martes, 12 de enero de 2021

El Camino Infinito, 15ª parte

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La preparación del viaje fue un desastre. Era la primera vez que salía al extranjero por mi cuenta y no sabía lo que necesitaba. Conseguir el pasaporte se convirtió en una epopeya llena de juramentos y promesas para convencer a la autoridad de mi supuesto patriotismo. Anna, en cambio, solo necesitó la autorización de sus padres, que no pusieron ninguna objeción.

No teníamos billete para Delhi y esperábamos conseguirlo en Londres a mejor precio que en Barcelona, eso nos dijo un holandés amigo de Pierre, que también nos recomendó viajar a Ámsterdam para salir desde allí. Era tal el lío, en el que todos creían saber lo que era mejor y más barato, que Anna y yo terminamos por dejar que la situación transcurriera con total libertad, y decidimos abandonarnos a la suerte dado que nos estaba bien cualquier destino. Éramos jóvenes, teníamos poco dinero y debíamos administrarlo con cuidado, sobre todo nosotros. Los demás, gracias al tráfico de droga, cada día más abundante y variada, disponían del suficiente.

Para mí fue una sorpresa que aquellos a quienes ayudé y que muchas veces había encontrado a un paso de la inanición, dispusieran de tanto dinero. Primero creí que la familia, que el ahorro. Hacía mucho que ya no intervenía en su administración, pero pronto se disiparon mis dudas. La droga: el comercio del LSD, la heroína y el hachis, corría como el agua; lo que no había es cocaína, una droga de ricos y difícil de encontrar en aquel ambiente. Yo podía disponer de tanta como quisiera, incluso a unos precios que nadie podría haber soñado, gracias a mis amigos de la camarilla; pero evitaba todo contacto con ella, quizá por intuición, porque en ellos percibiera una degradación desconocida hasta entonces, más ideológica y social, que los deshumanizaba en cambio de destruirlos física y mentalmente. Entonces no se conocía, o eso creo, la irremediable afectación de esta droga sobre el ritmo cardíaco y las secuelas que deja en el cerebro. Mis amigos creían que se limitaba a la destrucción del tabique nasal, y este problema siempre podía solucionarse con una operación y dinero.

Recuerdo que salimos de Barcelona muy pronto y no todos, alguno se durmió. Debió considerar que la disciplina horaria de los aeropuertos no iba con su estilo de vida. Anna y yo nos reímos mucho de la situación, aún no habíamos empezado el viaje y ya teníamos problemas, aparte de las primeras deserciones involuntarias por haberse dormido. Mi amiga no se sentía muy cómoda con ellos, excepto con una extremeña, despierta e inteligente, que pocas veces caía en el sopor y la decrepitud mental que producía la droga. No recuerdo su nombre, pero sí que había sentido una fuerte atracción hacia ella, aunque solo intelectual. Antes de mi separación con el grupo solíamos buscarnos para charlar durante horas, sentados en las escalinatas de la Plaza del Rei. Era joven, de mi edad, y, como la mayoría, carecía de atractivo sexual, más por dejadez que por ella misma. En contra de lo que se solía, esquivaba las conversaciones sobre esoterismo, magia y religión; y profundizaba en la filosofía y los problemas más mundanos, como la política, la economía y el futuro que nos esperaba. Era compañera sentimental o lo que más se parecía a eso, de uno de los tipos más interesantes del grupo. Le llamábamos “Ermitaño”, aunque poco tenía de eso y nunca supe quién y porqué lo bautizó con este sobrenombre; quizá fuera por ser el más autónomo en sus ideas y actos, el que menos se drogaba o quizá al que menos daño le producía aquel veneno. Porque, si algo aprendí de la droga durante aquel tiempo, es que no a todos hacía el mismo efecto, incluso en algún momento tuve la tentación de pensar que a él le sentaba bien.

El viaje hasta Londres duró menos de lo esperado. Nadie había contado que los trenes franceses no eran como los españoles de la época, y que los horarios de llegada de unos coincidían con la salida de otros, y con tiempo suficiente para comprar el billete. De tal manera fue, que mi pretensión de conocer la Francia interior se fue al traste. Ni siquiera tuvimos tiempo de dar una vuelta por París. Otra cosa fue el trato de los revisores y taquilleros.

Si llegamos a nuestro destino fue por el francés de Anna y el mío, y por el empeño que pusimos, porque los empleados de la SNCF intentaron evitar por todos los medios nuestra llegada. En Toulouse, ante la negativa de uno a vendernos los billetes, alegando que no entendía mi extraño idioma, llamé a un gendarme para que los comprara él o llevara el tipo a la comisaría. Supuse que la pinta que teníamos no acompañaba y el taquillero decidió que unos españoles, a todas luces impresentables, no tenían derecho a viajar en su tren. La presencia del gendarme le hizo desistir, aquel tipo nos entregó los billetes sin mediar ni una palabra más, aparte de haber constatado que nuestros compañeros no se iban a mover de una cola que empezaba a dar muestras de inquietud y hastío.

Los revisores daban mil vueltas a los billetes antes de aceptarlos. Uno de ellos hizo como si fueran falsos, hasta que me harté y le dije que no se preocupara tanto, que su maravilloso país no soportaría mucho tiempo nuestra desagradable presencia, aparte que mis amigos estaban ya hartos de tanto engaño y desprecio por parte de los empleados de su compañía, que a estas alturas no podía responsabilizarme de sus actos. Los demás no habían entendido nada, pero sus miradas no dejaban lugar a dudas y su imagen hizo el resto, estaban hastiados y querían olvidarse de Francia como fuera. Y el tipo, al ver que la situación se le iba de las manos y que la presunta falsificación no se mantendría ante ningún gendarme, optó por intentar negociar nuestra situación. Por lo visto no consideraba justo que nos sentáramos al lado de respetables ciudadanos franceses. Yo, de tan nervioso e irritado, me puse a reír. Si había entendido bien esa era toda su preocupación. Le respondí que seguramente la mayoría de los allí presentes no eran ni la mitad de fiar que nosotros, que les contaría a mis amigos que pretendía trasladarnos al vagón de los perros, a ver cómo respondían a eso. Y se lo dije, mientras me desternillaba de risa, al tipo más flemático e insolente que había conocido en toda mi vida. Y siguió con su trabajo murmurando con los pasajeros mientras revisaba sus billetes. Después, ya en Calais, me enteré que un revisor francés, si lo consideraba oportuno podía cambiar de lugar a cualquier pasajero, y supuse que el desdichado y prepotente revisor decidió que era mejor evitar un motín en pleno recorrido. La noche la pasamos pegados a nuestros asientos, no nos atrevíamos a movernos demasiado y nos mantuvimos despiertos de dos en dos, no fuera que el revisor aprovechara un descuido.

Llegamos a Dover en un estado muy lamentable. La mayoría del pasaje había vomitado. La travesía del canal fue de las peores que se recordaban y los ferrys de la época no eran una maravilla, sobre todo el que cogimos nosotros, que era el más barato. El mar estaba muy encrespado, pero no tanto como para llegar a aquel nivel de movimiento.

Muchas son las veces que he navegado en peores mares, aunque no es lo mismo un velero que un viejo ferry. El terrible viaje me sirvió para descubrir, que ni en momentos como aquel sentía mareo. Anna se encontraba como yo, con la misma tranquilidad y satisfacción. Habíamos pasado toda la travesía cogidos a una barandilla de cubierta, lo más cerca posible de la proa del barco y disfrutando como nunca. A nadie se le ocurrió molestarnos, ningún marinero nos llamó la atención, ya que los pocos que había, andaban como el pasaje o intentaban esquivarlo para no terminar empapados con sus vómitos.

Dover, como casi toda la costa inglesa, es precioso. A la salida del mismo puerto y en las casas que miran al mar, había algunas pensiones. Nos alojamos en una que parecía sencilla y limpia. El estado y el mareo de nuestros compañeros disimulaba la estrafalaria y desastrosa pinta que tenían; sin embargo, y aunque no entendiera nada, me di cuenta que la joven gerente de la pensión nos tomaba como éramos, y lo hacía con simpatía y sin desconfianza.

Por la mañana su compañero nos acompañó hasta la estación. Desde Dover salían trenes hacia Londres con regularidad, así como a su aeropuerto. Y nos informó sobre lo qué debíamos hacer para conseguir un vuelo a Delhi. En aquel momento no los había, pero también, y sin que nadie nos hubiera advertido, descubrimos que para ir a la India necesitábamos visado. Ninguno de nosotros había viajado al extranjero y nunca pensamos que, aparte del pasaporte, necesitáramos más papeles. Vacunarnos ya fue difícil, la mayoría se negó, yo el primero. Inconscientemente creímos que enfermedades extrañas no las había, que, en todo caso, debíamos temer más a las vacunas que a la enfermedad; pero de visados no sabíamos nada. La misma compañía aérea nos los exigía, supuse que para no verse involucrada en una repatriación forzosa.

Sin movernos del aeropuerto, el Ermitaño y su compañera, que hablaban el inglés a la perfección, fueron con todos los pasaportes a la embajada hindú para solucionar el problema. Como cabía esperar les pusieron todos los impedimentos posibles. Que si debíamos volver a España y tramitar los papeles desde allí, que si debíamos presentarnos físicamente; que, en el mejor de los casos, tardarían una semana; hasta que un empleado, haciendo sorna de la burocracia de sus jefes, les comentó que la de Pakistán lo arreglaba en cinco minutos. Y ni cortos ni perezosos, y sabiendo que Pakistán era lo más próximo a nuestro objetivo, se presentaron en su embajada. Cinco paradas de Metro con la misma línea que habían tomado para acercarse a la hindú, y unos cien metros andando les bastaron para llegar.

La embajada paquistaní era muy distinta a la hindú. Nuestros amigos plantearon el problema y, sin corruptelas -nadie pidió propina- ni impedimentos, les dieron un papel por cada pasaporte. Frente al mismo secretario imitaron nuestras firmas, y con un sello, la firma del mismo secretario y el pago de la tasa correspondiente, el asunto quedó zanjado.

Era paradójico que unos individuos, que se desesperaban ante la desgracia de Bangla Desh, la matanza de civiles orquestada por el gobierno paquistaní, el hambre que estaba sometiendo a su pueblo y la simpatía que los catalanes siempre hemos profesado por los movimientos de liberación democráticos, viajaran a Pakistán con la idea de atravesar su frontera con la India para llegar a Nepal.

Corría el mes de Junio de 1971, la guerra indo-paquistaní estaba a punto de estallar por el apoyo hindú a la causa separatista, y por los millones de refugiados que la India había de mantener.

Mientras los demás hacían cola en la British, me dediqué a buscar por los largos módulos de Heathrow. Pensé que con una embajada tan eficiente, su compañía aérea también debía serlo. Y la encontré por su bandera, que de no tenerla en el pequeño mostrador y como fondo en la pared, nunca la habría encontrado. PIA, la verdad es que el nombre no hablaba de su origen. Me acerqué pensando que tendría que hablar inglés, que lo desconocía, pero no. Me atendió una joven y simpática pareja que se reía por nada. Hacía horas que se habían fijado en nosotros, en nuestro caótico deambular, y hacían cábalas sobre nuestro destino. Pregunté como pude y me respondieron en nítido español. No era el único idioma que dominaban. Aquellos jóvenes, que parecían pareja sentimental o que compartieran mucha amistad, eran políglotas, hablaban multitud de idiomas, prácticamente todos los europeos, incluido el ruso. Años más tarde entendí que un país como Pakistán necesitaba agentes en todos los sitios, y nada mejor que el mostrador de su compañía de bandera en Londres para tener algunos de ellos. Plantee nuestro problema y me preguntaron si podíamos esperar. La relación con la India empeoraba por momentos y pocos turistas se atrevían a viajar a uno u otro país. Al día siguiente salía un vuelo a Karachi, un flamante 727 recién estrenado, y si no lo llenaban estaban dispuestos a hacer un buen descuento. Entonces no existían vuelos baratos, aún no se había puesto de moda este tipo de estrategia comercial. Por lo visto aquellos jóvenes disponían de extraños poderes dentro de la compañía, podían hacer y deshacer dependiendo el momento y las circunstancias, sabían que éramos un grupo numeroso y algunos de nosotros buscaban el vuelo en la British; pero lo más importante es que les habíamos caído bien. No sé qué truco utilizaron, pero lo cierto es que terminamos pagando lo mismo que si fuéramos familiares directos de trabajadores de la compañía, con un documento, aparte del billete, que certificaba lo contrario, pero imponiendo la categoría por causas de interés. Durante el vuelo estuve dando cábalas al texto. Me lo tradujo el ermitaño, tan sorprendido como yo. Excepto Alba, todos parecían satisfechos y alababan mi pericia negociadora, mientras yo seguía dándole vueltas al asunto, ya que no recordaba hablar de lo caro que era el pasaje y el poco dinero que disponíamos; aunque, eso sí, tuviese preparado el discurso.

Pasamos la noche como pudimos, una vez más turnándonos por parejas, por si policías o vigilantes aprovechaban nuestro sueño para expulsarnos. Nunca se sabe como reaccionan esos individuos, en caso que se aburran y sientan ganas de hacer burla con gente indefensa y extranjera.

Aquella misma noche Alba y yo comenzamos a alejarnos definitivamente. Ella, con el exacerbado egoísmo que le producía la droga, se había empeñado en viajar casi gratis. Los dos jóvenes paquistaníes nos habían tomado el pelo según ella. Después no entendió porqué el avión no podía aterrizar en Rawalpindi, que es lo que le convenía, para poder cruzar la frontera de la baja Cachemira paquistaní con la hindú. Parecía una niña enloquecida y caprichosa, hasta el límite que terminé deseando que la policía nos detuviera por cualquier razón y nos hiciera perder el vuelo. Y vi como Anna se reía y la evitaba, y lo hacía de manera que todos se percatasen, incluso ella.

Había de ser curioso observar una amalgama de gente tan diversa, unos con pinta de colgados por la droga, otros que de lo primero tenían mucho y de lo segundo no se les notaba; y nosotros dos, que la droga ni la tocábamos y, aunque con poco dinero, no parecíamos necesitar limosna. Y ya con el vestir se notaba. Éramos hippies, no había duda, pero nosotros dos vestíamos de manera sencilla, sin necesidad de exhibir nuestra manera de pensar y de vivir; en cambio, el resto parecía hacer un esfuerzo para diferenciarse del mundo que le había tocado vivir.

Salimos muy pronto, después de lavarnos como mejor pudimos en los aseos del aeropuerto. No éramos los únicos. En Barcelona nos apercibieron de las dificultades que tendríamos, que debíamos ir con cuidado con la policía o los funcionarios del aeropuerto, ya que con los extranjeros se comportaban con despotismo, sin importarles su bienestar ni sus pertenencias. No fue así, pronto nos dimos cuenta que si seguíamos las indicaciones y no montábamos barullo, se nos respetaba e incluso se nos ayudaba más y con mejor educación que en el Prat y Barajas.

 

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