martes, 30 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 34ª parte

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En mis noches de soledad solía masturbarme, pero desde nuestra llegada no había tenido ocasión. Y es que no me hubiese sentido capaz durmiendo a su lado y tampoco sentía la necesidad, como si el sexo hubiera desaparecido. Tiempo después, en momentos de tensión y de gran esfuerzo, me volvió a suceder, por lo cual y al recordar aquellos días lo atribuí a la situación. Así era nuestra relación en aquellos momentos, solo de deseo pero no contenido, y estoy seguro que a ella le sucedía lo mismo o parecido.

A media noche desperté. Algo me había sobresaltado. Anna dormía plácidamente a mi lado y no pude resistirme, le acaricié la mejilla. Abrió los ojos y me sonrió. A través de las pocas aberturas de la lona entraba la luz de la luna y de las estrellas. Y con el índice en mis labios le hice la señal de silencio. Fuera se volvió a oír ruido, esta vez mucho más definido. Era el típico lamento de un perro herido. Levanté la lona y allí estaba, a unos metros por prudencia y miedo. Lo llamé con suavidad. Al principio ladró amenazadoramente. Me agaché y esperé que se acercara. Y lo hizo poco a poco y lamentándose, estaba magullado, tenía heridas y cojeaba, se las lavamos con el agua que nos había sobrado y lo estuvimos consolando hasta clarear. Anna cargó con la mochila y yo con el perro a mi espalda, envuelto en la lona que utilizábamos de tienda; y al cabo de unas cuantas horas llegamos al pueblo. El sol todavía no había llegado a su cenit, cuando algunos niños nos recibieron con alborozo. Llamaron al perro con gritos, lo conocían y él se revolvió inquieto. Con signos les pedí que lo dejaran tranquilo. Temía que, de soltarse, curase mal la pata y cojeara lo que le restaba de vida; poca en aquellas circunstancias y en un país en el que un perro debe ser útil por necesidad. Al poco vimos acercarse una mujer, parecía tan alborozada como los niños. Con ella cerca y llamándolo por su nombre, al perro ya no había quien lo mantuviera quieto. La mujer lo cogió en brazos acariciándolo. Lo habían echado en falta dos días antes, lo hacía a menudo y siempre volvía. Esta vez se había herido por una caída o eso creímos. Tuvo suerte, dijeron, de no tropezar con el leopardo.

En la casa nos aseamos, nos cambiamos y antes que nuestro amigo se diera cuenta, empezamos a recoger y guardar nuestras cosas para despedirnos al día siguiente y así no dar ocasión a que nos invitaran más días. Preferíamos la soledad de los prados y ver pastar el poco ganado que quedaba en el valle, la sombra de los frutales a la orilla del pequeño pero caudaloso río, que comer rodeados de una familia que simula desgana con tal que el invitado se satisfaga.

Justo antes de salir nos reunimos en la plaza con los hombres del pueblo, sentados alrededor de la fuente y frente la mezquita. Nos la quisieron enseñar y nos sorprendió. Nuestros amigos de Lahore ya habían intentado que entráramos en una, y no fue posible por la prisa y el empeño de Anna en despedirse de Hamid Masel, el anciano que tanto nos ayudó. Entonces también nos sorprendió porque no dieron a entender que Anna había de separarse del grupo. Creíamos, y así era, que las mujeres habían de rezar por separado y que ningún infiel podía pisar el suelo de una de ellas. Cuando lo comentamos lo negaron, aunque con alguna sonrisa de complicidad entre ellos.

- En el Corán, no hay nada que diga tal cosa -dijeron.
- Quizá alguien que lee demasiado y confunde las palabras piense algo parecido, pero mientras se muestre respeto por nuestra religión y se mantenga el decoro, nadie puede decir que esté prohibido mostrar la mezquita a un infiel.

Tampoco era tan extraño, en nuestra cultura los infieles como nosotros también podían entrar en las iglesias, mientras no fuera con bañador o haciendo el indio. Nos lavamos en la fuente, nos descalzamos y entramos. Aunque la casa fuera casi idéntica al resto, parecía haber sido construida a propósito de la utilidad que se le daba. El suelo era liso y limpio, no había tabiques y conformaba una sala grande y entera, excepto unas columnas de madera que soportaban el entramado de vigas; al fondo una solitaria y sencilla mesa, y en una de las esquinas de la sala, una pizarra en un caballete de madera y unas pocas sillas apiladas. Para el rezo o las enseñanzas del Imán, no hacían falta subterfugios, ostentosos ornamentos ni complejos rituales como en las iglesias cristianas.

Una vez fuera les contamos nuestra intención. Primero se lo tomaron a broma, luego, al vernos tan decididos y no poder convencernos que era una mala idea, nos explicaron los posibles caminos a seguir. Según ellos, el mejor y menos peligroso era el que atravesaba un pequeño valle en territorio hindú. El único problema es que su ejército, en uno de los picos tenía un puesto y desde allí controlaba la zona y la frontera, pero el valle era tierra de nadie y todos lo respetaban.
Se pusieron a hablar entre ellos. Nos pareció, por la forma que discutían, que no terminaban de estar convencidos. Nuestra ventaja, decían, es que éramos occidentales y no debíamos disimularlo. Por otro lado, el hecho que Anna fuera joven y bella era un inconveniente. Los militares hindúes no respetaban a las mujeres, las violaban y, aunque solían respetarles la vida, sabían que más de una había sido asesinada junto a su marido para esconder su fechoría. La geografía y la soledad les ayudaban a creerse inmunes. ¿Quién reclamaría o buscaría una pareja de occidentales en el fin del mundo?

El soldado hindú, nos explicaron, está lejos de su casa, en tierra hostil y sin sus mujeres, es extremadamente nacionalista y su cultura trata a la mujer como inferior y al servicio del hombre. Los miré perplejo. Era curioso que precisamente aquellos hombres dijeran tal cosa de sus vecinos. Anna no pudo callarse y dirigiéndose a todos en general, aunque solo nuestro atractivo anfitrión entendiera el inglés, con la mejor y más encantadora de sus sonrisas dijo:

- Todavía no ha nacido el hombre que pueda violarme-

La India en aquel momento estaba gobernada por Indira, una mujer; y en 1988, aunque entonces nosotros ni siquiera lo podíamos imaginar, Pakistán lo estaría por otra, Benazir Bhutto. Sin embargo, por su talante percibimos que era posible. Las familias paquistaníes, principalmente las penyabíes, eran matriarcados. Paradójicamente en la España del momento, una dictadura de corte machista y fascista, era imposible siquiera pensar que una mujer podía ser ministra, ni siquiera una subsecretaria. Y ni Francia, Gran Bretaña, Alemania o Italia, países indiscutiblemente democráticos, tenían ministras; y eso daba mucho que pensar y demostraba la estupidez y el egocentrismo que imperaba en occidente.

La alternativa al valle hindú, nos dijeron, era el frío intenso y atravesar una cordillera de más de seis mil metros. Tanto uno como otro eran igual de peligrosos. Aunque la primera fuera peor, ambas opciones significaban el frío, el leopardo, el oso, los presumibles accidentes, que con solo uno podía ser fatal.

- Si uno de vosotros cae y se lesiona nadie podrá ayudaros, estaréis solos y el herido será pasto de las alimañas- nos dijeron.

La segunda conllevaba la guerrilla, que a veces se convertía en bandolerismo, y la soldadesca hindú. Y nos dimos cuenta que con la mejor intención intentaban convencernos de no seguir con nuestra aventura.

Teníamos tres opciones: volver por donde habíamos llegado, por el valle hindú o por las montañas, y cualquiera de las tres era una aventura. El camino de Skardu era peligroso y nadie podía asegurar un viaje agradable, ni siquiera con la protección del comandante, pero seguir el de las montañas era lo más parecido a un suicidio. Sin embargo, nosotros no queríamos volver por el mismo camino y, por peligrosa que fuera, deseábamos terminar la aventura que habíamos comenzado. Los valles, las montañas, sus senderos y el paisaje, eran demasiado atractivos y habíamos perdido el sentido del peligro.

Cuando terminaron con la retahíla de dificultades y peligros, me volví y miré a Anna. Parecía abstraída, como si no hubiera escuchado nada de lo que habían dicho o intentaron exponer. Y en aquel momento supe lo que pensaba. Me encogí de hombros, después de todo era el tipo de mujer que siempre había soñado, y estaba obligado a ser el tipo de hombre que ella esperaba. Nuestro anfitrión me miró, de su rostro había vuelto a desaparecer la ironía. Afirmé con la cabeza, para ellos era yo quien tenía que decidir y Anna había puesto el listón muy alto. “Donde hay capitán no manda marinero”, podría haber dicho; pero aquellos tipos de tan curioso machismo, tampoco lo habrían entendido.
Me dirigí a ella y le pedí solo una cosa, que el camino a seguir lo decidiría yo. De eso entendía más, incluso que alguno de los presentes.

En aquel país nadie se guiaba por mapas, no les hacía falta y tampoco los pedí. Sabía, por mi experiencia en el Pirineo, que el indígena no los usa. Extraje mi libreta de la mochila y les rogué que dibujaran el recorrido por el valle al otro lado de la frontera. Por la orografía me di cuenta que terminaríamos siguiendo el curso de los ríos. La única dificultad era el cambio de vaguada. Los ríos nacían muy juntos y sobre el dibujo parecía sencillo, lo complicado era la altitud de su nacimiento.
Una vez más hablaron entre ellos, parecía que algunos quisieran decirnos algo y nuestro amigo se negara en redondo. Al fin nos explicó que sus compañeros querían que nos advirtiera sobre el hombre leopardo. Y lo dijo con incomodidad, mirándolos más a ellos que a nosotros.

- El hombre leopardo es una leyenda que va disipándose con el tiempo, pero de vez en cuando revive. Aquí, en los pueblos más aislados y entre los pastores, todavía corre y muchos están convencidos de su existencia. Nadie lo ha visto, pero cuando un leopardo ataca y mata a un pastor, a una cabra, la gente estudia cómo ha actuado y, según sea, dicen que ha sido él. Cierto es que algunos ataques son extraños por el lugar, el rastro que deja y la manera de matar; aunque en muchos casos podría ser un animal herido, viejo o demasiado joven. Si solo fuera eso, la gente olvidaría la leyenda y daría la explicación más razonable, pero hay casos desconcertantes y difíciles de explicar, como cuando un pastor experimentado es cogido por sorpresa, el perro no ladra, las ovejas no se alarman y nadie encuentra las pisadas, como si alguien las hubiera borrado a su marcha.

No supimos qué hacer, si reír o mostrar preocupación. Lo primero habría significado un desprecio a unos hombres preocupados por nuestra suerte, lo segundo pasar por idiotas ante nuestro anfitrión. Escuchábamos con atención, haciendo un esfuerzo para comprender el mensaje. El tipo siguió hablando.

- Es posible que la gente que encontréis os hable de él y os pregunte si lo habéis visto, oído sonidos extraños o rugidos distintos a los habituales, ya que seréis de los pocos que habrán andado por estos caminos y cumbres; por lo menos tanto recorrido sin ir armados-

Y eso último, expresado con especial cuidado, sonó como una advertencia. Según él no había mes que el oso o el leopardo no matara una o dos veces; y si se le añadía el otro lado de la frontera, la cifra aumentaba.

- El oso no teme nada y lo más prudente es mantenerse alejado de él, que es fácil, puesto que es inteligente y evita al hombre. El leopardo es distinto, teme al hombre y sabe distinguir si lleva un arma. El más peligroso es el que recién ha abandonado a la madre, o el viejo, que ya ve poco y pasa hambre- Eso nos dijo el tipo, dedujimos que sin interés por asustarnos. Sólo nos avisaba de los peligros reales en los que no teníamos experiencia.
Los otros los conocíamos y sabíamos que en la montaña hay que ser muy prudente, mucho más en aquella, donde nadie podía socorrernos.

 

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martes, 23 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 33ª parte

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Por la mañana, justo al salir el sol, despertamos con el primer ruido de la casa. El granjero y su mujer ordeñaban unas búfalas en el establo vecino y se oían sus mugidos, tan distintos al de las vacas de nuestra tierra, que más bien parecían bramidos. Al poco, la mujer de nuestro anfitrión nos avisó con gestos y llamadas en su idioma, nos enseñó la leche recién ordeñada y las tortas con mantequilla y frutos silvestres de la época. Si no fuera por los sacos y la paja que nos envolvía, hubiera creído que era mi abuela la que me llamaba con los mismos manjares.
Nos vestimos y nos lavamos lo mejor posible en un abrevadero pegado a la fachada del establo, en el que corría agua sin cesar. Entramos con la fruta que habíamos comprado para compartirla, y por primera vez apreciamos disgusto. Nuestro atractivo amigo, un tanto irritado dijo “you are my guests”. Esta vez ya no: our sino my, dejando claro que era él y no su mujer el anfitrión. Pocas veces había desayunado tan bien y con tanta abundancia; pero también con el mismo disgusto.

Aquella familia, incluidos los tres niños, probablemente tardarían días en volver a comer bien por nuestra culpa. Mermeladas, miel, compotas, tortas y queso, no faltaba nada y si cogíamos algo, por mucho cuidado que tuviéramos, la mujer volvía a la cocina con otro cuenco lleno. Anna se sentía fatal, bastante más que yo, seguramente por la empatía que sentía hacia aquel hombre. Al final le pedí que le explicara lo que pensábamos, aunque fuera con dureza y simulando que traducía mis palabras.

Una discusión. Por vez primera durante nuestra estancia en Pakistán el choque de dos culturas y de dos maneras de ver al forastero. No sé si Anna tradujo correctamente mis palabras, quizá evitara algunas expresiones o ideas, en las que pesaba demasiado la ideología y las costumbres de cada uno; sin embargo, por la gravedad de su semblante al traducir mis palabras y responder a las de su interlocutor, se notaba que no se andaba por las ramas.
Para ser un buen anfitrión hay que evitar violentar al invitado, y, por supuesto, sabía que la comida con la que nos obsequiaba era muy superior a lo que podía permitirse; y eso yo no lo podía aceptar y para mí era extremadamente violento. Siempre con el yo por delante. En aquel pueblo, el maldito patriarcado estaba muy presente, sin embargo, en nuestro anfitrión percibíamos algo extraño, como si durante unos instantes se rebelara contra esta situación, sobre todo cuando se dirigía a Anna y no siempre.
El tipo, ya desolado, no pudo más que decir: “you are my protected”. Y entendí. No éramos sus invitados sino sus protegidos, y solo pensar que podíamos irnos de su casa por una sinrazón como aquella, superaba su entendimiento.

- Tú nos proteges y nos invitas, y nosotros, como buenos huéspedes, te regalamos lo que tenemos.

Eso le respondió Anna, ya sin necesidad que yo hablara y con un tono que no pareciera un ultimátum. Mi amiga parecía haberse hartado y no pude más que alegrarme. Durante unos instantes se miraron fijamente y en silencio. De no haber sido por su gran hospitalidad, habría jurado que el tipo estuvo a punto de estallar. Y lo hizo, pero riéndose con ella, al unísono y a carcajadas. Yo no supe qué cara poner, si reír con ellos o no disimular mi perplejidad. La extraña pareja había conseguido asombrarme. Una vez apaciguados, el tipo y yo nos dimos la mano, pensé que cerrando un pacto.

Llenamos una mochila con lo imprescindible y nos dispusimos a subir a uno de los picos más altos de la zona. Llevábamos los sacos y la lona con los cuatro palos por lo que pudiera pasar, comida para tres días y mucha agua. Nuestro amigo nos había avisado que no la había en todo el camino, y que una vez en la cumbre podríamos fundir nieve.
El camino nos maravilló. A los lados se levantaban dos cumbres hermanas, prácticamente gemelas, majestuosas y enormes, casi en vertical. No podíamos imaginar cómo podríamos subir a tanta altura, nos pareció imposible. A medida que avanzábamos el cañón se estrechaba. A nuestra izquierda y a unos diez metros más abajo, un riachuelo a duras penas mantenía la vegetación. De pronto el valle se abrió, y unas casas que apenas ocupaban treinta metros daban entrada al pequeño valle, sobre ellas, pequeñas terrazas profusamente cultivadas daban un toque de color y fantasía. Había tantas y tan bien delineadas que parecía un dibujo en plena naturaleza. Nos acercamos, parecían abandonadas de tan vetustas y solitarias. Llamamos y no salió nadie. Al fin nos decidimos, nos descalzamos y entramos en una de ellas, en su interior la limpieza más absoluta. Era como si la gente que la habitaba estuviera trabajando en el campo o en el monte con las cabras. Salimos y seguimos nuestro camino, esta vez por el sendero que nos habían señalado y que subía por la montaña en un inmenso zigzag desafiando la verticalidad. En algunos lugares pasábamos los dos con comodidad y en otros lo habíamos de hacer pegados a la roca y con los pies siguiendo una pequeña cornisa. Abajo y a más de cien metros, el pequeño valle; y si mirábamos para arriba solo podíamos sentir congoja.
Las casas se encontraban a media hora de camino del pueblo. La montaña era otra cosa y su altura llenaba de espanto. No había nieve ni la veíamos, pero lo más seguro es que la hubiera y nos salvara de la posible sed si nos quedábamos sin agua o fuerzas para volver.

A medio camino y tras cuatro o cinco horas de caminata, la montaña se ensanchó en forma de gran plataforma con suave pendiente y cubierta de una pequeña y desperdigada vegetación de color verde oliva, muy distinto al fuerte y luminoso que estábamos acostumbrados. Si no fuera por la latitud y la altura, se asemejaría al típico matorral mediterráneo. En el centro, una cabaña de piedra parecida a las que abundaban en nuestro país, excepto que la techumbre era de una especie de chamiza seca. Fuera había cabras pastando, las típicas de aquella tierra, de lana parecida a la seda. No vimos lo que comían, matojo seguro que no, porque los dejaban enteros, y allí, aparte de algún hierbajo despistado, solo podían encontrar liquen en abundancia. Nos asomamos por la abertura. Una densa pero suave tela de lona, en aquel momento recogida, hacía de puerta. El perro ya nos había anunciado. En su interior, un pastor había hecho un fuego y se notaba que ya había comido. Vestía como la gente del lugar, el kamez muy largo y confeccionado con el mismo tejido de la cortina, de color azul grisáceo, que no supimos si era por sucio o porque gustaba así. El shalvar era de pernera estrecha y su tejido muy robusto, de color más oscuro aún. -En el pueblo algunos hombres vestían de igual modo, sobre todo los más humildes o sencillos, pastores en su mayoría- A su lado y apoyado en la pared, un fusil con su cargador. Nos invitó con gestos y palabras incomprensibles. Iba calzado con sólidas alpargatas de piel, no obstante hicimos el gesto. Nunca se sabe, pensamos. No sería la primera vez que estuviéramos a punto de meter la pata, la bota para ser más exactos. En el campamento de Skardu, justo antes de entrar en la tienda del comandante para cenar, nos dimos cuenta que las botas estaban en la entrada, y lo primero que pensamos es que las tenían allí solo para airearlas; y como creímos que las nuestras también debían oler, nos las quitamos. La casualidad hizo que no cometiéramos el disparate de entrar con ellas.
Abrimos la mochila, sacamos la alfombra, la comida y compartimos en silencio. El pastor no paraba de mirarnos sonriendo sin cesar, y me dijo algo mirando a Anna. No lo entendí. En un momento juntó sus manos en posición de rezo dirigiéndolas hacia ella y bajando la vista y simulando vergüenza.

- Te dice que tienes una mujer muy guapa - dijo ella con ironía.

Me reí y afirmé con la cabeza.
Con los militares habíamos tenido ocasión de ver sus fusiles de cerca, pero nunca pedimos tocar uno o probarlo. Estaba seguro que en un año me hartaría. En doce meses justos entraría en el ejército, sin embargo, en aquel momento sentí curiosidad. El pastor tenía dos zamarras, una con la comida y la otra con munición y un par de cargadores. El tipo, al ver mi curiosidad dijo:

- Kalashnikov-

Y me lo pasó con toda la tranquilidad. Lo cogí con aprensión, se rió y me mostró que tenía el seguro puesto y que no había ninguna bala en la recámara, algo que en aquel momento no sabía lo que era ni para lo que servía, e intenté hacérselo saber. Y el tipo, en un abrir y cerrar de ojos lo desmontó y con signos me enseñó su funcionamiento. En un año yo mismo descubriría que el español funcionaba de manera parecida y era una maravilla de simplicidad y robustez.

Y seguimos nuestro camino hasta llegar a la nevada cumbre, desde donde se veía el pequeño valle, las nevadas montañas, aún más altas que la nuestra, y la bifurcación de los dos Indos, y cómo uno de ellos entraba en tierra hindú.
Habíamos utilizado casi todo el día, más por la tranquilidad de nuestro paso y la dificultad del camino y del poco oxígeno, que por la distancia recorrida. El sol había caído bastante y teníamos hambre. Nos sentamos en un saliente, en el pico no se había desgajado ninguna roca, estaba limpio, tanto que ni se apreciaban líquenes. Mientras comíamos se fueron formando espesas nubes, a lo lejos y casi a nuestra altura vimos un tremendo relámpago y oímos tronar. Levantamos el campamento y buscamos en la bajada un lugar donde guarecernos en caso de tormenta.

Haber visto aquel paisaje, la belleza que comportaba su desolación, los minúsculos espacios verdes poblados por gente tan hospitalaria como extraña, me incitó a seguir el viaje y dar comienzo a una aventura que ninguno de los dos podría haber soñado jamás. Era consciente de lo que representaba, de los grandes peligros que nos acecharían y, tal como había sido la subida, lo mucho que nos costaría; pero nos complementábamos y nos entendíamos hasta un punto, que juntos podíamos llegar al fin del mundo. Y sentí su respiración, su excitación, cuando, sin apenas pensar en lo que decía, le propuse la aventura. Sabía perfectamente como se sentía, era Anna. Días más tarde me confesó que temía que no le propusiera el viaje, que ella no se atrevió a hacerlo para no obligarme.

Anna, la mujer que se descubría y que la estaba descubriendo, escapaba a toda convención o regla, estuviera escrita o no. Mi compañera era, con creces, el paradigma de mi mujer soñada. Con creces, porque nunca podría haber imaginado que existiera un personaje tan fuerte y duro, tan dúctil como tierno; tan seguro de sí mismo como abierto al resto; tan sencillo y cálido como frío y cerebral; con tanta hombría, aun siendo la mujer más femenina y sensible que jamás había conocido; tan noble y fiel, como libre con los suyos. Y todo lo transmitía con su mirada, sus gestos y la postura que tomaba frente las situaciones y las personas. Anna me fascinaba y me enamoraba, con ella me sentía seguro y hombre, capaz de llegar al límite y sobrepasarlo si me lo pedía. La sentía mía como nunca antes había sentido a nadie. Y era mío su sentido de la libertad, innegociable, indiscutible, por encima de la vida y del bienestar. Se había convertido en mi hermana, en mi amiga y en mi amante aun sin siquiera haberla tocado.
Las nubes pasaron de largo, descargaron su contenido más al oeste, en la dirección que habíamos decido tomar para volver a Pindi, la senda de los pequeños valles y lagos. Pero ya era tarde para seguir nuestro camino, que hubiera significado andar por aquellos parajes con poca claridad.

Instalamos la lona como parapeto y colgando de la cornisa, salimos de nuestro refugio y nos sentamos al borde del precipicio, casi con las piernas colgando; y así estuvimos horas viendo como oscurecía, hablando del ser humano y de la vida, de nuestras emociones y necesidades. No hablamos de sexo, parecía un tema tabú entre nosotros, como si lo evitáramos. Era asombroso ver a dos individuos tan liberales y desinhibidos eludir un tema como aquel, a una edad que asalta los sentidos, que no puede dejar de relacionarse con cualquiera de las cosas que se hacen o se piensan. El sexo estaba presente en cada uno de nuestros gestos y pensamientos, de eso no había duda, pero aún escondido, como si lo guardáramos para un mejor momento.

 

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jueves, 18 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 32ª parte

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Nos despertó el ruido. Había amanecido y salimos para ver de qué se trataba. Y nos encontramos con un grupo de hombres a caballo rodeando en silencio nuestra tienda. Habían salido en nuestra busca, alarmados porque no habíamos llegado el día anterior. El pueblo se encontraba a unos nueve o diez kilómetros de la cumbre y con una fuerte y constante pendiente.
No supimos qué cara poner, ellos tampoco. Al cabo de un rato todos reíamos. Lo que más nos impresionó era lo armados que iban. Parecía que se hubiera declarado la guerra. Éramos sus protegidos, los del comandante y del jefe de la comarca, de eso no cabía duda, o aquella gente era así y se comportaba de la misma manera con todos los forasteros.
Ya no pudimos desayunar. Levantamos el campamento, solo cinco minutos nos bastaron, y bajamos al pueblo con los caballos tras nuestro, cosa que nos impresionó porque nadie los llevaba cogidos de las riendas. Antes de empezar la corta marcha, uno de los que encontramos el día anterior y que parecía ser el que mandaba, por si quedaba alguna duda dejó clara una cosa:

- “you are our guests”-

Era un pueblo grande para el lugar donde se ubicaba, quizá tuviera cincuenta o sesenta casas, aparte de los muchos caseríos desperdigados por el valle. Nos sorprendió la gran expectación que provocamos. Los hombres y muchas mujeres ya estaban en el campo o con el ganado. Los que quedaban, algunas mujeres, el herrero, el carpintero, la gente de la tienda, que en contra de las que había en los pueblos de nuestro país, apenas tenía artículos a la venta, iban saliendo a la estrecha calle adoquinada de piedra para saludarnos y hablarnos en un idioma que no conocíamos.
En aquel pueblo, a poco más de veinte kilómetros del caserío del jefe tribal, pero con una gran cumbre por medio, un río, un valle y un empinado e infernal camino, la gente era de otra etnia. Todos parecían indoeuropeos, hasta el punto que podíamos pasar completamente desapercibidos; lo más curioso, lo que más nos llamó la atención era la altura de muchos de ellos, que rompía por completo la teoría de, a cuanto más alto se vive, más bajo se es y más caja torácica se tiene. Aquella gente era musculosa, alta y delgada, algunos rubios de ojos azules, morenos, pelirrojos. Allí estaban representadas, en más o menos quinientas personas, entre niños y adultos, todas las variantes que pueden encontrarse desde el norte de África hasta media Escandinavia. Era el pueblo más concentrado que todos los que habíamos visto, las casas de pizarra y con las fachadas rebozadas con la misma tierra gris de su alrededor, quedaba completamente integrado en el paisaje, como si buscara el perfecto camuflaje. En el centro, una pequeña plaza con la mezquita a un lado y una fuente frente a ella. En la parte más baja, ya cerca del riachuelo y prácticamente fuera del pueblo, la escuela, que se componía de un grupo de pequeñas casas.

En el Pakistán que conocimos, los pueblos podían ser pequeños o grandes, pero todos tenían su mezquita y su escuela, y Cachemira no era una excepción. Y no porque la gente fuera especialmente religiosa, que lo era a su manera, sino porque siempre había sido así; del mismo modo que en nuestro país, cada pueblo tiene su iglesia y cada cortijo, masía, caserío, su propia capilla.
La ventaja del musulmán sobre el cristiano, es que cualquier lugar es bueno para la oración y el recogimiento. Sus caseríos no tenían por qué disponer de mezquita. Una palangana con agua y una alfombra en un rincón eran suficientes, aunque solían utilizar una habitación ya preparada para los rezos.
En aquel pueblo, tanto la mezquita como la escuela tenían la misma fisonomía que una casa cualquiera, solo que la primera disponía de un pequeño torreón cubierto, para la llamada a los fieles, aunque dada la orografía del lugar, por lo pequeño que era y su situación en la montaña, dudamos que sirviera de mucho.

Nos llevaron a una casa casi a la fuerza. Que, aun sin poder decir que habíamos sido raptados, era sin duda lo más parecido a ello. Habíamos parado frente un portal, mientras charlaban entre ellos y dirigiéndose a nosotros con mucha amabilidad, de manera que no nos quedó más opción que entrar, para luego discutir, en caso que nos dieran opción, qué podíamos hacer y cómo solucionar nuestra estancia.
Casi todas las casas eran parecidas, muy sencillas, estrechas y de dos o tres plantas; algunas hacían de establo, y las gallinas y los faisanes entraban y salían de sus plantas bajas con libertad absoluta, hicieran o no de corral. Era tal su trasiego que nos pareció que no tenían propietario o que eran de la comunidad. Las calles estaban llenas de excrementos, por lo que habíamos de ir con cuidado para no resbalar y caer, aunque pronto y por imitación encontramos el truco.

Los primeros sustos y resbalones se los llevó Anna, ya que, para dejar claro a nuestro antiguo acompañante de qué pasta estaba hecha, quiso llevar la mochila durante todo el trayecto y la desequilibraba. Al principio la iba a cargar yo sin pensar en nada extraño, pero se me adelantó diciendo que le tocaba a ella. Enseguida la entendí e interiormente me reí. Aquel tipo de irónica mirada, que tanta chulería había demostrado el día anterior, con el fusil colgando de la grupa, le atraía y todo parecía indicar que ella a él también. Anna había sentido esa atracción mutua y estaba marcando su propia frontera.

Nos hicieron entrar y al ir a descalzarnos no nos dejaron. Lo agradecimos, puesto que el suelo de la planta baja estaba muy sucio y con excrementos de gallina. Lo hicimos en la primera planta, que estaba compuesta por una gran sala con alfombras extendidas, sillas y una mesa preparada para el momento, con de un grupo de fuentes llenas de comida.
Comimos hasta hartarnos, lo contrario hubiera sido un desprecio. La comida era tan exquisita que no hacía falta fingir que nos gustaba, ya que por sí solo se notaba. Nos habían preparado una habitación, pero ya habíamos aprendido a decir no, y lo hicimos con la suficiente rotundidad. Las casas eran pequeñas y la gente vivía muy apretada. Nosotros ya teníamos asumido que en más de una ocasión nos tocaría dormir en graneros o pajares y no nos molestaba, íbamos equipados para eso. De ninguna manera aceptaríamos que alguien tuviera que abandonar su dormitorio para dejar sitio a unos extranjeros. El tipo volvió a sonreír, pareció entender y no se molestó.
Y sí, le gustaba mi compañera, se sentía atraído por ella; pero por su modo de expresarse y mirarla, descubrí que de manera sana y sin intención. Y pensé que en otro momento y lugar habrían disfrutado de una buena aventura, pero allí se me consideraba su esposo y una mujer casada es sagrada en el mundo musulmán. Me hizo gracia y no me hubiera molestado. Me divertía ser testigo de los requiebros de la una y las miradas del otro, y de los esfuerzos de mi amiga porque los suyos pasaran desapercibidos, y de su tonto enfurruñamiento cuando el tipo se reía o intentaba una galantería, que sin intención y por lógica, siempre terminaba con un toque de extraño y reprimido machismo. Finalmente y con delicadeza hice ver a Anna que podía generar un conflicto. Habíamos de respetar su cultura, que en este caso dependía directamente de su religión.

Pasamos el día paseando por el pueblo y los campos cercanos, viendo sus sembrados y sus caseríos, que se hallaban desperdigados a lo largo de cinco kilómetros como mínimo. Los huertos, como casi todos los que habíamos visto en la zona, escalaban la montaña y estaban salpicados por infinidad de árboles frutales. En la tienda compramos fruta fresca y seca, y una gorra para cada uno como las que se llevaban en el pueblo, distintas a las que nos habían regalado en el caserío del jefe tribal. No habíamos visto fruta en la casa y pensamos que podríamos ofrecerla como presente. Era inútil pretender pagar por la comida y el alojamiento, eso ni siquiera nos lo podíamos plantear, y lo único que nos quedaba era los tres shalvar kamez que habíamos comprado en Lahore.
Buscar algo para regalar en aquellos pueblos era inútil, y hacerlo con uno de aquellos vestidos tan espectaculares y trasparentes, podía considerarse una ofensa casi peor que ofrecer dinero. Allí nadie osaba vestirse así.

 

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domingo, 14 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 31ª parte

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Tras la comida nuestros amigos militares marcharon en dirección a Skardu, pero por la carga que llevaban imaginamos que antes tomarían algún desvío para seguir repartiendo su mercancía. Nos emocionó cuando el oficial, sin apenas dudarlo, nos abrazó para desearnos suerte. Luego Anna se acercó al camión para también despedirse de los soldados.
Dos días más tarde, después de preciosos paseos en camello, de comer exquisiteces, de ver faisanes y conejos, dar de comer al ganado, ver parir a una magnífica camella y, al poco rato, ver su preciosa cría correr alrededor de su madre salimos antes de la primera luz de la mañana. Habíamos aprendido lo que era el día y aprovechar la penumbra anterior del amanecer. Nuestras mochilas iban cargadas hasta el límite, aparte de unos gruesos y largos jerséis de lana confeccionados por las mujeres del caserío, y calcetines y sendos gorros hechos de la misma manera; además de cinco pequeñas banderas tibetanas de distintos colores, parecidas a las que íbamos encontrando por el camino, allí donde el viento podía llevarse las bendiciones que emanaban.

En Skardu habíamos comprado un par de curiosos sacos de dormir. Los que llevábamos eran buenos para las frescas noches del verano pirenaico, pero no para aquel país, que sin viento y con sol, de día hacía mucho calor, pero las noches eran frías y con mal tiempo podía ser que nevara y llegar por debajo de los cero grados. Estaban confeccionados con piel de oveja girada, suavizada y untada por fuera con grasa de caballo o de camello; y pese a que podían enrollarse con facilidad, el bulto que hacían era considerable.

Andamos durante dos horas hasta llegar al cruce. Desde el camino veíamos casas y campos, cedros y otros árboles desperdigados, cultivos pobres y tierras desoladas parecidas a un desierto. Nos cruzamos con unos jinetes que pararon, nos dijeron unas palabras, nos sonrieron y siguieron su camino.

El puente que tanto buscaba Anna, se componía de simples troncos en fila puestos de dos en dos y colgados de una maraña de cuerdas. Por él solo se podía pasar de uno en uno y con mucho cuidado, ya que si te movías mucho daba bandazos y perdías la verticalidad. Lo sorprendente es que lo utilizaban jinetes y pastores para pasar el ganado, nunca supimos cómo. Lo cierto es que ya nos habíamos acostumbrado y lo pasamos sin que su bamboleo nos desestabilizara.
Aquel río era menos caudaloso que el anterior y parecía su afluente. Entonces entendimos por qué la gente del lugar no lo consideraba el Indo aunque para los mapas de la región lo fuera. Paramos en un recodo donde caía agua de la montaña, goteando por el musgo y las pocas plantas que sobrevivían a aquella altura.

Nuestras cantimploras eran de vejiga, regalo de los soldados del campamento, parecidas a las que usan para el vino los labradores de nuestro país, -todo se parece, la necesidad y la naturaleza crean las herramientas y los utensilios- y nos interesaba parar en lugares como aquel para renovar su contenido.
Abrimos nuestras mochilas y, riéndonos, no fuera que alguien casi imposible de encontrar nos recriminara falta de higiene, extendimos nuestras pequeñas alfombras. Al poco aparecieron dos hombres a caballo, llevaban fusiles en bandolera y por su pinta creímos que de pastores tenían poco. Les invitamos con un gesto y la palabra en urdu que aprendimos para la ocasión: “poxe”, pronunciada adecuadamente. No sabíamos si la entenderían, de todos modos era lo que debíamos decir, aparte del típico: “you are our guests”. Los tipos nos observaron petrificados desde sus caballos sin disimular su perplejidad. Los miré fijamente ya sin la típica sonrisa y me volví hacia Anna ignorándolos. Estaba más ofendido que asustado. De pronto los tipos parecieron darse cuenta de su descortesía y descabalgaron, uno de ellos intentó disculparse en inglés, y se sentaron a nuestro lado, abrieron sus zamarras y compartimos el desayuno. Con gestos y una mezcla de inglés y el idioma de la tierra nos preguntaron de dónde veníamos, quiénes éramos y cómo habíamos llegado hasta allí; cuando se lo explicamos no cambiaron su trato, pero percibimos más cuidado. Miraron las mochilas y a Anna, y nos ofrecieron llevarnos en la grupa de sus caballos. No era lo que teníamos pensado, nuestra intención era andar y recrearnos con aquel paisaje, parar cuando nos cansáramos, acampar y pasar la noche donde nos apeteciera.

Llevábamos una lona y cuatro palos para resguardarnos del frío y las alimañas. Sabíamos que el oso y el leopardo, si huelen comida no siempre respetan el espacio cerrado; por lo que decidimos que, en caso de dormir en la montaña, la esconderíamos fuera de nuestra tienda.
Vi a Anna irritada, estaba harta de tanto proteccionismo, de tanta conmiseración. Una vez más nos dimos cuenta que no podíamos negarnos, aquellos tipos nos hablaron del comandante, -hasta entonces no sabíamos su graduación- eran sus amigos; también de Muhad Behnam, el jefe tribal y abuelo de las dos chicas, y se sentían obligados a protegernos. Al final nos vieron tan apenados que no quisieron molestarnos más, no obstante se empeñaron en llevar la mochila de Anna hasta el pueblo. La oferta era tentadora, pero Anna, que se había dado cuenta de qué iba el asunto, cogió la mía, que era la más pesada, y con una mano la levantó sin esfuerzo y como pudo dijo:

- No hace falta, no pesa nada.

Los tipos me miraron sorprendidos buscando una explicación, como respuesta yo me encogí de hombros. Me había costado mucho convencerla de repartir el peso a tenor del tamaño y la fuerza de cada uno. La lógica se impuso y vaciamos las dos mochilas para llenar una con lo imprescindible. No les preguntamos dónde la encontraríamos, no hacía falta. Días atrás lo habríamos hecho quedando en ridículo.
Todavía recuerdo sus siluetas alejándose, el contoneo de sus pequeños pero magníficos caballos con los fusiles colgando de sus grupas y, ya a lo lejos, sus caras al girarse para despedirse y asegurarse que lo que habían visto y vivido no era un espejismo.

Andamos durante todo el día, poco a poco, regocijándonos con el paisaje, los pájaros. Podríamos haber llegado al pueblo en cinco o seis horas, pero alargamos el trayecto hasta el ocaso. El camino era increíble, un sendero por el que apenas podíamos pasar uno al lado del otro. No haría más de dos metros en sus tramos más anchos, en algunos algo más, lo justo para que un par de jinetes pudieran cruzarse sin apuro. A la izquierda, el abismo, gris o tostado según el color de la piedra, y con pequeñas manchas de un verde intenso. El contraste del azul del cielo con las cumbres era tan fuerte y nítido que parecía un dibujo con líneas tan limpias como definidas. A lo alto, volando por encima nuestro, un águila a la búsqueda de una cabra, un conejo o algún otro pájaro.

Acampamos en la cumbre. A nuestro alrededor había mucha nieve y pequeños recodos limpios de ella, con algunos hierbajos y pequeños matojos. Con piedras y la misma nieve construimos un pequeño cercado, lo más alto posible para resguardarnos del viento, desplegamos los palos y lo cubrimos con la lona, de manera que quedáramos totalmente recogidos. Hacía rato que el sol había empezado a caer, era la primera vez que comíamos pasado el mediodía y supimos que ya no encontraríamos agua hasta llegar al otro lado de la montaña. La sequedad era impresionante, pero estaba la nieve, tan limpia y pura como blanca. Sed no pasaríamos si la fundíamos con fuego. Nos sentamos en unas piedras y con el paisaje de fondo, más cansados de la cuenta por la escasez de oxígeno, nos pusimos a charlar como nunca habíamos hecho. Por vez primera de nosotros y de nuestro futuro, del extraño amor y atracción que sentíamos el uno por el otro, del sexo y la libertad. Habíamos descubierto y recorrido el camino que conduce la amistad y la fidelidad hacia el amor y el deseo.

Una noche espléndida. Allí, sin siquiera la poca luz que podía salir de las casas, de los quinqués, de los fuegos y las lámparas de aceite de los caseríos, el cielo se veía como nunca y la luna, al salir de una cumbre vecina, iluminaba como jamás habíamos visto.
No sabíamos a qué altura nos encontrábamos, a bastante más de tres mil metros seguro. Nos echamos sobre nuestros sacos y estuvimos charlando con las estrellas como paisaje, hasta que el frío y el viento nos obligaron a refugiarnos bajo la lona. A no ser por el frío, por los sacos individuales y por la extraña emoción que sentíamos, probablemente aquella noche habríamos hecho el amor con sexo. Porque sin él ya lo hicimos, recogidos y abrazados mirando el cielo.

 

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martes, 9 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 30ª parte

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Quizá lleváramos recorridos cien kilómetros. El río seguía igual de ancho y caudaloso, tanto o más que en el cruce de Gilgit, ya a doscientos kilómetros de distancia. Yo estaba acostumbrado a los ríos de mi país, como el Ter, domesticados y cortos. Cien kilómetros son muchos para ellos y sus aguas se aprovechan por el camino, su caudal se regula con cuidado y a través de pantanos. En Cachemira era distinto, no se apreciaba el uso de su agua, nadie la necesitaba y el número de habitantes era muy escaso. Los pueblos se asentaban en pequeños y verdes valles cubiertos de bosques de cedros y de praderías, coincidentes con los afluentes que alimentaban abundantemente al gran río.

Pasamos por senderos y cruces de caminos, que según nuestro amigo llevaban a caseríos aislados, algunos abandonados y otros habitados por grupos familiares. Y recordé las grandes masías catalanas o los cortijos andaluces, las “cases pairals” de nuestro país, su pasado, el patriarcado, sus mujeres sometidas y cómo se pactaban los matrimonios. En ellas también vivían abuelos, padres, hijos, nietos, sobrinos, tíos y los trabajadores; algunos, como los capataces, con sus mujeres e hijos. Y recordé lo que mi padre me había contado sobre las guerras carlistas, de cómo la masía más importante tomaba partido y con otras completaba un pequeño ejército que vencía al del rey, más equipado, pero sin la suficiente logística y espíritu combativo, de soldados reclutados a la fuerza o de mercenarios.
El oficial se abstuvo de contarnos esta historia, quizá porque la creyera extraña para nosotros, incomprensible para nuestra cultura. No sabía que ya la conocíamos y que nuestra tierra la había vivido poco más de cien años atrás. Mi padre tenía cincuenta años, si mi abuelo viviera tendría ochenta, mi bisabuelo ciento diez y mi tatarabuelo la edad de combatir. Poca cosa para tantos miles de kilómetros y a tres mil metros de altura, en los valles del Karakorum, entre el Hindu Kush y el Himalaya. Lo entendíamos todo e imaginábamos la historia que se cocinaba en aquella parte del mundo.
Los hindúes solo conseguirían dominar la situación si exterminaban la población, caserío por caserío, pueblo por pueblo, y eso solo en caso que Pakistán diera su visto bueno. Y era evidente que jamás podría darlo.

Había tramos que los vehículos parecían escalar la montaña, después venía otro más llano y alguno de suave bajada. El río, que desde Skardu se había tornado más caudaloso, ahora era mucho más fuerte, en justa concordancia con la pendiente, hasta el punto de oír el choque del agua contra las rocas a pesar del motor. Llegamos a un ancho y verde valle de pradería. Ya no se veían árboles, pero sí grandes prados salpicados de floridos y altos rododendros.
Si en Skardu la etnia predominante parecía tibetana, en los pueblos por donde pasábamos era muy difícil encontrar otra. Solo muy de vez en cuando veíamos algún indoeuropeo, generalmente dedicado al comercio con su camión haciendo de tenderete; o nos cruzábamos con un transportista con el camión, siempre pequeño, adornado hasta la saciedad y rodeado de campanas o curiosas esferas parecidas a cascabeles, visible tan de lejos que podíamos prever el momento del encuentro.

Volvimos a comer después del segundo rezo y con la verticalidad del sol, pero no por verlo sino por su luz. Estaba completamente nublado y en los pliegues del terreno se concentraba abundante nieve. Estaba claro que no llevábamos cadenas ni nada parecido, sin embargo, habíamos seguido subiendo y a nadie parecía importarle. A mi modo de ver estaba a punto de nevar y no en poca cantidad. Nosotros estábamos preparados para soportar aquel clima, pero no por mucho tiempo. Nuestro primer objetivo había sido Katmandú y algo de abrigo llevábamos, con la presunción de, una vez allí, comprar lo adecuado para la zona.
Llegamos a lo que nos pareció una aldea, pero en realidad era un gran caserío compuesto por muchas casas y ricos cultivos, que iban encaramándose por la montaña. En muchos lugares se podían ver los típicos banderines flameando con el viento, atados entre pequeños montículos de rocas, algunos con oraciones escritas.

En la comarca o incluso los pequeños pueblos, convivían las dos religiones sin que apreciáramos tensión o malestar entre sus seguidores. Ser tibetano no significaba ser budista, muchos integrantes de esta etnia eran musulmanes. Incluso en Skardu comprobamos que vecinos de un mismo barrio podían seguir una u otra religión sin que nadie se sintiera ofendido.
El oficial saltó del Jeep. Ya lo esperaban. Abrazos, saludos y la presentación de sus amigos europeos al gran patriarca. Parecía de etnia tibetana, aunque luego nos enteramos que era mestizo como muchos de aquella tierra. Llevaba el turbante atado a la manera de Anna, supuse que por comodidad como ella. De barba rala y corta, cuidada como la del oficial, muy distinta a la descuidada que solía darse en la zona, más negra y despoblada. La suya era blanca y espesa, como la de un árabe de edad avanzada.

Allí donde parábamos éramos presentados como amigos, y por deseo expreso de nuestro anfitrión, nos sentábamos con ellos y nos comunicábamos con signos y las pocas palabras sueltas que habíamos ido aprendiendo, pura mímica con la que nos entendíamos perfectamente.
La casa era grande y con un gran salón en la entrada. Tomamos asiento en un gran banco de madera, con el oficial entre nosotros dos por su expreso deseo. Vi a las mujeres de la casa retiradas y pensé que una vez más mi amiga tendría que comer con ellas. Me equivocaba, sorprendido vi como nuestro amigo la cogió del brazo casi como compañera, mientras distendidamente hablaba con el anciano. Ella, entre asombrada y divertida lo aceptó. Pronto descubrimos que en aquella sociedad los gestos importaban mucho, el oficial había mostrado con firmeza que éramos sus protegidos, y Anna una mujer muy especial, quizá al jefe tribal más importante de aquellos valles.

Habíamos llegado a lo que parecía el fin del mundo, la belleza absoluta, limpia y enorme como las montañas que nos rodeaban. El camino, al que consideraban carretera, moría allí y se bifurcaba en varios senderos cubiertos de nieve, que escalaban las montañas más elevadas. El ganado no estaba en las altas praderías, ya estábamos en ellas o las habíamos dejado atrás. Dos de los soldados descargaron dos cajas de munición, junto a uno de los fusiles que llevábamos en el Jeep. Las cajas entendimos que eran parte de un acuerdo parecido al del pueblo donde paramos a desayunar, el segundo un regalo, el último modelo de los americanos junto una bolsa de lona llena de munición. Y vi al patriarca feliz, lo enseñaba a todo el mundo, hasta se empeñó que Anna y yo lo tuviéramos en nuestras manos. Días más tarde descubrimos que los que se utilizaban por allí eran kalashnikovs, que, aunque más sencillos y anticuados, eran mejores, más fiables y duros, y que la munición de las cajas eran para ellos.

El interior de la casa era muy sencillo, pocos muebles de tosca madera y muchas repisas de obra, que hacían de armarios o estanterías para recoger los utensilios y la ropa de cualquier casa. Colgadas de las paredes, ollas de bronce, una extraña balanza, cazuelas de metal parecidas a las que podíamos encontrar en cualquier casa perdida de nuestro país, y algunas típicas pinturas enmarcadas. Al fondo, después de atravesar un largo pasillo con preciosos tapices en sus paredes, y una pequeña sala con un fuego a ras de suelo, entramos en un gran salón cubierto de alfombras y cojines a los lados. Nos acuclillamos, nuestro amigo con Anna a su lado y yo al del suboficial. A la izquierda de mi amiga dos chicas de nuestra edad, probablemente nietas del patriarca, seguidas por él mismo y su mujer.

Era la primera vez que en aquel pequeño país veíamos a las mujeres en completa igualdad y armonía con los hombres, y precisamente allí donde terminaba, en su más recóndito final. Las dos chicas rápidamente entablaron conversación con Anna, hablaban en perfecto inglés, con cuidado para que mi compañera pudiera seguir la conversación. Eran muy cultas y se notaba el orgullo del abuelo al ver a sus nietas hablar con tanta desenvoltura con la chica occidental, tan especial e importante para su aliado militar. Estudiaban en Pindi, la una medicina y la otra ciencias políticas, y aspiraban practicar en Europa o en Norteamérica. Parecía como si el abuelo hubiera decidido darles lo mejor. Vestían con jeans y camisas de cuadros. Era curioso ver en aquel remoto lugar, a unos occidentales vestir a la manera del país, aunque sensiblemente informales, y a dos chicas paquistaníes a la manera más desenvuelta y occidental posible. La paradójica imagen hizo que recordara los pequeños pueblos de nuestro país, donde se apreciaba con radicalidad el cambio generacional. Los abuelos trabajando de sol a sol con la boina encasquetada y las abuelas encerradas en casa, cuidando el corral y los cerdos, siempre con el pañuelo negro cubriendo su cabeza, el vestido hasta los pies y el sempiterno delantal; los padres con el ganado en las praderías de verano, plantando la patata y segando forraje para pasar el invierno; y los nietos estudiando en la capital, ayudando a la familia durante sus vacaciones o divirtiéndose con sus amigos. Lo que vimos en aquel remoto lugar del norte de Cachemira, allí donde el mundo parecía terminar, no era tan extraño para nosotros.

Anna explicó a las chicas que nos gustaría seguir uno de los caminos a primera hora de la mañana, andar por los valles y subir a una cumbre en particular, que desde ella el paisaje había de ser increíble, para llegar hasta un pueblo que había pegado a la ladera de un pequeño y escondido valle, siguiendo un camino al otro lado de un río. El oficial, que hasta entonces nunca había demostrado asombro, ni siquiera cuando Anna se encaramó por las cuerdas del puente para arreglarlo, la observó perplejo. Anna dispuso mucho tiempo para charlar con los soldados en el camión, y supuse que le habrían contado algo sobre el pueblo y sus montañas. El tipo se volvió y me miró, ya no con asombro sino con ironía. Sabía que para mí también había sido una sorpresa, aunque yo hiciera lo posible por disimularla; sobre todo cuando volviéndose hacia mí y mirándome fijamente, mi amiga dijo con una maravillosa sonrisa:

-¿Verdad Popol?

 

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viernes, 5 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 29ª parte

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Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días, tanto que no puedo asegurar la exactitud de lo que escribo. Es el precio a pagar por querer explicar los recuerdos de treinta y cinco años atrás, los pasados cuando escribí esta historia. Las conversaciones existieron, eso por supuesto, seguramente no con las mismas palabras, pero reflejan la realidad del momento, de una historia tan intensa que los años no pueden borrar, ni siquiera las pequeñas anécdotas, esas que dan la justa luminosidad a los relatos. Y también los personajes, que involuntariamente pueden haber sido desdibujados o incluso idealizados, aunque muchos de ellos, sus fisonomías y sus maneras de expresarse, han quedado grabados en mi memoria con mucha más claridad que algunos más recientes. Son historias que jamás desaparecerán de nuestra memoria, de la de Anna y de la mía, y si la vejez lo consiguiera, ahí están, aunque solo sea para nosotros.

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La niebla era muy intensa pero traslúcida. Aún había oscuridad, el sol todavía no había salido. A medida que avanzábamos veíamos el cielo clarear, tanto porque subíamos y la niebla quedaba como una alfombra cubriendo el río, como porque la luz del todavía escondido sol avanzaba hacia el valle. El paisaje impresionaba y daba vértigo. A veces parecía que avanzáramos sobre la misma niebla, como si las ruedas se abrieran paso por ella y la rompieran. Miré para atrás, y a través del ventanuco de plástico transparente vi al camión avanzar con la niebla bajo su chasis. Otras veces subíamos más y la veíamos bajo nuestro, escondiendo el precipicio; pero sobre la carretera continuaba, insistente, la misma alfombra blanca. Parecía que la escalara con nosotros o fuera parte de ella. No entendía qué utilizaba nuestro conductor como guía. Allí no había camino ni pista, no había vallas ni pintura reflectante, solo niebla y la roca de la montaña a nuestra derecha. Le veía girar el volante sin entender por qué. Qué habría visto aquel tipo para estar tan seguro, me preguntaba; porque no dudaba, lo hacía como si sus ojos fueran radares.

Después, al clarear un poco más, el paisaje se convirtió en lo más parecido a un espejismo de belleza inaudita; los árboles, las rocas, el cielo, la niebla, la accidentada pista, todo era azul, cada cosa con distinta tonalidad. Incluso de haber cruzado el camino un ser humano, este habría sido azul. Podíamos apreciar lo que era una u otra cosa con exactitud milimétrica, pero con el mismo color. El conductor había de guiarse por este cambio de tono, solo que yo no lo podía percibir por ir tras suyo.
Pasamos por algunos grupos de caseríos muy desperdigados, esta vez sin huertos. De algunos, por coincidir en la hora, salía gran cantidad de ganado: búfalos o vacas.
El río, tanto se ensanchaba como se estrechaba, y siempre con el mismo caudal. El oficial, que el día antes había sido tan comunicativo, se mantenía en silencio, por lo que del Jeep solo salía el estruendo del motor. De vez en cuando hablaba con el conductor, supuse que en urdu, aunque allí cualquier idioma era bueno.

- Donde vamos suele nevar en verano - me dijo volviendo la cabeza.

¡Junio y nevando! en Alp había experimentado lo mismo el año anterior. No recuerdo haber sentido tanto frío. Esta vez íbamos algo más preparados.
El Jeep no paraba de subir, lentamente, quizá a veinte o treinta kilómetros por hora, que era toda una proeza. De vez en cuando miraba para atrás, para asegurarme que el camión nos seguía.

- Supongo que no tienes ningún interés en llevar un arma -me preguntó de golpe.
- No sabríamos como utilizarla - respondí.

Por entonces ya empezaba a tomarme el asunto con cierta ironía, aparte que aprovechaba cualquier situación para aclarar que Anna era tan válida como yo para defendernos. Según dicen, el sentido del humor debe ser lo último que debe perderse. Se volvió y con una sonrisa se disculpó. Para ciertas cosas le era difícil tratar a mi compañera como igual, pero no porque no lo sintiera sino por costumbre.

- Aquí se aprende rápido -respondió.
- La gente de estos pueblos es buena, la mejor y amiga mía, -siguió después de unos segundos de silencio, supuse que para tranquilizarme, porque el detalle no parecía venir a cuento.

Hacía rato, tal vez una hora y media, que habíamos cogido un desvío para seguir el curso de otro río. El valle seguía siendo ancho y del camino no podíamos quejarnos. Los pequeños pueblos parecían abandonados. Antes de desviarnos pasamos por un puente, que parecía que iba a caer de un momento a otro. El Jeep parecía que bailase, sin embargo no aprecié preocupación en ninguno de mis acompañantes; miré para atrás y vi al camión parado unos metros antes de cruzarlo. Parecía que nos esperara. A unos cien metros, quizá menos, el camino se ensanchó para dar con un antiguo y gran caserío. El oficial, con el automóvil aún en marcha, saltó por encima de la portezuela y entró por una vieja puerta, labrada con sencillez y tintada con distintos tonos de azul, que daba entrada al caserío. En el Jeep nadie abrió la boca. El conductor, probablemente para romper el hielo, me habló en inglés. Entendí que intentaba tranquilizarme, dijo que su jefe volvería en un momento. No fue así, quizá estuviéramos media hora parados en aquel rincón del mundo. Nadie bajó del Jeep, aunque sabía que todos hubiéramos dado lo que fuera por estirar las piernas, y decidí no ser yo el primero. Al mirar para atrás, a lo lejos vi a Anna andar detrás del camión en compañía de un soldado, parecía animada y su acompañante le señalaba una de las cumbres, el resto de los soldados estaban cerca y miraban al mismo lugar. Agucé la vista y no aprecié nada especial, solo cumbres nevadas y montañas yermas y rocosas, casi sin hierba.

La vieja puerta de madera se abrió y de ella salieron el oficial y un anciano en animada conversación. Miré atrás y vi que ya no había nadie fuera del camión. Los soldados, Anna incluida, debieron volar al ver abrirse la puerta. El Jeep ya estaba en marcha cuando, otra vez de un salto, nuestro amigo entró en él. Entendí que lo había convertido en un deporte o una manera de divertirse con la complicidad de su conductor, aunque también podría ser porque el tiempo apremiara.

- Es un viejo amigo que me pone al día de las novedades de su valle.

Y siguió en animada charla, esta vez con sus hombres. Al poco me explicó que una de sus nueras el día anterior había dado a luz a un niño y se lo quiso enseñar. El padre estaba en el monte con el ganado y todavía no se había enterado. Entendí que por educación me traducía parte de la charla que había mantenido con el resto.

- Es el jefe tribal más importante del valle y cuando un conejo cambia de madriguera, es el primero en enterarse.

Y me reí de la ocurrencia. Los conejos de aquellos valles son de pelo largo y de un gris tan pálido que parecen blancos, muy curiosos de ver.

El curso del río seguía siendo igual de abundante, lo que me hizo pensar que bajo el valle había de correr gran cantidad de agua subterránea. No era lógico que se bifurcara y siguiera con el mismo caudal. El valle se había estrechado pero parecía más rico y de vegetación más abundante. Los pueblos eran algo más grandes y al pasar nos perseguían niños, seguramente camino de la escuela. Para esos pueblos el camino era su calle principal y estaba jalonado de pequeñas tiendas a modo de bazar. Y pensé que debíamos parar para comprar regalos y comida, ya que no nos quedaba ninguno excepto los tres ricos shalvar kamez que habíamos guardado, aunque allí nadie vestía de manera tan adornada. Los vestidos eran iguales, pero más largos, de basto algodón y colores oscuros y desteñidos. De vez en cuando parábamos y la gente nos saludaba, algún hombre se acercaba con el desayuno, una lata llena de miel, de mermelada o de compota y panes muy bien elaborados. A mí me gustaba la miel, pero comerla era muy sucio, ya que no teníamos nada con qué limpiarnos la pringosidad que dejaba la melaza. Otros nos daban la mano y nos ofrecían té. Ya en el centro de un pequeño pueblo, el conductor paró en un lugar donde se ensanchaba la carretera. Nadie le había dado ninguna indicación ni orden, parecía que todo hubiera estado previamente ensayado.

- Vamos a desayunar - dijo el oficial dirigiéndose a mi. Y al poco se nos unió el suboficial y un grupo de hombres que parecían esperarnos con multitud de viandas.

Allí, como en el resto de la comarca, el dinero no contaba y comimos hasta saciarnos sin dar nada a cambio, o eso me pareció. El camión había quedado apartado a unos veinte o treinta metros y vi a Anna desayunar sentada en el suelo con los soldados. Era uno más entre ellos, hasta el punto que parecía haberme olvidado. Sus compañeros habían sacado dos de las cajas del camión, que en poco tiempo desaparecieron y fueron cambiadas por otras, presumiblemente vacías. Yo ya no preguntaba, no hacía falta, solo me reía interiormente.
Los soldados actuaban con automatismo, sabían en todo momento lo que habían de hacer sin necesidad de recibir órdenes. La munición era el regalo, el mejor en aquel mundo. Más tarde, Anna me contó que por eso llevaban tanta, y que las cajas de vuelta no estaban vacías sino llenas de vainas usadas.

 

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lunes, 1 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 28ª parte

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Para llegar a la ciudad había que vadear el gran río, que parecía más una gigantesca plataforma llena de pequeños lagos. Les pedí que nos dejaran en la entrada de la ciudad, de manera que pudiéramos pasear tranquilos y conocerla desde uno de sus extremos. Realmente en Skardu no había nada, solo gente muy amable y en algunos lugares de la ciudad banderines colgando de cuerdas, de largos palos o de cualquier lugar que se pudiera. Éramos los invitados del oficial y, aunque hubiese sido nuestro gusto, no podíamos buscar alojamiento. Lo único que podíamos hacer es comer, porque fuera donde fuera todo el mundo nos invitaba.

Muchos agricultores comían en la calle o en el interior de sus sembrados y prados. Había poco ganado, y supusimos que, como en el Pirineo, estaría en las praderías de la alta montaña, justo debajo de las nieves eternas; aunque allí era muy agreste y rocosa, con pocos espacios para la hierba y el paso de la res. En el Pirineo, dos mil metros de altitud ya son muchos y es donde el ganado pasa el verano. Skardu se encuentra a más de dos mil doscientos metros, por lo cual esas praderías podrían estar a partir de los dos mil quinientos.

Los tibetanos son más bajos y anchos que el resto, -supongo que la evolución provocó su mutación biológica, igual que a nosotros, los mediterráneos, que solemos ser más morenos que los nórdicos- pero distaban mucho de parecerse a los indios del altiplano peruano, que años después conocería. Su evolución no había sido tan radical, aunque la altitud en la que vivían quizás fuera igual o superior.

Era la hora de la cena, así lo entendimos, aunque para el resto del país era muy pronto para eso, y nos llamaban desde cualquier lugar, con señas, pequeñas llamadas en un idioma absolutamente desconocido para nosotros. Estaban sentados en el suelo, ya no con alfombras sino con trozos de gruesa tela de muchos colores. El rojo se había convertido en grana, el azul, el verde, etc. más intensos, aunque con la misma luminosidad; parecían los mismos, pero con más carga de tinte. Nos estaban invitando a compartir su comida y no la rechazamos, no lo habíamos hecho en el hostal y tampoco con los amigos del autobús, y esta vez íbamos más preparados, llevábamos la que aquellos nos habían entregado para el camino y habíamos de consumirla.
Extendimos nuestras alfombras, abrimos las mochilas y sacamos la comida para, con gestos, compartirla con ellos. Al poco se acercó uno de los vecinos, quería saber de aquellos extraños y jóvenes viajeros. Estaban acostumbrados a los pocos alpinistas que un año antes habían pasado por el pueblo, con la intención de completar algún ocho mil, prepotentes y déspotas, que llevaban sus propios alimentos, sus equipos, sus tiendas, que no compartían nada y rechazaban su compañía. Imaginamos que se sentirían superiores o que les repugnaba la aparente falta de higiene, también es posible que solo pensaran en lo suyo y para ellos lo demás fuera una pérdida de tiempo. Con Artur había conocido algunos así en nuestro propio país. Pero lo más probable es que se sintieran en desventaja por no conocer el idioma, y se encerraran en su mundo de dinero y botas especiales, cohibidos al ver que sus porteadores llegaban a los mismos lugares calzados con alpargatas y cargados como mulas.

De la carretera por donde habíamos pasado llegaban pequeños camiones, furgonetas y hasta algún desvencijado coche, que si no fuera por la pericia de sus mecánicos, que ya habíamos visto en el taller mecánico de Lahore, hubiera sido imposible que llegaran de tan lejos y por semejante camino. Y todos tan engalanados como cualquiera, pero no tanto como el autocar de nuestros amigos.

Volvimos a cenar con el oficial y unos cuantos de sus militares, en un pequeño campamento en las afueras de la población y cercano al pequeño aeropuerto militar, en el que no se veían aviones, pero sí hangares cerrados. Nos vestimos con nuestra ropa europea, tejanos y camisa. Los soldados se habían ofrecido a lavarnos la ropa. Nosotros habíamos pensado hacerlo por nuestra cuenta, pero sabíamos que no podíamos negarnos.

Por lo que pudiera pasar, a los lugareños con los que habíamos compartido la comida, les compramos verduras, que solo con verlas ya nos daban hambre, y un cordero que habían matado el día anterior, por lo que estaba en su punto. Por él pagamos ciento sesenta rupias, que para nosotros no era nada, pero para un cachemir era una cifra nada desdeñable. En Karachi, el mismo cordero costaba doscientas cincuenta o más; y en Lahore, dependiendo del barrio, entre doscientas veinticinco y doscientas cincuenta. No recuerdo lo que en Barcelona, pero más de dos mil seguro. Un manojo de zanahorias podía costar veinticinco “paises” (céntimos).
Éramos sus invitados, no podíamos pagar y era impensable que aceptaran dinero; sin embargo, dar y recibir regalos era una costumbre tan arraigada que no nos la podían negar. En Skardu no había nada, a menos que quisiéramos comprar una escoba, botas de piel que confeccionaban en las puertas de las casas o unas bebidas tan raras que no sabíamos si iban a gustar; no obstante, el cordero agradaba a todo el mundo y era un buen regalo, incluso allí que sobraban.
Habían preparado una cómoda mesa que ocupaba un tercio de un pequeño barracón, que, entendimos, debían utilizarlo para algunas reuniones porque estaba lleno de mapas de la región.
La comida no estuvo nada mal, quizá porque ya nos habíamos acostumbrado a los sabores del país. Al día siguiente Anna me contó que era el rancho del día, quizá servido con más cuidado que al resto.

Durante la cena el oficial, esforzándose en su peculiar español, nos explicó que por la mañana, antes que el sol se levantara, saldrían de patrulla cerca de la frontera con la India. Aquel oficial era sorprendente, traducía a sus hombres todo lo que nos decía, un detalle que en cualquier otro ejército habría sobrado. No era extraño que lo idolatraran. Les demostraba tanto respeto como el que exigía. Nunca levantaba la voz, daba una orden y punto, aunque eran muchas las veces que se habían adelantado a ella. Más adelante, ya en nuestro ejército, me di cuenta de su peculiaridad. En el nuestro sobraba la prepotencia, el despotismo y el alcohol, incluso entre los mandos más prácticos o modernos. Entonces entendí lo que Anna me había contado sobre su charla con los soldados. Un ejército potente como el pakistaní y dirigido por oficiales como aquel habría sido invencible.
Para la ocasión había invitado a cuatro soldados, a un teniente y a un suboficial, dando valor a todos por igual, probablemente para que pudieran dar cuenta a sus compañeros de cómo había ido la cena con los jóvenes spanish.

Nos prepararon una tienda cerrada, solo unas pocas eran como la nuestra. No lo entendimos, puesto que el clima no acompañaba, tanto podía llover durante una semana como estar quince días sin caer una sola gota de agua. Era difícil ver un día sin nubes. Más bien, por lo que contaban los lugareños, nadie había visto un día así, ni siquiera durante el verano más seco. Creímos que en un momento dado podrían cerrar las tiendas con facilidad.

Skardu, quizá por el calor estival y por la cantidad de agua remansada, estaba llena de mosquitos. El río se abría de tal manera, que a veces ocupaba más de un kilómetro de anchura y se podía pasar andando. Imaginamos que durante el monzón, próximo a llegar, muchos terrenos quedarían inundados, docenas de kilómetros de praderías y de cultivos. Los soldados dormían con mosquiteras. Parecía que desearan prepararnos para lo que nos esperaba, puesto que a nosotros no nos dieron.
¿Dónde estaba la famosa hospitalidad paquistaní?
Nos embadurnamos con el potingue de corteza de abeto que nos dio la gente del autobús y dormimos sin que nos molestaran. Cuando salimos de la tienda y descubrieron que habían olvidado decirnos que las mosquiteras estaban en un saco, querían morirse, pero lo que más perplejidad les produjo fue constatar que no teníamos ninguna picadura. Luego nos enteramos que aquellos bichos producían estragos entre la población, sobre todo a los forasteros, que no estaban adaptados, y los soldados lo eran. A mí solo había una cosa que me daba pavor, los tábanos, que abundaban, y como en el Pirineo más en el margen de los ríos.

Antes de recogernos habíamos pedido a unos soldados vecinos que nos despertaran con tiempo. No hizo falta. Estábamos tan nerviosos que despertamos antes de la salida del sol. Cuando salimos de la tienda, ya con las mochilas preparadas, encontramos nuestra vestimenta limpia y doblada sobre un taburete en la puerta de la tienda, y volvimos a entrar para cambiarnos, mientras nos reíamos por haber desconfiado de aquella gente tan servicial como hospitalaria. El shalvar kamez era mil veces más cómodo que cualquier vestimenta europea, y como más grueso y tosco mejor.

Habían preparado un Jeep y un camión de montaña, supusimos que para evitar la incomodidad. Un conductor, el oficial, un soldado con una radio y yo; detrás nuestro, en el pequeño espacio entre los asientos traseros y la cola, cuatro fusiles y bolsas de lona llenas de cargadores. Tras el Jeep, el camión con Anna, esta vez sentada delante con un suboficial; en la caja, siete soldados armados hasta los dientes, muchas cajas de munición, un depósito de combustible y nuestras mochilas. Decir hasta los dientes era poco, porque aunque no entendiera de armamento, no se me escapaba que llevaban de todo, un fusil y un subfusil para cada uno, granadas de mano y lo que debía ser un lanzagranadas, una ametralladora y un mortero.

 

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