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Habíamos empleado más de nueve horas para hacer doscientos
cincuenta kilómetros, los últimos pavimentados con cemento. También
dejamos atrás Pindi, llena de coches y gente en bicicleta, en moto,
andando pese el chaparrón, y muchos soldados. Islamabad era el otro
lado de la moneda, anchas y ordenadas avenidas con gente vestida casi
a la occidental, mujeres paseando sin la cabeza cubierta y
despreocupadamente, más aún que en el centro de Karachi. Sorteamos
el centro de la moderna ciudad gracias a una gran avenida, que
bordeaba la cuadrícula de la nueva capital. Seguía lloviendo, pero
ya intermitentemente. A lo lejos y emborronadas por las nubes y la
humedad, se podían ver las estribaciones de grandes montañas, que
no era más que una pequeña cordillera en comparación
a lo que nos esperaba. Docenas de kilómetros montaña arriba de una
carretera con muchas curvas, unas veces cimentada y otras, empedrada.
Paramos
en un pueblo vecino, ya camino de lo que nuestros compañeros
llamaban Cachemira, aunque para el gobierno paquistaní ya
estuviéramos en ella, en el que habitaba familia o amigos de
nuestros compañeros. Nos pareció que lo primero.
Para el
paquistaní rural o humilde, como eran nuestros amigos, la familia es
lo más importante, el núcleo vital y social. Las casas son grandes,
pero nunca lo suficiente para albergar a todo su mundo, abuelos,
padres, tíos, hermanos, hijos, sobrinos; por lo que tuvimos que
repartimos entre un pequeño hostal, la casa de aquella familia y el
autobús, que tanto servía de vivienda como de cocina, comedor o
guardería. Nosotros escogimos el hostal, pese la reticencia de
nuestros anfitriones, que lo consideraban insultante. Nos costó
bastante, pero los convencimos por los niños.
El
llamado hostal distaba mucho de parecerlo, sin embargo, estaba limpio
y se podía dormir con tranquilidad
en una cama, aunque con el somier roto. Comimos entablados y con la
familia, más para no hacer desprecio que por hambre, ya que la
verdadera cena la habíamos hecho al pasar por Islamabad y en el
autobús.
Una
casa sencilla, oscura, casi sin muebles, en la que se respiraba la
pobreza; sin embargo, no tuvieron ningún reparo en abrir su despensa
con generosidad, regalándonos con pasteles y té, todo con multitud
de aromas, de rosa, de cerezo, de cardamomo. Y pese ser el claro
objetivo de las miradas y de la curiosidad, se nos trató con tanto
cuidado y delicadeza que nos pasó desapercibido.
Los
paquistaníes en su mayoría no son así. A nosotros nos había
tocado una familia pashtún procedente de la alta Cachemira y muy
humilde, que iba a una boda familiar. Quizá fuera eso u otra cosa,
nunca lo supimos y tampoco nos importó. Una familia muy sencilla,
algunos de sus integrantes con dificultades, otros con dinero, no
sobrado, que eso se notaba en sus maneras y en sus pertenencias.
Por la mañana salimos a pasear con las dos chicas por la calle principal, que no era más que la carretera cimentada en algunos tramos. Y en una tienda vimos sitares de todos los tamaños, eran preciosos, posiblemente fabricados en el taller del mismo tendero, barnizados y pintados con esmero. Pedimos a las chicas que nos compraran cuatro, dos pequeños para las niñas que nos acompañaban y otros dos para nosotros. Las vimos tan contentas de poder negociar el mejor precio, que parecía que los compraran para ellas. El tipo no cejó hasta vendernos dos maravillas que, a propósito, extrajo de su almacén, algo más caras que el resto, aunque al fin terminó haciéndonos un buen precio. Vender cuatro sitares no se consigue todos los días, y aún menos a un mismo cliente.
Aquella mañana aprendimos lo que era el vínculo familiar y la solidaridad. Los acomodados invitaban, compraban más vituallas y más ricas, y nadie medía ni calculaba. Podrían haber ido con otros medios, con más comodidad, puede que en tren hasta Pindi y, una vez allí, coger un buen autobús hasta Gilgit. Pero no, por encima de todo estaba la familia y el más acomodado se adaptaba al más humilde y lo ayudaba para compartir la fiesta. Y lo hacían de tal manera, que si no fuera porque nos esforzamos en comprar y hacer regalos, nunca lo hubiésemos notado. Y tampoco me sentí tan extraño y asombrado, después de todo, ¿qué era mi comuna sino lo mismo multiplicado por tres? Al principio nosotros habíamos pasado hambre, ahorrado hasta con los botones de las camisas para no tener que comprarlos; y habíamos buscado entre los desperdicios del mercado, aquello que nadie quiere o no puede vender; y Mila había cocinado la carne que le regalaban para unos inexistentes perros y había robado sin que nos percatáramos, y todo para que el resto no pasara hambre o los niños tuvieran un juguete. Era el contraste con mi familia genética lo que me turbaba, la de mis padres, la de mis tíos.
Al día siguiente otra vez en el autobús, pasamos por pequeñas ciudades de bajas y desperdigadas casas, que en cuanto se concentraban formaban sinuosas calles de tenderetes, ya no rectas y polvorientas como antes, y con algunos militares paseando; y en las afueras, encontramos pequeños destacamentos. La reciente lluvia y el clima, hacían que todo pareciera mucho más verde y fresco. Los cultivos también eran diferentes, abundaba el maíz y la soja.
Desde nuestra partida todavía no habíamos comido ninguna mazorca asada y nos apetecía. Nos pareció que los niños las pedían, y al pasar por un mercado vimos un anciano o eso parecía por sus arrugas, con su carrito cargado y gente haciendo cola. Les pedimos que pararan. No les costó demasiado. Cualquier excusa era buena para dar un respiro al motor, hacer que los niños bajaran para orinar en un rincón o simplemente estirar las piernas. Pero esta vez se dieron cuenta de lo que queríamos y ya no se molestaron, dejaron comprásemos mazorcas para todos y a nuestra vuelta se reían sin disimulo. Y cuando preguntamos de qué, entre risas dijeron: “you ere our guests”. Y es que ya éramos de los suyos.
En
aquel mercado descubrimos de dónde salía el alcohol, muy parecido
al que el hostelero de Lahore nos había ofrecido. Había tenderetes
de licores, de ropa, de herramientas, de motores eléctricos, o de
gasoil para coches y camiones, y hasta de fusiles y gran cantidad de
munición, supuestamente más baratos que salidos de fábrica; pero
aún más sorprendente fue encontrar revistas pornográficas
holandesas, danesas y norteamericanas, junto con cajas de
preservativos.
Los
tenderetes con alcohol estaban repletos de clientes, así como los
que enseñaban con disimulo las revistas especiales, que escondían
bajo tablas de madera o las mantas que hacían de mostrador, a un
público serio y silencioso. Un comercio tan prohibido como
descaradamente consentido, denotaba la hipocresía de aquella
sociedad religiosa y puritana, llena de contradicciones como
cualquiera, en que la imagen lo era todo y la superstición de un
Imán creaba jurisprudencia. A buen seguro que cada comarca tendría
su mercado, al que iba gente de pueblos lejanos, con la esperanza de
no ser reconocida.
Y
recordé las discotecas de nuestro país, donde abundaban las chicas
de pueblos y barrios vecinos, con el novio en el servicio militar, a
la caza de sexo con el desconocido, para evitar habladurías entre
los suyos. Y los tenderetes de los Encantes barceloneses, vendiendo
pornografía bajo mano, a escondidas del policía que vigilaba por la
buena y cristiana conducta de la ciudadanía, del cura que luego las
repasaba a escondidas, masturbándose en la sacristía. El mismo
cinismo y engaño, la misma hipocresía.
A
medida que avanzábamos, el ejército se hacía más presente. Ya no
eran pequeños destacamentos sino convoyes. De vez en cuando
encontrábamos controles. Miraban, a veces preguntaban o comentaban,
siempre con amabilidad. En uno de ellos, ya no militar sino policial,
percibimos nerviosismo entre nuestros amigos, vimos como algunos
sacaban la cartera y parecía que juntasen dinero. Les hice un gesto,
al principio no me entendieron, creían que queríamos pagar y les
disgustó, otro me hizo saber que era cosa de ellos, que la policía
era peligrosa. Al fin Anna los convenció que no pretendía pagar
sino utilizar el hecho que éramos extranjeros, lo cual aún les
preocupó más.
Desde
el primer día en Karachi, nos dimos cuenta que ser occidental
solucionaba muchos problemas con la policía. Quizá tuvieran órdenes
de no molestar, de ir con cuidado o solo era su gran sentido de la
hospitalidad. Lo cierto es que bajamos, ya con la documentación en
la mano y una sonrisa que, sin ser excesiva, denotaba tranquilidad. Y Anna
aprovechó la momentánea perplejidad -no era normal que, de un
cochambroso y florido autobús, a todas luces lleno de pashtunes y
camino a una zona peligrosa, salieran dos jóvenes occidentales, uno
de ellos mujer, vestidos de manera que nadie podía concretar-.
- Buenos días agente, vamos a la boda de Massoud Penyad, de Gilgit. Aquí tiene nuestros pasaportes.
Aún recuerdo la cara de los policías. No sabían qué responder. Solo acertaron a decir, después de mirar los pasaportes con desconcierto y casi sin tocarlos, como si tuvieran miedo a infectarse, que fuéramos con cuidado, que pasaríamos a pocos kilómetros de la frontera y podía haber intercambio de disparos. Yo estuve a punto de estropear el invento al preguntar, en las pocas palabras inglesas que sabía, si los fusiles alcanzaban tanto. Por suerte no me entendieron. Al entrar, Anna, con su inalterable tranquilidad, concretó que los disparos eran de artillería, y con la mejor de las sonrisas así lo hizo saber a los demás. La inicial preocupación se tornó en nervios, ya no había la misma animación y nosotros poco podíamos hacer. No sabíamos qué guerra era aquella, no salía en los periódicos ni en los noticiarios de nuestro país. Pero ellos sí la conocían, aunque nunca la habían sentido tan cercana excepto en el sesenta y cinco, cuando su poderoso y bien pertrechado ejército fue derrotado y humillado por el hindú, inferior en todo excepto en pericia. Pero aquella guerra no la sintieron tan cercana, ya que el campo de batalla fue en territorio de la India.
Unos kilómetros más adelante la carretera se tornó infernal, llena de impresionantes roderas, agujeros cubiertos y aplanados por los cascotes y la tierra de los múltiples desprendimientos, aunque era imposible que fuera por el fuego artillero, puesto que la montaña estaba entre la carretera y la frontera. El ruido del motor amagaba cualquier otro y a veces se hacía ensordecedor. A nosotros no parecía preocuparnos. Quizá haber llegado tan lejos, cuando un día antes lo veíamos como un sueño, nos había convertido en temerarios.
Los hombres nos miraban de otra manera, ya no como extranjeros a los que habían de proteger. La manera como Anna había resuelto el problema con la policía los había desconcertado y contrariado. No se sentían cómodos. Unos invitados extranjeros habían violado las reglas de la hospitalidad y del honor para evitar que ellos pagaran. Y, aunque hubiésemos hecho lo posible para que no se hablara de ello, nos dimos cuenta que su incomodidad no desaparecería con facilidad. Les habíamos ahorrado una buena cantidad, pero habrían preferido pagar. Por mi parte había sido un error, producto de la rabia por el hecho que pudieran robar a una gente sencilla que ya sentíamos nuestra; y solo podía solucionarlo de una manera: pidiendo disculpas. Y lo hice como pude. Ellos no entendían nada, no sabían lo que pretendía exponer, hasta que mi compañera lo explicó con cuidado y en inglés.
-Mi esposo está preocupado y os pide disculpas. No debería haber hablado con los policías ni haberse saltado las normas de la hospitalidad. Lo hizo con la mejor intención y por la rabia al ver que os robaban. Somos vuestros invitados y estamos desolados. No volverá a suceder.
Después de aquel difícil discurso, en el que me puso de protagonista para, al menos, salvaguardar el fuerte patriarcado imperante, las aguas volvieron a su cauce y hasta hubo un cierto enfado entre ellos. Entendí que discutían porque uno de ellos había hecho cambiar el trato hacia nosotros y no nos lo merecíamos. Y el que más hablaba inglés, hasta nos agradeció que hubiéramos arriesgado tanto por todos, terminando la conversación con una sonrisa y el consabido: “you ere our guests”.
A los pocos kilómetros y con la carretera en muy mal estado, pero sin tantos agujeros, encontramos un gran convoy, impresionante esta vez y que daba mucho que pensar; por lo menos las roderas ya tenían una explicación. A un lado del camino y espaciadamente, tal como su anchura lo permitía, grandes y modernos camiones de transporte arrastrando piezas de artillería y remolques, probablemente repletos de munición. Más adelante grandes cañones autopropulsados y baterías de misiles y de antiaéreos, que ocupaban casi toda la pista. Se habían estacionado a su derecha y llevaban nuestra dirección, -para nosotros era la contraria, ya que en Pakistán se circula por la izquierda como en el Reino Unido- y pegados a la montaña, casi vertical y muy parecida a los pasos pirenaicos oscenses; a la izquierda y muy abajo, el torrencial río. El convoy ocupaba varios kilómetros porque debía aprovechar las partes anchas de la pista. Pasamos con cuidado, con las ruedas rozando el precipicio y con la ayuda de algunos soldados, que nos dirigían para que no cayéramos despeñados. En el pequeño autobús se respiraba una doble tensión, la del temor a la guerra y sus consecuencias, y la de un orgullo mal disimulado. Por un lado el silencio de las mujeres, que tenían al hermano, al hijo, al sobrino movilizados, alguno en la carnicería de Bangla Desh; el de los de más edad, que habían visto y vivido demasiado, para no saber lo que significa una guerra; y, por otro, el de los hombres más jóvenes, que miraban orgullosos aquella moderna y mortífera maquinaria dispuesta a liberar su querida Cachemira. Y sin embargo, nuestros amigos eran pacíficos y aborrecían y temían la confrontación. Cachemira era otra cosa, una tierra que les pertenecía, en la que muchos hermanos vivían doblegados por otra cultura y sometidos con violencia y represión. No entendían a su gobierno, que los había llevado a la guerra fraticida de Bangla Desh y de la que cada día llegaban docenas de féretros. Bangla Desh era una tierra lejana, que democráticamente había escogido la independencia. Solo el ansia de rapiña de sus mandos militares, de sus políticos, impedía la paz.
Al poco de haber dejado atrás el último camión escuchamos el ruido de los motores, el convoy se
ponía en marcha, nadie sabía hacia donde. Tuvimos suerte, porque lo
más seguro es que tras nuestro cerraran la carretera. De otro modo
habría sido imposible que pudiera moverse.
Según
nuestros acompañantes, allí no había sitio para tales armatostes
ni podían llegar a ningún destino. El norte de Cachemira era tierra
de infantería, de emboscadas y frentes móviles; nunca de piezas de
artillería, a no ser que quisieran bombardear o invadir el
territorio al otro lado de la frontera, algo que ya hacía la
guerrilla, pero más al Este. Donde nos encontrábamos tendrían que
instalarse muy cerca y solo de manera defensiva. Eso nos dijo el más
anciano, que según el resto conocía la guerra.
A medida que avanzábamos descubríamos la gran riqueza de aquella tierra tan codiciada. Las cumbres de baja vegetación, por la mucha nieve que debía concentrarse en invierno, y los grandes valles con frondosos bosques de abetos, robles y riquísimos campos de cultivo; pequeñas lagunas, y pueblos y caseríos desperdigados hasta donde alcanzaba la vista.
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