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Durante la comida descubrimos que el oficial sabía algo de español, y solo el conductor y uno de los soldados el inglés; el resto hablaba panyabí o un dialecto muy parecido. El oficial había pasado dos años en una academia norteamericana y uno en el Reino Unido. Era muy simpático y alegre, con gran sentido del humor. Por parte de sus soldados percibimos algo más que respeto hacia él, también había admiración. Con nosotros hablaba con mucha confianza. Tal vez el que solo nosotros lo entendiéramos y que fuéramos jóvenes e inofensivos extranjeros, le daba más alas.
- ¿Y qué se os ha perdido en este maravilloso rincón del mundo?- Preguntó con ironía.
- La belleza, aunque si quieres que te diga la verdad, aún no sabemos cómo hemos llegado hasta aquí. - Respondí con el mismo humor que él derrochaba.
Lo empecé a tutear de buenas a primeras, me había dado cuenta que entre los paquistaníes era lo habitual. El tipo se rió con ganas y nos dijo que haber llegado tan lejos y precisamente allí, sin conocer el país, su idioma y sus medios de transporte, había sido más hazaña que osadía. Nos explicó que la osadía a veces era producto de la ignorancia; que la hazaña, sin embargo, era haber llegado.
-En Skardu no hay nada, solo casas, cultivos y un viejo fuerte en ruinas, aparte de nosotros, que solo estamos para joder al hindú, además de caminos preciosos y montañas que matan a muchos escaladores.
La palabra joder salía de su boca con una facilidad increíble, curiosamente sin perder su contexto hispano cuando se dirigía a nosotros. Quizá el tipo se reprimiera en su lengua o en el inglés, porque seguía utilizando la misma expresión castellana al dirigirse a sus soldados y a los dos campesinos, fuera en panyabí o en urdu, en cambio del habitual fuck inglés.
Le
explicamos que nuestra intención era seguir el curso del Indo. Nos
habían dicho que era la tierra más bella y hospitalaria del mundo,
en la que el hombre era más importante que la vida y que la muerte.
El
tipo, visiblemente conmocionado, habló con el resto de los hombres.
Nos sentimos estudiados, ya que todas las miradas las dirigían a
nosotros.
- Para andar por esos caminos hay que ir armado, y si lo estás y no eres del país, cualquiera te mataría para robarte el arma. Nadie te echaría en falta. El Indo corre cerca de la frontera y muchos pueblos han sido abandonados, en algunos solo quedan pastores con su ganado y casi todos sirven de refugio a los guerrilleros de la Cachemira ocupada. El ejército hindú hace pequeñas incursiones para perseguirlos y si ve movimiento dispara antes de preguntar.
Eso dijo el oficial en su peculiar castellano, que por mucho mundo que visitáramos, era dudoso volverlo a escuchar. No le preguntamos por qué se consentía que el hindú violara su frontera, podría ser que sin pretenderlo abriéramos heridas difíciles de cicatrizar, o quizá él hiciera lo mismo en el territorio de su potencial enemigo.
Con los días aprendimos que la frontera era difícil de delimitar, y lo que para unos era la India, para otros podía ser Pakistán y para la guerrilla cachemir simplemente su país. Sabíamos, por nuestros amigos del autobús y por el hostelero, que el gobierno paquistaní evitaba la confrontación, igual que el ejército hindú tenía mucho cuidado y también evitaba cualquier encontronazo con su homónimo paquistaní. Las incursiones eran casos aislados y como respuesta a los ataques de una guerrilla armada sin disimulo por los paquistaníes.
Anna, otra vez con su maravillosa sonrisa, aquella que emitía seguridad y tranquilidad, que hacía creer que era imposible que algo saliera mal, le dijo que ya lo sabíamos. Le contó que la gente con la que habíamos llegado no nos quería dejar allí y uno de ellos incluso habló de evitarlo por la fuerza. El tipo asintió con la cabeza, parecía entender, aunque no sabíamos si al que nos quería raptar o a nosotros. Yo empezaba a pensar que estábamos a punto de introducirnos en un lío descomunal, del que no sabríamos cómo salir; que quizá lo mejor consistiera en rectificar y cambiar de camino, olvidarse de una belleza que nadie aseguraba y de una paz que todos negaban. También estaba el camino de Gilgit hacia China, con las cumbres más altas y los pasos más increíbles, del que tanto nos habían hablado nuestros amigos del autocar. Pero Anna era cabezona y no se dejaría convencer tan fácilmente. Por otro lado, si me veía flaquear se sentiría culpable, pensaría que lo hacía por ella y eso yo no lo podía permitir. El conductor habló con el oficial, le dijo unas pocas palabras en urdu y luego siguió en inglés, nos pareció que por recomendación de su jefe. Parecía que se lo tomara con bastante humor, pero a la vez recordándole que en pocos días habían de patrullar por un camino cercano a la frontera, que si nos apretábamos podrían llevarnos.
- Si los hindúes matan en nuestro territorio a la guapa spanish, se montará un revuelo internacional y se meterán en un lío.
Eso dijo mientras guiñaba un ojo. El problema es que era verdad.
Mientras terminábamos de comer vimos cómo llegaban algunos coches y camiones, quizá seis o siete contando los dos lados. Los lugareños de alguna manera se habían enterado que estábamos reparando el puente, y sin que nadie les reclamara su ayuda se ofrecieron para ayudarnos. Como ya no hacíamos falta, el oficial quiso que siguiéramos junto a él, hablando de España, de la dictadura franquista y del mayo del 68, que vivió muy de cerca, después de arengar con su característica jovialidad a los recién llegados, diciéndoles que por suerte habían llegado a tiempo de evitar que la joven spanish terminara de arreglar el puente ella solita.
Nos
habíamos sentado en unas grandes losas que servían de límite a la
carretera. A nuestros pies bajaba el Indo, caudaloso y bravo.
El río
absorbe la mirada, de tal que el hombre termina hablándole al agua.
Da lo mismo su cultura, su educación o que viva junto a él; el río
nunca ceja y termina siendo más fuerte que su voluntad. El oficial
parecía tan abducido como nosotros; sin embargo, de vez en cuando
levantaba la vista y, dependiendo cómo uno de los soldados respondía
a su sorda pregunta, se acercaba al puente para asegurarse o dar
alguna orden.
Tardamos
más de dos horas en llegar a Skardu. El río mantenía el mismo
caudal, tanto si se estrechaba como si se ensanchaba, a veces hasta
ciento cincuenta metros. A medio camino el Land Rover se despidió
con el claxon y entró en uno de los pequeños pueblos que jalonaban
el camino, aprovechando las grandes curvas del río, cuando el
estrecho valle daba un respiro y ganaba anchura; y lo hizo, cómo no,
atravesando un puente colgante, bamboleando y desafiando las leyes
del equilibrio y de la gravedad. Yo miraba a nuestra derecha, el gran
bosque que iba escalando una gigantesca montaña, casi azul al no
darle el sol, en contraste del riquísimo verde de la pradera.
Tanto
tiempo da para hablar mucho. El oficial quiso que Anna tomara asiento
delante, entre él y el conductor; pero ella no quiso y prefirió ir
detrás, con los soldados, y terminé yendo yo con él. El tipo no
paraba de charlar, me dijo que quería aprovechar la ocasión para
hablar español. Era tanto el ruido del motor, que costaba
entenderlo; no obstante, de vez en cuando se apreciaba la risa de mi
compañera y la de sus acompañantes, que se filtraba a través de
las tablas de madera, que separaban la cabina de la caja. El pequeño
camión saltaba y se movía de un lado a otro, y si a nosotros ya nos
costaba conservar el equilibrio, imaginaba que en la caja sería
imposible.
El
oficial se sentía especialmente mal. Me dijo que lo correcto hubiera
sido que Anna viajara detrás conmigo; que a sus soldados les
costaría aceptar lo contrario. Y por las risas que oía, pensé era
él quien no estaba preparado para viajar con una mujer tan joven y
sensual al lado, que si le apetecía hablar en español con ella, ya
tendría tiempo. Y me habló del paisaje, de los pueblos y de su
gente.
Cachemira
es muy grande y cada región es diferente, incluso su etnia y sus
costumbres. Me contó que a la zona donde íbamos habitaba el
tibetano y su arquitectura lo demostraba. Gente más luchadora que
habilidosa y muy celosa de lo suyo, orgullosa; no temían a nada ni a
nadie, pero si se les respetaba era pacífica y extremadamente
hospitalaria.
Habló
de su ejército y del hindú. Hacía tiempo que había pedido aquel
destino, igual que muchos de sus soldados. Le hablé del extraño
convoy que había visto en la carretera camino hacia el norte. Me
explicó que aquellas unidades de artillería no servían para la
defensa sino para preparar una ofensiva con infantería, a no ser que
quisieran alejarlas de un posible frente o las utilizaran como amago
para dividir al ejército hindú.
Me
contó que en Norteamérica y en el Reino Unido había descubierto
otra manera de ejercer el mando. Los militares hacían vida con sus
soldados, comían con ellos, hablaban de sus problemas sin
perjuicios, de sus mujeres, de sus hijos y de sus enfermedades. Allí
aprendió que el comandante comía en el comedor con sus soldados,
hacía cola y él mismo cogía su bandeja.
- Aquí casi todos somos panyabíes, y los oficiales de clase alta; los soldados viven aparte, son de una clase social más baja, nuestra comida es distinta y nos la sirven ellos. Parte de la culpa de nuestra derrota en el sesenta y cinco fue por eso, el divorcio entre quien debe pelear y su mando. El resto fue por prepotencia, creernos mejores y subestimar al enemigo.
Y pensé en España. Pronto entraría en su ejército, y entre los militares no los habría de mi país ni vascos, y probablemente me despreciarían y desconfiarían de mí sólo por ser catalán; y, con ellos cerca, posiblemente no podría hablar en mi idioma con mis paisanos. Y se me obligaría a jurar la bandera del despotismo y del fascismo, y a gritar vivas a un dictador asesino, que me odiaba y consideraba parte de un pueblo sometido. Y riéndome de la situación que me esperaba se lo conté así mismo. La política no me interesaba y estaba seguro que solo servía para odiarnos entre nosotros.
Era tarde cuando llegamos, aunque el sol todavía lucía y no se había escondido tras las cumbres. Cualquiera podría imaginarse que nos encontrábamos en la Cerdanya, a no ser por la grandiosidad de las montañas, su color y su pétrea desnudez. Un ancho y verde valle, salpicado de pequeños grupos de casas rodeadas de jardines, huertos, prados y ganado; y cerca del centro, la mezquita, distinta de las que habíamos visto hasta entonces, aunque en Pakistán hay pocas de parecidas.
Me reí
con Anna cuando me explicó cómo había ido el viaje. Primero le
preguntaron si estábamos casados. Les dijo que no, pero que era algo
parecido. Me sorprendió la respuesta, sabía que era incapaz de
mentir pasara lo que pasara, ni siquiera para resguardarse de
potenciales seductores. Solo cabía una explicación, sentía
superada la relación de mero compañerismo.
Se
había vuelto a poner el turbante y al notar su indisimulada
pesadumbre se rió. Le dijeron que con ellos no había de sentirse
cohibida, y ella como respuesta les preguntó porqué lo llevaban.
Por costumbre, habían respondido. Entonces ella les contó que lo
hacían para combatir las inclemencias del tiempo, el frío del
invierno y el calor del verano; que vestían con el shalvar kamez por
lo mismo y para evitar las quemaduras de la piel, y el tiempo lo
había convertido en costumbre.
Respondieron
que en el camión, con el aire y la capota, poco podía quemarse. Y
ella, riéndose, les dijo que se lo había vuelto a poner por la
cantidad de polvo que entraba, que no quería que su cabello se
ensuciara. Y me reí por la insistencia de los soldados.
Parece ser que hablaron mucho y de mil cosas, de la familia y de las novias de cada uno; de cómo sus madres eran quienes decidían con quien habían de casarse, y hasta que punto su decisión era inapelable. Lo contrario significaba la rotura familiar, algo impensable. Y siguiendo en su obsesión sobre su manera de vestir, le preguntaron si en nuestro país vestía con jeans y una camisa recogida en su interior como la mayoría de los europeos. Y al responderles que sí, los tipos, ya en broma, inocente o no, le pidieron que la próxima vez que se encontraran se los pusiera. Y se reían con ganas, de eso que los que viajábamos en la cabina oyéramos tanta carcajada. Y hablaron de su oficial, que hasta días más tarde no supimos que graduación tenía. Le contaron que eran voluntarios como él y también del Panyab, que si todos los militares fueran como él, haría tiempo que Cachemira sería libre. Estaban orgullosos de su valor y de su gran cultura, era uno de los suyos y harían lo que fuera por él. Y le expliqué la conversación que con él mantuve en la cabina.
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