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Nos dejaron en el cruce. Y mientras se alejaban gritando, riendo y agitando las manos como despedida, señalaron el puente por el que debía pasar nuestro autobús o lo que fuera. También era colgante, pero estaba mucho peor, un lado estaba roto y pasarlo a pie era muy arriesgado. El Indo corría bajo él, caudaloso y torrencial, saltando sobre rocas y formando cascadas, y nuestras mochilas pesaban más que antes y costaba mantenerlas pegadas a la espalda. Nos habían regalado dos pequeñas alfombras, ya que no concebían como podíamos comer sin ellas, dos mantas y vituallas para pasar un par de días.
Nos
preparamos para ir andando, no debía ser tan grave y con aquella
mujer me sentía capaz de todo. Cien kilómetros nos habían dicho,
entre ellos pocas casas agrupadas a lo largo del río, inestables
pasarelas para cruzarlo y algunos pastores con sus rebaños, nada
más.
Primero
decidimos bañarnos, hacía días que no nos lavábamos como nos
gustaba y escogimos el único lugar que quedaba al resguardo, justo
bajo el puente. El río corría cinco metros más abajo, tan
caudaloso que podía llevarse a cualquiera, pero a los lados y en su
choque contra las rocas formaba pequeños remansos. Allí nadie podía
vernos y mi amiga se desnudó y se bañó. Hacía tiempo que no la
veía así y me excitó, estaba bellísima, poderosa. Aunque nunca
habíamos hecho el sexo, ya la consideraba como más que una amiga,
mucho más que a Alba o las mujeres que habían sido compañeras de
cama. Al salir le ayudé a secarse friccionando con fuerza su cuerpo
con una toalla. Hacía calor, y el sol, a los dos mil metros de
altura que creíamos estar por lo que nos habían explicado,
calentaba con fuerza; pero el agua parecía hielo y el aire era muy
fresco. Después me bañé yo y, una vez seco, noté sus labios en mi
nuca, sus brazos rodeándome los hombros y sus manos cogiendo mi
cabeza. No creí que hubiera intención, era habitual en ella hacer
este tipo de abrazo, pero sentí un escalofrío, una fuerte
excitación. Me estaba besando como nadie había hecho ni creí que
haría.
Por
entonces me autoconsideraba un tipo tranquilo y cerebral, paradójicamente muy enamoradizo. Las mujeres que me gustaban eran de
piel suave, aterciopelada y de delicadas líneas; su cara, su
inteligencia y su sentido del humor eran lo importante, y su silueta
y buena proporción acompañaban. Sentía necesidad de sexo, pero no
podía compararme con ninguno de mis amigos, ni siquiera con Artur.
Morenas, pelirrojas, rubias, daba lo mismo, algo menos las rubias;
aunque Paty lo era y como mujer me fascinaba. Sin embargo, cuando
sentía el flechazo me ponía enfermo, ya no razonaba y, enloquecido,
me lanzaba en picado. Podía tardar medio año o más en sentirlo,
otras veces era automático, ver a la chica de mis sueños y caer
rendido.
En el
amor no hay nada escrito, quizá por eso con Anna fuera tan distinto.
Me enamoré intensamente, como nunca hasta entonces, pero sin perder
la cabeza; puede que por la situación o las circunstancias, tan
difíciles como extrañas e intensas. Y mi compañera, como más
tarde me demostró, en eso se parecía mucho a mí. Anna solo perdía
la serenidad cuando creía que la libertad estaba en juego, no solo
la suya sino la de su entorno; entonces su fuerza se convertía en
fuego y rabia, y era capaz de cometer una barbaridad.
No
quisimos esperar, pensamos que debíamos aprovechar todas las horas
de sol para avanzar y encontrar un refugio donde resguardarnos o un
medio de locomoción para llegar. Sabíamos que no tardarían en
reparar el puente. Por entonces ya teníamos una idea clara de la
geografía donde nos encontrábamos, y sabíamos que una comarca como
la de Skardu no podía mantenerse aislada. Y tampoco entendíamos
como antes del monzón, aquel puente ya había quedado fuera de
servicio.
Con mi
toalla me hice un turbante y Anna se cubrió la cabeza con la suya a
modo de capucha, las habíamos empapado con agua para que el sol no
nos quemara la cabeza. Pasamos el puente con los pies sobre las
cuerdas y cogidos como pudimos a las que colgaban por encima de
nosotros.
Quizá hubiéramos andado una hora, cuando muy a lo lejos
vimos un bosque y en la ladera de la montaña una casa. Pensamos en
seguir, ya que posiblemente habría más o algún pueblo. Al poco,
todavía faltaba mucho para llegar, vimos una gran nube de polvo. Era
un camión ligero del ejército y, tras él, lo que hacía mucho
parecía haber sido un Land Rover. Pararon a nuestro lado y nos
gritaron algo en urdu o eso nos pareció.
-Spanish. Not understand -respondimos.
Al momento bajó un oficial y me pidió disculpas, obviamente no a la mujer sino al hombre. Otra vez nos traicionaba la vestimenta, ahora yo con el turbante y ella con la toalla cubriendo los hombros, a la manera que allí se llevaba el gran pañuelo. Y es que la mujer de la alta Cachemira, igual que el hombre, se cubrían para defenderse de las inclemencias del tiempo, del frío invierno y del ardiente sol de verano. El hombre lo hacía con un pequeño turbante y dejando caer el resto de la tela sobre los hombros; y la mujer con el pañuelo sobre la cabeza, cubriendo hasta un tercio de su espalda. Además, Anna se había hecho un atadillo de cáñamo alrededor de la cabeza, de manera que parecía un árabe.
Nos
explicaron que iban a arreglar el puente, y al vernos pensaron que
éramos de Sassi y que los ayudaría. ¿Sassi? No sabíamos que
existiera, nuestros amigos no nos habían hablado de él. Un pequeño
grupo de casas desperdigadas entre cultivos y pastos. Y no sería el
único. Entre el cruce y Skardu todavía encontraríamos unos cuantos
más, lo cual significaba que la alarma de nuestros amigos del autobús
era completamente infundada. Les comenté que el día anterior ya
había arreglado uno, que no me molestaría ayudarlos si luego nos
llevaban a algún lugar habitado.
Cuando
supieron que creíamos andar por un paraje deshabitado en cien
kilómetros, se rieron por lo desorientados
que estábamos y por nuestra osadía. Les preguntamos por los
leopardos y los osos, y nos contaron que donde estábamos había
pocos porque la gente los había perseguido mucho. Con el leopardo
podíamos tener un mal encuentro en los arroyos y los afluentes del
Indo; allí iba a beber y a buscar sus presas, pero si oía al hombre
solía esconderse. El oso era distinto y atacaba al hombre sin que
nadie supiera por qué. Aquel día aprendimos que los animales sabían
distinguir entre un hombre armado y uno desarmado, aunque yo ya
debería saberlo.
Cuando
me sumergía en el mar del Cap de Creus con Artur,
y perseguía las bandadas de sargos y lobinas, para nadar y hacer
cabriolas entre ellos, nunca habían huido sino que parecían jugar
conmigo; sin embargo, cuando lo hacía con el fusil el mar se
convertía en un desierto.
Mi
compañera era la única mujer del grupo. Aparte de mi el resto se
componía de ocho militares, incluyendo el conductor y el oficial, y
dos trabajadores que parecían especializados.
Un
puente colgante de más de cincuenta metros, casi partido por la
mitad y con todo un lado medio hundido. Donde se había tendido, el
río se estrechaba, por lo que bajaba muy rápido y caudaloso.
En
aquel país todos los puentes eran así, por lo menos los que
nosotros vimos. Levantarlos no era tarea fácil, había que saber
mucho y conocer las leyes del equilibrio y la resistencia; y aquella
gente lo hacía con solo cuerdas y madera, no necesitaba más.
Construir
un puente para el paso de las personas es una cosa, pero para que
puedan pasar camiones es otra. El ejército lo tenía más fácil,
allanaba un tramo del río y lo vadeaba, o sus pontoneros instalaban
uno de los suyos en poco tiempo. El problema para vadearlo era su
gran desnivel, que parecía imposible de superar, y la anchura que
debían ganar para evitar tanto caudal. Y nos preguntamos qué harían
en los meses del monzón.
Esta
vez mi compañera no se iba a quedar a un lado, no había mujeres,
autobús y niños a los que vigilar, y aquellos militares no tenían
pinta de ser excesivamente machistas. Habló con uno de los
trabajadores, que no era más que un agricultor de la zona, y al ver
que no le hacía caso, se sacó el turbante y cuando vio lo que iban
a hacer, se colgó del puente para tirar de una de las gruesas
cuerdas. Al principio nos sorprendimos, yo el primero, que no conocía
sus habilidades ni sabía que tuviera tanta fuerza, con una mano se
cogía y con la otra tiraba de la soga. Aquella mujer a cada día que
pasaba más me asombraba.
Anna era alta y fuerte, estaba bien proporcionada y el viaje apenas había hecho mella en su cuerpo. Los militares no hicieron el menor caso, como si fuera lo más normal del mundo. Yo disimulé mi sorpresa y empecé a ayudarla, dándole cuerda para que la pasara al otro lado. Pesaba mucho, era gruesa y larga, y aunque no era lo mismo levantarla verticalmente que arrastrarla, el esfuerzo debía ser de varias decenas de kilos. Los dos campesinos, con el desconcierto se la habían quedado mirando, no sabían si ponerse delante o seguir a la chica occidental para ayudarle a pasar más cuerdas. No supe de qué hablaron, pero sí percibí la ironía del oficial que, azuzándolos con burla, parecía decirles que como no se dieran prisa la spanish arreglaría ella sola el puente y ya veríamos la cara que pondrían en el pueblo al enterarse. Más tarde el conductor, desternillándose de risa, me lo tradujo al inglés para evitar malas interpretaciones.
El
oficial dirigía la operación con sorprendente maestría, primero
desde el suelo y más tarde colgado del puente, daba instrucciones y
marcaba con sorprendente exactitud y sin cinta métrica el lugar
donde atar las cuerdas de soporte. Entonces entendí de quién era la
responsabilidad de levantar los puentes.
Cuando
el sol llegó a su cenit –ya no utilizábamos el reloj- dos de los
soldados hicieron fuego y después de una parada para cumplir con sus
rezos, cocinaron para todos. Fue difícil resistir el trabajo con
tanto calor. Para combatirlo nos mojábamos constantemente, hasta el
punto que la ropa se nos pegaba al cuerpo con el consiguiente
problema para los paquistaníes y para mí mismo, que no podía dejar
de regodearme con el magnífico cuerpo de Anna.
El paquistaní normal considera el vestuario ajustado, como jeans, camisetas y camisas entalladas, una provocación. En el centro de las grandes ciudades o en Islamabad no es así, pero en el mundo rural y en la mayoría de los barrios periféricos de esas ciudades sí. Y aunque, como antes expliqué, respeta la manera de vestir del extranjero, también agradece que lo haga con el suficiente decoro. En aquel momento la silueta de mi compañera hubiese sido una provocación en cualquier otro lugar, incluso en la misma Barcelona, pero aquellos hombres ya no solo se fijaban en su cuerpo. Y es que verla colgada de una cuerda, de pie en otra o ayudando a uno de los hombres a levantar las gruesas y largas tablas que aún se mantenían en pie, les provocaba más admiración que excitación.
El
paquistaní no suele comer nada preparado. Me recordaron a nuestros
viejos pescadores de los libros de Josep Pla, que en cualquier cala o
en la misma barca encendían el fogón para guisar en una olla de
bronce, patatas, guisantes, tomates y el pescado que creían difícil
de vender, el de más espinas o incómodo de cocinar. Y así se creó
el famoso y típico “suquet de peix”.
Verduras,
carne de cordero, zanahorias, cualquier cosa es buena para mezclar
con el arroz. Y vi a uno de los campesinos apartarse del grupo y
buscar en el margen del camino hierbas y flores para aromatizar la
comida. Utilizaban el agua de un torrente que alimentaba al río.
Pensé que la hervirían para intentar potabilizarla, pero aquella
gente la bebía directamente. Parecían muy tranquilos, por lo que
entendimos que el manantial estaría cerca. Yo estaba acostumbrado a
beber de la misma manera en los manantiales pirenaicos.
Habíamos terminado de tender la cordelería, solo quedaba instalar el resto de tablas y troncos, y asegurar todos los nudos, que eran muchos. Aquel día aprendimos a levantar un puente de verdad, porque, aunque solo fuera una reparación, nos enseñaron sus secretos y los distintos nudos que utilizaban.
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