lunes, 1 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 21ª parte

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Un hombre tan curioso como avispado. Llamamos a su puerta, a cien metros de la de arco en punta que abría el barrio, que de tan antigua no me atrevo a datarla. Por entonces ya nos reíamos al ver la sorpresa de la gente, cuando nos descubría europeos.
Nunca hubiéramos imaginado que nos adaptaríamos con tanta facilidad, no era solo la vestimenta, también la manera de estar, de dirigirnos a la gente. Y Hamid fue uno de ellos.
De edad avanzada, muy alto y seco. Tendría setenta o más, y eso que los habitantes del barrio aparentaban más de la que tenían. Después que su nieto le leyera la misiva, levantó la vista y nos miró de arriba abajo. Parecía que estudiase nuestras posibilidades y, por lo que dijo, no debió quedar muy convencido. Ni siquiera hablaba en urdu, aunque lo conocía perfectamente. No hacía falta y tampoco nos habría servido de mucho, a su lado, el nieto nos traducía lentamente en ingles todo lo que decía, tan limpio que hasta yo entendí algo de la conversación.

-¿Unos jóvenes europeos que quieren viajar hasta la frontera de la alta Cachemira?

El nieto pareció turbarse, percibía nuestro desconcierto, ya que por el tono parecía una pregunta llena de desprecio.

-Además de valor y pericia, necesitarán suerte para sobrevivir.

Anna respondió con una sonrisa y una tranquilidad que desarmaba al más pintado. Era consciente que aquel tipo era de los que no les parecía bien que una mujer no se cubriera la cabeza, y aún menos que sonriera con tanto descaro, aunque nunca a él sino a su nieto. El abuelo la observó con cuidado, pero también sin mirarle a los ojos, como si sintiera vergüenza o miedo de caer en pecado. En aquel extremo de Lahore, que la gente consideraba poblado de antiguos habitantes del norte de Cachemira, refugiados o huidos de la guerra y la salvaje represión del ejército hindú, y, aunque menos, también por el gobierno paquistaní, debía predominar la etnia panyabí. Eso nos dijeron en el centro, cuando ellos sí lo eran; sin embargo, no era así y, por lo que empezábamos a conocer, de panyabí había poco.

De no ser por las mochilas, podríamos haber pasado absolutamente desapercibidos, y no solo por nuestra vestimenta, que era insuficiente, sino porque la gente era muy parecida a nosotros, alta y de rasgos angulosos, distinta a la que habíamos visto en el resto de la ciudad; abundaban los ojos claros, entre ellos muchos rubios de fuerte parecido al típico nórdico; también había pelirrojos. Los morenos tenían nuestras facciones y su tez era igual de clara que la nuestra, bastante menos oscura que en el centro de la ciudad. Un alemán racista la confundiría con una rama virgen de la raza aria. Pero lo que más nos llamó la atención fue el color de sus uñas, tan claro como el nuestro.
Cuando veía una chica de nuestra edad, que, en contraste con el resto de la ciudad, allí paseaban sin reparo, me fijaba en su gran parecido con cualquier europea; de tal manera que a mi compañera, si no fuera por el idioma, nadie la hubiera dado por extranjera. Días más tarde entendimos por qué no tenían reparo en salir, aunque más acompañadas que solas. En aquel barrio, las chicas de nuestra edad ya estaban casadas, y las pocas que todavía no habían tenido a su parecer esta suerte estaban comprometidas.

De pronto oímos el lejano canto del almuédano, por los altavoces del alto y espectacular alminar que dominaba todo el norte de la ciudad. Nos retiramos a un rincón con respeto, el mismo que hubiéramos mostrado en una iglesia católica con gente rezando.
En Pakistán, como en el resto del mundo musulmán, no se necesita iglesia o mezquita para rezar, cualquier sitio es bueno para extender la alfombra, siempre y cuando se haya hecho la ablución necesaria.
El almuédano nos ayudaba a saber la hora. Desde nuestra llegada a Lahore ya no mirábamos el reloj, no nos hacía falta. Lo único que hacíamos era respetar el momento en silencio e intentar pasar desapercibidos, de manera que nadie se sintiera ofendido, cosa que de inmediato notamos que se agradecía. En Pakistán había una gran colonia de occidentales, norteamericanos, franceses e ingleses, y antes de la guerra abundaban los turistas y los hombres de negocio. Y esta gente no solía respetar la intimidad como nosotros. Ya en Karachi, por tal cosa Anna y yo tuvimos problemas con nuestros compañeros. Ellos seguían andando y charlando, y hasta se mostraban ofendidos al ver que nadie les hacía caso.

Al terminar el Salát, algunos nos vigilaban con desasosiego. Un musulmán debe rezar, es su obligación. Nosotros no lo éramos, pero nuestra imagen daba a entender que sí. Anna, al percatarse, habló conmigo en voz lo suficiente alta para evitar malentendidos, en catalán y algo irritada. Empezaba a estar harta de aquella sociedad tan cargada de prejuicios y de un extraño radicalismo, extraño porque no sabíamos definirlo. Una sociedad abierta y generosa con el extraño, pero cerrada y radical para sí misma. Fue casi automático, como si de uno a otro se pasase el mensaje, desde el más cercano al más lejano. Son extranjeros, amigos de Hamid Masel, de Rostam; que respetan y actúan con decoro, parecía que anunciaran sin siquiera abrir la boca. Y la reserva que momentos antes habíamos percibido, se tornó en simpatía y amabilidad.

Volvimos a la puerta y esperamos. No hizo falta darle a la anilla que hacía de picaporte, ya que habían dejado la puerta abierta, supusimos para que pudiéramos entrar durante su rezo; tampoco debimos esperar mucho, quizá un par de minutos. Y una vez más hizo que el nieto le leyera la nota, parecía perplejo y, aunque nosotros no entendiéramos ni una palabra ni supiéramos lo que había escrito, nos miraba como si fuera obra nuestra y no de Ismail. Entonces recordé a su anciano amigo que nos había obsequiado con dátiles y le expliqué que habíamos llegado por él. Lo hice sin subterfugios y de manera escueta.

-Tu amigo Mansur dijo que te buscáramos y nos aseguró que nos explicarías cómo llegar.

Vi como el nieto esbozaba una sonrisa mientras le traducía el mensaje. Mansur debía ser un viejo conocido de la familia. El tipo, si hasta aquel momento había mantenido alguna reserva, la olvidó de inmediato y nos preguntó si teníamos donde dormir. Respondimos que no, pero que buscaríamos algún sitio en el barrio. Y levantó los ojos simulando desesperación, como diciendo que no teníamos remedio.
El nieto nos acompañó a una casa de dos plantas y de mala apariencia, donde, según su abuelo, daban buena comida y alojamiento. En mi vida hubiera imaginado que existiera algo así. Nos preguntaron si éramos matrimonio y respondimos que sí. No teníamos ningún interés, en un lugar como aquel, de dormir separados. En primer lugar había que andar con cuidado, pues el suelo estaba roto y en algunos sitios había que andar por encima de las vigas desnudas. Y pensé que debía beber poco, no fuera que a media noche tuviera ganas de orinar, pero eso era lo de menos; y es que el urinario, como en muchas viejas casas de nuestro país, estaba en el exterior. En segundo lugar también debíamos tener cuidado con la solidez de las vigas, algunas no hubiesen aguantado mi peso. En la sala principal, que hacía de comedor, la mesa se apoyaba con tres patas sobre las tablas de madera y la cuarta sobre una viga. Un pequeño golpe y se habría ido abajo. Probablemente Hamid había decidido que supiéramos lo que nos esperaba, antes de emprender el viaje.

En Pakistán se come admirablemente bien con relación a sus vecinos. Según nos habían contado los pocos viajeros que conocimos, la cocina paquistaní era superior y mucho más rica que la hindú y la iraní, sus platos mejor elaborados y especiados con más maestría. Nunca tuvimos problemas a la hora de comer y nos gustaba encontrar nuevos sabores.
La cocina de Karachi es una amalgama de todas. En todo lugar te hacen platos de cualquier región paquistaní, a cada cual más sabroso y distinto. Por tal cosa no nos extrañamos que allí sirvieran platos diferentes a los que habíamos probado hasta entonces, más aromáticos y muy bien cocinados.
Lo que no esperábamos es que la mesa estuviera llena de comensales, todos hombres. La intuición hizo retirarse a Anna, a la que observaban torvamente. Me acerqué a la cocina y allí estaban, arremolinadas alrededor de una pequeña mesa, todas con la cabeza cubierta. Al volver, los hombres ya introducían su mano en la misma fuente, llena de arroz, verduras y carne. Al principio quise marchar, me sentí muy violento, sobre todo por mi compañera. Si aquello era lo que nos esperaba, prefería mil veces olvidarme del viaje. Anna se rió al ver mi cara y ni corta ni perezosa entró en la cocina, y al momento se escucharon voces, saludos y risas.
Un tipo más arrugado que una pasa de Corintio me hizo sitio, se le notaba violento. Anna, con su flequillo, sus gruesos labios, su sensualidad, su arrebatadora juventud y su manera de mirar y ser, tan fuerte como desafiante, parecía haberse convertido en un desafío para aquellos tipos; sin embargo, la transparencia de su kamez no parecía preocuparles, todo lo contrario que a mí, que verla tan tapada, mientras podía apreciar sus preciosas formas a través de la fina tela de algodón, gracias al contraste de la luz que llegaba de la cocina, perturbaba mis sentidos. Tomé asiento y en un momento de lucidez entendí que debía dar una explicación. Con alguna palabra en urdu y el apoyo de la mímica, les hice saber que en nuestro país, era costumbre que la mujer comiera en la misma mesa, y al momento se disipó el recelo. La comida era excelente desde mi punto de vista o paladar, el único problema era la completa falta de higiene. Comía con pequeñas tortas de pan, que utilizaba de envoltorio y para coger el arroz y la carne sin necesidad de que mi mano se pringara demasiado; también unas sabrosas croquetas de pasta de garbanzo con carne picada, servidas en tres platos sobre la mesa; y agua y té como bebida. El té nunca me había gustado, pero desde un principio entendimos que era mejor tomarlo antes que beber agua sin garantía.
Uno de mis acompañantes, igual para romper el hielo, para sentar una cercanía o para demostrar que no eran tan machistas, reconoció que en su casa las mujeres comían con los hombres e iban descubiertas; y al poco y con asombro descubrí que casi todos mantenían esta costumbre. Me abstuve de hablar, primero porque no entendía y segundo porque entendí que era el menos indicado. Pero, tal como discutían y la extraordinaria ferocidad que empleaban, me di cuenta que el extraño no era yo sino uno en particular, al que recriminaban de algo que no entendí; pero sí que hablaban de religión. Uno de ellos, al verme apartado y en silencio, intentó explicarme que sus abuelos y bisabuelos nunca habían excluido a las mujeres, que eso era nuevo.

Escuchaba mientras comía, aunque no entendía nada de lo que decían. Vigilaba sus gestos y su manera de comer. En el caso que nuestra aventura se hiciese realidad no quería que nada nos cogiera desprevenidos. Lo seguro es que al lugar donde íbamos no abundarían restaurantes y hoteles, y menos aún turistas. Y descubrí que no utilizaban la mano izquierda. Hasta entonces no me había fijado. En los restaurantes y bares donde habíamos comido, nunca había estado al tanto, quizá por estar siempre juntos y no mirar a la gente, o porque en Karachi la costumbre se había perdido.
En soledad descubría detalles que antes se me escapaban. Algunas costumbres ya las había aprendido y rápido, por eso no me alarmó que al levantarnos, uno de ellos me cogiera de la mano para enseñarme donde orinar, en caso de sufrir incontinencia por la noche. Antes, el mismo tipo me había ofrecido una pipa con hachis; la cena había terminado y parecía que lo utilizaran como postre o para dormir mejor. Le hice ver que no era fumador. No se sorprendió, nadie se asombraba por nada, el único yo, que pocas horas antes había hecho de traficante en un lugar donde abundaba.
Nos sorprendió que fuéramos pocos los que pernoctásemos en la casa. Tres de ellos pagaron, se despidieron y marcharon con sus mujeres, otros dos se quedaron a dormir. Cuando quedamos solos, el posadero quiso sentarse con nosotros para preguntar por nuestro país y sus costumbres, y cómo nos desenvolvíamos con la dictadura. Pakistán, por mucho que sorprendiera, era un país libre y democrático, donde se vivía la política con mucha intensidad. Se respiraba corrupción, ni más ni menos que en España, pero no el despotismo de nuestro país.
Aquel hombre, sensato e inteligente, nos explicaba que todos nos parecemos, que somos hipócritas y cínicos con nuestros hermanos; y, mientras hablaba, de la cocina extrajo una botella de aguardiente, que nunca supe de qué había sido destilada.

-Muchos de nosotros bebemos alcohol, pero así, sin que nadie nos vea.

Nos explicó, mientras su mujer trajinaba en la cocina como buena esclava. Pero, quién era yo para discutir o juzgar, si en Barcelona mi madre y mi abuela hacían lo mismo.
Cuando le preguntamos qué le debíamos, respondió con una frase a la que ya empezábamos a acostumbrarnos: “you are my guests”, ustedes son mis invitados.

Por la noche Anna me dijo que con la discusión, en la cocina se respiraba tensión y malestar, se hablaba poco y nada sobre el tema; que aquella sociedad era cobarde y débil, sobre todo las mujeres. La vi tan irritada que le propuse anular el viaje, aunque tampoco estábamos seguros de poder realizarlo. Pero lo que más nos sorprendía, era la conversación con el anciano del mercado de verduras; aún recordábamos sus palabras:
“Si queréis paz y belleza id al sur de la alta Cachemira, a sus aldeas más alejadas. Os costará llegar, será peligroso, pero difícilmente podréis ver tanta belleza y sentir más paz en otro lugar del mundo”. Y empezamos a pensar si nos habíamos equivocado de país o malinterpretado sus palabras. Hasta el momento, todos nos decían que era una locura, un país en permanente guerra y muy peligroso, en el que la gente era muy violenta, con pueblos abandonados y saqueados. El anciano seguramente se refería a otro tipo de paz, desconocida en aquel momento para nosotros.

De la charla con el mesero dedujimos que debíamos cambiar nuestra manera de vestir y olvidarnos de intentar pasar desapercibidos; que con solo ponernos un cinturón sobre el blanco, cómodo y sencillo salwar kamez sería suficiente. A Anna no hacía falta pedirle que se quitara el maldito pañuelo de la cabeza. Creo recordar que en el barrio lo llevó puesto media hora o menos, y tan subrepticiamente que llamaba menos la atención sin él.
Debíamos ser correctos, adaptarnos, pero sin perder las maneras. El paquistaní acepta al extranjero y sus costumbres, siempre y cuando mantenga el justo decoro. Entendimos que solo así podríamos soportar el viaje por aquel mundo tan extraño, que ya no nos atrevíamos a tratarlo de patriarcado o de machista, que para unas cosas era muy parecido al latino y para otras, inexistente, y, sin embargo, estaba tan presente que agobiaba. Y decidimos no seguir escondiendo nuestro origen y adecuar aún más nuestras costumbres al entorno.

Por la mañana y para disgusto de Anna, que consideraba que el descuido me sentaba bien, me afeité. Desde nuestra salida de Barcelona todavía no lo había hecho y, pese a mis veinte años, como buen latino mi barba era oscura y bastante poblada, y hacía que pareciera más pashtún que algunos de ellos. Y al afeitarme el bigote, que era lo que mejor me crecía, recuperé por completo mi antigua fisonomía.
El mesero consiguió que desayunáramos antes para poder estar juntos. Nos sirvió tartas con miel, supongo que confeccionadas con leche, y un té extrañísimo, que de poco hizo que vomitara. Después descubrí que le había añadido sal y nata muy espesa. Si el té ya no era de mi gusto, aquella mezcla se me hizo explosiva al paladar. Luego, poco a poco fui tomándola ayudado por la risa de mi amiga y terminó gustándome.
Salimos a pasear, era pronto y queríamos hacer tiempo para visitar a Hamid, que habitaba relativamente cerca, y agradecerle lo que había hecho por nosotros. No habíamos dado dos pasos cuando vimos que se acercaba uno de los que habían cenado con nosotros.

-Dentro de dos horas salimos con el autocar hacia Gilgit.

No entendimos nada, ¿a qué venía el autocar, Gilgit y nosotros? El tipo al ver nuestro desconcierto debió darse cuenta que no sabíamos de qué hablaba.
Me quedé en el hostal preparando las mochilas, mientras Anna, con su típico descaro y un punto de enfado, fue a casa de Hamid para pedir una explicación. Mientras iba recogiendo nuestras cosas, me reía pensando en cómo solventaría mi compañera la intrincada situación. A su vuelta me dijo que en la entrada se topó con el nieto, que, aparte de hacer un considerable esfuerzo para no perder la compostura -no era costumbre que una bonita y descarada mujer occidental fuera a pedir explicaciones a su abuelo-, no sabía como disculparse. Su abuelo era un hombre extraño pero bueno, nos llevó a cenar y a dormir en aquel hostal, porque unos familiares que estaban de paso para ir a una boda en Gilgit cenaban allí. Los avisó y pensó que si éramos de su gusto, nos llevarían con ellos y nos protegerían.
Anna no supo que decir, al volver me contó que estuvo a punto de darle un beso. Me reí, mi amiga era un peligro. Si no fuera porque sabía lo cerebral y fría que era, hubiera terminado en permanente estrés, pensando cómo salir de los líos en que seguro iba a introducirnos.

Con una mujer tan libre, que podía dormir a mi lado desnuda, con su mano sobre mi pecho y sin hacer sexo, que todo en su vida era negociable excepto la libertad, viajar con ella por el norte de Pakistán era un riesgo muy a tener en cuenta. Anna era así: directa, fuerte y segura de sí misma, y tenía claro lo que quería. Mi compañera era, a mi modo de ver, la mujer que cualquier hombre y más de una mujer podía soñar, pero nunca tener; que enamoraba sin que conquistara, que era deseada sin que sedujera. Era bella y atractiva, pero lo amagaba bajo un manto de desdén y de dureza, e intentaba por todos los medios que los hombres no cayeran bajo el influjo de su cuerpo. Era terriblemente femenina, de las más que hubiera conocido; y no lo podía evitar, pero de inmediato utilizaba cualquier impostura para desarmar al presunto seducido. Y conmigo no se cubría con ningún escudo, era tal como le gustaba y se sentía: atractiva, femenina y bella; no buscaba subterfugios ni utilizaba desplantes sino todo lo contrario, conmigo era tierna, cuidadosa, y sus caricias, sin malicia ni intención, estremecían todos los sentidos de mi cuerpo; era la amiga-hermana perfecta, solo faltaba la amante.

Para ser de Anna se necesitaba mucho más que amistad y sexo. Follar con ella no era difícil, bastaba con gustarle y ya se cuidaba ella de conseguirlo; pero entonces solo se podía llegar a eso, posiblemente al mejor sexo. Ser su amigo era más difícil, pero tampoco pasaba de eso. Para ser de Anna y tenerla había que demostrarle mucho más, ser capaz de sacrificarse, de dejar más que la piel por una idea. Mi compañera, desde que nos conocimos lo quiso todo de mi, ni medias tintas ni sensiblerías, y sabía que de dar este paso, nuestra relación terminaría siendo de una intensidad difícil de superar.

 

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