domingo, 10 de enero de 2021

El Camino Infinito, 14ª parte

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Volví a mi casa más delgado y fuerte, pero decidido esta vez a cumplir mi promesa. Nunca más iría a la montaña y menos con Artur. Habían sido demasiadas las veces que habíamos desafiado a la suerte.

Los rosales, aún pequeños, ya estaban cubiertos de aromáticas flores y los gladiolos empezaban a aflorar. De vez en cuando paseaba por el jardín, acompañado de Rina y los niños. Y ella me miraba mientras podaba los rosales, y me preguntaba el por qué de aquel corte a dos nudos o aquel otro a tres; y por qué dejaba unas rosas sin cortar aunque se vieran mustias. Y miraba como removía la tierra justo antes de regar, y le contaba que era para oxigenarla. Recuerdo que por entonces y para su satisfacción planté dos jazmines, uno a cada lado de la entrada; y helechos, pies de elefante y una

dama de noche en la parte de atrás, donde apenas daba el sol. A Rina le encantaban las plantas y las flores aromáticas. Decía que le recordaban su tierra. El jardín, antes tan desangelado y pobre, había tomado vida y color, y en poco tiempo exhalaría maravillosos aromas. A todos les daba gusto pasear por él, aunque solo fuera dando la vuelta a la casa.

A mi vuelta, puede que por la experiencia pirenaica y haber sentido la muerte tan de cerca, decidí lanzarme a la aventura del Tibet. La vida es demasiado corta y nadie conoce la suerte que le espera. Ya no era cosa de Alba ni del poco amor que aún podía sentir hacia ella, sino que difícilmente se me presentaría una ocasión parecida.

Planteé el posible viaje a mis compañeros. Antes había hablado con Jep, que hacía poco se había comprado un flamante Seiscientos y necesitaba ganar dinero. Joan y él escribían cuentos cortos que vendían a algunas revistas, y confeccionaban piezas de modelismo naval; pero mi amigo con eso no tenía suficiente. Le ofrecí nuestra clientela y se avino a vender, repartir y cobrar mientras durase el viaje.

Jep era muy trabajador y fue de gran ayuda. Tenía mucha mano con los problemas mecánicos o de producción, y terminó trabajando en el taller en sus ratos libres, que eran muchos, y siempre que podía nos procuraba material. Mis compañeros ya lo conocían y sabían cómo era y les gustaba, de manera que pude dejar la temporada de verano resuelta.

Sorprendentemente, mi amigo no conocía a Anna. Supongo que gran parte de la culpa fue mía, quizá entonces ya sentía mucho más que amistad hacia ella y temiera que mi atractivo amigo la hiciese suya. Ridículo, puesto que el talante de mi amiga no permitía ser propiedad de nadie, y a mí siempre me había gustado que mis amigos y amigas se conocieran y lo pasaran bien entre ellos. Pero el subconsciente juega malas pasadas y hoy recuerdo vagamente sentir este temor. Sin embargo, si algo me causó sorpresa y a la vez mucha satisfacción es que Anna, al saber de mi interés por hacer el viaje, durante una de las muchas veces que cenaba en casa, me preguntara si podría acompañarnos. Con su propuesta las pocas dudas que me quedaban desaparecieron por completo. Con ella me sentía mucho más seguro y bien acompañado. Lo que mi intuición decía que podía terminar siendo una mala experiencia, seguramente con Anna se convertiría en una magnífica aventura, que probablemente nunca podría volver a disfrutar. Los estudios de mi amiga finalizaban en junio, su trabajo era intermitente y no estaba asegurada, de manera que podía permitirse mucha libertad. Ya entonces intuía que aquel largo viaje podría precipitar el final de mi amistad con Alba. Ella, después de todo, hablaba de quedarse y esa no era mi intención.

Es curioso cómo somos o éramos. Recuerdo que antes del viaje me preocupaban más el jardín y la seguridad de Rina y de Bill, extranjeros e indocumentados, que el negocio; tal vez porque intuyera que estaba en buenas manos y que yo había dejado de ser imprescindible. Y también me preocupaba mucho Alex. No hacía tanto que había sido aceptado como uno más de aquella familia, y ya me sentía parte de ella. Y me preocupaba más su tranquilidad y felicidad, que mi futuro o el dinero que dejábamos de ganar. Alex era el mayor y con menos ganas de broma, sin embargo, con facilidad caía en el descontrol y se dejaba arrastrar por el último en llegar, que en este caso había sido yo. Yo confiaba mucho en Rina, más joven, pero práctica y sin paciencia para los intrusos; en Sole, tan joven pero trabajadora y responsable, que hacía incondicional piña con Rina; en Mila, la más disparatada de todos, pero también la más inteligente, fuerte y segura. Mila, dentro del juego que representaba su vida, sabía lo que quería y era capaz de sacrificar su espíritu por el interés de los demás.

Bill, curiosamente por lo que le había deparado la vida, vivía en una nube de magia y de bienestar. A nuestro amigo, cuando alguien le daba una bofetada, le faltaba tiempo para poner la otra mejilla. En eso era como Cristo y siempre pensé en el acierto de su huida, porque en Vietnam seguro que lo habrían matado sin haber pegado un tiro para defenderse.

Anna y Alba eran completamente distintas. La primera: guapa y atractiva, de cara más ancha, ojos oscuros, tan grandes como penetrantes; el cabello cortado hasta la nuca y ondulado, con desordenado flequillo; su nariz era un poco ancha y ligeramente aplastada; alta, fuerte y de preciosas formas. La delicada separación de sus incisivos le daba un aire alegre y simpático al que hacía honor; y sus gruesos labios, su boca y su perfecta barbilla la convertían en una mujer muy seductora. Una mujer inteligente, culta y cuidadosa en sus razonamientos, nunca hablaba de más y era muy comedida al hacerlo.

Alba también era morena, pero de cabello lacio y largo con la raya en medio; su cara de líneas delicadas y perfectas, de ojos rasgados y mirada romántica; y sus labios, ni pequeños o demasiado grandes, estaban en armonía con el resto de su cuerpo. Casi tan alta como Anna, mucho menos fuerte, de pocas curvas y los pechos más pequeños. Hablaba poco y también con cuidado, de gran inteligencia, aunque parecía haberla perdido o despreciado. Actuaba como una niña consentida por su belleza y personalidad, algo que yo nunca hubiese imaginado que sucedería.

Pedí a Bill que contactara con los camaradas repartidos por el camino que debíamos pasar, huidos como él de la guerra. Necesitábamos cobijo, lugares donde pernoctar y comer hasta nuestra llegada a Londres, donde deberíamos coger un vuelo hasta Delhi. Una vez allí tendríamos que buscar cómo llegar al Tibet, pero encontraríamos la manera. La vida en La India era muy barata y unos jóvenes como nosotros, acostumbrados al hambre, al frío y al calor, podrían con todo.

Antes de salir organicé con Jep un par de salidas a la Costa Brava y una tercera a la costa alicantina; la primera con muestras y algo de material, para pagar la gasolina y las comidas; la segunda para repartirlo, de manera que Jep pudiera conocer los clientes y saber como tratarlos. Lo hicimos en su Seiscientos, y aún me asombro cuando hoy veo uno de ellos y pienso que dormí en su interior con material incluido.

Siempre recordaré aquellas dos semanas de carretera, comidas baratas, tiendas turísticas, discotecas y chicas, muchas chicas, francesas unas, alemanas otras y españolas las que más. La última noche la pasamos en Calella y entramos en lo que parecía un gigantesco pub, nunca había visto nada igual. Estaba lleno de gente, casi toda de la misma edad que nosotros y británica en su mayoría. Nunca supe diferenciar un inglés, de un escocés o un galés; para mí todos son iguales y beben y gritan de la misma manera, aunque allí la gente se entendía sin apenas alzar la voz. En el centro, sobre una alta tarima de más de un metro de altura, a la cual se llegaba por unas escaleras, había un grupo de mesas y sillas, y en una de ellas dos parejas dándose el lote.

Y me fijé en ella, en su mirada. Era muy joven o eso parecía. Delgada, morena, bellísima, con el cabello largo y ondulado, tan oscuro y denso como sus ojos. Una preciosa muñeca. Su compañero la besaba con excesiva y artificial pasión. -Mirad que tía me he agenciado- parecía anunciar. La chica podía ser de cualquier nacionalidad, aunque desde el lugar dónde nos encontrábamos parecía latina. Estaban lejos, allí todo parecía estarlo, y llegar a la barra para pedir una cerveza se nos hizo eterno y costoso. Tuvimos que abrirnos paso entre una muchedumbre que no nos entendía ni hacía nada por intentarlo. Y volví a sentir su mirada, fuerte, penetrante, hambrienta y apasionada, que esquivaba la cara de su compañero, como apartándolo para seguir nuestros pasos. No recuerdo haber sentido una mirada igual a la de aquella chica. Me gustó. Jep había sentido lo mismo, pero con más fuerza si cabe. En su interior había estallado una carga de profundidad, una explosión de mil sensaciones que se desparramaba a su alrededor. Conseguimos acercarnos a la barra para pedir unas cervezas y al poco se nos acercó y tomó asiento a nuestro lado. Era increíblemente bella, una de las mujeres más hermosas que jamás haya visto. Su cara, de muñeca tal como se reflejaba en la distancia, era de una sorprendente perfección, tanta que escondía su evidente juventud. Todo acompañaba, sus labios, sensuales sin ser excesivamente gruesos, su recta nariz, la suave y morena piel, casi de mulata; y su cuerpo y cada poro de su piel rezumaban sexualidad. Y sentí la turbación de mi amigo, de la misma manera que la mirada de aquella chica, que pasaba con aparente timidez de uno a otro. Y recuerdo hablar con ella, poco, porque racionaba en extremo sus palabras. Le pregunté si era española como aparentaba. Era la mujer perfecta, la que todo hombre desea y mataría por tenerla, aunque fuera una sola noche. Mientras le hablaba, me dediqué a vigilar al británico que la había perdido. El tipo estaba charlando y riéndose con sus amigos. De lejos parecía estar algo bebido y de carácter inofensivo. Su amigo seguía departiendo con la amiga de nuestra nueva acompañante y eso parecía mantenerlo tranquilo.

Los ojos de Jep evidenciaban lo que pasaba por su cabeza, iban de la cara al cuerpo de la chica, de manera tan veloz, que no entendía cómo podía retener una imagen concreta. Hablaba atropelladamente y de mil cosas distintas, tan inteligentes como poco interesantes para una chica tan joven, que unos momentos antes besaba apasionadamente a un británico desconocido. Y temí que con las prisas estropeara el encuentro.

El temperamento de mi amigo era extremadamente tórrido y, aunque de fuerte atractivo, las mujeres no solían entender tanta premura. La chica llevaba una camisa de cuadros tejanos, que dejaba ver un precioso escote y su larga y estilizada garganta; y una falda, que por mucho que lo corto estuviera de moda, alteraba los sentidos y la imaginación, aparte de hacer que los ojos se movieran de arriba abajo a la velocidad del sonido. Pero lo que más llamó mi atención, es que, por su manera de hablar y sus gestos, aparentaba no darse cuenta de lo que provocaba en los hombres. Cuando le contamos a lo que nos dedicábamos y como vivíamos, y mi próximo viaje al fin del mundo, en pos de una

quimera en forma de dos mujeres tan distintas, sin saber como llegar ni volver, me miró con admiración, pero sin excederse, como si tampoco fuera tan extraño para ella.

Nosotros dormíamos en casa y ellas en el apartamento de su familia en el pueblo. Ninguno de los cuatro necesitaba dar explicaciones. Yo tenía casi veinte y Jep los acababa de cumplir. La chica no podía pasar de los diecisiete, su cara los aparentaba pero su cuerpo alguno más. Debía ser la primera vez que conseguía salir de noche o una de las pocas que le dejaban, y estaba decidida a aprovecharla. Salimos a la calle junto a su amiga, que era su prima y un par de años mayor que ella, y mirándola con ironía nos dijo:

-Me han dejado salir por ella. Según mis padres es muy seria y responsable.

Teníamos el coche cerca, de manera que nos acercamos y les enseñamos algunas de las piezas que vendíamos, y ella se quedó un brazalete de latón bellamente repujado. De vez en cuando, cuando la visito, me gusta buscarlo por el salón de su casa. Y es que Mónica, con picardía y de manera periódica, suele cambiar de sitio sus recuerdos. Les propusimos ir a la playa, sentarnos y charlar un

rato. Era primavera y el agua estaba muy fría, no obstante, me desnudé y fui hasta la orilla. El mar es algo que me supera, y cuando lo veo siento la necesidad de lanzarme a él por muy picado que esté. En aquel momento estaba tranquilo, como suele suceder en las noches mediterráneas, que de día puede haber fuerte oleaje y de noche solo queda la resaca. No esperaba que nadie me siguiera, por lo que, cuando la vi pasar por mi lado, completamente desnuda, bellísima, explotaron mis sentidos. Y se lanzó al agua sin pensárselo, emergiendo unos metros más lejos, enseñándome su magnífica y bronceada espalda. La noche, el mar, el reflejo de la Luna y ella. Mi mente quería estallar. Me acerqué y se volvió, erecta, espléndida y con su cabello mojado sobre la cara, que apartó con un gesto, y sus pechos goteando y brillando como si estuviesen cubiertos de perlas. Hablamos unos momentos y la vi estremecerse por el frío, con las manos le masajeé sus hombros, estaba tan pegada a mí que pude sentir sus pezones rozando mi pecho. Y salimos, el frío empezaba a atenazar nuestros cuerpos.

Nunca sabré por qué no me lancé. Quizá el viaje, Alba, Anna, las preocupaciones, los nervios y también mi amigo. Por qué no lo intenté en aquel momento. Solo necesitaba abrazarla y besarla, y ella me hubiese correspondido, estaba seguro. Aquella mujer tenía algo que me fascinaba y me perturbaba. Quizá fuera su extremada belleza lo que me intimidó. Hoy no puedo recordar cuál fue el impedimento, si mi estupidez, mi falta de decisión o mi inseguridad.

Tan parca de palabras y de sonrisas, que parecía producto de la timidez y de su juventud; sin embargo, no demostraba complejos ni vergüenza. Era directa en todo, no había tenido ningún reparo en asaltarnos en el pub, dejando al británico, a todas luces producto de una conquista personal, plantado sin más.

Nos despedimos sin llegar a más de un beso de despedida, que me supo a gloria por muy insustancial que fuera; pero, ya camino a casa, Jep me enseñó un número de teléfono apuntado en la palma de su mano.

El viaje a la costa alicantina terminamos haciéndolo con el 2CV, queríamos cargar el máximo y, para no arriesgar, cogimos el material preparado para el resto de la clientela; pensamos que si lo vendíamos volveríamos a fabricarlo. El seiscientos era pequeño y no daba para mucho en comparación a mi coche. Ni en el mejor de nuestros sueños hubiésemos podido vender tanto. En Benidorm ya no nos quedaba nada y, si fuera por los clientes, se habrían quedado hasta las muestras. Yo nunca había llegado tan lejos, no conocía nadie ni nada y era la primera vez que hacía un viaje tan largo en coche. El listado de clientes nos lo dio Pierre, un parisino conocido de Mila, dos años mayor que yo, más revolucionario que hippie. Estaba de paso por Barcelona y se ganaba la

vida vendiendo lo que fuera por la costa. Lo cierto es que pasó unos días en casa, algunos más de los previstos, porque a Mila le gustó y con razón.

Pierre era un tipo fantástico, maduro, grande, algo más que yo, tanto que parecía tener muchos más años y no solo por el físico; pelirrojo, barbudo, muy culto y simpático. Siempre tenía una sonrisa en su boca y mucho sentido del humor, a veces demasiado, ya que nunca sabíamos si hablaba en serio o con ironía.

Pierre fue el tipo que me bautizó. Desde el primer día, aún no sé por qué, me llamó Popol, para él: Popaul, y no me pareció mal, aunque tampoco hubiese podido hacer gran cosa, ya que desde aquel día, todos me llamaron así. Seguimos vendiendo con ayuda de las muestras. El hecho que no lleváramos material se hizo incómodo, ya que debíamos convencer cliente por cliente, que el material llegaría en su día y tal como se enseñaba.

Por entonces el ambiente en la costa alicantina era fantástico, joven y divertido. Por las mañanas visitábamos alguna tienda, al mediodía íbamos a la playa con bocadillos y cervezas, por la tarde volvíamos a visitar clientes y las noches las dedicábamos a las discotecas. Los tenderos eran simpáticos y muy extrovertidos, de manera que el trabajo se hacía llevadero y entretenido. Temía, con razón, que en el Tibet no podría llevar esta vida de diversión y juerga.

Pierre era anarquista y había participado en las jornadas del 68 en París, conoció a Dani el rojo y estuvo hasta el final de la revuelta. Consideraba el régimen francés de la misma calaña que el español; decía que en su país gobernaba una dictadura camuflada de democracia, tan sanguinaria y fascista como podía ser la española. Y habló del sesenta y uno, cuando bajo el manto de la quinta república, la policía asesinó a doscientos argelinos, excombatientes muchos de ellos, que se manifestaban pacíficamente, y echaron sus cadáveres al Sena. Y al año siguiente detenía a la gente por sus facciones, y la torturaba y asesinaba en los cuarteles. Probablemente estos hechos sucedieron durante mis dos viajes de pequeño al sur de Francia, de visita a la hermana de mi abuela y a su compañero republicano; cuando este llenaba mi joven cabeza con alabanzas a De Gaulle y a su maravillosa república, y de desprecios a España y a los españoles.

 

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