jueves, 21 de enero de 2021

El Camino Infinito, 18ª parte

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El aeropuerto de Lahore era grande, me pareció que tanto como el del Prat, y cuando llegamos parecía que estuvieran construyendo una segunda pista. De los aviones a la terminal había que andar bastante bajo un calor y una humedad inhumanas, o esperar un autobús que nunca llegaba. Seguramente ahora lo vería más pequeño, pero entonces cualquier cosa me parecía igual o grande en relación a mi ciudad. En Pakistán, al menos el aeropuerto de Karachi y el de Lahore, estaban muy cerca de la ciudad, casi en su interior, por lo cual muchos viajeros optaban por desplazarse andando o con los abigarrados microbuses o taxis que ofrecían sus servicios, más para los viajeros cargados de paquetes que para quienes viajaban con poco equipaje.
En esta ciudad, las mujeres todavía se prodigaban menos que en Karachi. Y lo que a Anna y a mí nos sorprendió es que nadie molestara a nuestras compañeras, que denotaban liberalidad y pocos prejuicios.

Lahore era más pequeña que Karachi, pero grande si la comparábamos con Barcelona. La gente vestía como allí, con las típicas camisas largas, algunas por debajo de las rodillas, aunque mucha gente prefería las de corte europeo y con pantalones anchos. Las mujeres también vestían igual, pero en su mayoría con la cabeza medio cubierta. Lahore no parecía tan rica como Karachi, pero tampoco se apreciaba hambre ni pobreza y, como ésta, sus mercados eran abiertos y muy concurridos. La ciudad nos encantó solo verla, llena de luz y color como nada que se pudiera ver en cualquier otro lugar. Cualquier rincón era bueno para extender una alfombra cubierta de fruta fresca, albaricoques secos, pasas, plátanos, caña de azúcar y otras viandas más elaboradas; pero lo más impresionante era, una vez más, ver los triciclos, los camiones y los autobuses bellamente adornados de mil colores. Y hasta la multitud de carros tirados por búfalos, mulas, asnos, competían en una sana lucha por ver cuál era el más y mejor pintado; y camellos cubiertos con preciosas y multicolores mantas terminadas con dorados flecos.

Lahore parecía una ciudad ocupada. En cualquier rincón podía encontrarse militares, pero no camiones o carros blindados, ni de transporte o combate. Paseaban por la ciudad como estando de permiso. Por su cantidad se podía calcular que había miles de ellos acuartelados en las afueras. Era indudable que en caso de una confrontación contra la India serían derrotados, Bangla Desh estaba muy lejos, separado precisamente por su gigantesco vecino, y su ejército quedaría dividido y aislado. A no ser por una intervención china, la derrota de aquel poderoso y preparado ejército era cuestión de días. También había mucha policía secreta, tanto civil como militar.

Nuestros compañeros, a los que solo vimos para comer, pasaron un mal trago con un policía de paisano. Parece ser que Alba, en su desesperación, no se le ocurrió otra cosa que preguntarle donde podía comprar droga. El tipo, que iba acompañado, no paraba de reír. Tuvieron suerte, o tuvimos, dado que no era difícil saber que íbamos juntos.
Aquella misma noche ya dormimos en lugares distintos. La anécdota del policía, que ellos contaban con disgusto y ofendidos, nos irritó hasta el punto que decidimos desvincularnos antes de lo que habíamos pensado. Durante la comida planteé el problema y la única solución que quedaba. Anna, respetando nuestra amistad de tantos años y vivencias, se mantuvo alejada y en silencio, y Alba lo agradeció. Por vez primera en todo el viaje, mi antigua amiga entendió lo que pasaba y asumió su culpa, reconoció lo distintos que éramos y lo muy diferente que pensábamos, y que no era yo quien había cambiado. Me abrazó y besó sabiendo que aquella era una separación que podría ser definitiva. Y entonces sentí el olor de la enfermedad y de la corrupción que provoca la droga, del que me había hablado Anna.

Antes de separarnos le regalé un pequeño libro, que guardaba con mucho cariño y que leí durante el viaje. En mi ciega pasión había confundido su heroína, con mi amiga y su antigua ansia de libertad. Treinta años más tarde y después de haber buscado infructuosamente otro ejemplar, encontré uno en el mercado de Sant Antoni y lo compré. El ver la rotura de la tapa, se me antojó extraño y demasiado cercano; y al abrirlo vi que todavía conservaba mi nombre en su primera guarda. No podía creerlo, Alba lo había conservado hasta su vuelta y al cabo de unos años supongo que lo vendería.

Aquella misma mañana, mientras paseábamos por el increíble mercado de frutas, en uno de los barrios más populares de la ciudad, Anna y yo entablamos amistad con un anciano vendedor, que sentado en el suelo había extendido su variopinta mercancía. Le compramos unos plátanos y unos orejones tan jugosos que parecían frescos. El tipo era muy simpático y nos invitó a dátiles -a partir de entonces ya sería una costumbre, comprar una o dos cosas y salir con algo más como regalo, a cambio de charlar un rato-. Estábamos algo cansados de tanto andar y nos sentamos a su lado, al principio el hombre se sorprendió, no esperaba una reacción tan familiar. Incluso los vendedores vecinos observaron divertidos la curiosa situación: dos occidentales, uno de ellos mujer y guapa, comiendo dátiles junto a Mansur. Fue la primera vez, no sé si por intuición, pero abrimos la mochila y sacamos lo que teníamos para compartir. Nadie nos había dicho que era la costumbre y el mejor gesto, muy extraño con extranjeros; quizá por eso el tipo se abrió tanto con nosotros y nos contó, amargado, que la guerra era inevitable y que solo traería ruina y desolación a su país. Nos explicó que había perdido a su mejor amigo en mil novecientos cuarenta y siete, durante la persecución religiosa contra los hindis y los sijs. Su amigo era sij y él panyabí, como la mayoría de su barrio, y antes de refugiarse en la India quiso despedirse. Una turba de fanáticos lo reconoció y lo asesinó a golpes. Nos contó que la mayoría de la gente no quería la violencia y vivía en armonía con sus vecinos, pero los políticos, tanto de uno y otro lado de la frontera, envenenaron y corrompieron los espíritus hasta provocar una matanza y la separación.
Hablábamos con gestos y palabras que, ininteligibles para nosotros, cobraban sentido gracias a la mímica y a los signos que dibujaba en el suelo.

-Si queréis paz y belleza id a la alta Cachemira, a sus aldeas más alejadas. Os costará llegar, será peligroso, pero difícilmente podréis ver tanta belleza y sentir la paz en otro lugar del mundo.

Le preguntamos qué debíamos hacer para llegar y se rió.

-Nunca se sabe como se puede llegar a aquel rincón del mundo.

Eso nos pareció entender. Luego nos recomendó ir a un barrio de la ciudad, allí vivía gente de aquel país, y un buen amigo y nos diría cómo llegar y qué medios de transporte podríamos utilizar.

-Os costará un poco, hay que andar hasta el río y cruzar el puente, una vez hayáis llegado preguntad por Hamid Masel y decidle que os manda Mansur, con un poco de suerte y su ayuda llegareis a vuestro destino. No os arredréis ante nada ni nadie, si lo hacéis no podréis llegar, y quizá os roben y os perdáis.

El tipo miraba a Anna con atención pero sin descaro. Es la que hablaba, pero las respuestas las dirigía a mí. Al fin y con cara de preocupación nos recomendó una tienda donde vendían ropa sencilla y del país, más adecuada para andar por el barrio al que debíamos ir. Estaba muy cerca de la plaza, en una calle medio empedrada. Era un tenderete de obra, como los que abundaban en la ciudad, más desvencijado que viejo, con las paredes desconchadas y un mostrador fabricado con tablones recuperados. Estaba pegado a la fachada de un edificio. Allí compramos un par de shalvaar kameez para cada uno. Nos acostumbramos a llamarles “salwar kamez” o pijama a secas, más tarde salwar al pantalón y kamez a la camisola. Y nos sorprendió e hizo gracia cuando el vendedor nos enseñó los de mujer, más refinados y trasparentes, dando a entender, con suma delicadeza, que el precioso cuerpo de Anna se vería realzado por su transparencia.

Por la tarde, después de comer y despedirnos ya definitivamente de quienes habían sido nuestros compañeros de viaje, decidimos acercarnos al suburbio recomendado por el anciano. No perdíamos nada por intentarlo y teníamos todo el tiempo del mundo.

En Lahore hay que andar mucho y preguntar. La gente es amable y simpática, incluso los policías se preocupaban por atendernos. Llegar a un barrio alejado del centro no era fácil ni para ellos, y con facilidad podías perderte entre las innumerables y anchas calles sin pavimentar, polvorientas y poco pobladas en su mayoría o las cientos de estrechas de cualquier barrio de las afueras. Que el truco era no entrar, aunque lo deseáramos con todas nuestras fuerzas. No nos costó demasiado, ya que desde la plaza del mercado y siguiendo las indicaciones de nuestro anciano amigo, podíamos orientarnos con facilidad. Preguntábamos a menudo, casi por deporte y para practicar nuestra manera de entendernos y su idioma, pero también para regodearnos ante la extrema amabilidad de una gente, cuya imagen hubiese asustado a cualquier otro turista; pero que cuando hablaba, lo hacía con una dulzura y encanto que sorprendía y fascinaba. Y al descubrir que algunos incluso pretendían acompañarnos, empezamos a racionar nuestras preguntas con las pocas palabras de urdu que habíamos aprendido o el ajustado inglés de Anna.

Nos sorprendió bastante la facilidad que tenía aquella gente en cambiar de dialecto o manera de hablar, solo por ser de otro barrio; y hasta parecía que tuviera otra manera de vestir y de andar. Sin embargo, siempre nos entendían y nunca dirigieron mal nuestros pasos, de manera que hasta pensé que no hacía falta hablar inglés, sino que con solo cuatro palabras de urdu, signos y sonrisas, hubiésemos llegado a nuestro destino, comido lo que queríamos y estar a gusto entre ellos.

Lahore era muy extensa, pero más por sus campos sin urbanizar, sus pequeños huertos y sus prados que utilizaban para pastorear el ganado en la misma ciudad. Y había agua, mucha agua, presente por todos los lugares que pasábamos, en forma de riachuelos, canales y pequeños lagos que refrescaban las plazas y los jardines. Cada monumento y edificio histórico tenía el suyo, bien cuidado, elegante y respetado por todo el mundo, y su canal o su pequeño río, sus fuentes de agua fresca.

El río lo cruzamos con una barcaza. La vimos a lo lejos, a unos cientos de metros antes de llegar al largo puente. Nos acercamos al ver que subían muchas personas. Hablaban animadamente, como si se conocieran o fueran amigos, y pensamos que sería una embarcación privada y que allí no pintábamos nada. Y al dar la vuelta oímos sus gritos. Se dirigían a nosotros. Parecían exclamar: ¡qué esperáis para subir! Cuando descubrieron que éramos extranjeros se echaron a reír, no lo parecíamos y tanto les satisfizo a ellos como a nosotros. Y es que había más gente vestida a la occidental, que con el salwar kamez, aunque siempre de blanco, que contrastaba con su tez morena por los miles de años de fuerte sol, y el color del fondo de sus uñas, que de tan oscuro parecía sucio, aunque no lo era. Al desembarcar preguntamos al barquero lo que le debíamos y este se puso a reír.

-“You are my guests” Nos dijo en perfecto inglés, y zanjó la conversación al preocuparse más por cobrar a la gente que volvía a subir, que de nuestro desconcierto.

Recogimos nuestras mochilas y seguimos andando hasta la salida del puente, no podíamos perder nuestra referencia. Nuestra economía, por la separación y al no poder compartir comida, habitación y los precios que podíamos conseguir como grupo, después de regatear como idiotas, dejaba mucho que desear. Calculamos que después de la estancia en Cachemira no nos quedaría dinero para volver a Karachi. Tampoco nos preocupaba, teníamos el billete abierto y pagado para la vuelta, y estábamos seguros de estar a punto de disfrutar la aventura más grande que se pudiera imaginar. Ya encontraríamos el sistema de llegar a Karachi.


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