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La calle, como la mayoría en aquella zona de la ciudad, era ancha y
de tierra blanca y polvorienta. A los lados, hileras de casas de dos
plantas en su mayoría, con dos o tres escalones en la entrada,
supusimos que para evitar las inundaciones durante el monzón,
rodeadas de pequeños huertos tan cuidados que parecían jardines.
Almendros, naranjos y preciosos rosales flanqueaban los cultivos.
En
medio de la calle, desperdigados, cientos de viejos coches, de
triciclos rodeados de mantas y tenderetes de mil cosas distintas,
desde la sempiterna fruta hasta camellos, pasando por tiendas con
tejidos de mil colores distintos, con objetos de plástico, cubos,
palanganas, cordeles. Y gente, mucha, en su mayoría hombres,
comprando en el mercado. Corderos despiezados colgando de tres
pértigas separadas en su base y atadas en la parte superior; y
grandes redes llenas de asfixiados pollos colgando del mismo modo; y
hombres manipulando sacos de maíz, de garbanzos, pesando pequeñas
cantidades con viejas balanzas e introduciéndolas en bolsas de papel
o cucuruchos hechos de periódico; y panelas de caña de azúcar de
mil colores distintos.
Por entonces era difícil ver hombres de compras en un mercado barcelonés, para nosotros no dejaba de ser sinónimo de machismo o desigualdad. En la sociedad occidental, al menos la española, la mujer era quien hacía la compra; paradójicamente, en Pakistán era lo contrario, lo cual no dejaba de sorprendernos. Ahora, ya en el siglo XXI, es mucho más fácil encontrar hombres comprando en nuestros mercados, y seguramente en Pakistán pasará lo mismo con las mujeres. El machismo se muestra de distinta manera en cada sociedad, pero el fondo es el mismo.
Seguir sus indicaciones fue sencillo. Después de andar aproximadamente un kilómetro, giramos a la derecha, por una calle el doble de ancha que la mayoría de las callejas que desembocaban en ella. Era otro barrio completamente distinto, aunque la gente vistiese de la misma manera. Antes de llegar cruzamos un precioso jardín con antiguas edificaciones, palacetes o templos que no parecían islámicos. De no llevar prisa habríamos intentado visitarlos, aunque parecían cerrados. Al fondo vimos la gran puerta, vieja y magnífica; tendría ocho o nueve metros de altura, y de estar en nuestro país la habríamos confundido con la de una vieja muralla, pero bellamente labrada y siempre abierta. En su interior y como por arte de magia, se abría un barrio de estrechas calles, cientos de ellas; y en la principal por la que entramos, multitud de pequeñas y apretadas casas con multicolores toldos de tamaños, formas y alturas distintos, que cubrían casi toda su anchura. Y otra vez tiendas de mil cachivaches, de ropa, plásticos y comida; y una vez más, redes con pollos vivos y corderos colgando de los ganchos, y hasta un camello parado en medio, como esperando a su jinete o su carga. Para avanzar habíamos de esquivar motos, triciclos y personas en una calle de apenas cinco metros de ancho, que paraban a mirar, comprar o conversar sin mirar quien venía detrás. De no ser por las mochilas hubiésemos pasado perfectamente por indígenas, porque habíamos aprendido a decir txema en perfecto acento, cada vez que alguien tropezaba con nosotros. Nos presentamos en la puerta del taller, entramos y preguntamos por Rostam. A un lado, un coche de los años cuarenta medio desmontado y con el enorme motor en el suelo; tras suyo, una furgoneta 4L Renault que repasaban con esmero; al otro lado, un triciclo que parecía el anuncio de un circo, y un Volvo que parecía anterior a la segunda guerra mundial, convertido en una furgoneta paquistaní, cubierto de chapas, campanas y mil cosas que hoy no recuerdo. Hubiera sido curioso ver un mecánico europeo en aquel taller, su perplejidad al ver la precariedad con la que se trabajaba y las obras de arte que de allí salían. El tipo salió del Volvo, después de arrancarlo con una finura que ya quisiera para mi 2CV. Anna, con su precario inglés y alguna palabra en urdu, le explicó quiénes éramos. El tipo, con un mono que pretendía ser azul, algo orondo y de aspecto jovial, que podría tener cualquier edad entre los treinta y pico y los cincuenta, no disimuló su temor y desconcierto, no nos conocía y éramos unos extraños y jóvenes extranjeros que hablaban un idioma que costaba entender. Anna, para tranquilizarlo, le explicó que el contacto de su amigo había sido movilizado. Me miró y le dije con mucha lentitud: tu amigo Esmail ha dicho que te dé esto a cambio de una mercancía. Cogió la cartera y contó el dinero. Se quedó pasmado, sin habla. Yo miraba el triciclo con sincera curiosidad para demostrar mi indiferencia. Mi cara volvía a ser la del antiguo y exitoso jugador de póquer. Rostam era consciente que de urdu yo no sabía nada y de inglés poco. Intentó quejarse señalando la cartera, me encogí de hombros y la recuperé sin imutarme. Volví a decir las mismas palabras con el mismo gesto, como si las hubiese aprendido de carrerilla, mientras volvía a cargar la mochila a Anna, dándole unos pequeños toques para que recuperara su forma. El tipo levantó su palma para evitar nuestra marcha y entró al fondo del taller, aún más desvencijado y cochambroso que donde arreglaba los coches, mientras murmuraba algo que parecía una maldición o queja. Al cabo de un rato, cuando empezábamos a preguntarnos qué hacíamos allí, salió y nos llamó para que entráramos. En el suelo de un cuartucho, apilados con mucho cuidado para ser contados, había tal cantidad de paquetes de hachís que quitaba el hipo, rodeados de ruedas, puertas, frenos, tubos de escape, carburadores y manchas de aceite. Entonces caí en la cuenta que allí, ciento cincuenta mil pesetas de hachís -la rupia y la peseta tenían casi el mismo valor- no eran lo mismo que en Madrid o Barcelona. El tipo, acompañado de un simpático joven que no paraba de sonreírnos y de mirar a Anna, soltó una ininteligible retahíla de palabras mientras contaba los paquetes para demostrarme que él no engañaba, parecía irritado y a punto de saltar sobre mí. Alcé los brazos, uní mis palmas e hice un gesto amigable, como si no pasara nada. Anna le dijo que solo éramos mensajeros, que devolveríamos el dinero a su amigo Esmail y nadie saldría perjudicado. El tipo se puso nervioso, parecía preocupado, me paró. Otra vez la palma de la mano levantada, me pidió la cartera y sacó el dinero. La añagaza tan típica de los Encantes barceloneses, cuando tenía que negociar el precio de algo que nuestra comuna tanto necesitaba, había funcionado. Miles de kilómetros nos separaban, pero el arte del mercadeo es el mismo vayas donde vayas. El tipo empezó a hablar con comedimiento y nos pidió las mochilas sin ningún reparo, aparentando haber quedado satisfecho con la negociación. Una vez más otros hacían el trabajo. En silencio y como si nada hubiera pasado, poco a poco iban introduciendo los paquetes. Y aunque pareciera que las mochilas carecían de fondo, toda la droga no cabía y estaba claro que tendríamos que hacer dos viajes, de otra manera tampoco lo hubiéramos resistido.
Antes de despedirnos, el joven nos sirvió agua fresca y quiso acompañarnos en su moto. Fue lo más emocionante de la aventura. Anna en el centro, cogida de la cintura del joven, que seguro no sabía como había llegado tan lejos; yo tras ella, con las mochilas colgando, una a cada lado y sobre mis piernas abiertas, haciendo esfuerzos para no salir despedido, con mis brazos entrelazados en las correas de las mochilas y medio abrazado a mi compañera. La moto pequeña, roja y cuidada con esmero; su asiento forrado con tapicería de vivos colores y un fleco dorado y verde a su alrededor, parecía hundirse bajo nuestro peso. Las había visto tanto en Karachi como en Lahore, pero no imaginaba que terminaría subido en una de ellas, y aún menos, en la más bonita de la ciudad. Nos llevó un tramo, no quería alejarse del barrio ni que lo vieran con su cliente. Al bajar y ayudarnos a cargar, hizo las mismas recomendaciones que el policía, solo que esta vez con las mochilas llenas.
-No os paréis y si no os queda más remedio no descarguéis, se notaría la mercancía que lleváis. Disimulad su peso, haced como si llevarais el normal, vuestra ropa y poco más. Tu mujer es fuerte y valiente, podrá llegar.
Yo me reía, pero sólo en mi interior, por fuera era imposible, hubiese muerto en el intento. Mis piernas temblaban por la tensión del viaje y el peso que habían soportado. Íbamos doblados y casi no podíamos respirar, hablar aún menos. Pretender que disimuláramos el enorme peso era tan ridículo como peregrino. Anna había empequeñecido, parecía que el suelo se hundiera bajo sus pies y solo acertó a decir que no entendía cómo habíamos llegado a esto; pero era cierto, el paquistaní tenía razón: mi compañera era muy fuerte y aguantaría.
Llegamos sin saber cómo. El policía, que nunca había confesado serlo, se reía tranquilo. Aunque se quedara nuestra ropa, sabía que no tenía valor como señal. Con ciento setenta y cinco mil rupias se podía vivir bastante tiempo en Pakistán, pero sin el pasaporte la cosa se habría complicado. El segundo viaje fue más reposado, aunque ya nadie nos acompañara. Las mochilas pesaban menos y el joven, aunque sentirse abrazado por Anna fuera muy tentador, consideró que no era prudente llevarnos por segunda vez.
Al llegar quise que fuera Anna quien le devolviera la cartera con las doce mil quinientas rupias y le explicara cómo lo habíamos hecho, porque era ella quien hablaba, porque me satisfizo que aquel tipo la tratara como una igual, muy extraño para un paquistaní, y porque, para qué negarlo, estaba muy orgulloso de mi compañera. Ni siquiera miró su interior. Solo dijo que no lo esperaba y tampoco tan rápido. Los negocios se hacían así con él. De su bolsillo extrajo las otras veinticinco mil, las tenía preparadas y unidas con una goma y se las entregó junto a los pasaportes. Anna le dio la mano con una sonrisa y él se la aceptó y nos deseó suerte. Antes nos explicó que sus contactos le salían algo más baratos, pero se dio cuenta que con menos no hubiésemos arriesgado, y que las doce mil quinientas rupias habían compensado la diferencia. Se equivocaba, en todo caso, lo único que nos había hecho dudar era la gran cantidad de dinero que nos había ofrecido y cómo nos obligó a aceptar el trato. Nos contó que Rostam era un buen amigo y hacer negocios con él muy seguro, pero no era sensato negociar directamente y que los vieran juntos; por eso siempre utilizaban un intermediario conocido de los dos, aunque saliera caro. No lo entendimos ni necesitábamos hacerlo. Nos fue bien y eso nos bastaba.
El
hachis, cien kilos por lo menos, en dos días estaría en Karachi y
valdría cien mil rupias más, una fortuna para un paquistaní. En
dos o tres semanas llegaría al Pireo, Marsella o Barcelona, y se
pagaría por quinientas mil o más; y una vez desembarcado, se
revendería por partes y valdría un millón. Sus compradores lo
volverían a trocear, lo adulterarían y lo venderían por el doble a
los pequeños camellos; solo unos pocos tendrían el honor de fumar
auténtico Kush, y él ya no sabía por cuánto y tampoco le
importaba. Aquella noche seguro que tuvo un buen sueño. Por nuestra
parte ya no deberíamos preocuparnos, con el dinero ganado y el que
teníamos íbamos sobrados.
Cuando
ya nos íbamos volvió a llamarnos.
-Os daré una nota para Hamid. Por poco que pueda hará que lleguéis a vuestro destino.
Cuando se ha estado, hablado, negociado con la gente, la percepción de peligro cambia completamente, así como la que tienen los lugareños con el extraño, y solo porque ha dejado de serlo. En Barcelona, pese mi forma de ser y vivir, de jactarme de haber circulado por barrios que la mayoría evitaban, como la Mina, el Raval o Montjuich, -nunca el Campo de la Bota, donde solo había chabolas y la sangre de más de mil setecientos asesinados treinta años antes por la Guardia Civil- sentía reparo cada vez que iba con la camarilla a buscar droga, o con Anna, para visitar algún amigo sin suerte o de raza gitana.
Era evidente que aquel barrio no era el más aconsejable para un extranjero. Según la gente de la ciudad, era de los peores y muchos lo evitaban. Nosotros, sin embargo, nos sentíamos cómodos; además, tal como vestíamos y actuábamos, aún siendo conscientes que sabían que éramos extranjeros, nos parecíamos a ellos y no percibíamos la diferencia entre su gente y la de otro barrio cualquiera donde habitara pashtún. Tiempo después pensamos que el reparo que provocaba, era más por su curioso y étnico sentido del honor, que por alguna causa social que los diferenciara del resto. Nosotros, el único problema que creíamos tener, es que llevábamos mucho dinero; pero ya nos habíamos puesto en la piel del barrio y de su gente, ya actuábamos como sencillos pashtún y no como turistas occidentales, ni siquiera como panyabís del centro de la ciudad. Anna, pronto se dio cuenta que no debía mirar de frente a los hombres, que todo lo más podía hacerlo de lejos, para observar cómo vendían y actuaban, si eran atractivos o no. Solo en un lugar cerrado como el taller mecánico, donde ya no era necesario fingir, podía permitirse actuar tal como era, con su fuerza y su personalidad.
En
Pakistán un extranjero no podía abrir una cuenta bancaria. Y en
Barcelona, la Caja de Pensiones (ahora la Caixa) nos propuso unos
bonos cambiables con un límite, ya que estaba prohibido sacar más
dinero del país. Cuando descubrí la comisión que exigía y los
gastos que pretendía cobrar, tanto ellos como la banca paquistaní
por tramitarlos, me reí en su cara y me fui. Éramos muchos y no contamos que pudiéramos separarnos, nos sentíamos seguros y
confiados de llevar el dinero encima. Ahora solo éramos dos en un
barrio aparentemente peligroso y sin policía a la que arrimarse; ni
siquiera se veían militares, tan abundantes en el resto de la gran
ciudad. Había quien ya sabía de nuestra pequeña fortuna,
precisamente los más peligrosos, eso en caso que allí hubiera alguien que no lo fuera. Nuestra ventaja era que, al ir vestidos como
los lugareños, no hacía falta buscar rincones o un lugar en la
mochila para guardar el dinero. Las largas camisas cubrían los
bolsillos del pantalón y el bolso que llevábamos en la cintura.
Solo con violencia y delante de todo el mundo podían robarnos. Aun
así, éramos conscientes que dos jóvenes de veinte años,
extranjeros y con más dinero del que la mayoría podía ver en mucho
tiempo, eran un fácil y apetitoso bocado.
Lo que
no contamos es que nos habían visto en la moto de Mosul, riéndonos
con él por lo estrafalario del asunto, y entrar en el local de
Rostam y parlamentar amigablemente con el. Y allí eso pesaba. Quizá
por eso y porque preguntamos con toda la amabilidad que pudimos por
Hamid Masel,
la gente nos empezó a mirar con curiosidad y respeto. Disfrutábamos
de la protección de unos hombres de honor y, sin nosotros saberlo, a
partir de aquel momento nuestra seguridad estaba más garantizada que
la de cualquier vecino del barrio. Y recordé las visitas que con
Anna hacía a mi amigo gitano de la Mina, donde dejaba el coche
abierto y con las llaves puestas, para que nadie pudiera considerarse
insultado. Allí yo era el amigo de Poli, que lo ayudaba dándole
cosas que hacer, -en romaní no existe la palabra trabajo- era
sagrado y en el barrio nadie podía tocarme, ni siquiera un payo. Era
el mismo sentido del honor, el de una vieja sociedad nómada, que
para sobrevivir necesita algo más que el vínculo racial.
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