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Para llegar a la ciudad había que vadear el gran río, que parecía más una gigantesca plataforma llena de pequeños lagos. Les pedí que nos dejaran en la entrada de la ciudad, de manera que pudiéramos pasear tranquilos y conocerla desde uno de sus extremos. Realmente en Skardu no había nada, solo gente muy amable y en algunos lugares de la ciudad banderines colgando de cuerdas, de largos palos o de cualquier lugar que se pudiera. Éramos los invitados del oficial y, aunque hubiese sido nuestro gusto, no podíamos buscar alojamiento. Lo único que podíamos hacer es comer, porque fuera donde fuera todo el mundo nos invitaba.
Muchos agricultores comían en la calle o en el interior de sus sembrados y prados. Había poco ganado, y supusimos que, como en el Pirineo, estaría en las praderías de la alta montaña, justo debajo de las nieves eternas; aunque allí era muy agreste y rocosa, con pocos espacios para la hierba y el paso de la res. En el Pirineo, dos mil metros de altitud ya son muchos y es donde el ganado pasa el verano. Skardu se encuentra a más de dos mil doscientos metros, por lo cual esas praderías podrían estar a partir de los dos mil quinientos.
Los tibetanos son más bajos y anchos que el resto, -supongo que la evolución provocó su mutación biológica, igual que a nosotros, los mediterráneos, que solemos ser más morenos que los nórdicos- pero distaban mucho de parecerse a los indios del altiplano peruano, que años después conocería. Su evolución no había sido tan radical, aunque la altitud en la que vivían quizás fuera igual o superior.
Era la
hora de la cena, así lo entendimos, aunque para el resto del país
era muy pronto para eso, y nos llamaban desde cualquier lugar, con
señas, pequeñas llamadas en un idioma absolutamente desconocido
para nosotros. Estaban sentados en el suelo, ya no con alfombras sino
con trozos de gruesa tela de muchos colores. El rojo se había
convertido en grana, el azul, el verde, etc. más intensos, aunque
con la misma luminosidad; parecían los mismos, pero con más carga
de tinte. Nos estaban invitando a compartir su comida y no la
rechazamos, no lo habíamos hecho en el hostal y tampoco con los
amigos del autobús, y esta vez íbamos más preparados, llevábamos
la que aquellos nos habían entregado para el camino y habíamos de
consumirla.
Extendimos
nuestras alfombras, abrimos las mochilas y sacamos la comida para,
con gestos, compartirla con ellos. Al poco se acercó uno de los
vecinos, quería saber de aquellos extraños y jóvenes viajeros.
Estaban acostumbrados a los pocos alpinistas que un año antes habían
pasado por el pueblo, con la intención de completar algún ocho mil,
prepotentes y déspotas, que llevaban sus propios alimentos, sus
equipos, sus tiendas, que no compartían nada y rechazaban su
compañía. Imaginamos que se sentirían superiores o que les
repugnaba la aparente falta de higiene, también es posible que solo
pensaran en lo suyo y para ellos lo demás fuera una pérdida de
tiempo. Con Artur había conocido algunos así en nuestro propio
país. Pero lo más probable es que se sintieran en desventaja por no
conocer el idioma, y se encerraran en su mundo de dinero y botas
especiales, cohibidos al ver que sus porteadores llegaban a los
mismos lugares calzados con alpargatas y cargados como mulas.
De la carretera por donde habíamos pasado llegaban pequeños camiones, furgonetas y hasta algún desvencijado coche, que si no fuera por la pericia de sus mecánicos, que ya habíamos visto en el taller mecánico de Lahore, hubiera sido imposible que llegaran de tan lejos y por semejante camino. Y todos tan engalanados como cualquiera, pero no tanto como el autocar de nuestros amigos.
Volvimos a cenar con el oficial y unos cuantos de sus militares, en un pequeño campamento en las afueras de la población y cercano al pequeño aeropuerto militar, en el que no se veían aviones, pero sí hangares cerrados. Nos vestimos con nuestra ropa europea, tejanos y camisa. Los soldados se habían ofrecido a lavarnos la ropa. Nosotros habíamos pensado hacerlo por nuestra cuenta, pero sabíamos que no podíamos negarnos.
Por lo
que pudiera pasar, a los lugareños con los que habíamos compartido
la comida, les compramos verduras, que solo con verlas ya nos daban
hambre, y un cordero que habían matado el día anterior, por lo que
estaba en su punto. Por él pagamos ciento sesenta rupias, que para
nosotros no era nada, pero para un cachemir era una cifra nada
desdeñable. En Karachi, el mismo cordero costaba doscientas
cincuenta o más; y en Lahore, dependiendo del barrio, entre
doscientas veinticinco y doscientas cincuenta. No recuerdo lo que en
Barcelona, pero más de dos mil seguro. Un manojo de zanahorias podía
costar veinticinco “paises” (céntimos).
Éramos
sus invitados, no podíamos pagar y era impensable que aceptaran
dinero; sin embargo, dar y recibir regalos era una costumbre tan
arraigada que no nos la podían negar. En Skardu no había nada, a
menos que quisiéramos comprar una escoba, botas de piel que
confeccionaban en las puertas de las casas o unas bebidas tan raras
que no sabíamos si iban a gustar; no obstante, el cordero agradaba a
todo el mundo y era un buen regalo, incluso allí que sobraban.
Habían
preparado una cómoda mesa que ocupaba un tercio de un pequeño
barracón, que, entendimos, debían utilizarlo para algunas reuniones
porque estaba lleno de mapas de la región.
La
comida no estuvo nada mal, quizá porque ya nos habíamos
acostumbrado a los sabores del país. Al día siguiente Anna me contó
que era el rancho del día, quizá servido con más cuidado que al
resto.
Durante
la cena el oficial, esforzándose en su peculiar español, nos
explicó que por la mañana, antes que el sol se levantara, saldrían
de patrulla cerca de la frontera con la India. Aquel oficial era
sorprendente, traducía a sus hombres todo lo que nos decía, un
detalle que en cualquier otro ejército habría sobrado. No era
extraño que lo idolatraran. Les demostraba tanto respeto como el que
exigía. Nunca levantaba la voz, daba una orden y punto, aunque eran
muchas las veces que se habían adelantado a ella. Más adelante, ya
en nuestro ejército, me di cuenta de su peculiaridad. En el nuestro
sobraba la prepotencia, el despotismo y el alcohol, incluso entre los
mandos más prácticos o modernos. Entonces entendí lo que Anna me
había contado sobre su charla con los soldados. Un ejército potente
como el pakistaní y dirigido por oficiales como aquel habría sido
invencible.
Para la
ocasión había invitado a cuatro soldados, a un teniente y a un
suboficial, dando valor a todos por igual, probablemente para que
pudieran dar cuenta a sus compañeros de cómo había ido la cena con
los jóvenes spanish.
Nos prepararon una tienda cerrada, solo unas pocas eran como la nuestra. No lo entendimos, puesto que el clima no acompañaba, tanto podía llover durante una semana como estar quince días sin caer una sola gota de agua. Era difícil ver un día sin nubes. Más bien, por lo que contaban los lugareños, nadie había visto un día así, ni siquiera durante el verano más seco. Creímos que en un momento dado podrían cerrar las tiendas con facilidad.
Skardu,
quizá por el calor estival y por la cantidad de agua remansada,
estaba llena de mosquitos. El río se abría de tal manera, que a
veces ocupaba más de un kilómetro de anchura y se podía pasar
andando. Imaginamos que durante el monzón, próximo a llegar, muchos
terrenos quedarían inundados, docenas de kilómetros de praderías y
de cultivos. Los soldados dormían con mosquiteras. Parecía que
desearan prepararnos para lo que nos esperaba, puesto que a nosotros
no nos dieron.
¿Dónde
estaba la famosa hospitalidad paquistaní?
Nos
embadurnamos con el potingue de corteza de abeto que nos dio la gente
del autobús y dormimos sin que nos molestaran. Cuando salimos de la
tienda y descubrieron que habían olvidado decirnos que las
mosquiteras estaban en un saco, querían morirse, pero lo que más
perplejidad les produjo fue constatar que no teníamos ninguna
picadura. Luego nos enteramos que aquellos bichos producían estragos
entre la población, sobre todo a los forasteros, que no estaban
adaptados, y los soldados lo eran. A mí solo había una cosa que me
daba pavor, los tábanos, que abundaban, y como en el Pirineo más en
el margen de los ríos.
Antes de recogernos habíamos pedido a unos soldados vecinos que nos despertaran con tiempo. No hizo falta. Estábamos tan nerviosos que despertamos antes de la salida del sol. Cuando salimos de la tienda, ya con las mochilas preparadas, encontramos nuestra vestimenta limpia y doblada sobre un taburete en la puerta de la tienda, y volvimos a entrar para cambiarnos, mientras nos reíamos por haber desconfiado de aquella gente tan servicial como hospitalaria. El shalvar kamez era mil veces más cómodo que cualquier vestimenta europea, y como más grueso y tosco mejor.
Habían preparado un Jeep y un camión de montaña, supusimos que para evitar la incomodidad. Un conductor, el oficial, un soldado con una radio y yo; detrás nuestro, en el pequeño espacio entre los asientos traseros y la cola, cuatro fusiles y bolsas de lona llenas de cargadores. Tras el Jeep, el camión con Anna, esta vez sentada delante con un suboficial; en la caja, siete soldados armados hasta los dientes, muchas cajas de munición, un depósito de combustible y nuestras mochilas. Decir hasta los dientes era poco, porque aunque no entendiera de armamento, no se me escapaba que llevaban de todo, un fusil y un subfusil para cada uno, granadas de mano y lo que debía ser un lanzagranadas, una ametralladora y un mortero.
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