sábado, 20 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 26ª parte

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Nos dejaron en el cruce. Y mientras se alejaban gritando, riendo y agitando las manos como despedida, señalaron el puente por el que debía pasar nuestro autobús o lo que fuera. También era colgante, pero estaba mucho peor, un lado estaba roto y pasarlo a pie era muy arriesgado. El Indo corría bajo él, caudaloso y torrencial, saltando sobre rocas y formando cascadas, y nuestras mochilas pesaban más que antes y costaba mantenerlas pegadas a la espalda. Nos habían regalado dos pequeñas alfombras, ya que no concebían como podíamos comer sin ellas, dos mantas y vituallas para pasar un par de días.

Nos preparamos para ir andando, no debía ser tan grave y con aquella mujer me sentía capaz de todo. Cien kilómetros nos habían dicho, entre ellos pocas casas agrupadas a lo largo del río, inestables pasarelas para cruzarlo y algunos pastores con sus rebaños, nada más.
Primero decidimos bañarnos, hacía días que no nos lavábamos como nos gustaba y escogimos el único lugar que quedaba al resguardo, justo bajo el puente. El río corría cinco metros más abajo, tan caudaloso que podía llevarse a cualquiera, pero a los lados y en su choque contra las rocas formaba pequeños remansos. Allí nadie podía vernos y mi amiga se desnudó y se bañó. Hacía tiempo que no la veía así y me excitó, estaba bellísima, poderosa. Aunque nunca habíamos hecho el sexo, ya la consideraba como más que una amiga, mucho más que a Alba o las mujeres que habían sido compañeras de cama. Al salir le ayudé a secarse friccionando con fuerza su cuerpo con una toalla. Hacía calor, y el sol, a los dos mil metros de altura que creíamos estar por lo que nos habían explicado, calentaba con fuerza; pero el agua parecía hielo y el aire era muy fresco. Después me bañé yo y, una vez seco, noté sus labios en mi nuca, sus brazos rodeándome los hombros y sus manos cogiendo mi cabeza. No creí que hubiera intención, era habitual en ella hacer este tipo de abrazo, pero sentí un escalofrío, una fuerte excitación. Me estaba besando como nadie había hecho ni creí que haría.

Por entonces me autoconsideraba un tipo tranquilo y cerebral, paradójicamente muy enamoradizo. Las mujeres que me gustaban eran de piel suave, aterciopelada y de delicadas líneas; su cara, su inteligencia y su sentido del humor eran lo importante, y su silueta y buena proporción acompañaban. Sentía necesidad de sexo, pero no podía compararme con ninguno de mis amigos, ni siquiera con Artur. Morenas, pelirrojas, rubias, daba lo mismo, algo menos las rubias; aunque Paty lo era y como mujer me fascinaba. Sin embargo, cuando sentía el flechazo me ponía enfermo, ya no razonaba y, enloquecido, me lanzaba en picado. Podía tardar medio año o más en sentirlo, otras veces era automático, ver a la chica de mis sueños y caer rendido.
En el amor no hay nada escrito, quizá por eso con Anna fuera tan distinto. Me enamoré intensamente, como nunca hasta entonces, pero sin perder la cabeza; puede que por la situación o las circunstancias, tan difíciles como extrañas e intensas. Y mi compañera, como más tarde me demostró, en eso se parecía mucho a mí. Anna solo perdía la serenidad cuando creía que la libertad estaba en juego, no solo la suya sino la de su entorno; entonces su fuerza se convertía en fuego y rabia, y era capaz de cometer una barbaridad.

No quisimos esperar, pensamos que debíamos aprovechar todas las horas de sol para avanzar y encontrar un refugio donde resguardarnos o un medio de locomoción para llegar. Sabíamos que no tardarían en reparar el puente. Por entonces ya teníamos una idea clara de la geografía donde nos encontrábamos, y sabíamos que una comarca como la de Skardu no podía mantenerse aislada. Y tampoco entendíamos como antes del monzón, aquel puente ya había quedado fuera de servicio.
Con mi toalla me hice un turbante y Anna se cubrió la cabeza con la suya a modo de capucha, las habíamos empapado con agua para que el sol no nos quemara la cabeza. Pasamos el puente con los pies sobre las cuerdas y cogidos como pudimos a las que colgaban por encima de nosotros.
Quizá hubiéramos andado una hora, cuando muy a lo lejos vimos un bosque y en la ladera de la montaña una casa. Pensamos en seguir, ya que posiblemente habría más o algún pueblo. Al poco, todavía faltaba mucho para llegar, vimos una gran nube de polvo. Era un camión ligero del ejército y, tras él, lo que hacía mucho parecía haber sido un Land Rover. Pararon a nuestro lado y nos gritaron algo en urdu o eso nos pareció.

-Spanish. Not understand -respondimos.

Al momento bajó un oficial y me pidió disculpas, obviamente no a la mujer sino al hombre. Otra vez nos traicionaba la vestimenta, ahora yo con el turbante y ella con la toalla cubriendo los hombros, a la manera que allí se llevaba el gran pañuelo. Y es que la mujer de la alta Cachemira, igual que el hombre, se cubrían para defenderse de las inclemencias del tiempo, del frío invierno y del ardiente sol de verano. El hombre lo hacía con un pequeño turbante y dejando caer el resto de la tela sobre los hombros; y la mujer con el pañuelo sobre la cabeza, cubriendo hasta un tercio de su espalda. Además, Anna se había hecho un atadillo de cáñamo alrededor de la cabeza, de manera que parecía un árabe.

Nos explicaron que iban a arreglar el puente, y al vernos pensaron que éramos de Sassi y que los ayudaría. ¿Sassi? No sabíamos que existiera, nuestros amigos no nos habían hablado de él. Un pequeño grupo de casas desperdigadas entre cultivos y pastos. Y no sería el único. Entre el cruce y Skardu todavía encontraríamos unos cuantos más, lo cual significaba que la alarma de nuestros amigos del autobús era completamente infundada. Les comenté que el día anterior ya había arreglado uno, que no me molestaría ayudarlos si luego nos llevaban a algún lugar habitado.
Cuando supieron que creíamos andar por un paraje deshabitado en cien kilómetros, se rieron por lo desorientados que estábamos y por nuestra osadía. Les preguntamos por los leopardos y los osos, y nos contaron que donde estábamos había pocos porque la gente los había perseguido mucho. Con el leopardo podíamos tener un mal encuentro en los arroyos y los afluentes del Indo; allí iba a beber y a buscar sus presas, pero si oía al hombre solía esconderse. El oso era distinto y atacaba al hombre sin que nadie supiera por qué. Aquel día aprendimos que los animales sabían distinguir entre un hombre armado y uno desarmado, aunque yo ya debería saberlo.
Cuando me sumergía en el mar del Cap de Creus con Artur, y perseguía las bandadas de sargos y lobinas, para nadar y hacer cabriolas entre ellos, nunca habían huido sino que parecían jugar conmigo; sin embargo, cuando lo hacía con el fusil el mar se convertía en un desierto.

Mi compañera era la única mujer del grupo. Aparte de mi el resto se componía de ocho militares, incluyendo el conductor y el oficial, y dos trabajadores que parecían especializados.
Un puente colgante de más de cincuenta metros, casi partido por la mitad y con todo un lado medio hundido. Donde se había tendido, el río se estrechaba, por lo que bajaba muy rápido y caudaloso.
En aquel país todos los puentes eran así, por lo menos los que nosotros vimos. Levantarlos no era tarea fácil, había que saber mucho y conocer las leyes del equilibrio y la resistencia; y aquella gente lo hacía con solo cuerdas y madera, no necesitaba más.

Construir un puente para el paso de las personas es una cosa, pero para que puedan pasar camiones es otra. El ejército lo tenía más fácil, allanaba un tramo del río y lo vadeaba, o sus pontoneros instalaban uno de los suyos en poco tiempo. El problema para vadearlo era su gran desnivel, que parecía imposible de superar, y la anchura que debían ganar para evitar tanto caudal. Y nos preguntamos qué harían en los meses del monzón.
Esta vez mi compañera no se iba a quedar a un lado, no había mujeres, autobús y niños a los que vigilar, y aquellos militares no tenían pinta de ser excesivamente machistas. Habló con uno de los trabajadores, que no era más que un agricultor de la zona, y al ver que no le hacía caso, se sacó el turbante y cuando vio lo que iban a hacer, se colgó del puente para tirar de una de las gruesas cuerdas. Al principio nos sorprendimos, yo el primero, que no conocía sus habilidades ni sabía que tuviera tanta fuerza, con una mano se cogía y con la otra tiraba de la soga. Aquella mujer a cada día que pasaba más me asombraba.

Anna era alta y fuerte, estaba bien proporcionada y el viaje apenas había hecho mella en su cuerpo. Los militares no hicieron el menor caso, como si fuera lo más normal del mundo. Yo disimulé mi sorpresa y empecé a ayudarla, dándole cuerda para que la pasara al otro lado. Pesaba mucho, era gruesa y larga, y aunque no era lo mismo levantarla verticalmente que arrastrarla, el esfuerzo debía ser de varias decenas de kilos. Los dos campesinos, con el desconcierto se la habían quedado mirando, no sabían si ponerse delante o seguir a la chica occidental para ayudarle a pasar más cuerdas. No supe de qué hablaron, pero sí percibí la ironía del oficial que, azuzándolos con burla, parecía decirles que como no se dieran prisa la spanish arreglaría ella sola el puente y ya veríamos la cara que pondrían en el pueblo al enterarse. Más tarde el conductor, desternillándose de risa, me lo tradujo al inglés para evitar malas interpretaciones.

El oficial dirigía la operación con sorprendente maestría, primero desde el suelo y más tarde colgado del puente, daba instrucciones y marcaba con sorprendente exactitud y sin cinta métrica el lugar donde atar las cuerdas de soporte. Entonces entendí de quién era la responsabilidad de levantar los puentes.
Cuando el sol llegó a su cenit –ya no utilizábamos el reloj- dos de los soldados hicieron fuego y después de una parada para cumplir con sus rezos, cocinaron para todos. Fue difícil resistir el trabajo con tanto calor. Para combatirlo nos mojábamos constantemente, hasta el punto que la ropa se nos pegaba al cuerpo con el consiguiente problema para los paquistaníes y para mí mismo, que no podía dejar de regodearme con el magnífico cuerpo de Anna.

El paquistaní normal considera el vestuario ajustado, como jeans, camisetas y camisas entalladas, una provocación. En el centro de las grandes ciudades o en Islamabad no es así, pero en el mundo rural y en la mayoría de los barrios periféricos de esas ciudades sí. Y aunque, como antes expliqué, respeta la manera de vestir del extranjero, también agradece que lo haga con el suficiente decoro. En aquel momento la silueta de mi compañera hubiese sido una provocación en cualquier otro lugar, incluso en la misma Barcelona, pero aquellos hombres ya no solo se fijaban en su cuerpo. Y es que verla colgada de una cuerda, de pie en otra o ayudando a uno de los hombres a levantar las gruesas y largas tablas que aún se mantenían en pie, les provocaba más admiración que excitación.

El paquistaní no suele comer nada preparado. Me recordaron a nuestros viejos pescadores de los libros de Josep Pla, que en cualquier cala o en la misma barca encendían el fogón para guisar en una olla de bronce, patatas, guisantes, tomates y el pescado que creían difícil de vender, el de más espinas o incómodo de cocinar. Y así se creó el famoso y típico “suquet de peix”.
Verduras, carne de cordero, zanahorias, cualquier cosa es buena para mezclar con el arroz. Y vi a uno de los campesinos apartarse del grupo y buscar en el margen del camino hierbas y flores para aromatizar la comida. Utilizaban el agua de un torrente que alimentaba al río. Pensé que la hervirían para intentar potabilizarla, pero aquella gente la bebía directamente. Parecían muy tranquilos, por lo que entendimos que el manantial estaría cerca. Yo estaba acostumbrado a beber de la misma manera en los manantiales pirenaicos.

Habíamos terminado de tender la cordelería, solo quedaba instalar el resto de tablas y troncos, y asegurar todos los nudos, que eran muchos. Aquel día aprendimos a levantar un puente de verdad, porque, aunque solo fuera una reparación, nos enseñaron sus secretos y los distintos nudos que utilizaban.

 

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