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En Londres, los empleados de la compañía aérea nos habían
aconsejado viajar en tren. Dijeron que solo eso ya era toda una
aventura para un occidental. No podían imaginar la que viviríamos
sin necesidad de viajar en uno de ellos. Pakistán es tan grande y
multicultural, que difícilmente un paquistaní de Karachi o incluso
de Pindi podía conocer su país por entero, ni la mitad de él, y
mucho menos una zona tan remota como el norte de Cachemira.
Llevábamos
casi un mes fuera de casa y nunca tan poco había ocupado tanto. Y es
que antes de coger el avión de Karachi a Lahore éramos unos, y a
nuestra vuelta en la caja del camión de patatas, otros. Personalmente
me fui siendo niño y sintiéndome hombre, y ahora sabía que de lo
último era poco, pero sí infinitamente más que cuatro semanas
antes.
Era el
último día de junio y habíamos salido justo antes que yo cumpliera
los veinte. Mi aniversario lo celebramos en Karachi. Nadie nos
esperaba, ni familia ni amigos. Ni siquiera sabían dónde estábamos
ni cuándo volveríamos. De mi familia no me acordaba y Anna apenas
hablaba de la suya. Teníamos dinero y estábamos bien. En aquel
momento podríamos haber pasado toda una vida juntos, pero en las
ciudades paquistaníes no nos sentíamos a gusto, aunque no menos que
en la misma Barcelona. Una solución habría sido viajar al oeste,
pero todos nos decían que era peligroso, allí el bandolerismo era
un oficio y en algunas comarcas la mujer era despreciada, usada y un
objeto mercantil, y la que se rebelaba, machacada. Solo de pensar que
encontraríamos más androgenismo nos repugnaba. Más adelante
descubrimos que, excepto la inseguridad y el bandolerismo, el resto
era falso. Y a esas alturas a nosotros la mera mención de
bandolerismo se había convertido en una atracción. La otra opción
era seguir andando hasta Lahore. Pero nos teníamos ganas, nuestras
últimas conversaciones trataban de sexo directamente, sin tapujos y
con excitante desparpajo, aparte que tampoco nos atraía la idea de
andar siguiendo carreteras o caminos, que cruzaban grandes
poblaciones separadas por extensos campos de cultivo.
Ya
habíamos visto mucho, aunque nunca es suficiente, pero en aquel
momento lo creímos así. Nos faltaba el interés de viajar, de
conocer más gente y más país. Tiempo después nos arrepentimos de
haber actuado así y de no haber seguido el maravilloso viaje, hasta
agotar nuestro tiempo o nuestros recursos.
Por
nuestros compañeros y por el encargado del hotel, nos enteramos que
viajar en avión a Karachi era casi imposible. Los aviones de la PIA
estaban parcialmente militarizados y solo funcionaban a medio
rendimiento los vuelos internacionales. Los aviones civiles eran
utilizados para transportar tropas y material a Bangla Desh. Tan mal
estaban las cosas.
Tiempo
después, cuando la India entró en guerra, nos enteramos que derribó
casi todos estos aviones, con tropa o sin ella, de ida con material o
de vuelta con heridos, algo que era de esperar. Y pensamos en lo que
debió ser para aquellos soldados, heridos en una guerra horrible,
odiada e innoble, ser derribados y muertos a la vuelta; y el odio y
crueldad que debía sentir un piloto hindú, al derribar un avión de
pasajeros paquistaní, tan inofensivo como desarmado.
Nosotros,
no obstante, fuimos al aeropuerto. Nunca se sabe, pensamos, y hasta
era posible que los pocos vuelos estuvieran medio vacíos por la
noticia. No era así, se habían formado colas de docenas de metros
de gente disciplinada pero nada silenciosa. Aparentemente todo el
mundo se conocía. Nos situamos en una de ellas y esperamos. No
teníamos nada que perder, lo máximo que podía pasar es que
tuviéramos que coger uno de los pintorescos y atestados autobuses o
viajar en el famoso tren.
La
gente se trasladaba con gigantescas maletas, tan grandes que no
entendimos cómo podían caber en las
bodegas del avión. Nosotros ya habíamos vaciado nuestras mochilas.
Anna regaló los tres shalvar kameez ricamente bordados a sus
compañeras de habitación. Dos de los que llevábamos y un juego de
botas los tiramos, de tan reventados que habían quedado por el
viaje; conservamos los dos sacos de dormir, que tan buen servicio nos
habían dado, por no estar seguros de cómo terminaría nuestra
aventura, un par de shalvar kameez para cada uno, un par de mudas
interiores y nuestra escasa ropa occidental. Las mochilas, sin apenas
ropa y nada de comida, ya no eran tan voluminosas; y colgado del
hombro llevaba un sencillo y barato sitar que nos habían vendido en
el autobús, y que ni en broma pensábamos abandonar.
En un
momento apareció una pareja de empleados, podía ser tan joven como
la que conocimos en el mostrador de la PIA en Heathrow. Y vimos como
frente nuestro la cola poco a poco se fue dispersando. Estaban
avisando que no permitirían más de una maleta por pasajero y de un
tamaño determinado; eran las normas, que siempre habían sido
tratadas con laxitud y que ahora utilizaban para eliminar pasaje. La
gente se quejó, unos airadamente, otros con la conformidad de quien
sabe que no obraba bien y que algún día terminaría pasando.
Nunca
sabríamos lo que nos habría deparado el tren. Quizá un nuevo
viaje. Estábamos tan sensibilizados que, con solo que alguien más
nos hubiera hablado del encanto del oeste, de su desierto, de sus
animales, de su belleza; o del noroeste, de la hospitalidad de los
pashtunes, de la grandeza de su tierra, de sus costumbres; o
simplemente que la pareja de empleados hubiera puesto un
inconveniente al embarque del sitar. En aquel momento lo pensamos,
recordamos la conversación con nuestros amigos del hotel, su tan
peculiar y relativo machismo, tan intransigente para ellos como
transigente con las costumbres del extranjero, su inmensa
hospitalidad y nobleza, y su respeto por el resto de culturas. Nos
hablaron de su país con tanta ternura, que nos faltó poco para
cambiar nuestro destino.
El
pashtún que nosotros conocimos es grande y fuerte, porque solo los
grandes y fuertes, los que no temen, pueden respetar al extraño aun
siéndolo tanto. El pashtún es hospitalario, generoso y noble, y
solo pide el mismo respeto que brinda.
En
Karachi buscamos un buen hotel. Decidimos pasar el último día con
comodidad, al estilo más occidental posible, con un buen cuarto de
baño, agua tibia, colchones y cojines, sábanas limpias y una buena
cena. Los mejores estaban ocupados por periodistas, políticos y
seguro que muchos agentes de inteligencia. Karachi era un hervidero,
porque si la capital de Pakistán es Islamabad, la real, del dinero,
de los negocios, de la industria, es Karachi. Las decisiones, su
crítica, la opinión de los políticos más influyentes, se sabían
antes allí que en Pindi, que es de donde procedían.
Al
final conseguimos una habitación en un viejo hotel, tan vetusto como
maravilloso, del centro de la ciudad y del que no recuerdo el nombre.
En el último piso, con un ventilador de grandes aspas sobre la cama,
igual que en las películas de la época colonial, un balcón que
daba a la gran avenida y a unos jardines con un palacio. En la planta
había cuatro habitaciones y el ascensor solo llegaba a la tercera,
sin embargo, las habitaciones eran las más grandes y parecían
suites, y, aunque antiguas, disponían de todas las comodidades.
Desde la terraza se veía tanto coches y triciclos, como carros
tirados por asnos, mujeres con jeans o cubiertas por completo y con
una abertura en los ojos. Nadie se extrañaba por nada, ni siquiera
por nuestra manera, que no era paquistaní ni occidental.
En el
hotel pagamos por adelantado y pedimos que no nos molestaran.
Habíamos decidido bañarnos, dormir y refocilarnos en la cama hasta
hartarnos; bajar a desayunar, almorzar y cenar, solo eso.
Al
recepcionista del mostrador, un tipo simpático, de abundante y
rizado cabello, tez morena y con bigote, que parecía más del Punjab
que de Karachi, pero vestido con el correcto traje oscuro, uniforme
del hotel, le preguntamos si nos podrían conseguir el vuelo a
Londres sin necesidad de movernos demasiado. La mujer de la
centralita, ya entrada en años, ligeramente oronda, morena, con la
nariz ancha y algo aguileña y con el cabello muy ensortijado y
vestida con un kameez muy floreado, nos miró ceñuda y preguntó de
dónde veníamos para parecer tan cansados y hartos. Parecía muy
susceptible, quizá por haber escuchado demasiadas impertinencias de
algunos extranjeros. Y Anna le respondió que de haber estado andando
por las montañas y valles del país más bello del mundo. La mujer
levantó la cabeza y la miró entre sorprendida y escéptica. No
estaba acostumbrada a una respuesta como aquella de unos tipos tan
jóvenes y extraños.
- ¿De
dónde?– Insistió perpleja.
Y le
contamos nuestra peripecia en la alta Cachemira.
Ella
nunca había estado, no había tenido la suerte de ser occidental y
tener un esposo como yo. Eso dijo ante la reticente pero comprensiva
mirada del responsable al que pedimos el favor. Ahorramos decirle
que, excepto ratones, habíamos comido de todo para sobrevivir.
- No os
preocupéis, mañana por la mañana os despertaré, a poder ser con
todo solucionado- Nos dijo ya en un castellano que parecía
portugués, entre emocionada y divertida, mientras el que parecía su
jefe asentía con firmeza.
Nos
desnudamos mientras la gran bañera se llenaba, no estábamos tan
sucios, el día anterior, aunque someramente, nos habíamos duchado;
pero la humedad, el calor y la contaminación, eran impresionantes y
aún nos sentíamos desastrados. Me miré en el espejo, no recordaba
la última vez que lo había hecho. Veinte años que parecían
veinticinco o más, de metro ochenta, delgado y musculoso, moreno y
con barba rala, mucho más poblada de lo que había podido imaginar.
El montañismo y la escalada con Artur nunca dejaron que criara
demasiada barriga ni que mi musculatura se debilitara, pero ahora no
me reconocía. A través de él vi a Anna mirarme divertida, se había
dado cuenta de mi sorpresa. Paradójicamente ella no había cambiado,
siempre había aparentado más edad de la que tenía, excepto por su
cara. Seguía siendo la misma, alta y fuerte; de preciosos pechos,
redondos, esféricos y muy bien adheridos a su cuerpo; ancha de
hombros y cintura
estrecha, apenas había adelgazado. Me abrazó por detrás y sentí
la tibieza de su desnudo cuerpo en mi espalda, y besó y mordió mi
nuca como solo ella sabe hacerlo. Me cogió de la mano y me llevó a
la bañera.
Quizá
fuera tantos días y noches juntos hablando de nuestros sentimientos,
ahora no sabría decirlo, pero en aquel momento intuí lo que
esperaba de mí, de cualquier hombre. Tal vez fuera un sexto sentido
o la continuación de nuestra curiosa relación. Anna necesitaba
hacer el amor a un hombre, que sin abandonar su naturaleza, supiera
tomar un rol de sutil sumisión.
Me hizo
entrar y se sentó en uno de sus bordes. Me atrajo con una mano por
mi cintura y me acarició el torso, el vientre. Su boca entreabierta,
sentí su tranquila excitación, segura, pausada; recrearse con el
cuerpo que tenía enfrente, disfrutarlo con los ojos, las yemas de
los dedos, las uñas. Sabía que era suyo, que podía hacer conmigo
lo que quisiera, pero antes quería sentir al macho en todo su
esplendor. Mi cuerpo reaccionó. La erección, la musculatura de mi
vientre. Se separó un poco y volvió a mirarme para regodearse, y
eso llenó mi espíritu, me sentí fuerte y poderoso, pero sabía que
debía contenerme para no echar a perder lo que ella esperaba. Y
llenó sus manos con jabón y me lavó desde la cabeza hasta los pies
con sublime delicadeza, los rincones más íntimos, los pliegues más
escondidos. Y mantuve mis brazos levantados con las manos tras la
cabeza, ofreciendo mi cuerpo a su satisfacción y resistiendo mal que
bien el masaje. Y mi respiración, mis gemidos y mi sexo no pudieron
disimular el esfuerzo. Luego me llevó al gran balcón y me puso de
espaldas a la barandilla, introdujo dos dedos en mi boca forzando mi
cuerpo a doblarse hacia el exterior, con la mitad de él colgando en
el vacío, y de pie me folló de una manera que no pude definir si
salvaje o delicadamente, porque lo fue todo.
- Ahora
te toca- le dije cuando terminó. Pero se negó
- En
Barcelona dejaré que hagas conmigo lo que te venga en gana, pero
aquí no, aquí mando yo- respondió.
Y solo
pensar en lo que podía significar su promesa e imaginar las mil y
una maneras con que podría hacerle el amor, me excitó nuevamente.
Sus
orgasmos eran largos y profundos, lo cual me satisfizo enormemente.
Por mucho que simulara resistencia, finalmente conseguí lo que tanto
deseaba, hacerle el amor tal como yo quería. Y su cuerpo se
convirtió en un juguete para mí, pero bajo su control, como si
dejara que jugase con él a mi gusto, cuando en realidad era ella
quien guiaba mis impulsos.
Nunca
había conocido una mujer como aquella. Aunque por mi edad no fuera
sobrado en experiencias, no había de ser muy listo para percatarme
que Anna era la mujer perfecta y que difícilmente conocería otra
así: inteligente, fuerte, noble, valiente y sin ningún prejuicio;
porque era eso lo que la hacía tan brillante como mujer y como
persona: la absoluta falta de prejuicios, tanto en la vida diaria
como en el amor, de vergüenza en demostrar placer, sus morbosidades
y sus fantasías. Se reía de ellas de la misma manera que las
disfrutaba, y no tenía empaque para llevarlas hasta el final y en el
grado que más gusto le daba. Y sabía qué hacer para que su pareja
la acompañara en la aventura hasta el límite de los sentidos y de
su resistencia física.
Salimos
del baño y me llevó de la mano hasta el sofá que había en una de
las paredes. Con un empujón me tiró de espaldas en él, y empezó a
acariciarme, pellizcarme, besarme, morderme. Me convertí en su
monigote, tan perdido como afortunado. Moverme, intentar ser activo,
habría sido de mentecatos, aunque tampoco habría podido. Trabajó
mis sentidos hasta el límite del orgasmo. Y entonces me abrazó y
absorbió, chupó mi cuello, mi pecho, mis orejas, hasta sentir que
me extraía el alma. Y por fin se sentó sobre mi y me folló
mientras acariciaba mi cráneo con sus uñas. Y bajó su boca para
mordisquear mis pezones hasta enloquecerme, y luego exhibió los
suyos para que le hiciera lo mismo.
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