jueves, 17 de mayo de 2018

Carla

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Hace poco me topé en el tren con un tipo al que no veía hace tiempo, y que después de estar charlando un rato sobre viejos conocidos, me dijo:
-¿Sabías que Carla murió, no?-
Lo dijo mirándome fijamente durante un instante, escudriñando mi reacción, seguramente para descubrir el sentido de mi vieja relación con ella.
No le di el gusto. Carla fue demasiado importante para mi; sin embargo, si que le respondí con una verdad incuestionable, a la que pocos le dieron valor.
-Ha sido la persona más inteligente que he conocido en toda mi vida-

Hoy escribiré a Anna y a Mónica, a nadie más. Joan nunca habla de ella, de modo que no me voy a molestar. ¡Hace tantos años! Cuarenta al menos. Yo muchos menos por un encuentro fortuito, y otro en mi casa en un intento por retomar el contacto.

Carla fue una de las personas que más influyó en mi vida y mi manera de pensar, y sí, sin duda la más inteligente que haya conocido jamás. Y ahora mismo os puedo asegurar que es mucho.
Hubo un tiempo en que Carla me lo enseñó todo, algo difícil para un hombre que, pese su juventud, había vivido más de lo habitual e incluso de lo aconsejable.
Carla llevó mi mente y mi cuerpo al límite, y tras haberlo conseguido seguramente se aburrió, tal como hacía con todas las personas que iba conociendo.
Tendría veintiún años cuando la conocí, pero veintitrés cuando Joan y yo decidimos vivir con ella. Una experiencia que para mi fue inolvidable en todos los sentidos. Con ella experimenté la ternura más salvaje, sin ningún prejuicio. Fue tan intensa la relación, que llegó un momento en que creí que ya nada podría sorprenderme en el mundo; sin embargo, fue ella, una vez más, la que me mostró que cualquier cosa o persona, hasta la mirada o la rabia de un animal, puede enseñarte a ser más humano. Incluso una vez muerta, con su recuerdo y sus respuestas, Carla sigue enseñándome. Pero ahora ya sé que nunca más podré volver a hablar con ella.
Y podíamos pasar horas hablando de sociología, economía, biología, sanidad, daba lo mismo la materia, con una profundidad y sabiduría que ya nunca más podré disfrutar.

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miércoles, 2 de mayo de 2018

Pocas cosas han cambiado en 47 años

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El veintidós de diciembre de 1970 estaba con mis compañeros sentado en las escalinatas de la Catedral de Barcelona. Habíamos terminado de desmontar la parada de la feria de Santa Lucía, la primera “hippie” de aquel mercadillo de belenes y adornos navideños, donde vendíamos productos de artesanía fabricados por nosotros mismos. Teníamos curiosidad por saber cómo terminaría la manifestación a favor del régimen fascista, que en aquel momento bajaba por el Portal del Ángel, y la que subía por Vía Layetana en contra de la dictadura por el Proceso de Burgos, que también se dirigía hacia nosotros. No estoy muy seguro del orden, porque hoy no recuerdo con exactitud cual de ellas subía y bajaba.
Y cuál fue nuestra sorpresa que al encontrarse las dos se disolvieron pacíficamente, recuerdo que sin gritos ni reproches por parte de nadie. Eran otros tiempos, en los que el fascismo gobernaba con absoluta libertad, por lo que no necesitaba el actual histrionismo violento de los partidos del régimen para reclamar su legitimación democrática.

Entonces tenía diecinueve años y era joven e inexperto, y debo reconocer que mis amigos y amigas unos colgados. Estoy seguro que en aquel momento lo estaban. Un año más tarde empezó mi entrenamiento en subversión, con él no habría estado sentado a la espera de lo que pudiera pasar, sabría perfectamente que quien menos pinta es el que más recibe, por lo cual me habría situado en un lugar mucho más escondido para memorizar las caras de ciertos personajes, que también gustaban de pasar desapercibidos, pero fáciles de encontrar por deambular con aparente curiosidad cerca de las fachadas y de algunas puertas. Más tarde recuerdo coger un autobús para ir a mi casa. También que por casualidad, al observar los manifestantes de uno y otro bando que subían conmigo al autobús, descubrí que dos policías secretas me estaban vigilando.
Os preguntaréis cómo pude descubrirlo. Pues muy fácil, no obstante mi falta de experiencia en la subversión, me había acostumbrado a reconocer a los policías que nos vigilaban intentando descubrir quién de nosotros comerciaba con droga y dónde la escondía. Debo decir que nuestro camello, el único que teníamos, era hijo de un comisario que conseguía la droga por las requisas. Como podéis ver nada ha cambiado, ni siquiera eso. La policía mantenía a un camello de confianza para controlar el resto de los que trapicheaban, poder detenerlos y requisar su mercancía para retornarla al mercado. Entonces creía que la inútil vigilancia servía como disimulo, sin embargo, tiempo después descubrí que entre la policía también había bandas que se hacían la competencia, algunas incluso honestas.
Me alarmé con razón, de modo que desvié mi trayecto y aparecí en casa de mis padres, que se alegraron de mi visita. Así mis compañeros de comuna, es decir mi familia, quedarían a salvo de cualquier investigación. A los pocos días mis padres recibieron la visita de un policía para alertarles de mis malas compañías.

Son anécdotas que hoy recuerdo con cierta nostalgia.


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