltaba el mosquetón; aunque sí vi que llevaban su pistola reglamentaria, aún no sé porqué. Quizá el reglamento les impidiera ir desarmados incluso en un caso como aquel.
Cuando la orografía del camino requería el estrechamiento del abanico, coincidía con el tipo de Jaén, que prudente se situaba a mi lado; entonces le intentaba transmitir mis conocimientos, pobres a mi parecer, pero prácticos por la realidad. Le contaba cómo debía andar y qué debía hacer antes de pasar por una hondonada de forma sospechosa. Y le aconsejaba acerca del margen a dejar en un borde para evitar su desprendimiento. Aquel tipo, buscando la compañía del que creía experto, se había puesto en uno de los peores sitios y así se lo hice saber; y no pareció importarle, pero temí que en un momento de celo pudiera asomarse a un precipicio con la intención de ver algo.
Los encontró uno de ellos, lloraba de satisfacción y de desconsuelo. Lo primero por ser él y el cuerpo, y no uno de los expertos montañeros; lo segundo porque estaban muertos de frío o helados, ahora no recuerdo. Eran tres, dos habían caído en un riachuelo, en la típica trampa, muy parecida a la que tanto prevenía a mi compañero; mortal, porque una vez dentro es imposible salir sin suficiente ayuda exterior, y el agua y el frío hacen el resto. Al otro lo encontraron algo más lejos y encogido. Mi compañero de Jaén me lanzó una mirada de complicidad, había entendido. Al resto lo encontramos con hipotermia y en una especie de cueva. Sus tres amigos no quisieron esperar y salieron a la desesperada habiendo oscurecido, los que se quedaron solo perdieron unos cuantos dedos.

Nunca hay que andar de noche por el monte nevado, no conozco a nadie que lo haya conseguido. Las trampas son mortales y las hay por doquier.

El mando se felicitaba y agradeció nuestra ayuda. Sabía que los había encontrado gracias a trabajar en equipo y haber podido cubrir mucho espacio; también que habíamos escogido la parte más accidentada, con lo que era más difícil coincidir con ellos. Lo hicimos así porque éramos conscientes que, pese nuestra juventud, estábamos muy preparados; y lo contrario hubiese costado más tiempo, algo de lo que nuestros rescatados no disponían.

En el pueblo esperaban unos periodistas y la noticia dio la vuelta por toda Europa. Y por mucho que intentamos evitarlo salimos en un plano de las noticias. Hubiésemos preferido el anonimato para evitar dar explicaciones a nuestras familias, que pensaban que andábamos por sitios más civilizados. Pero nos perdió la curiosidad por averiguar en qué condiciones habían salido. Y nos horrorizamos. Era imposible hacer una travesía tan larga, con comida tan difícil de preparar y poco calórica, sin suficientes hidratos de carbono. Nosotros llevábamos incluso caramelos para un caso de apuro o un momento de debilidad, y leche condensada en tubos. Y sus pies estaban congelados por no llevar algo tan simple como unos calcetines adecuados. Recuerdo que el mando de la guardia civil, al darse cuenta de nuestra desolación, nos miró y con cara de impotencia se encogió de hombros.

Un año más tarde, Artur y yo ayudamos a buscar a un célebre médico y experto montañero, que se había perdido en pleno invierno y en la misma población. Lo encontraron a los pocos días, ya habiendo desistido en la búsqueda, sentado en una piedra y mirando el pueblo desde lo alto. Estaba muerto de frío. Más tarde me enteré de que padecía una enfermedad fatal. Años más tarde, un día que recordamos el tema, Artur y yo nos prometimos que, en un caso parecido, el sano ayudaría al enfermo para terminar de la misma manera. Paradójicamente, el primero en enfermar sería el afortunado, ya que disfrutaría de la compañía del otro.

 

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sábado, 17 de octubre de 2020

Triángulo

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El pasado lunes, mirando la tele mientras me desperezaba con Amara acostada a mi lado, vi el anuncio de esa nueva serie americana de reality show, sobre parejas que buscan una mujer para añadir al matrimonio (los pobres ya no saben qué hacer). No hombres sino solo mujeres. Y como era de esperar Amara me dijo,

- Yo no podría aceptar algo así, ¿y tu?
- ¡Amara, por dios! contigo voy servido.

Por supuesto, me abstuve en lo de sobrado, que por verdad que sea mejor no reconocerlo.

A Amara no le vino a la cabeza lo machista del tema. Lo sé porque lo reconoció. A mi sí, pero siempre desde el conocimiento que eso es puro teatro y que seguramente la productora ya prepara la segunda parte, es decir las parejas que buscan un hombre para añadir al matrimonio. Y es que va aviado quien crea que la sesión de masoquismo televisivo termina con la primera parte. El morbo vende y, tal como los catalanes del siglo pasado decíamos, la pela es la pela.

Mis compañeras, creo que todas, no han sido muy proclives a tener prejuicios. De hecho cuando escarbo en la memoria tengo que esforzarme bastante para localizar alguno en cada una de ellas o en caso que ellas lo perciban como tal, porque aunque a ustedes les sorprenda, la idea de prejuicio es harto ambigua y depende del cristal con que se mira. Pero volviendo a Amara, por mucho que me esfuerce no le conozco ninguno, por lo cual su comentario sobre el triángulo me extrañó bastante. En aquel momento no se me ocurrió preguntarle por un triángulo de dos hombres y una mujer, tampoco me encontraba en el mejor momento para un debate tan profundo. Somnoliento y con los ojos aún legañosos, no es aconsejable debatir con mi compañera sobre si el mejor triángulo es el de un hombre y dos mujeres o viceversa.

Una cosa es tener amantes, en este caso el número no importa, y otra un triángulo. Es decir, que una cosa es la cama y otra la convivencia. Y como ustedes ya saben, Amara no es mujer de un hombre, ni siquiera de dos. De hecho no es de ninguno, aunque hablando coloquialmente los suyos se cuenten a pares. Para ella yo soy el mejor de todos, al menos eso dice, aunque cuando mira a Jep o habla con él, me entran unas cuantas dudas. No hay que ser muy listo, a las mujeres se les nota por la mirada, por sus gestos y, sobre todo, por como hablan. Y en eso Amara es muy normal, no como Mónica, que su extrema transparencia convierte en trivial cualquier expresividad. Es decir, que antes de que alguien pueda analizar una ristra de señales casi inexistentes, ella ha cortado por lo sano.
La ya eterna aventura de Amara con Jep, con el que hemos pasado muchos días juntos, compartiendo mesa, inquietudes y cama, no puede ser tratada de triángulo. Sin embargo, la de Joan, Karla y mía si lo fue, y más satisfactoria para nosotros que para ella, que nos abandonó.

Amara ha fantaseado en muchas ocasiones con tener a Jep cerca, de una manera fija y segura, pero sin obviar a Mónica. Hace años, cuando éramos mucho más jóvenes, un día me dijo que si le tocara la lotería construiría dos casas pegadas con un mismo jardín dividido en dos zonas, una salvaje para mí y otra cuidada para él. Amara había dibujado su ideal, una casa para Mónica y Jep y otra para ella y para mí, pero pegadas, tanto que parecieran una sola.

- ¿Y por qué no un gran velero? Pregunté esperanzado.

- No, un barco no porque os pelearíais, Jep y tu no podéis convivir en un velero.

Jep sabe navegar, pero menos de lo justo. El problema es que cree saber más que el resto, principalmente que Joan y yo, y eso en el mar es un doble peligro, el de la discusión y el del naufragio.


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sábado, 10 de octubre de 2020

El Camino Infinito, 2ª parte

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Imagen de Stefan Keller en Pixabay

 

Yo tendría doce, ella uno menos. Alba fue mi primer amor, el más apasionado de todos.

¡Doce años! Hoy los cuento con asombro. De los doce hasta los veinte. ¡Cuántos años enamorado de la misma mujer!

Las aulas, como correspondía en aquel tiempo, eran separadas. Me había fijado en ella en la clase de canto, el único momento en que chicos y chicas podían encontrarse. Su mirada, su serena belleza, me cautivaron.

Entonces, como muchas otras veces, vivía con mis abuelos, en su grandiosa vivienda del ensanche barcelonés. Más de cuatrocientos metros cuadrados de casa, con sirvienta y cocinera.

Recuerdo los altos techos, artesonados y con frescos, que mi abuelo hizo restaurar. Nadie sabía que estaban pero un día, al desprenderse la pintura que los cubría, aparecieron. Y el ascensor de madera labrada, que me fascinaba con sus cientos de cristalitos moviéndose mientras subía. Lo utilizaba a menudo, aunque mis abuelos vivieran en el primer piso; el principal se llamaba entonces, porque es donde había vivido la gente principal del edificio. Y las grandes cristaleras de vidrio emplomado, el escritorio de caoba, que hacía de librería y que se alzaba casi hasta el techo -para buscar un volumen de la gran enciclopedia, había que subir por una escalera que se bamboleaba por su altura- y los armarios, a los que, pese a mi altura, no alcanzaba a lo más alto. Y recuerdo las puertas correderas de madera maciza, que por muchos años que hubiesen pasado nunca se atascaban; y los múltiples cuartos de baño y, sobre todo, lo que más me fascinaba, el cuartucho de las herramientas, que para la mayoría hubiese sido una buena estancia, para arreglar cualquier problema que conllevara una casa de esas dimensiones. También recuerdo el calentador a gas, arcaico, con un laberinto de tubitos de metal cromado, que milagrosamente o porque antes las cosas se hacían de otra manera, todavía funcionaba.

Cada día cogía el Metro hasta la Plaza Catalunya. Me encantaban los viejos vagones de madera, con sus asientos de listones barnizados, sus preciosos agarraderos cromados y bien cuidados. Entonces a nadie se le ocurría pintarrajear los vagones. Los nuevos, hoy ya retirados, eran una maravilla de la aerodinámica con su estructura redondeada, su interior forrado de fibra y los asientos tapizados, los de primera con terciopelo verde, los de segunda en escay.

Los fines de semana jugábamos a fútbol con los vecinos en el patio de la casa. Era una familia numerosa. Y veíamos la tele en su casa. Debía ser una de las primeras y muy cara, porque no la recuerdo pequeña. La Ponderosa es la primera serie de la que tengo recuerdo.

El tamaño del patio hacía honor al de la casa, era el más grande de toda la manzana, y mantenerlo limpio representaba un gran esfuerzo por la carbonilla de las calefacciones de hoteles y bancos. A veces saltaba el hijo del vecino del otro lado para jugar con nosotros, que mucho después fue uno de los peores presidentes del Barça. Yo era el más joven, por tanto el que jugaba menos. Con los años debería habituarme. En todo lo que me enfrenté a lo largo de mi vida, siempre fui el más joven de mi sexo, quizá por eso me entendía tan bien con las chicas.

De los doce años poco más recuerdo con la suficiente emoción y precisión, a no ser mi locura por Alba y los conciertos en los que cantábamos, disfrazados de campesinos austriacos, suizos, alemanes o a saber. El resto de mi vida era anodina, encerrado en la casa de mis abuelos los fines de semana, estudiando matemáticas y literatura, o ideando y construyendo máquinas imposibles en la habitación de las herramientas.

Quizá tardara un año, todo un curso para conocerla. Verla en la clase de canto ya no me bastaba. Mis amigos hacían esfuerzos para evitar salir escogidos ronqueando y desafinando hasta conseguirlo; yo, al contrario, miraba de afinar lo mejor que podía, aclarar la voz para llegar a la suya y poder acercarme a ella, cosa que nunca conseguí. Debía tener entre trece y catorce años cuando al fin pude hablar con ella. Nos esperábamos a la salida. Los chicos por un lado, las chicas por otro y nosotros por el nuestro. El director de la escuela, un avispado sacerdote, hacía que las chicas salieran antes para evitar encuentros que incitaran al pecado. Alba pronto aprendió a hacerse la remolona en la calle, supongo que cuando sus progenitores dejaron de exigirle puntualidad, y esperaba a un chico de mi clase que conocía de su calle. Primero fuimos tres, nosotros dos y ella; más tarde se unió Eva, una de sus amigas, famosa actriz años más tarde.

Nos sentábamos en el poyete de una vieja casa, siempre la misma. Allí hablábamos de la vida y la muerte, de la estupidez de los credos, de música y de amistad, nunca de política o de libertad. Éramos demasiado jóvenes para eso. Y recuerdo que por ella supe del Pirineo y sus montañas, de los pequeños lagos donde se bañaba en verano.

Hoy recuerdo aquellos días a cámara lenta, momento a momento, conversación a conversación. Año tras año moría por estar con ella, sentado en el escalón, escuchando su voz y departiendo nuestras ideas, aunque por aquel tiempo yo no tuviera demasiadas. Al fin, cuando se hacía tarde, la acompañábamos hasta su casa.

En caso que la situación, las clases o el tiempo impidieran nuestro encuentro, me acercaba a un bar cercano al Metro de Sarriá para jugar a las máquinas o al futbolín con Artur y un grupo de amigos. Era un experto en eso. Tomábamos una coca-cola, un zumo de cualquier cosa y pasábamos una hora jugando hasta cansarnos. A los once o doce años en casa de mi amigo construíamos cohetes y petardos con riesgo de quemarnos. Fabricábamos pólvora en grandes cantidades para reventarla en los lugares más impensables, casas abandonadas, jardines secretos o galerías subterráneas construidas durante la guerra, olvidadas desde entonces en una casa que sirvió de cuartel general. Más adelante nuestros juegos eran más de adultos y buscábamos el modo de gustar a las chicas o nos centrábamos en el deporte.

Con mi abuelo mantenía una relación intensa y afectiva, casi de padre y amigo. Fue el hombre que más me enseñó y el que me inculcó los principios con los que más adelante me regiría. Nunca se avergonzaba de nada, ni intentaba influenciar si no era con el ejemplo, porque lo importante para él no era el convencionalismo sino el convencimiento. Era un hombre profundamente religioso, catorce años más joven que mi abuela, atractivo y fiel, elegante y, por encima de todo, amigo de sus amigos, tuvieran la ideología que tuvieran. Los respetaba de la misma manera que él era respetado. Mi abuelo me enseñó a transigir, al contrario que mi padre, que no concebía otras ideas que las suyas, y también a saber valorar mis cualidades y mi potencial. Nunca se cansaba de demostrarme que lo importante no es ser el más inteligente o fuerte sino tener conciencia de hasta dónde se puede llegar. Le gustaba pescar y tenía gran cantidad de cañas y aparejos. Me compró una pequeña con todo lo necesario. Me enseñó a cebar los anzuelos, qué gusanos eran los mejores para cada lugar, cómo hacerlo con cangrejos; y hacía lo posible para no demostrar su malestar, cuando, con aquella miniatura, pescaba más que él con toda su grandeza. Pasados unos años, quizá tuviera catorce, me compró una caña grande y buena, y bien provista. Debió considerar que ya la merecía. Y algunos fines de semana íbamos a pescar con sus amigos, durmiendo en hoteles, comiendo y cenando en buenos restaurantes. En estas reuniones nunca escuché historias de la guerra, que cada uno la había hecho en su bando pero sí charlas sobre negocios, fútbol, comidas y paisajes.

Mi abuela era la ternura sin fin, la madre que hubiese querido, sin el egoísmo y el despotismo de la mía. En su juventud había hecho de modelo, siempre escondiéndose de sus padres y hermanos, extraordinariamente religiosos e integristas, para los que el papel de la mujer se circunscribía a servir al hombre.

Recuerdo que en verano y durante las vacaciones, escribía largas misivas a Alba aunque nunca declarando mi amor pues era demasiado vergonzoso para eso. En ellas le hablaba de nuestras conversaciones e inquietudes, que ya era mucho para mí. Yo veraneaba en un pueblo de la playa donde tenía un pequeño y variopinto grupo de amigos de la infancia: Joan, Jep, Toni y demás. Y les trasladaba mis inquietudes y conocimientos, que no eran sino los compartidos con mis tres amigos en el pequeño peyote de Sarriá.

Poco a poco mi familia fue volviéndose más deprimente, abotargada en sus fracasos y su falta de espíritu. Mi madre, acostumbrada a no trabajar y a un refinamiento que no podía permitirse; y mi padre, enfermo psíquico, incapaz de desembarazarse de su impotencia y de enfrentarse a los constantes desprecios de su mujer, fueron cerrando mi mundo como si del suyo se tratara. Mi espíritu rebelde, el que todo joven lleva dentro, se desbordaba durante los meses de invierno en aquellas tertulias de juventud, que hoy recuerdo muy maduras, profundas e inquietantes, y que definirían nuestro futuro carácter.

A los quince años recuerdo que todavía Alba y yo nos encontrábamos en el mismo lugar, yo con el temor de que el tiempo rompiera el encanto, que un día encontrara alguien que la satisficiera más y mejor; ella con el mismo temor, asombrada de que un tipo como yo, que aparentaba ser mucho mayor, se fijara en una chica como ella. Por entonces había crecido con desmesura, medía casi un metro ochenta y mi cuerpo iba a la medida; sin embargo, mi mente seguía siendo infantil, algo más que la de mis amigos, o eso creía.

 

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jueves, 8 de octubre de 2020

El Camino Infinito, 1ª parte

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Todo empezó de muy joven, tanto que prefiero no recordar el año que sucedió. La vi en la coral de la escuela. Entonces los chicos y las chicas no compartían aula ni profesores, e incluso en la coral nos separaban por sexo además de por voces. Se llamaba Alba, era estilizada, morena y obviamente muy guapa, al menos para mí, aunque años más tarde lo sería para muchos, demasiados. Yo era extremadamente tímido y me costó mucho acercarme a ella, solo podía hacerlo fuera de la escuela y ella salía antes, seguramente para que chicos y chicas no coincidiéramos; y cuando un par de años después lo conseguí, una de sus amigas se había enamorado de mi. Podéis imaginar que eso convirtió a Alba en un imposible para mi, aunque en aquel momento no me diera cuenta.

Mi relación con Alba duró muchos años, desde que me enamoré antes de la edad que los especialistas tratan como adolescencia, hasta más o menos pasados los 25. Luego nos encontramos esporádicamente, incluso ya con mis hijos adolescentes, pero eso es otra historia que algún día contaré. Mi amor hacia ella, ciego y para muchos quizá estúpido, aguantó hasta los 20. Este amor no correspondido, no solo afectó mi manera de ver a las mujeres y el sexo sino también mi ideología y mi forma de vivir y de ser.

Hace años, justo antes de empezar a escribir mi novela, una buena amiga y compañera me previno.
- Los que hemos vivido de manera inconfesable, bordeando el imposible o lo increíble, no podemos explicar nuestra vida. Como máximo escribe una novela, pero siempre en primera persona. Esconderse en la segunda es una cobardía y termina muy mal.

Por supuesto, la escribí en primera y una vez publicada me arrepentí. No por mi historia con Alba ni toda ella en si, sino porque está inacabada y la continuación es, como mi amiga dijo, inconfesable.

De Alba hablé mucho en mi novela, habría sido imposible no hacerlo, pero no lo suficiente. Mi historia con ella, pequeña por el tiempo que duró, habría merecido un libro entero, pero solo por lo que significó a través de mi convivencia con ella durante buena parte de mi juventud.
No hace mucho, durante la fiesta de su aniversario Alvar explicó a un grupo de viejos amigos, con los que compartimos una parte de nuestra forma de vivir, que Alba y yo fuimos los primeros hippies de Barcelona, que en aquel momento era lo mismo que decir de toda España. Por supuesto exageró o, cuanto menos, afirmó algo que no podía conocer con la suficiente exactitud. Por nuestra edad no era lógico que fuéramos los primeros. Nosotros, y también Alvar, sabíamos que éramos más y que Alba y yo eramos los más jóvenes y seguramente inexpertos de aquel grupo originario, de las primeras comunas y de las grandes movidas culturales; pero luego Alvar afloró algo que entonces me había pasado desapercibido. Solo ella y yo rompimos el cordón umbilical con el convencionalismo por nuestras ideas. Solo nosotros abandonamos voluntariamente lo que hoy se llama zona de confort, precisamente porque eramos los únicos que vivimos en ella y la sacrificamos. El resto, bohemio por necesidad o por las drogas, se dejó arrastrar cómodamente por nuestros ideales.
Lo cierto es que yo fui hippie gracias a Alba, sin ella seguramente nunca habría abandonado esa mal llamada zona de confort, mal llamada porque el confort lo crea uno mismo. Y ella jamás habría dado el paso sin mi soporte moral e ideológico, algo que ella misma reconoció. Sin Alba jamás me habría lanzado a la aventura y seguramente Anna habría pasado desapercibida por mi vida. Sin Alba muchas de las cosas que hoy llevo a mi espalda no habrían existido, serían otras, pero dudo que tan intensas e influyentes, no solo para mi sino también para muchas otras personas.
Somos el producto de lo que de muy jóvenes soñamos y fuimos, pero también de sueños y de actos ajenos. Mi primer amor infantil desencadenó una serie de acciones que afectarán mi vida hasta el día de mi muerte, la mía y la de muchos otros.

Durante todos aquellos años nunca me acosté con ella. Lo deseaba con todas mis fuerzas, pero fue imposible. Un día, después de un intento de seducción por mi parte, me confesó que para ella yo era mucho más que eso, que incluso superaba la idea de hermano, y que de acostarnos nuestro amor se degradaría. En aquel tiempo lo que más deseaba un joven era tener sexo con una chica, y en mi caso con la que más amaba. Obviamente mis amigos me aconsejaron que la dejara, esta chica te está tomando el pelo, te está utilizando, me decían. Sin embargo, su manera de vivir demostraba que era sincera. Alba se acostaba con muchos hombres, prácticamente todo el grupo había pasado por ella, pero sin dejar ni una miserable huella; para ella el sexo era menos que un vulgar divertimento, quizá porque apenas sentía placer. Los hombres eran para usar y tirar, y el sexo le servía para mantener el control sobre ellos y sacarles rendimiento. Por supuesto, mi ceguera no dejó que viera la realidad y mi subconsciente transformó su manera de tratar el sexo en amor libre.


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lunes, 5 de octubre de 2020

La Capitán

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De entre nosotros el que mejor navegaba era Richard. De un marino británico y con título de capitán no cabía esperar otra cosa. Todos nos sentíamos seguros con él al mando, mucho más Joan, Amara y yo, que conocíamos bien el mar.
Richard no tenía un ápice de machista, era, por así decirlo, el machista 0, eso que aún hoy parece tan difícil de conseguir como de ejercer; no obstante, en un barco cambiaba, no por lo cotidiano, que en eso era extrañamente sumiso con las mujeres, sino en lo que el mar y el barco se refiere. En eso Richard era un fiel producto de nuestra generación, que podía extrapolarse en las motos de carreras, el fútbol y mil cosas más, potenciado por haber servido en la marina de su país. Por eso me extrañó mucho, muchísimo cabe decir, cuando Amara me confesó que los británicos, estando a solas con ella la llamaban la capitán. No capitana sino capitán.
-Todos son marinos, Popol, unos más y otros menos, pero Richard les dijo que yo era tan buena follando como capitaneando un barco; que conmigo al timón, se sentía tan seguro que con el mejor de sus colegas.

Y dejando de lado lo que Richard pensara sobre el buen hacer de Amara en la cama, pensé en su arrojo, que podía ser de temer sino fuera porque conocía sus capacidades y su pericia. Amara había aprendido a nuestro lado y a base de muchas travesías, tempestades y entradas en la bahía de Cadaqués con fuerte viento y a vela, algo de lo que casi nadie se atrevía. Amara era el producto de una feroz lucha a muerte contra los miedos inculcados de pequeña por su familia. Amara no podía ser menos que Anna, Mila o Mónica, sus grandes amigas-hermanas, tan osadas y fuertes. Ella tenía que sentirse igual a ellas, olvidando lo que hoy se llama género, y abandonando el poco residuo que podía quedarle de su educación como sexo débil. Y sin duda el mar era el mejor sitio para demostrarse tan fuerte o débil, sentir el mismo valor o miedo que cualquiera de nosotros.
Luego recordé una noche que íbamos los seis en el barco, Mila, Amara, Joan, Richard, Vicki y yo. Una travesía que cada año hacíamos de Barcelona a Menorca por la Mercè. A Joan y a mi nos gustaba especialmente porque esos días suelen coincidir con tempestades, y navegar con fuertes vientos y un buen oleaje es algo que nos atrae quizá demasiado. Algunos años los días festivos pueden coincidir con el mar en su máxima virulencia, en este caso lo prudente es no salir. Nosotros sabíamos que que era uno de esos, los partes meteorológicos no dejaban ninguna duda, no obstante estábamos convencidos, también por ellos, que no sería excesivamente fuerte. Por supuesto, de haber escuchado el parte meteorológico de Marsella nos habríamos quedado.

Recuerdo que nos íbamos turnando, algo muy normal en un barco de aquellas características y con tanta tempestad. Richard y yo estábamos con Mila y Vicki en la cabina, y él salió para ayudar cuando en realidad aún no era su turno. Que Joan y Amara estuvieran enfrentando la tempestad solos no era algo que pudiera soportar. Solo salir se encontró con la estampa de Amara en el timón, señalando una gran ola a Joan según me contó ella después. En el Mediterráneo es común que las olas sean altas y cortas, y que no sigan un mismo rumbo; de modo que a veces y según el lugar, puedes encontrarte con movimientos extraños y grandes olas que chocan unas contra otras, lo cual complica la navegación y la convierte sumamente peligrosa. Al momento con un grito preguntó a Richad qué hacía allí fuera, mandándolo bastante irritada de vuelta a la cabina. Obviamente, a un tipo como Richard la imagen debió impresionarle, aún más sabiendo que le atraía mucho.
A partir de aquel día, para un marino como él, Amara debió convertirse en leyenda.

 

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