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La solución llegó de la manera más inesperada. Después de andar durante dos horas y cuando creímos estar cerca del barrio que buscábamos, preguntamos a un hombre apoyado a un Peugeot bastante nuevo, que unos momentos antes había estado hablando con otro con la misma pinta, pero mucho más joven. Nos pareció policía, y aunque nos diera lo mismo, creímos que sería de más confianza. Si nosotros, que éramos europeos, nos dábamos cuenta con tanta facilidad, es que tampoco debía tener mucho interés en disimularlo. Nos preguntó para qué queríamos ir allí y se lo explicamos. El tipo se puso a reír, pero al ver nuestra seriedad nos miró con más cuidado.
-¿Sabéis
que en los Territorios del Norte siempre hay guerra? Los hindúes
bombardean periódicamente como represalia a las incursiones
guerrilleras, y de vez en cuando se les escapa algún obús. Ningún
camino es seguro, los puentes están en mal estado y algunas
carreteras han sufrido desprendimientos y nadie las ha podido
arreglar, y muchos pueblos cercanos a la frontera han sido
abandonados.
Sabíamos que oficialmente, lo que los lugareños
y en general los paquistaníes emigrados de aquellas tierras llamaban
Cachemira, el gobierno lo trataba como Territorios del Norte, nunca
supimos por qué.
Le
dijimos que ya lo sabíamos y que buscábamos a Hamid Masel, un
hombre que nos habían recomendado para que nos explicara como llegar
allí. Lo cierto es que era la primera noticia que teníamos.
Nosotros, antes de hablar con el anciano del mercado, ni siquiera
sabíamos que aquel remoto país existiera; pero la emoción, no
tener que dar cuentas a nadie y, supongo, la juventud y ansia
de aventura nos habían decidido. El tipo no paraba de observarnos,
quizá admirándose de nuestra determinación, el rictus de su boca
demostraba ironía, pero no desconfianza. Se había percatado que
habíamos mentido y no conocíamos la situación, pero también que
no nos importaba demasiado. Al fin nos explicó cómo llegar al
barrio, después de avisarnos que debíamos ir con cuidado. Según él
no era un buen lugar para dos jóvenes occidentales. Después,
mirándonos con más atención, nos dijo que preguntáramos por un
conocido suyo y le explicáramos nuestras intenciones; que
posiblemente nos diría que era una locura, pero, de convencerlo,
quizá nos conseguiría el viaje. Le respondimos que con nuestro
inglés y las cuatro palabras de urdu que sabíamos, encontrar a un
desconocido en aquel barrio sería difícil. El tipo no paraba de
observar a Anna, entre maravillado y sorprendido ante su valor y
desparpajo. Se reía con facilidad, parecía burlarse, pero con
respeto y como si para él todo fuera fácil.
Alto y de fuerte complexión, más de lo normal para un paquistaní, moreno como todos los que habitaban la ciudad. Como su compañero, su traje era de corte occidental, pero sin solapa. Era el primero que veíamos así. Allí existían dos maneras bien diferenciadas de vestir, la occidental y la típica del país, más cómoda y práctica, las dos con sus variantes de calidad y prestancia. El caso de nuestro amigo era una extraña mezcla, ya que en el corte se notaba el dinero y el estilo europeo; sin embargo, la falta de solapa y de cuello rompía dicho esquema. En su tupida y negra cabellera empezaban a aflorar algunas canas y, a diferencia de la mayoría, no tenía bigote.
-Si seguís hacia el norte por dos calles más para allá- dijo señalando a su derecha -llegareis a una gran puerta, tras ella empieza el barrio, una vez cruzada preguntad por el hombre que buscáis, lo conozco y es de confianza, os llevarán a él.
Sentí como saltaba mi
corazón y me temblaba el pulso. Pocas veces había notado la
adrenalina hasta aquel nivel, y en un momento de lucidez descubrí
que el miedo y la tensión me estaban venciendo. Tuve que hacer un
esfuerzo para relajarme. No se me escapaba
que estábamos a punto de dar comienzo una inquietante y peligrosa
aventura, que a todas luces parecía irnos grande.
Anna
aparentaba tranquilidad, y más cuando el tipo intentó explicarnos
las mil y una maneras cómo podíamos dejar la piel; y ella respondió
con una sonrisa y palabras de tranquilidad, explicándole que nada
estaba exento de riesgos y era natural que aquello superase la media.
Le dimos las gracias y ya marchábamos, cuando nos llamó y preguntó
si podíamos hacerle un favor con beneficio para todos.
Me di
cuenta que su compañero volvía y él con un gesto lo ahuyentó. Nos
preguntó si queríamos droga, que podía ofrecérnosla muy barata, y
Anna respondió que no. Sorprendido y ya dueño de mi voz, me
introduje en la conversación y directamente le confesé que creíamos
que era policía, pero que no por ello no la queríamos. Anna aún
fue más lejos y le comentó que un día antes, probablemente la
hubiéramos aceptado, porque íbamos con unos amigos con dinero e
interesados en comprarla, y que por este motivo nos habíamos
separado de ellos. El tipo pareció desconcertado y algo irritado,
como si no entendiera cómo unos vulgares jóvenes y extranjeros
habían sido capaces de responderle de tal modo. Me miró con
desconfianza, tal vez preguntándose qué necesidad tenía de hablar
con nosotros. Se le veía dubitativo, como esperando que fuéramos
nosotros quienes le ofreciéramos algo; entonces, para romper su
ensimismamiento y con la máxima cortesía, le dije, siempre a través
de Anna, que tampoco podríamos comprarla, ya que íbamos con el
dinero demasiado justo para el viaje que pensábamos hacer.
Entonces
el tipo, ya más calmado, nos propuso el negocio, aunque en aquel
momento nos pareció más una imposición, como si de ello dependiera
nuestro futuro e incluso el viaje. Había de recoger un paquete de
hachís y el vendedor, un buen amigo, esperaba en el barrio dónde
íbamos. Su contacto había sido movilizado y quien tenía que
suplirlo no se había presentado; y él, por razones que no eran de
nuestra incumbencia, no podía recogerlo directamente, ni siquiera
quería entrar en el barrio. Supuse que estaría de servicio y cada
patrulla tendría su circunscripción. Nos pareció sincero y todo lo
íntegro que cabía esperar de un tipo como él. Le preguntamos cual
sería nuestro cometido.
-Pagar la mercancía con ciento setenta y cinco mil rupias y entregármela previo pago de doscientas mil.
Le
respondimos que no teníamos este dinero ni pensábamos arriesgar lo
poco que llevábamos, aunque dividiéramos el paquete en mil partes o
nos sintiéramos en deuda con él, sin contar que tampoco nos hacía
gracia hacer negocio con hachís. El tipo no se inmutó, parecía
esperarlo, tampoco pretendió convencernos de la inexistencia del
riesgo. El único que existía era que nos asaltaran antes de la
entrega o después de ella, por lo visto, algo habitual en el caso de
turistas en aquel barrio; pero difícil, porque por nuestra
apariencia parecíamos más pashtunes que penyabíes, y ni por asomo
turistas, y en aquel barrio ser pashtun era casi un pasaporte. La
otra posibilidad es que estuvieran previamente complotados para
robarnos, pero la intuición nos decía lo contrario. Si pagábamos
quedaríamos expuestos, sin dinero y con una mercancía sin valor
para nosotros, con el riesgo de ser detenidos por el mismo comprador.
Éramos el correo perfecto, unos extranjeros que no se drogaban ni lo
pretendían, de apariencia pobre y lugareña, con redaños, sin
prejuicios y con falta de dinero, pero no tanto como para arriesgar
nuestro físico y nuestro futuro por tan poco. Y nadie podría
imaginar que llevábamos droga encima.
Le
dijimos que lo sentíamos y además sinceramente. Nos había ayudado
sin necesidad y nos sabía mal no poder corresponderle. Entonces, de
una gran y recargada cartera, que de tan llena de florituras parecía
una imitación en miniatura de los camiones de la ciudad, nos enseñó
las ciento setenta
y cinco mil rupias. Llamó a su compañero y, sin siquiera hablar con
él, nos pidió nuestras mochilas. Abrió el gran portón trasero de
su automóvil y con cuidado las fueron vaciando sin hacer
ningún comentario sobre lo que veían, ordenando la ropa, la poca
comida que llevábamos y nuestros utensilios de limpieza lo mejor
posible en el maletero.
Estábamos
perplejos, todavía no habíamos dado nuestro consentimiento y ya se
habían apoderado de nuestro equipaje. Era obvio que nos estaban
forzando a aceptar el trabajo. El tipo había encendido un
cigarrillo, quizá para evitar hablar, para dar más gravedad al
asunto o para ahuyentar malos presentimientos. Nosotros nos habíamos
quedado sin habla, con los nervios a flor de piel, asombrados de su
prepotencia y sin saber cómo reaccionar. Cuando terminaron nos las
devolvió y nos exigió que le entregáramos los pasaportes.
Estábamos tan anonadados que no supimos negarnos.
-Habéis de entrar en un taller mecánico de la misma calle pasada la puerta, el primero que encontréis a su izquierda. Está un poco lejos y os costará llegar. No tenéis pérdida, preguntad por Rostam, es el único mecánico con este nombre en toda la calle, y decidle que os manda Esmail. No dejéis que las mochilas pierdan su forma, simulad que pesan. Si os entra temor o veis que la gente os mira con curiosidad, preguntad por los autobuses que llevan a Muzaffarabad, a poder ser al primer policía que encontréis, así nadie os molestará. Cuando lo hagáis no bajéis las mochilas, se notaría que van vacías. Si negociáis fuerte quizá podáis conseguirlo por ciento cincuenta mil, de ser así espero que me deis la mitad de la diferencia. Más de las ciento setenta y cinco mil nunca. No contéis los paquetes ni reviséis su contenido, ni siquiera los miréis, no hace falta y sería una descortesía.
Le pedí la cartera, no teníamos nada mejor para llevar tanto billete. Me la entregó después de haberla vaciado. Aparentando agresividad y seguridad en si mismo, nos avisó que si nos detenían no responderían por nosotros y, sin embargo, harían lo necesario para cobrarse la deuda. No dijo nada sobre la posibilidad de escapar con el dinero, para eso se había quedado nuestros pasaportes. Ya a medio camino y sin que nadie nos pudiera ver, extraje veinticinco mil rupias y las escondí en el bolsillo. Pensé que quizá serían las únicas que podríamos conseguir, en caso de salir bien parados del asunto en el que nos habíamos metido, además de ayudarnos para negociar.
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