martes, 30 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 34ª parte

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En mis noches de soledad solía masturbarme, pero desde nuestra llegada no había tenido ocasión. Y es que no me hubiese sentido capaz durmiendo a su lado y tampoco sentía la necesidad, como si el sexo hubiera desaparecido. Tiempo después, en momentos de tensión y de gran esfuerzo, me volvió a suceder, por lo cual y al recordar aquellos días lo atribuí a la situación. Así era nuestra relación en aquellos momentos, solo de deseo pero no contenido, y estoy seguro que a ella le sucedía lo mismo o parecido.

A media noche desperté. Algo me había sobresaltado. Anna dormía plácidamente a mi lado y no pude resistirme, le acaricié la mejilla. Abrió los ojos y me sonrió. A través de las pocas aberturas de la lona entraba la luz de la luna y de las estrellas. Y con el índice en mis labios le hice la señal de silencio. Fuera se volvió a oír ruido, esta vez mucho más definido. Era el típico lamento de un perro herido. Levanté la lona y allí estaba, a unos metros por prudencia y miedo. Lo llamé con suavidad. Al principio ladró amenazadoramente. Me agaché y esperé que se acercara. Y lo hizo poco a poco y lamentándose, estaba magullado, tenía heridas y cojeaba, se las lavamos con el agua que nos había sobrado y lo estuvimos consolando hasta clarear. Anna cargó con la mochila y yo con el perro a mi espalda, envuelto en la lona que utilizábamos de tienda; y al cabo de unas cuantas horas llegamos al pueblo. El sol todavía no había llegado a su cenit, cuando algunos niños nos recibieron con alborozo. Llamaron al perro con gritos, lo conocían y él se revolvió inquieto. Con signos les pedí que lo dejaran tranquilo. Temía que, de soltarse, curase mal la pata y cojeara lo que le restaba de vida; poca en aquellas circunstancias y en un país en el que un perro debe ser útil por necesidad. Al poco vimos acercarse una mujer, parecía tan alborozada como los niños. Con ella cerca y llamándolo por su nombre, al perro ya no había quien lo mantuviera quieto. La mujer lo cogió en brazos acariciándolo. Lo habían echado en falta dos días antes, lo hacía a menudo y siempre volvía. Esta vez se había herido por una caída o eso creímos. Tuvo suerte, dijeron, de no tropezar con el leopardo.

En la casa nos aseamos, nos cambiamos y antes que nuestro amigo se diera cuenta, empezamos a recoger y guardar nuestras cosas para despedirnos al día siguiente y así no dar ocasión a que nos invitaran más días. Preferíamos la soledad de los prados y ver pastar el poco ganado que quedaba en el valle, la sombra de los frutales a la orilla del pequeño pero caudaloso río, que comer rodeados de una familia que simula desgana con tal que el invitado se satisfaga.

Justo antes de salir nos reunimos en la plaza con los hombres del pueblo, sentados alrededor de la fuente y frente la mezquita. Nos la quisieron enseñar y nos sorprendió. Nuestros amigos de Lahore ya habían intentado que entráramos en una, y no fue posible por la prisa y el empeño de Anna en despedirse de Hamid Masel, el anciano que tanto nos ayudó. Entonces también nos sorprendió porque no dieron a entender que Anna había de separarse del grupo. Creíamos, y así era, que las mujeres habían de rezar por separado y que ningún infiel podía pisar el suelo de una de ellas. Cuando lo comentamos lo negaron, aunque con alguna sonrisa de complicidad entre ellos.

- En el Corán, no hay nada que diga tal cosa -dijeron.
- Quizá alguien que lee demasiado y confunde las palabras piense algo parecido, pero mientras se muestre respeto por nuestra religión y se mantenga el decoro, nadie puede decir que esté prohibido mostrar la mezquita a un infiel.

Tampoco era tan extraño, en nuestra cultura los infieles como nosotros también podían entrar en las iglesias, mientras no fuera con bañador o haciendo el indio. Nos lavamos en la fuente, nos descalzamos y entramos. Aunque la casa fuera casi idéntica al resto, parecía haber sido construida a propósito de la utilidad que se le daba. El suelo era liso y limpio, no había tabiques y conformaba una sala grande y entera, excepto unas columnas de madera que soportaban el entramado de vigas; al fondo una solitaria y sencilla mesa, y en una de las esquinas de la sala, una pizarra en un caballete de madera y unas pocas sillas apiladas. Para el rezo o las enseñanzas del Imán, no hacían falta subterfugios, ostentosos ornamentos ni complejos rituales como en las iglesias cristianas.

Una vez fuera les contamos nuestra intención. Primero se lo tomaron a broma, luego, al vernos tan decididos y no poder convencernos que era una mala idea, nos explicaron los posibles caminos a seguir. Según ellos, el mejor y menos peligroso era el que atravesaba un pequeño valle en territorio hindú. El único problema es que su ejército, en uno de los picos tenía un puesto y desde allí controlaba la zona y la frontera, pero el valle era tierra de nadie y todos lo respetaban.
Se pusieron a hablar entre ellos. Nos pareció, por la forma que discutían, que no terminaban de estar convencidos. Nuestra ventaja, decían, es que éramos occidentales y no debíamos disimularlo. Por otro lado, el hecho que Anna fuera joven y bella era un inconveniente. Los militares hindúes no respetaban a las mujeres, las violaban y, aunque solían respetarles la vida, sabían que más de una había sido asesinada junto a su marido para esconder su fechoría. La geografía y la soledad les ayudaban a creerse inmunes. ¿Quién reclamaría o buscaría una pareja de occidentales en el fin del mundo?

El soldado hindú, nos explicaron, está lejos de su casa, en tierra hostil y sin sus mujeres, es extremadamente nacionalista y su cultura trata a la mujer como inferior y al servicio del hombre. Los miré perplejo. Era curioso que precisamente aquellos hombres dijeran tal cosa de sus vecinos. Anna no pudo callarse y dirigiéndose a todos en general, aunque solo nuestro atractivo anfitrión entendiera el inglés, con la mejor y más encantadora de sus sonrisas dijo:

- Todavía no ha nacido el hombre que pueda violarme-

La India en aquel momento estaba gobernada por Indira, una mujer; y en 1988, aunque entonces nosotros ni siquiera lo podíamos imaginar, Pakistán lo estaría por otra, Benazir Bhutto. Sin embargo, por su talante percibimos que era posible. Las familias paquistaníes, principalmente las penyabíes, eran matriarcados. Paradójicamente en la España del momento, una dictadura de corte machista y fascista, era imposible siquiera pensar que una mujer podía ser ministra, ni siquiera una subsecretaria. Y ni Francia, Gran Bretaña, Alemania o Italia, países indiscutiblemente democráticos, tenían ministras; y eso daba mucho que pensar y demostraba la estupidez y el egocentrismo que imperaba en occidente.

La alternativa al valle hindú, nos dijeron, era el frío intenso y atravesar una cordillera de más de seis mil metros. Tanto uno como otro eran igual de peligrosos. Aunque la primera fuera peor, ambas opciones significaban el frío, el leopardo, el oso, los presumibles accidentes, que con solo uno podía ser fatal.

- Si uno de vosotros cae y se lesiona nadie podrá ayudaros, estaréis solos y el herido será pasto de las alimañas- nos dijeron.

La segunda conllevaba la guerrilla, que a veces se convertía en bandolerismo, y la soldadesca hindú. Y nos dimos cuenta que con la mejor intención intentaban convencernos de no seguir con nuestra aventura.

Teníamos tres opciones: volver por donde habíamos llegado, por el valle hindú o por las montañas, y cualquiera de las tres era una aventura. El camino de Skardu era peligroso y nadie podía asegurar un viaje agradable, ni siquiera con la protección del comandante, pero seguir el de las montañas era lo más parecido a un suicidio. Sin embargo, nosotros no queríamos volver por el mismo camino y, por peligrosa que fuera, deseábamos terminar la aventura que habíamos comenzado. Los valles, las montañas, sus senderos y el paisaje, eran demasiado atractivos y habíamos perdido el sentido del peligro.

Cuando terminaron con la retahíla de dificultades y peligros, me volví y miré a Anna. Parecía abstraída, como si no hubiera escuchado nada de lo que habían dicho o intentaron exponer. Y en aquel momento supe lo que pensaba. Me encogí de hombros, después de todo era el tipo de mujer que siempre había soñado, y estaba obligado a ser el tipo de hombre que ella esperaba. Nuestro anfitrión me miró, de su rostro había vuelto a desaparecer la ironía. Afirmé con la cabeza, para ellos era yo quien tenía que decidir y Anna había puesto el listón muy alto. “Donde hay capitán no manda marinero”, podría haber dicho; pero aquellos tipos de tan curioso machismo, tampoco lo habrían entendido.
Me dirigí a ella y le pedí solo una cosa, que el camino a seguir lo decidiría yo. De eso entendía más, incluso que alguno de los presentes.

En aquel país nadie se guiaba por mapas, no les hacía falta y tampoco los pedí. Sabía, por mi experiencia en el Pirineo, que el indígena no los usa. Extraje mi libreta de la mochila y les rogué que dibujaran el recorrido por el valle al otro lado de la frontera. Por la orografía me di cuenta que terminaríamos siguiendo el curso de los ríos. La única dificultad era el cambio de vaguada. Los ríos nacían muy juntos y sobre el dibujo parecía sencillo, lo complicado era la altitud de su nacimiento.
Una vez más hablaron entre ellos, parecía que algunos quisieran decirnos algo y nuestro amigo se negara en redondo. Al fin nos explicó que sus compañeros querían que nos advirtiera sobre el hombre leopardo. Y lo dijo con incomodidad, mirándolos más a ellos que a nosotros.

- El hombre leopardo es una leyenda que va disipándose con el tiempo, pero de vez en cuando revive. Aquí, en los pueblos más aislados y entre los pastores, todavía corre y muchos están convencidos de su existencia. Nadie lo ha visto, pero cuando un leopardo ataca y mata a un pastor, a una cabra, la gente estudia cómo ha actuado y, según sea, dicen que ha sido él. Cierto es que algunos ataques son extraños por el lugar, el rastro que deja y la manera de matar; aunque en muchos casos podría ser un animal herido, viejo o demasiado joven. Si solo fuera eso, la gente olvidaría la leyenda y daría la explicación más razonable, pero hay casos desconcertantes y difíciles de explicar, como cuando un pastor experimentado es cogido por sorpresa, el perro no ladra, las ovejas no se alarman y nadie encuentra las pisadas, como si alguien las hubiera borrado a su marcha.

No supimos qué hacer, si reír o mostrar preocupación. Lo primero habría significado un desprecio a unos hombres preocupados por nuestra suerte, lo segundo pasar por idiotas ante nuestro anfitrión. Escuchábamos con atención, haciendo un esfuerzo para comprender el mensaje. El tipo siguió hablando.

- Es posible que la gente que encontréis os hable de él y os pregunte si lo habéis visto, oído sonidos extraños o rugidos distintos a los habituales, ya que seréis de los pocos que habrán andado por estos caminos y cumbres; por lo menos tanto recorrido sin ir armados-

Y eso último, expresado con especial cuidado, sonó como una advertencia. Según él no había mes que el oso o el leopardo no matara una o dos veces; y si se le añadía el otro lado de la frontera, la cifra aumentaba.

- El oso no teme nada y lo más prudente es mantenerse alejado de él, que es fácil, puesto que es inteligente y evita al hombre. El leopardo es distinto, teme al hombre y sabe distinguir si lleva un arma. El más peligroso es el que recién ha abandonado a la madre, o el viejo, que ya ve poco y pasa hambre- Eso nos dijo el tipo, dedujimos que sin interés por asustarnos. Sólo nos avisaba de los peligros reales en los que no teníamos experiencia.
Los otros los conocíamos y sabíamos que en la montaña hay que ser muy prudente, mucho más en aquella, donde nadie podía socorrernos.

 

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