domingo, 17 de enero de 2021

El Camino Infinito, 17ª parte

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No recuerdo demasiadas horas de vuelo, tampoco las que hicimos, pero sí que fueron menos de las que nos avisaron. Después me enteré que los pilotos paquistaníes no hacían mucho caso de los pasillos establecidos y utilizaban el que más les convenía utilizando los que estaban vacíos, así aprovechaban los vientos y llegaban antes de la hora prevista. El espacio aéreo, en aquellos tiempos no estaba tan saturado.
Antes de mediodía ya habíamos llegado a Karachi. Impresiona para el que no es viajero, como en unas pocas horas se puede cambiar de mundo y civilización.
Antes de llegar a la ciudad, vimos un gran lago, enorme, rodeado de desierto; y ya sobre ella, calles, cientos de ellas con multitud de edificios, grandes zonas cubiertas de huertos con casas desperdigadas en su interior. Parecía que voláramos sobre las afueras de Barcelona, pero mucho mayor. El aeropuerto estaba en el interior de la ciudad. En Barcelona no, pero si lo analizamos es lo mismo, con grandes núcleos habitados a un lado y otro con la excepción del mar, huertos y una gran zona industrial a su lado. Muy parecido.
Pakistán es muy grande y en él conviven muchas culturas. En Karachi, igual que Lahore, las calles, las tiendas, los anuncios, incluso muchas listas de precios estan en inglés y, bajo suyo y en letra más pequeña, en urdu, que escrito parece árabe aunque no lo sea, pero cuando se habla es absolutamente distinto. El paquistaní habla el mismo idioma que el hindú aunque lo escriba de manera distinta. Son tan iguales como el catalán y el valenciano, pero entre ellos se odian tanto que los consideran distintos. El primero dice que habla urdu y el segundo hindi, y son el mismo.
En el aeropuerto de Karachi comenzó nuestra separación. Alba alteraba mi espíritu y agotaba mi paciencia, me había hartado de sus caprichos y su enfermiza necesidad de conseguir droga y dinero. Deseaba que Anna estallase de una vez, para obligarme a romper definitivamente con mi vieja amiga. A Anna y a mí no se nos escapaba que había dos maneras de plantear el viaje: la nuestra, de aventura y conocimiento; y la suya, de droga barata con un recubrimiento de falsa espiritualidad.
Hacía rato que nos había dejado de importar el desconocimiento del idioma. Anna no hablaba muy bien el inglés, pero los paquistaníes que nos íbamos encontrando tampoco mucho mejor; sin embargo, su gran hospitalidad y las ganas de comunicarnos suplía con creces la falta de entendimiento y nos manejábamos mejor nosotros con signos, que nuestros compañeros con palabras.
Solo salir del aeropuerto, nos subimos a un microbús que llevaba al centro de la ciudad, a unos diez o quince kilómetros, una nimiedad dado su tamaño. Desde las ventanillas vimos otro aeropuerto, casi tan grande como el primero, pero sin tanto edificio. Nos explicaron que era militar. Mi sorpresa fue en aumento, nunca hubiese imaginado un aeropuerto militar en el centro de una ciudad, con una escuela y un campo de críquet como vecindario.
Hicimos bien en decidirnos por el microbús, porque nos avisaron que algunos barrios aledaños al aeropuerto eran poco seguros, y su gente nos hubiera perseguido, robado y hasta insultado por ser extranjeros; aunque tiempo después, Anna y yo nos reímos al recordar este tipo de prevención y nadie que nos conociera se habría atrevido a ponernos sobre aviso.
La ciudad era enorme y andamos durante horas. Preciosos edificios, históricos muchos de ellos, y gente servicial y trabajadora. Las calles abigarradas de tenderetes, que vendían mazorcas de maíz recién asadas, servidas con exquisito cuidado y limpieza, y envueltas en papel parecido al utilizado aquí por las castañeras, o de periódico.
Encontramos una pensión barata. Las mujeres habían de dormir en una habitación y los hombres en otra. Alba montó el numerito, y yo, ya con más burla que hartazgo, le dije que se fuera a buscar otro tipo de alojamiento más adecuado para ella. El resto de sus compañeros me miraron atemorizados, no podían entender mi atrevimiento, parecían tenerle miedo. Sin embargo, fue Anna la que parecía más disgustada. No podía soportar dormir con aquellas mujeres, sobre todo con ella. A la mañana siguiente llegó a decirme que su olor era insoportable, algo que yo no sentía y que achaqué a la manía que ella le profesaba, o a que yo ya me había acostumbrado; aún más en un lugar donde era tan penetrante, que el nuestro apenas se notaba.
Nos levantamos pronto y a la fuerza. El tipo que regentaba la pensión no estaba muy de acuerdo con nuestras costumbres horarias. Parece ser que los españoles somos muy peculiares en eso, ya que no he conocido ningún otro lugar del mundo que las siga.
Dicen que Pakistán es pobre ¿Pero qué es la pobreza? La Karachi que conocí no lo era, la gente vivía como en Barcelona. Los suburbios eran pobres y el centro rico, con mucha clase media, igual que cualquier ciudad española. La gente vivía bien, pero con poco. Las calles llenas de motocicletas, bicicletas, coches y furgonetas, todo algo más viejo que en Barcelona o Madrid, pero igual que en Extremadura o Andalucía, y muy cuidado; con sorprendente mezcla de estilos, ya que abundaban los autobuses y camiones normales, parecidos a los de cualquier ciudad europea. Pero también los viejos y adornados hasta la saciedad, pintados y repletos de chapas haciendo ruido y con pasajeros en el techo.
No vimos gente que pasara hambre ni encontramos pedigüeños. En el centro de la ciudad, tan grande como toda Barcelona, muchas mujeres vestían como en nuestro país y pocas se cubrían la cabeza. Sin embargo, en algunos barrios parecían vivir escondidas, y las pocas que vimos llevaban un gran pañuelo, que les cubría hasta por debajo de los hombros o les tapaba la cara por entero, excepto los ojos. En los barrios más alejados del centro se podía apreciar la pobreza. Viejas motos con remolque, asnos tirando de pintorescos carros y desorden circulatorio, que no caos, por la escasez de vehículos; pero también la riqueza artesanal y la gran laboriosidad. En estos barrios los coches y las motos eran reparados en plena calle por mecánicos sin casi herramientas, y los camiones y autobuses se pintaban en pequeños talleres por manos virtuosas.
El paquistaní es sociable, amable y respetuoso con la intimidad del extranjero. Los de edad parecida a la nuestra nos estudiaban, pero no preguntaban ni intervenían, a no ser que fuéramos nosotros quienes lo hiciéramos, y entonces se abrían con mucha facilidad.
Anna y yo íbamos por nuestra cuenta, paseábamos por la ciudad, mientras los demás iban a la búsqueda de droga barata e imposible de encontrar; y no dábamos señal de querer intimidad, por lo que era fácil el acercamiento y la conversación. Era extraño ver grupos de jóvenes de edad parecida a la nuestra. Y cuando los encontrábamos sentados en las escalinatas de algún gran edificio o en alguna de las muchas terrazas que salpicaban la ciudad, donde parábamos para refrescarnos, se abrían para dejarnos un espacio, incitando con la mirada al intercambio. En un momento que nos sentimos cansados, nos sentamos en una de aquellas escalinatas. Frente a nosotros se abría uno de los jardines más floridos y cuidados que pudiéramos haber visto nunca; a nuestra espalda, la asamblea de la ciudad. Un rato antes habíamos encontrado un mercado abierto en plena calle, al estilo de los que aún se pueden encontrar en nuestro país, y compramos unas tortas recién hechas rellenas de miel, carne y yogur; y en otra parada, dos mazorcas de maíz que nos asaron al momento. Unos jóvenes nos hicieron sitio y al poco nos pusimos a hablar con ellos. Y les preguntamos por la gente de nuestra edad, nos sorprendía ver tan poca.
-Muchos han sido movilizados- nos dijeron con un deje de amargura y preocupación, ya que de entrar en guerra con la India, no se les escapaba que terminarían como ellos.
-¿Y las chicas?- preguntamos.
-¿Chicas solas por la calle? -respondió una de ellas, medio en broma y con una mueca de fastidio -Eso es Pakistán, no Europa.
Su arquitectura decía mucho de la cultura, riqueza y laboriosidad de su gente. La elegante y luminosa sencillez de sus edificios, no los coloniales sino los que habita el pueblo y las sencillas mezquitas. En sus calles y en sus jardines predominaba la limpieza y el orden, más que en cualquier gran ciudad española; no obstante, en cuanto salíamos del centro, la limpieza a duras penas se mantenía, más por la gente que habitaba el barrio que por los inexistentes barrenderos. Y los coches te los encontrabas aparcados sobre las aceras, en caso de haberlas, o en pleno centro de la calle.
Sudábamos. El calor y la humedad eran asfixiantes, pero estábamos acostumbrados al verano barcelonés. No podíamos beber de sus fuentes ni de los grifos, su agua distaba mucho de ser potable. No hacía tanto que había vivido la misma situación en Guinea, pero allí, porque fuera española o por alguna razón que desconozco, el agua podía beberse en muchos lugares. Aquella experiencia demostró la fortaleza de nuestro organismo, lo poco que nos afectaba el cambio de agua o su pobre calidad; nuestros compañeros, sin embargo, con la primera comida ya pasaron por gran apuro. En Karachi era distinto y ni sus mismos habitantes bebían agua del grifo. Y nos tranquilizaba ver que en las terrazas se tomaba el té o se servía en jarras con una pizca de limón, por lo que debía ser de confianza.
Al atardecer la gente hacía mucha vida en la calle, buscando la sombra de los cientos de toldos que cubrían las terrazas y las pequeñas calles. Por la mañana se recogía en el trabajo o en sus casas, frescas por su tipo de construcción.
A finales de Junio era normal que el termómetro pasara de los cuarenta y se esperaba el monzón, que aquel año parecía tardío. Moscas, muchísimas, y mosquitos; pero a Anna y a mí apenas nos picaban. Algunos paquistaníes untaban su cuerpo con aceites aromáticos, decían que los alejaban. Nosotros vestíamos con camisas blancas de manga larga y pantalones de grueso algodón o tejanos gastados por el uso; mientras que nuestros compañeros se cubrían con ropa oscura e incómoda, según ellos la mejor, la misma que día tras día utilizaban en Barcelona. La ropa oscura absorbe el calor, hace sudar y seguramente eso atraía más a los mosquitos.
Si vives tranquilo, sin ansia, el cuerpo se integra en el ambiente; entonces apenas sudas ni sientes incomodidad. El ser humano que sabe compartir el espacio, por pequeño que sea, nunca se siente incómodo; y no es difícil si su estado anímico lo acompaña. Debe adaptarse y ser parte, algo difícil para la mayoría, incluso para el indígena. Yo lo había aprendido en un lugar muy distinto e incomparable por la situación: el Pirineo de la ventisca y la nieve, del frío intenso. Y Anna, sorprendentemente y sin haber vivido situaciones parecidas, se adaptaba de tal manera que parecía estar en su casa.
En Karachi las mujeres trabajaban tanto o casi como los hombres, por lo menos en apariencia; sin embargo, veíamos pocas por la calle y, en su mayoría, acompañadas o con niños. Y, como nos explicó el grupo de jóvenes, era extraño ver chicas de nuestra edad, a no ser en grupo, tomando el té o charlando en la calle sin la compañía de jóvenes del otro sexo. En cambio, se veían muchas en los balcones, colgando con cuidado la colada, y en los soportales hablando entre ellas.
Nuestro avión partía pronto, casi al alba, y Lahore debía ser nuestro último destino en Pakistán. Nuestra intención era cruzar la frontera por el Panyab y, desde allí, hacer el viaje hasta Katmandú, en el centro de Nepal, ya más cerca y fácil; aunque todo el mundo nos avisaba sobre lo difícil que sería cruzar la frontera por la tensión que se respiraba.

 

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