jueves, 26 de agosto de 2021

Buscando el Límite, 2ª parte

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Hace un mes que no caminaba así, de eso que mi organismo empiece a dar síntomas de cansancio antes de lo esperado. A los ocho kilómetros mi rodilla y mi cadera derechas han empezado a hacerse notar, además de mi pie izquierdo, algo que creía tener superado. No he sentido dolor sino una llamada de atención, como si todos ellos quisieran recordar a su propietario que existen. Cierto es que a los doce ya no notaba nada, solo cansancio, y a los dieciséis o diecisiete, que es cuando he subido al tren, mucho agotamiento. Hace un mes conseguí llegar a los treinta pelados, eso sí, al borde del colapso. Debo decir que todos esos kilómetros los hago de una tirada, con una mochila de siete kilos y un descanso de 15 minutos a medio camino. Si paro a los ocho ya sé que más de dieciséis o diecisiete no podré hacer.

A los veinte años, con Anna hice cientos de kilómetros en unos veinte días más o menos, andando algunas veces a más de cuatro mil metros de altura y muy pocas a menos de tres mil, con una mochila de quince kilos o más. Y digo cientos porque nunca supimos cuántos hicimos, entonces no nos importaba porque no le dábamos valor.
A la vuelta me pesé, lo recordaré siempre porque nunca más conseguiría llegar a tan poco, setenta y dos kilos. Ahora, con setenta años, cincuenta más que entonces, peso noventa y dos, y si en tres meses llego a los 85, lo celebraré con una cerveza sin alcohol. Tres meses porque es cuando el médico del hígado me hará la revisión.

A eso hemos llegado, y mejor no quejarse porque de todos los amigos de mi edad, el que más se me acerca quizá llegue a los diez kilómetros, sin mochila y tras maldecir mil veces su rodilla y su cadera.

No estoy bien, nada bien. Preparado para el Camino Primitivo sí, pero al pelo. Eso sí, sin los pies destrozados, sin dolor de espalda y con ganas de hacer unas risas por la noche con el resto e caminantes.

Hoy un amigo me ha preguntado por qué lo hacía.
Sentí que algo de mi organismo no funcionaba correctamente, y en mi delirio quise creer que me había anquilosado. Luego, ya ves, el médico descubrió que mi hígado estaba jodido. Gracias a mi empeño, lo que otros hubieran traducido en temor u obsesión, quizá haya llegado a tiempo de salvarlo. Veremos...

Dice Amara que no puedo quejarme, que la mayoría de personas de mi edad, y demasiadas de más jóvenes, ni siquiera se lo plantearían; y, de hacerlo, lo más probable es que terminaran reventados.

En fin, que ni de lejos soy quien era, y que debería aprender a envejecer. Otra cosa es que lo haga, algo que ahora mismo veo improbable.

 

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miércoles, 25 de agosto de 2021

El Poder de una Convicción, 5ª parte

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Por entonces empecé a frecuentar algunas manifestaciones contra la dictadura. En mi obsesión por no querer involucrarme con ninguna organización, pensé que lo mejor era, al menos al principio, tomar nota mental o escrita de todo lo que veía para aprender y, de ser necesario, conocer a quien me interesara. Las seguí y estudié con la pretensión de conocer cómo se formaban, quién las dirigía y el procedimiento que utilizaba. En ocasiones llegué a temer por mi seguridad. Me repetía demasiado en algunos lugares o siguiendo a ciertos individuos, aunque disimuladamente, hasta sus puntos de origen y encuentro, encontrándome con sorpresas, asombrándome por quienes estaban detrás de algunas algaradas, generalmente las más violentas. Solía buscar caras conocidas, siempre esperando encontrarme con Jep, que según él participaba en todas. Y nunca lo vi, ni detrás, ni delante; y sí, aunque solo en alguna, a Joan y Carlota, que nunca lo habían comentado. Entonces Carlota vestía de manera más formal, supuse que para no llamar la atención, y llevaba una gorra cubriendo su cabeza. 

El negocio montado en la comuna, si se le podía llamar así, seguía creciendo. El número de asociados había aumentado, y nosotros comercializábamos, ya con descaro, sus productos. Lo que al principio empezó para ayudar a quienes no tenían capacidad de comercialización, y que nosotros bautizamos como cooperación, terminó convirtiéndose en un negocio cuando nuestros amigos empezaron a tratarnos como simples intermediarios y nos pidieron responsabilidades. Decidimos cobrar una comisión según el grado de responsabilidad que se nos exigía, y en caso que fuera excesiva hacíamos de intermediarios, escogiendo y comprando el producto, para luego venderlo con un margen que nos diera beneficio.
De vez en cuando se nos presentaban problemas. En nuestra casa no, que ya los habíamos discutido y superado. Pero cuando alguien no pulía bien su producto, incumplía los plazos fijados o entregaba un material distinto al pedido, generalmente no lo aceptábamos. Entonces nos acusaban de materialistas, de excesivamente ambiciosos o, incluso, de traidores a nuestra filosofía, sin pensar que su vagancia o incompetencia podían echar a perder el trabajo y el bienestar de todos. Al cliente le importaba poco quién había hecho tal o cual cosa y sus circunstancias, él nos lo había encargado a nosotros. Y no era raro que alguno intentara envenenar mi relación con mis compañeros, utilizando nuestro antiguo talante de desprecio al mercadeo y al beneficio. Y si prosperaba o insistía en su cizañería, le respondía que si quería hacer lo que le viniera en gana, por tener ínfula de artista, trabajar cuando le apeteciera o hacerlo drogado hasta las cejas, no era nuestro problema ni sentíamos ninguna obligación hacia él. Y un día, al llegar a casa después de un día más duro de lo habitual, me encontré a dos que pretendían un amotinamiento, soliviantados porque no tuve redaños de entregar latón en cambio de alpaca, que era lo que nuestros clientes habían visto como muestra y encargado. Mila estaba encendida y a punto de llegar a las manos con ellos. Llegué a tiempo y les dije que quien vendía, entregaba y cobraba el producto era yo, y no estaba dispuesto a explicarle al cliente que la mercancía era distinta y había llegado tarde, porque el artesano había decidido cambiar de material y hacer vacaciones sin avisar. Y claro, aquello terminó sentando como un tiro a gente acostumbrada a vender en paradas hippies un producto hecho con total libertad, tanto temporal como creativa.
Tiempo atrás, Alex, Bill o incluso Rina, quizá habrían caído en la tentación, pero ahora, con la economía de la casa saneada gracias al trabajo de todos y a la formalidad, con una clientela que no conocían pero pagaba satisfecha en su día, prefirieron apartarse y dejar que Mila y yo nos encargáramos.

En uno de mis largos paseos por las callejas del barrio Gótico, mientras hacía tiempo a la espera que una tienda de la calle Canuda abriera, me encontré con un viejo amigo del grupo de Alba. Era un tipo extrovertido y culto, ya mayor, con familia y muy sedentario, fotógrafo de profesión. Uno de los pocos que no marchó a Katmandú. Estuvimos hablando un buen rato. Y sentados en un banco de la Plaça de la Vila de Madrid, le conté nuestra aventura y cómo abandonamos a los demás. Y me explicó que había recibido una carta del norte de la India, por la cual y sin estar muy seguro, le contaban que uno de ellos había muerto de una extraña infección y algunos habían contraído la hepatitis o algo parecido y lo estaban pasando muy mal. Y cuando le pregunté quiénes eran, el tipo se encogió de hombros.

- Qué más da uno que otro, si ninguno de ellos volverá-

Y entendí el mensaje. Nuestro antiguo grupo de amigos conscientemente había decidido el camino de la droga y de la autodestrucción, y si alguno sobrevivía, sería en forma de muerto viviente.
Yo ya no podía soportar la droga. En casa se fumaba algún que otro porro de marihuana, generalmente cultivada con macetas en el jardín. Y se hacía después de cenar, de la misma manera que cualquier otro podía fumar tabaco. Y conversábamos dentro de la nube aromática y embriagadora de su humo, pero nada más. Para mí aquello no era droga sino algo que Alex, Bill y Rina disfrutaban durante la sobremesa y no siempre. De vez en cuando Sole hacía una calada y Mila nunca. Una vez que le ofrecieron, con una mueca graciosa y cargada de ironía dijo que le dormía el sexo. A mí ni siquiera eso, porque solo conocerlos les expliqué que no fumaba ni tabaco.
La comuna había de mantenerse y eso costaba dinero. Y aunque el teléfono pareciera un lujo innecesario, todos lo queríamos, principalmente yo que lo necesitaba para contactar con nuestros clientes. Los niños necesitaban estar cómodos, sus papillas, la leche, su ropa y sus juguetes. Y queríamos vivir bien tanto en invierno como en verano, y para eso se necesitaban estufas, agua caliente y pagar la factura del gas y de la electricidad. Y nadie quería pasar hambre, ya lo hicimos en su momento y sabíamos lo que era. Y queríamos una cama para cada uno, con un colchón adecuado para no sufrir dolores de espalda; y sábanas y toallas suficientes, y detergente y, aunque sencilla, una lavadora que funcionara.
Y muchos se creían con derecho a utilizar nuestro techo y nuestras cosas sin haber arrimado el hombro, utilizar nuestro teléfono sin pedir permiso o sin dejar unas monedas a cambio; y más de uno se presentaba sin siquiera una botella de vino, sentándose en nuestra mesa esperando el rancho, convencido que nuestra despensa servía para esos menesteres. O llegaban de noche con la presunción de cepillarse a Mila o alguna amiga de visita, que estaban muy buenas y probablemente de cama fácil por vivir como vivían.
Hippies de medio pelo, pasado por el secador de la peluquera vecina para aguantar el crepado; progres con pico de oro y postín de intelectuales, con la neurona estancada en sus bajos. De todo se podía encontrar en nuestra puerta, y por muchos filtros que pusiéramos, siempre se colaba algún indeseable con ínfulas, o una desquiciada con ganas de pasar de mano en mano o tirarse, cuando descubría que aquello no era lo soñado, al primer desparejado que se le pusiera a tiro, que en este caso solía ser yo o algún aterrizado despistado. Yo era incapaz de caer, no porque alguna no me gustara o no sintiera la necesidad sino porque mis sentimientos estaban en otro lugar, soñando con Anna, que no podía olvidarla, o imaginando una imposible aventura amorosa con Mónica, de la que cada momento estaba más enamorado. El deseo a las compañeras de los amigos, aún más cuando careces de prejuicios y eres consciente que ellas también, son imposibles de evitar. Menos aún con una mujer como ella.

Mis convicciones y lo que en tan poco tiempo había visto y vivido, no me permitían olvidar a los amigos de María. Consciente que no era lo mejor y que no coincidíamos en casi nada, la intuición me decía que podía confiar en ellos. Con el resto de movimientos y de partidos políticos era tan poco coincidente como con ellos, excepto en sus teorías sociopolíticas, que individualmente o ya de manera práctica obviaban casi insultantemente. Según ella su fortaleza residía en la confianza que se profesaban y el respeto a la libertad de opinión. Curiosamente, en un mundo como el militar, donde cada individuo es un número, cualquiera podía abandonar el grupo con la convicción que nunca sería traicionado ni traicionaría a los antiguos compañeros. María lo tenía tan interiorizado, que cuando me contaba que alguien había marchado o uno de los suyos había conseguido sumar a unos cuantos, no se planteaba la posible traición o que alguien se fuera de la lengua por bebido que estuviera; podía dudar de muchas cosas, pero eso no lo tenía en cuenta. Y a mi, al considerarme ya uno de los suyos, me trataba del mismo modo. Sin embargo, la percepción que yo tenía de los grupos de la izquierda era todo lo contrario, entre ellos se traicionaban y cualquiera podía ser utilizado bajo el pretexto del bien grupal. Hasta el momento, los pocos que había conocido pasaban el día vigilándose con desconfianza, midiendo sus pasos y evitando compartir la información con sus propios compañeros.
María no era ajena a mi modo de pensar, de hecho, aunque con mucha delicadeza, me informaba sobre sus amigos, cómo eran, lo que pensaban y lo que más les inquietaba, y también me ayudaba en mi preparación. Me conocía y sabía que no me añadiría sin las respuestas precisas y la garantía de ser tratado como un igual. Ella, sin embargo, no se cansaba de repetir que nuestro encuentro no había pasado de ser un tanteo y que jamás aceptarían como compañero a alguien que no tuviera algo que aportar, que no fuera introducido por uno de ellos y, aún menos, a un sumiso.

- Popol, los sumisos aceptan cualquier trato que les facilite la vida y son proclives a la traición. Para nosotros el más insumiso es el más válido. El insumiso no se va por la puerta de atrás sino por la principal, y antes de eso discute hasta el límite-

A mi lo que más me preocupaba, además de mi inmadurez y la gran seguridad que ellos aparentaban, es que no tenía nada que aportar ni sabía cómo hacerlo. Y sin eso, cómo podría exigir, aunque desde la humildad, un trato de igual. Tal vez por eso volví a frecuentar la camarilla, esta vez tomando nota mental de todo lo que veía, oía e intuía. Me habían cogido cariño y me trataban como el amigo pobre pero digno, que sabía jugar al póquer y tratar a sus chicas, que tenía historias divertidas que contar y vivencias distintas a las suyas. Un tipo tan inofensivo que, con él, la prudencia verbal estaba de más.
Pero lo más importante y que más me ayudó fue que gracias a mi empeño para mejorar el francés, para poder defenderme con los muchos clientes franceses que habían montado tiendas en la Costa Brava, me matriculé en el Liceo Francés, donde entablé una relación distendida con otro estudiante.
El tipo se me acercó, no fui el único ni el primero, pero los demás, por una u otra causa, siempre habían tomado las de Villadiego. Hablaba poco y con cuidado, era muy culto o lo fingía con evidente éxito. Salíamos de la academia muy tarde, parábamos en un bar cercano y tomábamos una cerveza. Le gustaba hablar de política, principalmente de socialismo y de comunismo. No sé por qué, quizá su cara, su peinado, la sobriedad de su hablar. No lo parecía o lo fingía con mucha maestría, pero tuve una corazonada. Le comenté que todos éramos socialistas, que el comunismo estaba muy bien, siempre y cuando se ciñera a los cánones nacionales. El comunismo era internacionalista y pretendía estandarizar a todo el mundo bajo una misma bandera, a blancos, negros, chinos, eslavos, latinos, anglosajones. Apoyar el comunismo era perder la identidad.
Mi imagen de joven serio, formal y consecuente ayudó. Patriota, pero con reservas; nacionalista moderado, aunque serlo no estuviera de moda en aquel momento; decepcionado con el gobierno, que a cambio de comprensión e inversiones, cedía posiciones al capitalismo liberal de los países europeos.
Cuando terminé la perorata no podía ni creérmelo. Después de todo aquel tipo me importaba poco, de modo que me daba lo mismo lo que pensara de mi. Me reía de mi mismo, que es lo más sano y divertido, y hasta casi logré convencerme, como si yo fuera el extraño. El tipo simuló alterarse, pero sin mucha convicción. Había detalles en los que no estaba de acuerdo. Cerrarse en banda podía significar la pérdida del comercio, del turismo.
¡El turismo! Y ya que yo fabricaba productos para él, había tenido mucho tiempo para pensar en el problema. Y le respondí que el país había olvidado la investigación, que con la excusa del que inventen ellos, éramos rehenes de sus patentes, que era mejor crecer para parecernos a ellos y no terminar siendo sus camareros por ser más baratos que nadie.

Una tarde en cambio de tomar la cerveza de turno me pidió que le siguiera y me presentó a sus amigos, así, sin más, en una reunión, aparentemente de improviso. No les gustó e hicieron lo posible para demostrarlo. El tipo se mantuvo inflexible, aunque visiblemente incómodo. Estaba claro que necesitaban gente, hacer proselitismo, pero según ellos yo no daba la talla o eso me pareció. 

Un grupo de ultra. Mis amigos lo habrían tratado de ultraderecha, aunque eso último estuviera muy cogido de los pelos, porque parecía más de izquierda que mucha de la oposición que se definía como tal. Me mantuve en silencio. La reunión duró poco, quizá por mi presencia, y se debatió una presentación que debían hacer en una próxima asamblea general. En aquel momento eran seis o siete, ahora no recuerdo. Aparte del que me introdujo, que tendría unos veinticinco, el siguiente más joven debía pasarme diez años, y el que llevaba la voz cantante veinte lo menos, aunque por su calvicie podían ser más. 

El siguiente día de curso me aseguró que había causado buena impresión. No lo entendí, en todo el tiempo no había abierto la boca y no podían conocerme de nada. Pensé que no perdía nada con volver, solo el pellejo, que tal como iban a ir las cosas ya no vendría de eso.
Eran organizados y disciplinados, potencialmente muy peligrosos. Tenían sus jefes, sus subalternos.
No seguían ningún patrón conocido por mí. Mantenían contactos con el gobierno y con los mandos policiales, pero no tan fluidos como quisieran y en algunos casos muy tensos. Excepto mi presunto amigo, que parecía el más inocente, el resto no vestía la típica camisa azul; tampoco obedecían a un organigrama que yo pudiera reconocer, como por ejemplo el militar; sin embargo, los banderines sobre la mesa y la foto de Calvo Sotelo colgada en la pared, dejaban muy claro su origen, pero no tanto su ideología sociopolítica, que para mi seguía siendo un misterio. Cuando tuve ocasión, a mi amigo le pregunté a quién obedecían, respondió que a ellos mismos y al país. No quise interrogarle más, pero estaba claro que eran policías, al menos en su mayoría.

Al principio no se interesaron por mi opinión, que de poco habría servido porque tampoco la tenía. Y poco a poco, a medida que se iban añadiendo los encuentros fueron debatiendo asuntos más interesantes, como si mi presencia no comportara ningún riesgo. La infiltración, el descubrimiento y la represión en el interior de los grupos subversivos. Y un día, cuando ya me sentí un poco más seguro, pensé en jugármela. Hasta ese momento me había mantenido en silencio, excepto para soltar alguna ocurrencia inocente, un comentario sobre un barrio, una calle o un bar determinado, mientras escuchaba maravillado lo mucho que se hablaba, pero también que se callaba en mi presencia. Y les hablé de algunos de los que había vigilado en mis correrías por las manifestaciones, de cómo contactaban entre ellos y la relación que alguno mantenía con la policía; y también de la camarilla, de mis cenas y comidas en el gobierno civil. Y lo hice como de pasada, sin darle importancia, de manera que para ellos pareciera una trivialidad. Me escucharon en silencio, simulando que eso estaba bajo su control, pero no se me escapó su perplejidad. Aquel joven, tímido y sin sangre, no solo era partícipe de información vetada para ellos, sino que, sin entrar de lleno, también había descubierto algunos entresijos de la infiltración policial en las manifestaciones.
En la siguiente reunión y ya sin ambages debatieron sobre la mejor manera de desactivar violentamente un grupo subversivo. Y esta vez me atreví a opinar, levanté la mano, para pedir palabra, que era lo que se solía hacer, y con toda la inocencia del mundo les pregunté si no habían pensado en hacerlo al revés, ayudar al establecimiento de uno para atraer a su gente y luego desactivarlo. Y me reí en mi interior, cuando, con un discurso casi kafkiano, dejé que me convencieran de lo inapropiado que resultaba, cuando yo sabía que era uno de los sistemas que empleaba la policía política. 

- El fin condiciona más que los medios- les dije simulando que su objetivo era el mío. 

Unas semanas antes y casi sin querer ni proponérmelo, había comenzado una relación estable con María. Lo improbable había llegado de la mano de nuestras charlas privadas, casi siempre en su dormitorio, sobre sus amigos, su ideología y los cambios que se iban produciendo dentro del régimen y entre los mandos del mismo ejército. Una noche que dijo estar cansada, me preguntó si no me sabría mal seguir hablando con ella en la cama. Me senté a su lado para terminar lo que estábamos hablando y acto seguido marchar, pero ella abrió la sábana y me propuso pasar la noche juntos.

- Así estaremos más cómodos- me dijo. 

Aun siendo una invitación muy atractiva, no era lo que yo buscaba ni deseaba. De hecho yo seguía enamorado de Anna y muy perdidamente de Mónica, la primera desaparecida por completo y la segunda imposible para mí. Me desnudé hasta quedar en ropa interior, hablando como un bobo ya sin motivo. Ella se puso de lado y con un solo dedo empezó a acariciar mi pecho y mi vientre mientras me hablaba de algo que olvidé de inmediato.
Fueron un
os meses maravillosos, no con el ardor y la excitación que habría sentido de haber sido Mónica, pero sí con la intensidad y pasión que aporta el sexo.

 

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domingo, 22 de agosto de 2021

El Poder de una Convicción, 4ª parte

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Antes de nada, solo recordar que tal como expliqué el 24 de junio de este año,
en esta historia y sea el capítulo que sea:
 
“Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”.
 

 

Después de las vacaciones de agosto mis amigos organizaron una cena para celebrar mi llegada, querían saber de mis andanzas y tropelías, y quién era la mujer que había enloquecido a su amigo hasta el punto de hacerle olvidar a Alba. Eso último no fue posible. Anna decidió seguir pasando desapercibida, evitando cualquier circunstancia que pudiera comprometerla.
Quedamos en un restaurante de la calle Avinyó, en el mismo centro de la vieja Barcelona, sencillo, barato y de buena comida. Éramos ocho, de algunos nunca hablo, no influyen en la historia que me he propuesto contar. Y de aquella cena conservo una emotiva fotografía, supongo que tomada por un camarero o un comensal vecino. En ella salimos los cuatro que más tarde conformaríamos el sólido grupo de amigos y de aventuras: Joan, Jep, Toni y yo mismo. Y también estaba Jordi, que para nosotros fue muy importante su hermana Mireia.
Era un grupo de amigos completamente masculino, que podría pasar por onanista para quien no nos conociera bien. Todos de la infancia. Aún conservo fotografías de pequeños, con dos, tres, cuatro años. Nuestros padres eran amigos y crecimos juntos, compartiendo ideas parecidas y formados en las mismas calles. La amistad creada con el tiempo y las confidencias hizo que no existieran secretos entre nosotros, ni familiares, ni personales. Nuestras debilidades e ideologías y nuestros gustos eran expuestos con total libertad. Habíamos compartido los primeros roces y caricias con las mismas chicas.

De la cena recuerdo muy poco, incluso encontrar la fotografía fue una sorpresa, y al mirarla intento rememorar el encuentro con poco éxito. Mi recuerdo, muy intenso e imborrable, es de cuando nos despedimos. Jep, Joan y Tony quisieron seguir la fiesta conmigo. Habían quedado con las chicas de los dos primeros.
Andamos hasta la Catedral y cogimos el Metro hasta el nuevo piso que Jep había alquilado. Nos esperaban allí. Habían cenado y preparado el salón para recibirnos.
Cuando la vi sentí un vuelco en el corazón. Era Mónica, más atractiva si cabe que la noche en que Jep y yo la conocimos, en compañía de una exótica y atractiva mujer, Carlota. Si Mónica volvió a atraer mi mirada y hasta mi corazón, Carlota me fascinó.

Hacía demasiado que no veía a mis viejos amigos. Quizá los problemas inherentes a mi casa, la situación creada con mis compañeros, y la política, que hasta entonces había carecido de importancia para mi, hicieron que olvidara algo tan sencillo como la relación con los amigos de la infancia.
De Jep lo esperaba todo, no había de extrañarme encontrarlo junto a Mónica, aunque en aquel momento me impresionara mucho; pero con Joan era distinto y Carlota superaba cualquier cosa imaginable. Su cabello parecía cortado por ella misma, en su casa, sin espejo y con una tijera de podar arbustos; de un tono ligeramente pelirrojo, más parecido a castaño, le llegaba justo bajo la nuca y caía sobre su cara en irregulares mechones. Sus ojos, ni pequeños ni grandes, eran oscuros y de una viveza que en aquel momento se me antojó brutal, buscaban los míos de manera inquietante e inquisitiva. De nariz suavemente aguileña, y gruesos labios ligeramente salidos para afuera, que dejaban ver su perfecta y blanca dentadura. Su barbilla un poco salida y con hoyuelo. Su cara, además de exótica, era terriblemente sensual y de peculiar belleza, de tal modo que podías estar mirándola durante horas sin cansarte. Pero era cómo vestía lo que más llamaba la atención. Una camiseta rota de tan desgastada, con un gran siete como escote y recortada de cualquier manera en sus cantos, con algunos agujeros repartidos desordenadamente. El pantalón con la misma tesitura, de tejano gastado, casi reventado, lleno de agujeros y cortado justo por debajo de sus rodillas. Nunca había visto nada igual, ni entre los hippies más exóticos. Parecía producto de una pose, el interés por mostrar una imagen entre descuidada y salvaje, la misma que su corte de pelo. El calzado no le iba a la zaga, unas zapatillas de lona con cordones, agujereadas de manera que parecían sandalias. Yo aún seguía mirándola, mis ojos no daban abasto, mientras cuatro pares lo hacían conmigo cargados de ironía, y los suyos de manera tan intensa que aturdido terminé desviando la vista.
Al fin y haciendo que mi ensimismamiento se trasformara en desconcierto, Carlota me preguntó sin rodeos

- ¿Eres de los que necesitan llevar la iniciativa o de los que esperan?-

Di un respingo, por qué no reconocerlo. Mis amigos, esos que siempre había considerado convencionales, se habían enrollado con las chicas más sorprendentes y atractivas que podía imaginarse. Mónica era bella, la más que había conocido o incluso visto en mi vida; Carlota también lo era, pero más por su atractivo que por el típico estándar de belleza. La chica, sin su peculiar forma de vestir y de peinarse, habría sido objetivo de bastantes miradas masculinas; pero la belleza de Mónica, su atractivo, eran tan sublimes que todo a su alrededor pasaba desapercibido, excepto la mujer que tenía a su lado.
Me sentí feliz, tanto por mis dos amigos como por Tony y por mí mismo. Yo sabía lo importante que era gustar a nuestras chicas y que nos gustaran. Siempre quisimos que nuestras compañeras atrajeran a los cuatro, aunque luego ellas escogieran solo a uno. Pero lo que más me emocionó fue encontrar a Mónica, que me fascinaba en todos los sentidos. Y volví a sentirme taladrado por su increíble mirada, sus oscuros y expresivos ojos, que no me abandonaban por mucho que me moviera por la sala.

Y no pude más que repetir la historia de mi viaje y mis andanzas con Anna.
Terminamos hablando toda la noche, de cine, de literatura, de política, de filosofía. Aquellas dos chicas eran asombrosas. Mónica principalmente, ya que por su extrema juventud no me cabía a la cabeza cómo podía saber tanto y hablar de aquel modo, cuando no llegaba aún a los dieciocho y solo su cuerpo, estilizado y bien formado, con un poco de imaginación los aparentase. Era imposible quitarle la vista de encima, de su entreabierto escote, de sus preciosas piernas, de sus ojos, aun sabiendo que los tenía fijos en mí. Y me preocupé por Jep, lo que podía pensar, y disimuladamente vigilé su reacción. Y le vi sonreír satisfecho. Supuse que ya conocía la atracción mutua que ella y yo sentíamos.

Y hablamos de nuestra manera de pensar y de ser, lo que pensábamos sobre el amor, la amistad, el sexo, el compañerismo y la convivencia. Y nos descubrimos iguales. Teníamos la misma manera de pensar, quizá con timidez, pero demostrando el ansia de luchar contra los convencionalismos y la represiva educación que habíamos recibido.

Hacía tiempo que había dejado de creer en la pareja como eje de convivencia. Los constantes incidentes familiares o de parejas de amigos, habían calado muy hondo en mi espíritu, convenciéndome que este modelo estaba superado y se basaba en el artificio y la necesidad socio económica de la sociedad. La vida en comuna o tribal era mucho mejor, más respetuosa con la libertad individual y colectiva. Los incidentes no se solucionaban a dos bandas sino en más, y las cosas se veían de otra manera. Los compañeros mediaban y atemperaban el problema, y la solución se buscaba entre todos.
En la comuna, excepto algunos casos prontamente aislados, nunca dejamos que los problemas se enquistaran; y esos pocos siempre habían llegado por gente externa, sobrevenida por la necesidad, el esnobismo o la esperanza de sexo fácil.
Para mí lo más importante era la razón, pese a que mis principios se tambalearan en un momento de debilidad, cuando soñé que podría vivir con Anna. Y fuera de este sentimiento, incluso los que te inculca la familia, la razón me decía que debía abandonar cualquier tentación de pertenencia a una persona, a un grupo de ellas o sentirme dueño de cualquiera.

Pasamos la noche en casa de Jep y me hizo feliz ver que la relación de los cuatro había llegado tan lejos.
Por la mañana, al intentar averiguar si el cuarto de baño estaba ocupado, encontré a Carlota saliendo de él. Volvía a vestir como el día anterior y su cabello era un revoltijo de desordenados mechones mojados y cortados despreocupadamente. Al salir del baño encontré a las dos chicas desayunando en el comedor. Su atractivo era inmanente, era imposible dejar de mirarlas. Me dirigí a Carlota y le pregunté dónde compraba la ropa.

- En los Encantes- respondió - con cien pelas (pesetas) me visto entera y a mi gusto, con comodidad y sin problemas de imagen-
- ¿Tan rota?- Pregunté entre inocente e irónico.
- La lavo con lejía y jabón, donde quedan manchas paso la tijera, y los bordes si están rotos los recorto-
- ¿Y si la mancha coincide en un pezón o en una nalga?- Le pregunté con ironía.
- Si me gusta mucho igual le coso un parche, aunque a veces ni eso-

Y ahí se quedó. La seguí observando, esta vez sin burla. Aquella chica me gustaba, no era la típica niña que buscaba marcar la diferencia y tampoco la progre de boquilla.

- ¿Sabes tía? Me gustas un huevo-
- Tú a mí también, pero no lo olvides, quiero conocer a Anna. Por lo que sé de ella ha de ser la leche-


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miércoles, 18 de agosto de 2021

El Poder de una Convicción, 3ª parte

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De Anna nunca dudé, no engañaba, sabía que de ella podía esperar mucho más que de cualquiera en casi todo, y poco en casi nada. Era mi amiga hermana amante, para mi la perfecta, pero jamás sería mi compañera. De María, sin embargo, solo tenía claro eso último. Anna era abierta conmigo y cuidadosamente cerrada con el resto; navarra hasta la médula, hacía gala de su origen. María era tan sincera y directa como su amiga, pero mucho más reservada con respecto a sus sentimientos. Quizá me quisiera más que yo a ella, pero no lo transmitía, ni siquiera en los momentos más dulces de nuestra relación.

Días después de la visita de sus padres volvió a preguntarme hasta dónde estaba dispuesto a llegar por los principios de los que tanto le había hablado. Respondí que por ellos estaba dispuesto a llegar hasta el final, que una vez puesto solo una cosa podría frenarme y no la contemplaba; pero por lo que corría por ahí no perdería un ápice de mi tiempo ni de mi seguridad. Durante un instante pareció dudar, hasta que al fin me habló de sus amigos, de la revuelta, de lo que querían y lo que estaban dispuestos a apostar, del sacrificio que representaba y lo que les podía costar.

- Es todo o nada, Popol. Si fracasamos nos hundimos y muchos de nosotros podríamos dejar la piel. Si triunfamos, nadie nos premiará y pasaremos desapercibidos. Más de una vez tendremos que abandonar nuestra moral y convertirnos en los malnacidos más grandes de este mundo, mucho más que esos de los que nos reímos. Nos hemos fijado una meta, para conseguirla haremos juegos malabares, pactar con los hijos de puta, utilizarlos y dejarnos manipular. Y lo más seguro es que fracasemos. El enemigo es mil veces más poderoso que nosotros-

Nos mantuvimos en silencio. De vez en cuando levantaba los ojos para mirarme, era solo un instante, supuse que para estudiar mi reacción o esperar alguna pregunta. Quizá todavía no se sintiera segura y pensara que estaba arriesgando demasiado.
¿Hacía falta que le preguntara si Anna era uno de ellos? Estaba seguro que no, pero sí que sabía de qué se trataba. Eran amigas de la infancia, compañeras inseparables, hermanas con las mismas inquietudes pero distinta manera de afrontarlas.
Anna detestaba el ejército tanto como yo o más, daba lo mismo que fuera francés o chino, para ella todos eran iguales. La experiencia con el comandante paquistaní fue la excepción, sintió su humanidad y su cercanía, pero no compartía su idea de la violencia. Anna odiaba las fronteras, y como buena navarra aún más las impuestas. Desdeñaba el peligro, pero no podía aceptar que corriera sangre. Creía en la lucha sin armas, que la paz, el contacto y la educación eran la única herramienta para solucionar los conflictos y derruir las fronteras. Mi amiga trataba a los militares como seres abyectos, alimañas herederas del nepotismo feudal, que creaban y defendían fronteras artificiales entre hombres iguales; que su estudio se limitaba a aprender a matar otros hombres, y como más mejor. Sin embargo, con el tiempo descubrí su faceta revolucionaria y de resistencia activa, aunque con respecto a la violencia no me hubiera equivocado. Anna era capaz de morir por sus ideas, antes de empuñar un arma para matar por ellas.
María era hija, nieta y hermana de militares del ejército español, represor de sus dos pueblos, el adoptivo y el natural; sostén, con el catolicismo, del fascismo y del crimen. Y sin embargo, eran amigas y era seguro que conocía perfectamente lo que Anna pensaba.
Debió leer en mis ojos o intuyó lo que estaba pasando por mi cabeza.

- Anna comparte nuestras ideas, pero no es de los nuestros. Desde un primer momento me habló de ti, de tu facilidad en crear algo de la nada y de sobrevivir en las situaciones más extremas, de tu capacidad de sacrificio por los tuyos. Dudó que pudiera convencerte. Según ella eres un anarquista puro y odias tanto o más que ella a los militares y a los estados. Necesitamos personas como vosotros-

Era sábado y teníamos el domingo por delante. Llamó a sus amigos y pocas horas más tarde, antes que pudiera pensármelo, cogimos el 2CV y nos fuimos a Zaragoza.
Como pude dejé las cosas lo más arregladas posible por si nos quedábamos más días. Me llevé un pequeño muestrario. Nunca se sabe, pensé, y en Zaragoza no teníamos clientela. Lo cierto es que, fuera de Barcelona, la costa catalana, la alicantina y algunos pueblos del interior, en pocos más lugares vendíamos.
María me dejó hacer, aunque según ella difícilmente llegaríamos a la capital o nos sobraría tiempo.
El viaje lo hicimos con largos silencios o hablando de la Universidad y sus estudios de farmacia. Me confesó que ansiaba ver a su novio, que, aún encontrándose tan cerca, no podría estar con él. Hablamos de nuestra amistad y las confidencias que me había compartido, y me dijo que prefería mantenerlo en la ignorancia.

- Igual a partir de ahora me acuesto con más tíos. No soy una mojigata y tampoco voy a estar tres meses sin comerme un rosco. Además, mi novio nunca me preguntará- dijo con risa nerviosa, porque sabía que me atraía y yo era lo más próximo que tenía.

Y en aquel preciso instante, aún sabiendo que difícilmente podría acostarme con ella, la deseé con intensidad. No obstante, y por lo que pudiera pasar, le confesé que en la cama lo podríamos haber pasado fenomenal.

- Tanto que hasta nos podríamos haber encariñado- respondió con una carcajada.

Antes de llegar me enseñó su DNI. Según él se llamaba Raquel Moreno Iriarte. No leí más. Me sorprendió tanta precaución. Falsificar un DNI estaba muy perseguido por la justicia, pero por lo que había explicado, eso era nada en comparación al trabajo que hacía.

- Si por casualidad nos detuvieran, solo te pido que aguantes lo que puedas para dar tiempo a los demás-

La miré preocupado y se rió.

- No os conozco ni sé lo que pretendéis de mi, y ya me estás pidiendo que deje la piel. Vas mal si esperas eso de mi-

Sin embargo, en mi fuero interno sabía que era incapaz de dejarla en la estacada.

- No te preocupes, prácticamente es imposible, pero me temo que el SECED sigue a alguno de los nuestros, y el SIM sospecha de todo el mundo-

Yo no sabía lo que era el CESED ni el SIM, y ni ganas tenía; y creí que todo obedecía a un temor, en este caso quizá con fundamento pero exagerado, y que no tenía nada que ver conmigo.

Nos desviamos por un camino de tierra cercano la ciudad, y tras unos endiablados kilómetros llenos de socavones entramos en un pueblo aparentemente abandonado. Nos esperaban frente una de las casas, eran jóvenes, todos varones. Recuerdo su tejado medio derruido; y su puerta, que confeccionada con tablones de madera se cerraba con un candado. Era tarde, casi oscuro, e intentaban esconder sus caras manteniéndose algo alejados. Parecía que midiesen el espacio por la capacidad de ver mis facciones. Entramos en la casa. Uno de ellos se le acercó con mucha familiaridad, como si pretendiera abrazarla. Y ella, con gesto determinante pero próximo, lo detuvo. Quizá fuera su novio y ella quisiera evitar una situación incómoda, o simplemente que yo no intuyera de quién se trataba. No lo tuve en consideración y así se lo dije a la vuelta. Pensé que tendría sus razones y era mejor respetarlas.
La sala era pequeña y oscura, no pude apreciar sus facciones y lo entendí. Estaba en inferioridad de condiciones, pero ellos estaban en el lío y yo no. Arriesgaban mucho si eran lo que imaginaba, todos militares de academia.
Estuvimos hablando sobre política, de nuestros ideales, de la justicia, del Tribunal de Orden Público, el TOP se le llamaba entonces, de la policía y de nuestras inquietudes. Las mías estaban claras, no estaba seguro de lo que era ser anarquista, pero por lo poco que había leído y lo bastante que había escuchado creía serlo; pero por encima de todo, creía en el poder de la democracia total y que todo el mundo dispusiera del derecho a la educación, a la sanidad y al trabajo con un salario digno. No había más, el sistema político que rigiera carecía de importancia, siempre y cuando respetara este denominador común, para mi tan simple como lógico. Se rieron, no con burla sino con naturalidad, y me dijeron que con las tres últimas, los de enfrente me considerarían un rojo de mierda. Eso yo ya lo sabía, era consciente de ello y seguramente esos que ellos llamaban de enfrente tampoco irían desencaminados.

- Excepto por la libertad de elegir, podría ser el ideario falangista, sin contar que por ser catalán me acusarían de separatista- respondí. Y esa fue la última vez que escuché sus risas.

Mis interlocutores creían en la libertad de conciencia, se declaraban cristianos a su manera y respetaban a todo aquel que lo mereciera. No entendían la debilidad y, por encima de todo, se consideraban soldados. Para ellos la lucha por la democracia era un deber con los españoles en su totalidad, y no aceptaban el sentimiento nacionalista periférico, por la sencilla razón que no lo entendían. Guardaban para sí sus ideas socio-políticas. Entre ellos evitaban este tipo de debate porque solo podía distraer y provocar discusiones que no llevaban a parte alguna. En general se consideraban de izquierdas y defensores de la libertad, pero cada uno a su manera.

- Para conseguir lo que queremos tenemos que olvidar nuestras tendencias, fobias o simpatías. Más adelante, si tenemos éxito, que cada uno escoja su camino ¿De qué nos serviría discutir ahora sobre política, en un país donde es imposible practicarla?-

Y cuando les pregunté qué tenían pensado para después, respondieron que ellos solo eran soldados, que obedecían a un gran proyecto. En el momento que se consiguiera, se disolverían sin más. Otros más preparados cogerían las riendas del país para llevarlo a una democracia plena y absoluta.

Asentí. Sin embargo, me dio pavor aquel dogmatismo, muy parecido a los que llevaban de dictadura en dictadura a infinidad de países. Pero también los entendí y en cierto sentido los admiraba. Aquellos hombres se jugaban mucho más que cualquiera, por algo que podía parecerse a lo que yo creía, y lo cierto es que eran los únicos que podían hacer algo al respecto. Habían obviado todo lo que pudiera interferir en su camino, como la política y la religión. Solo había un escollo, el nacionalismo que llamaban periférico. Sabía que era imposible llevar a cabo una revuelta en Catalunya sin tenerlo en cuenta, y así se lo dije. En Catalunya, luchar por esa libertad de la que tanto hablaban no se podría contar con el catalanismo ni tener la posibilidad de conseguir la independencia de una manera democrática. Por mis amigos sabía que la izquierda catalana o era catalanista o no era, y las únicas personas con talante democrático capaces de arriesgar, fueran de la derecha o de la izquierda, lo eran.
Poco podía ver en unas caras escondidas en la sombra, para descubrir el efecto de mis palabras. Esperé en vano una respuesta. Aquellos tipos tan demócratas, paradójicamente eso no lo entendían, como tampoco que yo defendiera semejante postura.
Uno de ellos dirigiéndose a María dijo.

- Nos dijiste que no era nacionalista-

Ella respondió, casi con desprecio, que empezaba a estar harta de tanta fachedumbre y cerrazón, que si no entendían el mensaje era cosa suya. Por mi parte no tenía ningún interés de empezar una discusión política o ideológica sobre el contenido de las palabras libertad, democracia y nacionalismo. Y atajé la discusión diciéndoles que el nacionalismo, incluido el español, y el anarquismo eran incompatibles, pero que dadas las circunstancias y por lo que estaba escuchando, tenía interés en conocer el verdadero talante democrático de mis interlocutores. Que si se trataba de cambiar una dictadura por otra, conmigo no contaran. Y antes de que pudieran responder, pregunté lo más obvio.

- En cualquier caso, ¿qué pinto yo en este asunto?-

- Queremos encauzar la revuelta de la calle y potenciarla hasta el límite. Es determinante para conseguir lo que queremos, y para eso necesitamos gente como tu, con agallas y sin una mochila familiar-

Eso lo dijo María, zanjando así cualquier discusión de otro tipo. Sus ojos, sin embargo, estaban clavados en los de sus amigos, como desafiándolos a contradecirla.

Mis amigos de la camarilla me consideraban un experto del póquer, a los que desplumaba periódicamente, cosa que, al contrario de lo que podría parecer, les encantaba. De hecho nunca fui experto en nada, aún menos en el póquer. Yo solo jugaba a las cartas para divertirme, y eso solo puede conseguirse jugando bien, al menos yo, porque a falta tener dinero para perder, necesitaba ganar para seguir jugando.
- Ni cuando tragas saliva se nota, Popol, ni tu mirada cambia, ni mueves más de la cuenta los dedos-

Y nada menos cierto. La realidad es que no actuaba, nunca lo hice y dudo que algún día sepa hacerlo. Lo único que hacía es calcular y divertirme. Por supuesto que movía los dedos, y mi mirada cambiaba y tragaba saliva, toda la que hicie
ra falta, pero ni más ni menos que jugando al parchís. Lo que para ellos era falta de expresividad o simulación, para mi no pasaba de ser lo más natural. Al principio, cuando lo pasamos mal y nos faltaba dinero para lo más imprescindible, al apostar olvidaba que me estaba jugando un dinero que igual podía servir para comprar regalos o ropa a los niños. Y esa mezcla de cálculo e indiferencia, sumado a una buena dosis de inocente diversión, era lo que diferenciaba mi manera de jugar y que los desconcertaba.

Empecé a tomarme el asunto con cierto humor, el mismo que jugando al póquer con mis amigos de la camarilla. Dado que de la reunión no iba a salir nada, decidí sacar el lado divertido del asunto. Lo lógico habría sido sentirme irritado o al menos simular estarlo. De noche y después de haber conducido trescientos kilómetros sin haber comido, para terminar escuchando una sarta de sandeces, no era precisamente motivo de estar contento; no obstante, era tan evidente que había perdido el tiempo y unos cuantos litros de gasolina, que me lo tomé como una interesante experiencia para compartir con Anna.

Eso que tu amiga, a la que deseas sexualmente, te presente a un grupo de militares, de noche y escondiendo sus caras, uno de ellos su pareja, que te proponen derrocar un régimen dictatorial y militar a través de una revuelta ciudadana, no pasa cada día, de modo que, una de dos, o lo aprovechas o sales corriendo. Y me decidí por lo primero, aunque con alguna reserva; por lo cual me armé de serenidad, y sin cortarme un pelo y obviando lo del deseo, se lo hice saber y les dije ya empezaba a tener un poco de hambre. Quizá esperaran enfado, irritación o inseguridad, pero nunca una reacción como esta. Aquellos tipos, aun siendo jóvenes, -tendrían entre veintitrés y veinticinco, por tanto algo mayores que yo- estaban acostumbrados a mandar y a obedecer; lo primero a bastantes y lo segundo a unos pocos, seguramente con religiosidad. Uno de ellos, algo alterado saltó, se la jugó a una carta y espetó.

- Estamos perdiendo el tiempo. Te has equivocado María, este tipo no es de los nuestros y lo único que estamos haciendo es poner en peligro toda la operación-

Me levanté sin ningún preámbulo ni denotar emoción, me sentía maravillosamente bien, tanto que ni siquiera controlé mi sentido del humor. Les di las gracias por no hacerme perder más tiempo, que así podríamos comer algo en la primera gasolinera que encontráramos, y que había sido una buena experiencia haberlos conocido. Nos acompañaron hasta el coche, ya sin tantas reservas para esconder sus rostros. Me sorprendió su repentina seguridad. Incluso me pareció ver una ligera sonrisa al que creía compañero de María.
Ya en el coche y de vuelta, primero me reí por la experiencia, estaba mucho más relajado y podía analizar con tranquilidad la conversación, lo que se dijo y lo que se silenció, los gestos de cada uno de ellos, incluso los míos. María parecía profundamente preocupada. Sabía que, pese mi aparente tranquilidad y buen humor, el exabrupto de su compañero podía haber provocado una rotura difícil de superar. Tiempo después supe que no era así y que tanto ella como sus amigos estaban convencidos que terminaría uniéndome a ellos. De hecho y según me contaron, estaban completamente seguros. María, sin embargo, era consciente que podría estar dudando.

La frialdad puede ser una buena compañera para no dejarse arrastrar por las pasiones, pero también mala porque el sujeto que analiza con exceso, puede dejar de lado un atractivo proyecto si lo ve demasiado difícil o arriesgado. Mi amiga no iba desencaminada. En aquel momento aún no había hecho mía su lucha, tenía muchas cosas pendientes por hacer y muchos amigos con los que disfrutar. Necesitaba tiempo para pensar.
Era obvio que ellos nunca serían capaces de generar el suficiente estado de ánimo para que la ciudadanía se arriesgase a combatir al régimen, pero también que eran los únicos con alguna posibilidad. Con los partidos boicoteándose, dependientes de consignas tan incomprensibles como estúpidas, y una ciudadanía cobarde y sumisa, conseguir algo parecido a una democracia era prácticamente imposible.
Tenía también muchos interrogantes que no sabía como expresarlos, todavía menos con el cansancio y el ruido del automóvil. Sabía que después de la impertinencia, cualquier duda podía potenciarla y sacarla de contexto, pero también que mi amiga estaba a la defensiva y nada dispuesta a permitir que un malentendido mandara al traste su esfuerzo. Preferí mantenerme en silencio y analizar en solitario toda la charla, el tono de sus voces y lo poco que había podido percibir de sus gestos. Estaba claro que con su talante nunca encontrarían una buena respuesta, a no ser entre tipos como ellos; sin embargo, había percibido mucho interés en el trasfondo de su conversación. Y en aquel momento y solo durante un instante, tuve la sensación que había sido hábilmente engañado para ponerme a prueba. No obstante, lo que más me preocupaba era no dar la talla. En aquel momento no sabía para qué me necesitaban ni el interés que podía suscitar un chico de veinte años, sin experiencia ni demasiado criterio político, y sin contactos en el mundo que pretendían entrar. Más adelante descubrí que precisamente era eso lo que buscaban, una mezcla de espíritu combativo y de virginidad ideológica que entonces yo no supe ver, recurrente para todos los que iban reclutando.

Era tarde, no habíamos comido y había que pensar en cenar algo. No me sentía bien, los nervios, tan bien controlados un rato antes, me estaban jugando una mala pasada. Recordé lo vivido en la verja del Palacio Real, la salvaje represión, las carreras, los golpes y el inhumano sadismo de la policía. Y durante un instante temí haber echado a perder el encuentro por no haber sabido expresarme. Aquellos tipos habían mostrado su talante militar porque no tenían otro, y para que un asunto tan complejo funcionara, no era necesario adaptarse y cambiar las formas sino combinar su mundo con el de la calle, de la universidad y de las fábricas; esos, a los que en aquel momento creí que despectivamente llamaban civiles, tan necesarios para su objetivo. Y mientras buscábamos un bar de carretera con los suficientes camioneros de garantía, empecé a pensar sobre lo qué podía aportar a este proyecto, en el desafío que representaba, su dificultad y la gente que conocería.
Y quizá por mi semblante o un cambio imperceptible para mi, en mi manera de conducir o de hablar, María, de golpe me dijo.

- Ya has tomado una decisión ¿verdad?, y es inamovible, te haya ofendido o no el idiota de mi compañero-

La miré divertido. Volvía a ser la misma de siempre, con su inquebrantable y tranquila seguridad. Había apostado muy fuerte, seguramente antes de conocernos. No sabía lo que Anna le habría contado de mi. Probablemente las muchas anécdotas de nuestro viaje, quizá también nuestra facilidad en adaptarnos a cualquier situación, estar uno al lado del otro y compartir las decisiones que íbamos tomando, poner toda la carne en el asador en los momentos más difíciles y pasarlo bien con lo peor. Para mi fue algo muy sencillo, intentar ser el compañero que merecía la mujer más increíble del mundo.

Seguramente habían pactado una estrategia y montado una encerrona. Eran mujeres, tan retorcidas como nobles e inteligentes. Siempre habían tenido claro lo que querían. Y me sentí utilizado, pero tan dulcemente que repetiría hasta cansarme. Y desde mi asiento de acompañante solté una carcajada, sincera, abierta. Me reía de mi mismo, de lo estúpido que había sido.

- Anna y tu sois unas mujeres formidables y yo un hombre muy afortunado por haberos conocido- Y como pude la abracé.

- Tengo unas cuantas preguntas que hacer y quiero pensarlas antes. También quiero saber hasta qué punto vamos a depender unos de otros y qué medios disponemos, porque, por lo hablado, somos los únicos y parece que se nos va a pedir que montemos toda una revolución solo con lo puesto-

- Yo soy nadie, y si todo va bien dentro de poco solo me tendrás de amiga. Hay más gente por medio, insuficiente y desorganizada, pero valiente y convencida, por eso te necesitamos. Anna me explicó lo que eres capaz de hacer, tanto perdido en el Himalaya como con una docena de hippies medio colgados; también que antes de abandonar a un compañero, eres capaz de morir de hambre, de sed y de frío, y que tu palabra es un contrato. Precisarás entrenamiento y lo tendrás. Necesitamos gente que, por muchas preguntas que haga y por mucho que las discuta, sepa lo que quiere y obedezca el proyecto común. Conoces cientos de personas y sabes en quien confiar; estás acostumbrado a hacer trabajar a gente tan rara como distinta para aunar su esfuerzo, sin necesidad de mandar sobre nadie-

Va a ser difícil, respondí para mí mismo y orgulloso de sus palabras, emocionado porque María me estaba descubriendo lo que Anna pensaba de mí. Y ella, casi siguiendo mis pensamientos, siguió hablando.

- Para empezar tendremos que enfrentarnos a un poder que lo sabe casi todo, que es muy fuerte, manipulador y despiadado, mientras nosotros muy débiles- Y tras un instante de silencio y mirándome a los ojos, dijo - pero será divertido, muy divertido-

 

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domingo, 8 de agosto de 2021

Vivir es una aventura

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Vivir es una aventura para cualquier ser vivo del planeta, y el ser humano es uno más. Los seres vivos nacen, crecen y se reproducen entre aventura y aventura. El riesgo de vivir los ha convertido en lo que son, su organismo y sus particularidades son producto de ese riesgo, sin él seguramente no existirían, porque su vida dejaría de tener sentido para la naturaleza a la que nutren. A eso el ser humano le ha de añadir el tedio, es decir, que sin aventura, para él la vida dejaría de tener aliciente.

A Amara le expliqué que tras la primera, el resto de aventuras vendrían rodadas.

-Los seres humanos necesitan hacer sexo del que llaman prohibido, es una parte de la aventura de su vida. Su sexto sentido les dice si la mujer o el hombre es potencialmente infiel, y si lo son se lanzan como salvajes porque los ven asequibles. Y si les das a entender que con ellos haces cosas únicas, si les facilitas el riesgo de ser descubiertos por tu compañero, vuestros amigos, podrás hacer con ellos lo te venga en gana. Les habrás brindado la aventura a costa de tu seguridad y quizá de la suya, y te lo pagarán con pasión y cualquier morbosidad que les pidas. Para ti serán las mejores aventuras, porque aunque sepas que de mi no te escondes, jugarás con el resto: tus amantes, sus amigos que te buscarán celosos, sus compañeras, tus amigas, tu retrógrada familia.

-¿Y tú qué ganas?

-Yo, aunque no lo creas, disfrutaré tus aventuras como mías, porque lo son totalmente.

 

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sábado, 7 de agosto de 2021

El Poder de una Convicción, 2ª parte

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A las dos semanas de instalarse se presentaron sus padres. Era la primera vez que nos pasaba algo así. En el caso de Rina y de Sole era evidente que nadie vendría a por ellas. Lo más probable es que a la primera aún la estuvieran buscando por los prostíbulos de Marruecos. A la otra, según ella, la habrían olvidado con gusto. Bill, como huido de Vietnam, prefería pasar desapercibido. Alex y yo manteníamos la relación, pero desde la lejanía. Y Mila, que era la más culta e inteligente, sentía mucho apego por su familia, pero nunca quiso involucrarla con nuestra casa y manera de vivir. De vez en cuando llamaba a sus padres para contarles que le iba bien y preguntar por la salud de sus abuelos. Mila nunca tuvo problemas de pareja, para ella todos éramos suyos. Era muy atractiva de cara, morena, alta y muy bien formada, de cuerpo atlético y buena musculatura. En su pueblo había montado un equipo de balonmano y para no perder la musculación hacía pesas y mucha gimnasia con cualquier cosa que encontrara. Pero lo que más nos atraía de ella, al menos a mi y a Bill, era su serenidad y su seguridad. Pese su juventud era la incuestionable e involuntaria líder de la casa, la que en un momento de necesidad mejor respondería y que con mejor criterio se enfrentaría al problema. Solía vestir muy modosa, y las pocas veces que se esmeraba era porque tenía ganas de gustar a su entorno, es decir a nosotros, pero sabíamos que para ella no dejaba de ser un simple juego de seducción. Paradójicamente era muy indiferente con los hombres, y a los eventuales de mente calenturienta eso les sorprendía, ya que la veían, ora con uno, ora con otro y sin prejuicios; sin embargo, nunca conseguían conquistarla. Cuando le preguntábamos respondía que aún no había encontrado el hombre de sus sueños.

Los padres de María nos pillaron desprevenidos. Ella nos avisó el día anterior, estaba desolada, avergonzada, y no sabía como enfrentarlo. La casa no era una maravilla, pero estaba limpia y ordenada. El hacer de taller, de pequeño almacén, de guardería, y vivir dos niños, nos obligaba a mantener mucho orden y limpieza. Rina era muy metódica y exigente en eso, mientras que Sole sabía como hacer que los niños parecieran siempre recién lavados. El mobiliario era tan vetusto como la casa y a María no le pudimos ofrecer más que cajones de madera, una pequeña lámpara montada con una botella de whisky llena de arena, una silla y alguna estantería para guardar sus libros de estudio. La cama se componía de cuatro palés pintados de negro, un colchón comprado en los Encantes y la vestimenta que buenamente le había cedido Mila.
Yo sabía de quien se trataba. El padre, un militar de alta graduación, nunca supe cuál porque evité preguntarlo. Su madre según Anna era una mujer altiva y señorial, con ínfulas de buena familia.

No estaba bien guardármelo y María era incapaz de explicarlo, por lo cual avisé a mis compañeros sobre lo que nos venía encima. María se reía de nuestro apuro, decía que no había para tanto, que su padre estaba acostumbrado a la vida cuartelera; pero se le notaba el nerviosismo y no paraba de poner cosas en su sitio o, lo que es lo mismo, moverlas de un sitio a otro para volverlas a poner en su lugar de origen.

El padre era alto y delgado, muy adusto. La madre, más habladora y simpática, parecía que hiciera un esfuerzo para que no cogiéramos manía a su hija. Hacía lo posible para tratarme igual que al resto, aunque se notaba que María había hablado de mí con especial cuidado. El padre, en cambio, se sentó con nosotros, mientras madre e hija arreglaban en lo que podían la habitación, y nos habló sin ambages.
No era lo que había pensado para su hija, nunca habría imaginado que terminaría visitándola en una casa comunal - él la llamaba así-, aunque tampoco sabía lo que era y confesó arrostrar falsos prejuicios e ideas preconcebidas. Se arrepentía de ello y nos agradeció haberla aceptado y tratado con tanto respeto. Se sentía abrumado y desconcertado, y confesó que nunca debió venir. Y nos lo dijo como disculpándose por habernos causado tanto desorden.
Y durante el coloquio me sentí estudiado, analizado hasta el colmo. Al despedirse quiso hablar conmigo lo más disimuladamente posible. María le había hablado mucho de mí, eso me contó, también que su hija, no porque fuera suya, era un personaje excepcional.

- Su entereza y nobleza no es aparente. No disimula porque no le hace falta. Mis dos hijos estudian en la academia y llegarán lejos, pero soy consciente que María les da mil vueltas en todo. Nunca habla por hablar y todo lo que hace obedece a un fin premeditado, aunque supongo que tú ya la conoces-

Eso me dijo sin soltarme la mano, como si de una advertencia se tratara. Me aseguró que podía confiar en ella. Lo de su seguridad y la premeditación de sus actos en aquel momento me preocupó. Cada uno tiene su fin y el de mi amiga no tenía forzosamente que ser el mío.

Aquel hombre medía mucho sus palabras, era parco en ellas. Si analizaba el mensaje, no cabía duda que los actos de su hija obedecían a un objetivo y yo entraba en él, sin que yo todavía supiera cuál era.
Hasta entonces María no había cejado de enviarme mensajes, demasiado ambiguos para mi gusto, de amistad y de revolución; pero su fortaleza, el valor que demostraba, su cercanía y esa mezcla de ternura y dureza, me habían conquistado. No obstante, estaba seguro que nunca sería mi pareja, me gustaba pero nos faltaba el deseo mutuo, que es lo más necesario, aunque en apariencia y tal como vivíamos y nos tratábamos, lo pareciera o fuera lo más cercano a eso. María había conseguido de mi lo más difícil, que sintiera la necesidad de estar junto a ella, pese saber que jamás sentiría la misma atracción y amor que hacia Anna.

Quizá fuera el amor que sentía por su compañero, del que nunca terminó de desconectar, ni quiso olvidar. O quizá a mi indecisión, mi temor al compromiso o el recuerdo siempre presente de Anna. Ahora, tras tantos años transcurridos, pienso que seguramente fue la intuición y que ambos eramos conscientes de nuestra realidad. Fuimos simples herramientas, yo le serví como amigo y confidente, mientras que a mi ella me sirvió para suplir a Anna y contrarrestar su indiferencia.


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viernes, 6 de agosto de 2021

De machismo, piropos y violencia

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De camino al río encuentro una mujer joven y atractiva, viste pantalón de color beig y un top de bolillo crudo y con relieves marrón claro. Me fijo en ella porque llegando a una empresa se pone una chaqueta, que está de más por el calor que hace. A su espalda y a unos veinte metros, tres hombres vestidos con mono siguen su camino, probablemente en dirección a la misma empresa. Escucho un murmullo, que en mis tiempos habría sido una exclamación soez. Todo ha cambiado y quieras o no el machismo se ha disipado, quedando de él eso que llaman minimachismos, que en realidad es el residuo de una patética incultura.
La chica, al cubrir su atractivo cuerpo, probablemente está intentando evitar ser objeto. No es sexismo sino prejuicio. Los hombres, por otros motivos, haga calor o frío también cubren su cuerpo con distintos estilos de chaqueta, e incluso ese ornamento del siglo XVII llamado corbata, que no sirve para nada y molesta más que luce. El aparatoso vestuario del hombre, convenientemente homologado con unas formas muy definidas, no deja de ser un vulgar uniforme que, al marcar sus formas, lo hace más señorial y atractivo. Es decir, otro prejuicio.


Los piropos, comentarios o exclamaciones sexistas, no son exclusiva masculina, aunque sí y por desgracia, al hombre se le permitía soltarlos a una mujer sin demasiado pudor, que en el mejor de los casos se sentía verbalmente violentada.


De joven entrené a un grupo de chicas, de una escuela femenina en la parte alta de la ciudad, la zona de las mejores escuelas o al menos las más caras. Dieron conmigo gracias a amigos comunes que ahora no vienen al caso. La directora, una monja reciclada, junto al padre de una de las chicas, un alto mando policial reconvertido, se empecinaron en que sus pupilas habían de recibir un cursillo de defensa personal.
Las dos primeras semanas (el curso era de solo una hora semanal) habrían estado bien sino fuera por la expectación que el curso provocó. En los ventanales de la parte superior de la escuela, se agolparon grupos de chicas para seguir la práctica con fuertes risas. Antes de empezar con la tercera la directora había habilitado una gran sala en el sótano de la vieja escuela, que tanto servía para el laboratorio como sala de canto.
Durante las semanas siguientes tomé una cierta confianza con dos de las chicas, una de ellas precisamente la hija del alto mando, que en un aparte y tras ver que la expectación aún se dejaba sentir, con un tremendo desparpajo me dijo que yo no podía imaginar la de pajas que aquellas chicas se hacían a mi costa. Y al ver mi confusión, me preguntó si no oía las exclamaciones que soltaban. Obviamente, algunos grititos oía, pero por centrarme en mi trabajo no los escuchaba.
Al llegar a mi casa, lo primero que hice es mirarme al espejo. Fue entonces cuando me di cuenta de mi apariencia. Instintivamente o no, me estaba vistiendo para la ocasión, es decir, como un joven y elegante entrenador de defensa personal, de una escuela femenina de la clase más alta.

La historia, como todas, tuvo su miga. La confianza, o mejor decir empatía, con las dos chicas devino por su empeño en aprender, cabe decir que con una extraña sobredosis de brutalidad. La una por ser hija de quien era y la otra por solidaridad con su amiga. Al principio les enseñé a muscular, y para ello nada mejor que el balonmano y el baloncesto con pelotas medicinales. Eso fue por consejo de Mila. Luego vino la lucha en sí, y fue entonces cuando las dos chicas se descubrieron.
Las recuerdo muy normales, la hija del mando de apariencia más delicada. Personalmente les habría aconsejado tomar clases de guitarra, aunque con el paso del tiempo descubrí que la tocaban y bastante bien, cantando canciones de protesta y pacifistas típicas de la época y la edad. La apariencia no me había engañado.
A los dos meses empecé a preocuparme, porque tal como el resto seguía el curso correctamente, aquel par de locas dos ponían un especial énfasis en atacarme con suma violencia, de manera que a veces no me quedaba otra que defenderme con cierta dureza, por lo cual a su casa se llevaban algún que otro moratón. Yo intentaba frenarlas hasta el día que la chica me confesó, con el desparpajo que solía, que ella pasaba por dos exámenes, el mío y el de su padre, y que un moratón, por pequeño que fuera, para su padre era motivo de orgullo, casi de lágrimas.
Me las quedé mirando, perplejo es poco, principalmente a la otra, que no tenía ninguna necesidad; pero solía acompañar a su amiga, quedándose a veces a cenar y a dormir, y mostraba sus moratones para explicar lo que habían aprendido y cómo. Una podía ser forzada, que lo era, pero dos ya no, y las chicas además de buenas amigas eran listas.
A la semana siguiente y tras una dura sesión, redacté una carta para su progenitor, en la que contaba que encima llevaba tantos moratones como su hija, por lo cual daba fe que era capaz de defenderse, no solo de un hombre con malas intenciones sino de dos a la vez.
Debo reconocer que no funcionó, las dos chicas siguieron en sus trece, según Mila porque les debía gustar dar y recibir.
-Eso del padre suena un poco a camelo barato. Algo habrá, pero ellas lo magnifican – me explicó tras un día especialmente duro.

Cabe decir que la cosa no terminó muy bien, y, aunque no fuera despedido, el curso finalizó por presiones de un grupo de padres, que no entendían como sus hijas habían aprendido a arrancar ojos, descoyuntar hombros y otras lindezas, que yo y cualquiera que quisiera que su hija saliera bien parada de un encontronazo con un par de indeseables, consideraba indispensable.
A los violadores no se les puede dar ni media oportunidad. No basta con saber rechazarlos sino que hay que inhabilitarlos para que no puedan responder. Artur y yo así se lo enseñamos a Anna, y gracias a eso y a su valor, Mónica, Carla y ella pudieron salvarse de cuatro energúmenos.
Seguramente el padre de la chica lo entendió y le satisfizo, no así otros padres, que prefieren que sus hijas no opongan resistencia para evitar males mayores.

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