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Un hombre tan curioso como avispado. Llamamos a su puerta, a cien
metros de la de arco en punta que abría el barrio, que de tan
antigua no me atrevo a datarla. Por entonces ya nos reíamos al ver
la sorpresa de la gente, cuando nos descubría europeos.
Nunca
hubiéramos imaginado que nos adaptaríamos con tanta facilidad, no
era solo la vestimenta, también la manera de estar, de dirigirnos a
la gente. Y Hamid fue uno de ellos.
De edad
avanzada, muy alto y seco. Tendría setenta o más, y eso que los
habitantes del barrio aparentaban más de la que tenían. Después
que su nieto le leyera la misiva, levantó la vista y nos miró de
arriba abajo. Parecía que estudiase nuestras posibilidades y, por lo
que dijo, no debió quedar muy convencido. Ni siquiera hablaba en
urdu, aunque lo conocía perfectamente. No hacía falta y tampoco nos
habría servido de mucho, a su lado, el nieto nos traducía
lentamente en ingles todo lo que decía, tan limpio que hasta yo
entendí algo de la conversación.
-¿Unos jóvenes europeos que quieren viajar hasta la frontera de la alta Cachemira?
El nieto pareció turbarse, percibía nuestro desconcierto, ya que por el tono parecía una pregunta llena de desprecio.
-Además de valor y pericia, necesitarán suerte para sobrevivir.
Anna respondió con una sonrisa y una tranquilidad que desarmaba al más pintado. Era consciente que aquel tipo era de los que no les parecía bien que una mujer no se cubriera la cabeza, y aún menos que sonriera con tanto descaro, aunque nunca a él sino a su nieto. El abuelo la observó con cuidado, pero también sin mirarle a los ojos, como si sintiera vergüenza o miedo de caer en pecado. En aquel extremo de Lahore, que la gente consideraba poblado de antiguos habitantes del norte de Cachemira, refugiados o huidos de la guerra y la salvaje represión del ejército hindú, y, aunque menos, también por el gobierno paquistaní, debía predominar la etnia panyabí. Eso nos dijeron en el centro, cuando ellos sí lo eran; sin embargo, no era así y, por lo que empezábamos a conocer, de panyabí había poco.
De no
ser por las mochilas, podríamos haber pasado absolutamente desapercibidos, y no solo por nuestra vestimenta, que era
insuficiente, sino porque la gente era muy parecida a nosotros, alta
y de rasgos angulosos, distinta a la que habíamos visto en el resto
de la ciudad; abundaban los ojos claros, entre ellos muchos rubios de
fuerte parecido al típico nórdico; también había pelirrojos. Los
morenos tenían nuestras facciones y su tez era igual de clara que la
nuestra, bastante menos oscura que en el centro de la ciudad. Un
alemán racista la confundiría con una rama virgen de la raza aria.
Pero lo que más nos llamó la atención fue el color de sus uñas,
tan claro como el nuestro.
Cuando
veía una chica de nuestra edad, que, en contraste con el resto de la
ciudad, allí paseaban sin reparo, me fijaba en su gran parecido con
cualquier europea; de tal manera que a mi compañera, si no fuera por
el idioma, nadie la hubiera dado por extranjera. Días más tarde
entendimos por qué no tenían reparo en salir, aunque más
acompañadas que solas. En aquel barrio, las chicas de nuestra edad
ya estaban casadas, y las pocas que todavía no habían tenido a su
parecer esta suerte estaban comprometidas.
De
pronto oímos el lejano canto del almuédano, por los altavoces del
alto y espectacular alminar que dominaba todo el norte de la ciudad.
Nos retiramos a un rincón con respeto, el mismo que hubiéramos
mostrado en una iglesia católica con gente rezando.
En
Pakistán, como en el resto del mundo musulmán, no se necesita
iglesia o mezquita para rezar, cualquier sitio es bueno para extender
la alfombra, siempre y cuando se haya hecho la ablución necesaria.
El
almuédano nos ayudaba a saber la hora. Desde nuestra llegada a
Lahore ya no mirábamos el reloj, no nos hacía falta. Lo único que
hacíamos era respetar el momento en silencio e intentar pasar
desapercibidos, de manera que nadie se sintiera ofendido, cosa que de
inmediato notamos que se agradecía. En Pakistán había una gran
colonia de occidentales, norteamericanos, franceses e ingleses, y
antes de la guerra abundaban los turistas y los hombres de negocio. Y
esta gente no solía respetar la intimidad como nosotros. Ya en
Karachi, por tal cosa Anna y yo tuvimos problemas con nuestros
compañeros. Ellos seguían andando y charlando, y hasta se mostraban
ofendidos al ver que nadie les hacía caso.
Al terminar el Salát, algunos nos vigilaban con desasosiego. Un musulmán debe rezar, es su obligación. Nosotros no lo éramos, pero nuestra imagen daba a entender que sí. Anna, al percatarse, habló conmigo en voz lo suficiente alta para evitar malentendidos, en catalán y algo irritada. Empezaba a estar harta de aquella sociedad tan cargada de prejuicios y de un extraño radicalismo, extraño porque no sabíamos definirlo. Una sociedad abierta y generosa con el extraño, pero cerrada y radical para sí misma. Fue casi automático, como si de uno a otro se pasase el mensaje, desde el más cercano al más lejano. Son extranjeros, amigos de Hamid Masel, de Rostam; que respetan y actúan con decoro, parecía que anunciaran sin siquiera abrir la boca. Y la reserva que momentos antes habíamos percibido, se tornó en simpatía y amabilidad.
Volvimos a la puerta y esperamos. No hizo falta darle a la anilla que hacía de picaporte, ya que habían dejado la puerta abierta, supusimos para que pudiéramos entrar durante su rezo; tampoco debimos esperar mucho, quizá un par de minutos. Y una vez más hizo que el nieto le leyera la nota, parecía perplejo y, aunque nosotros no entendiéramos ni una palabra ni supiéramos lo que había escrito, nos miraba como si fuera obra nuestra y no de Ismail. Entonces recordé a su anciano amigo que nos había obsequiado con dátiles y le expliqué que habíamos llegado por él. Lo hice sin subterfugios y de manera escueta.
-Tu amigo Mansur dijo que te buscáramos y nos aseguró que nos explicarías cómo llegar.
Vi como
el nieto esbozaba una sonrisa mientras le traducía el mensaje.
Mansur debía ser un viejo conocido de la familia. El tipo, si hasta
aquel momento había mantenido alguna reserva, la olvidó de
inmediato y nos preguntó si teníamos donde dormir. Respondimos que
no, pero que buscaríamos algún sitio en el barrio. Y levantó los
ojos simulando desesperación, como diciendo que no teníamos
remedio.
El
nieto nos acompañó a una casa de dos plantas y de mala apariencia,
donde, según su abuelo, daban buena comida y alojamiento. En mi vida
hubiera imaginado que existiera algo así. Nos preguntaron si éramos
matrimonio y respondimos que sí. No teníamos ningún interés, en
un lugar como aquel, de dormir separados. En primer lugar había que
andar con cuidado, pues el suelo estaba roto y en algunos sitios
había que andar por encima de las vigas desnudas. Y pensé que debía
beber poco, no fuera que a media noche tuviera ganas de orinar, pero
eso era lo de menos; y es que el urinario, como en muchas viejas
casas de nuestro país, estaba en el exterior. En segundo lugar
también debíamos tener cuidado con la solidez de las vigas, algunas
no hubiesen aguantado mi peso. En la sala principal, que hacía de
comedor, la mesa se apoyaba con tres patas sobre las tablas de madera
y la cuarta sobre una viga. Un pequeño golpe y se habría ido abajo.
Probablemente Hamid había decidido que supiéramos lo que nos
esperaba, antes de emprender el viaje.
En
Pakistán se come admirablemente bien con relación a sus vecinos.
Según nos habían contado los pocos viajeros que conocimos, la
cocina paquistaní era superior y mucho más rica que la hindú y la
iraní, sus platos mejor elaborados y especiados con más maestría.
Nunca tuvimos problemas a la hora de comer y nos gustaba encontrar
nuevos sabores.
La
cocina de Karachi es una amalgama de todas. En todo lugar te hacen
platos de cualquier región paquistaní, a cada cual más sabroso y
distinto. Por tal cosa no nos extrañamos que allí sirvieran platos
diferentes a los que habíamos probado hasta entonces, más
aromáticos y muy bien cocinados.
Lo que
no esperábamos es que la mesa estuviera llena de comensales, todos
hombres. La intuición hizo retirarse a Anna, a la que observaban
torvamente. Me acerqué a la cocina y allí estaban, arremolinadas
alrededor de una pequeña mesa, todas con la cabeza cubierta. Al
volver, los hombres ya introducían su mano en la misma fuente, llena
de arroz, verduras y carne. Al principio quise marchar, me sentí muy
violento, sobre todo por mi compañera. Si aquello era lo que nos
esperaba, prefería mil veces olvidarme del viaje. Anna se rió al
ver mi cara y ni corta ni perezosa entró en la cocina, y al momento
se escucharon voces, saludos y risas.
Un tipo
más arrugado que una pasa de Corintio me hizo sitio, se le notaba
violento. Anna, con su flequillo, sus gruesos labios, su sensualidad,
su arrebatadora juventud y su manera de mirar y ser, tan fuerte como
desafiante, parecía haberse convertido en un desafío para aquellos
tipos; sin embargo, la transparencia de su kamez no parecía
preocuparles, todo lo contrario que a mí, que verla tan tapada,
mientras podía apreciar sus preciosas formas a través de la fina
tela de algodón, gracias al contraste de la luz que llegaba de la
cocina, perturbaba mis sentidos. Tomé asiento y en un momento de
lucidez entendí que debía dar una explicación. Con alguna palabra
en urdu y el apoyo de la mímica, les hice saber que en nuestro país,
era costumbre que la mujer comiera en la misma mesa, y al momento se
disipó el recelo. La comida era excelente desde mi punto de vista o
paladar, el único problema era la completa falta de higiene. Comía
con pequeñas tortas de pan, que utilizaba de envoltorio y para coger
el arroz y la carne sin necesidad de que mi mano se pringara
demasiado; también unas sabrosas croquetas de pasta de garbanzo con
carne picada, servidas en tres platos sobre la mesa; y agua y té
como bebida. El té nunca me había gustado, pero desde un principio
entendimos que era mejor tomarlo antes que beber agua sin garantía.
Uno de
mis acompañantes, igual para romper el hielo, para sentar una
cercanía o para demostrar que no eran tan machistas, reconoció que
en su casa las mujeres comían con los hombres e iban descubiertas; y
al poco y con asombro descubrí que casi todos mantenían esta
costumbre. Me abstuve de hablar, primero porque no entendía y
segundo porque entendí que era el menos indicado. Pero, tal como
discutían y la extraordinaria ferocidad que empleaban, me di cuenta
que el extraño no era yo sino uno en particular, al que recriminaban
de algo que no entendí; pero sí que hablaban de religión. Uno de
ellos, al verme apartado y en silencio, intentó explicarme que sus
abuelos y bisabuelos nunca habían excluido a las mujeres, que eso
era nuevo.
Escuchaba
mientras comía, aunque no entendía nada de lo que decían. Vigilaba
sus gestos y su manera de comer. En el caso que nuestra aventura se
hiciese realidad no quería que nada nos cogiera desprevenidos. Lo
seguro es que al lugar donde íbamos no abundarían restaurantes y
hoteles, y menos aún turistas. Y descubrí que no utilizaban la mano
izquierda. Hasta entonces no me había fijado. En los restaurantes y
bares donde habíamos comido, nunca había estado al tanto, quizá
por estar siempre juntos y no mirar a la gente, o porque en Karachi
la costumbre se había perdido.
En
soledad descubría detalles que antes se me escapaban. Algunas
costumbres ya las había aprendido y rápido, por eso no me alarmó
que al levantarnos, uno de ellos me cogiera de la mano para enseñarme
donde orinar, en caso de sufrir incontinencia por la noche. Antes, el
mismo tipo me había ofrecido una pipa con hachis; la cena había
terminado y parecía que lo utilizaran como postre o para dormir
mejor. Le hice ver que no era fumador. No se sorprendió, nadie se asombraba por nada, el único yo, que pocas horas antes había hecho
de traficante en un lugar donde abundaba.
Nos
sorprendió que fuéramos pocos los que pernoctásemos en la casa.
Tres de ellos pagaron, se despidieron y marcharon con sus mujeres,
otros dos se quedaron a dormir. Cuando quedamos solos, el posadero
quiso sentarse con nosotros para preguntar por nuestro país y sus
costumbres, y cómo nos desenvolvíamos con la dictadura. Pakistán,
por mucho que sorprendiera, era un país libre y democrático, donde
se vivía la política con mucha intensidad. Se respiraba corrupción,
ni más ni menos que en España, pero no el despotismo de nuestro
país.
Aquel
hombre, sensato e inteligente, nos explicaba que todos nos parecemos,
que somos hipócritas y cínicos con nuestros hermanos; y, mientras
hablaba, de la cocina extrajo una botella de aguardiente, que nunca
supe de qué había sido destilada.
-Muchos de nosotros bebemos alcohol, pero así, sin que nadie nos vea.
Nos
explicó, mientras su mujer trajinaba en la cocina como buena
esclava. Pero, quién era yo para discutir o juzgar, si en Barcelona
mi madre y mi abuela hacían lo mismo.
Cuando
le preguntamos qué le debíamos, respondió con una frase a la que
ya empezábamos a acostumbrarnos: “you are my guests”, ustedes
son mis invitados.
Por la
noche Anna me dijo que con la discusión, en la cocina se respiraba
tensión y malestar, se hablaba poco y nada sobre el tema; que
aquella sociedad era cobarde y débil, sobre todo las mujeres. La vi
tan irritada que le propuse anular el viaje, aunque tampoco estábamos
seguros de poder realizarlo. Pero lo que más nos sorprendía, era la
conversación con el anciano del mercado de verduras; aún
recordábamos sus palabras:
“Si
queréis paz y belleza id al sur de la alta Cachemira, a sus aldeas
más alejadas. Os costará llegar, será peligroso, pero difícilmente
podréis ver tanta belleza y sentir más paz en otro lugar del
mundo”. Y empezamos a pensar si nos habíamos equivocado de país o
malinterpretado sus palabras. Hasta el momento, todos nos decían que
era una locura, un país en permanente guerra y muy peligroso, en el
que la gente era muy violenta, con pueblos abandonados y saqueados.
El anciano seguramente se refería a otro tipo de paz, desconocida en
aquel momento para nosotros.
De la
charla con el mesero dedujimos que debíamos cambiar nuestra manera
de vestir y olvidarnos de intentar pasar desapercibidos; que con solo
ponernos un cinturón sobre el blanco, cómodo y sencillo salwar
kamez sería suficiente. A Anna no hacía falta pedirle que se
quitara el maldito pañuelo de la cabeza. Creo recordar que en el
barrio lo llevó puesto media hora o menos, y tan subrepticiamente
que llamaba menos la atención sin él.
Debíamos
ser correctos, adaptarnos, pero sin perder las maneras. El paquistaní
acepta al extranjero y sus costumbres, siempre y cuando mantenga el
justo decoro. Entendimos que solo así podríamos soportar el viaje
por aquel mundo tan extraño, que ya no nos atrevíamos a tratarlo de
patriarcado o de machista, que para unas cosas era muy parecido al
latino y para otras, inexistente, y, sin embargo, estaba tan presente
que agobiaba. Y decidimos no seguir escondiendo nuestro origen y
adecuar aún más nuestras costumbres al entorno.
Por la
mañana y para disgusto de Anna, que consideraba que el descuido me
sentaba bien, me afeité. Desde nuestra salida de Barcelona todavía
no lo había hecho y, pese a mis veinte años, como buen latino mi
barba era oscura y bastante poblada, y hacía que pareciera más
pashtún que algunos de ellos. Y al afeitarme el bigote, que era lo
que mejor me crecía, recuperé por completo mi antigua fisonomía.
El
mesero consiguió que desayunáramos antes para poder estar juntos.
Nos sirvió tartas con miel, supongo que confeccionadas con leche, y
un té extrañísimo, que de poco hizo que vomitara. Después
descubrí que le había añadido sal y nata muy espesa. Si el té ya
no era de mi gusto, aquella mezcla se me hizo explosiva al paladar.
Luego, poco a poco fui tomándola ayudado por la risa de mi amiga y
terminó gustándome.
Salimos
a pasear, era pronto y queríamos hacer tiempo para visitar a Hamid,
que habitaba relativamente cerca, y agradecerle lo que había hecho
por nosotros. No habíamos dado dos pasos cuando vimos que se
acercaba uno de los que habían cenado con nosotros.
-Dentro de dos horas salimos con el autocar hacia Gilgit.
No
entendimos nada, ¿a qué venía el autocar, Gilgit y nosotros? El
tipo al ver nuestro desconcierto debió darse cuenta que no
sabíamos de qué hablaba.
Me
quedé en el hostal preparando las mochilas, mientras Anna, con su
típico descaro y un punto de enfado, fue a casa de Hamid para pedir
una explicación. Mientras iba recogiendo nuestras cosas, me reía
pensando en cómo solventaría mi compañera la intrincada situación.
A su vuelta me dijo que en la entrada se topó con el nieto, que,
aparte de hacer un considerable esfuerzo para no perder la
compostura -no era costumbre que una bonita y descarada mujer
occidental fuera a pedir explicaciones a su abuelo-, no sabía como
disculparse. Su abuelo era un hombre extraño pero bueno, nos llevó
a cenar y a dormir en aquel hostal, porque unos familiares que
estaban de paso para ir a una boda en Gilgit cenaban allí. Los avisó
y pensó que si éramos de su gusto, nos llevarían con ellos y nos
protegerían.
Anna no
supo que decir, al volver me contó que estuvo a punto de darle un
beso. Me reí, mi amiga era un peligro. Si no fuera porque sabía lo
cerebral y fría que era, hubiera terminado en permanente estrés,
pensando cómo salir de los líos en que seguro iba a introducirnos.
Con una mujer tan libre, que podía dormir a mi lado desnuda, con su mano sobre mi pecho y sin hacer sexo, que todo en su vida era negociable excepto la libertad, viajar con ella por el norte de Pakistán era un riesgo muy a tener en cuenta. Anna era así: directa, fuerte y segura de sí misma, y tenía claro lo que quería. Mi compañera era, a mi modo de ver, la mujer que cualquier hombre y más de una mujer podía soñar, pero nunca tener; que enamoraba sin que conquistara, que era deseada sin que sedujera. Era bella y atractiva, pero lo amagaba bajo un manto de desdén y de dureza, e intentaba por todos los medios que los hombres no cayeran bajo el influjo de su cuerpo. Era terriblemente femenina, de las más que hubiera conocido; y no lo podía evitar, pero de inmediato utilizaba cualquier impostura para desarmar al presunto seducido. Y conmigo no se cubría con ningún escudo, era tal como le gustaba y se sentía: atractiva, femenina y bella; no buscaba subterfugios ni utilizaba desplantes sino todo lo contrario, conmigo era tierna, cuidadosa, y sus caricias, sin malicia ni intención, estremecían todos los sentidos de mi cuerpo; era la amiga-hermana perfecta, solo faltaba la amante.
Para ser de Anna se necesitaba mucho más que amistad y sexo. Follar con ella no era difícil, bastaba con gustarle y ya se cuidaba ella de conseguirlo; pero entonces solo se podía llegar a eso, posiblemente al mejor sexo. Ser su amigo era más difícil, pero tampoco pasaba de eso. Para ser de Anna y tenerla había que demostrarle mucho más, ser capaz de sacrificarse, de dejar más que la piel por una idea. Mi compañera, desde que nos conocimos lo quiso todo de mi, ni medias tintas ni sensiblerías, y sabía que de dar este paso, nuestra relación terminaría siendo de una intensidad difícil de superar.
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