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No recuerdo demasiadas horas de vuelo, tampoco las que hicimos, pero
sí que fueron menos de las que nos avisaron. Después me enteré que
los pilotos paquistaníes no hacían mucho caso de los pasillos
establecidos y utilizaban el que más les convenía utilizando los
que estaban vacíos, así aprovechaban los vientos y llegaban antes
de la hora prevista. El espacio aéreo, en aquellos tiempos no estaba
tan saturado.
Antes de mediodía ya habíamos llegado a Karachi.
Impresiona para el que no es viajero, como en unas pocas horas se
puede cambiar de mundo y civilización.
Antes de llegar a la
ciudad, vimos un gran lago, enorme, rodeado de desierto; y ya sobre
ella, calles, cientos de ellas con multitud de edificios, grandes
zonas cubiertas de huertos con casas desperdigadas en su interior.
Parecía que voláramos sobre las afueras de Barcelona, pero mucho
mayor. El aeropuerto estaba en el interior de la ciudad. En Barcelona
no, pero si lo analizamos es lo mismo, con grandes núcleos habitados
a un lado y otro con la excepción del mar, huertos y una gran zona
industrial a su lado. Muy parecido.
Pakistán es muy grande y
en él conviven muchas culturas. En Karachi, igual que Lahore, las
calles, las tiendas, los anuncios, incluso muchas listas de precios
estan en inglés y, bajo suyo y en letra más pequeña, en urdu, que
escrito parece árabe aunque no lo sea, pero cuando se habla es
absolutamente distinto. El paquistaní habla el mismo idioma que el
hindú aunque lo escriba de manera distinta. Son tan iguales como el
catalán y el valenciano, pero entre ellos se odian tanto que los
consideran distintos. El primero dice que habla urdu y el segundo
hindi, y son el mismo.
En el aeropuerto de Karachi comenzó
nuestra separación. Alba alteraba mi espíritu y agotaba mi
paciencia, me había hartado de sus caprichos y su enfermiza
necesidad de conseguir droga y dinero. Deseaba que Anna estallase de
una vez, para obligarme a romper definitivamente con mi vieja amiga.
A Anna y a mí no se nos escapaba que había dos maneras de plantear
el viaje: la nuestra, de aventura y conocimiento; y la suya, de droga
barata con un recubrimiento de falsa espiritualidad.
Hacía rato
que nos había dejado de importar el desconocimiento del idioma. Anna
no hablaba muy bien el inglés, pero los paquistaníes que nos íbamos
encontrando tampoco mucho mejor; sin embargo, su gran hospitalidad y
las ganas de comunicarnos suplía con creces la falta de
entendimiento y nos manejábamos mejor nosotros con signos, que
nuestros compañeros con palabras.
Solo salir del aeropuerto,
nos subimos a un microbús que llevaba al centro de la ciudad, a unos
diez o quince kilómetros, una nimiedad dado su tamaño. Desde las
ventanillas vimos otro aeropuerto, casi tan grande como el primero,
pero sin tanto edificio. Nos explicaron que era militar. Mi sorpresa
fue en aumento, nunca hubiese imaginado un aeropuerto militar en el
centro de una ciudad, con una escuela y un campo de críquet como
vecindario.
Hicimos bien en decidirnos por el microbús, porque
nos avisaron que algunos barrios aledaños al aeropuerto eran poco
seguros, y su gente nos hubiera perseguido, robado y hasta insultado
por ser extranjeros; aunque tiempo después, Anna y yo nos reímos al
recordar este tipo de prevención y nadie que nos conociera se habría
atrevido a ponernos sobre aviso.
La ciudad era enorme y andamos
durante horas. Preciosos edificios, históricos muchos de ellos, y
gente servicial y trabajadora. Las calles abigarradas de tenderetes,
que vendían mazorcas de maíz recién asadas, servidas con exquisito
cuidado y limpieza, y envueltas en papel parecido al utilizado aquí
por las castañeras, o de periódico.
Encontramos una pensión
barata. Las mujeres habían de dormir en una habitación y los
hombres en otra. Alba montó el numerito, y yo, ya con más burla que
hartazgo, le dije que se fuera a buscar otro tipo de alojamiento más
adecuado para ella. El resto de sus compañeros me miraron
atemorizados, no podían entender mi atrevimiento, parecían tenerle
miedo. Sin embargo, fue Anna la que parecía más disgustada. No
podía soportar dormir con aquellas mujeres, sobre todo con ella. A
la mañana siguiente llegó a decirme que su olor era insoportable,
algo que yo no sentía y que achaqué a la manía que ella le
profesaba, o a que yo ya me había acostumbrado; aún más en un
lugar donde era tan penetrante, que el nuestro apenas se notaba.
Nos
levantamos pronto y a la fuerza. El tipo que regentaba la pensión no
estaba muy de acuerdo con nuestras costumbres horarias. Parece ser
que los españoles somos muy peculiares en eso, ya que no he conocido
ningún otro lugar del mundo que las siga.
Dicen que Pakistán
es pobre ¿Pero qué es la pobreza? La Karachi que conocí no lo era,
la gente vivía como en Barcelona. Los suburbios eran pobres y el
centro rico, con mucha clase media, igual que cualquier ciudad
española. La gente vivía bien, pero con poco. Las calles llenas de
motocicletas, bicicletas, coches y furgonetas, todo algo más viejo
que en Barcelona o Madrid, pero igual que en Extremadura o Andalucía,
y muy cuidado; con sorprendente mezcla de estilos, ya que abundaban
los autobuses y camiones normales, parecidos a los de cualquier
ciudad europea. Pero también los viejos y adornados hasta la
saciedad, pintados y repletos de chapas haciendo ruido y con
pasajeros en el techo.
No vimos gente que pasara hambre ni
encontramos pedigüeños. En el centro de la ciudad, tan grande como
toda Barcelona, muchas mujeres vestían como en nuestro país y pocas
se cubrían la cabeza. Sin embargo, en algunos barrios parecían
vivir escondidas, y las pocas que vimos llevaban un gran pañuelo,
que les cubría hasta por debajo de los hombros o les tapaba la cara
por entero, excepto los ojos. En los barrios más alejados del centro
se podía apreciar la pobreza. Viejas motos con remolque, asnos
tirando de pintorescos carros y desorden circulatorio, que no caos,
por la escasez de vehículos; pero también la riqueza artesanal y la
gran laboriosidad. En estos barrios los coches y las motos eran
reparados en plena calle por mecánicos sin casi herramientas, y los
camiones y autobuses se pintaban en pequeños talleres por manos
virtuosas.
El paquistaní es sociable, amable y respetuoso con
la intimidad del extranjero. Los de edad parecida a la nuestra nos
estudiaban, pero no preguntaban ni intervenían, a no ser que
fuéramos nosotros quienes lo hiciéramos, y entonces se abrían con
mucha facilidad.
Anna y yo íbamos por nuestra cuenta,
paseábamos por la ciudad, mientras los demás iban a la búsqueda de
droga barata e imposible de encontrar; y no dábamos señal de querer
intimidad, por lo que era fácil el acercamiento y la conversación.
Era extraño ver grupos de jóvenes de edad parecida a la nuestra. Y
cuando los encontrábamos sentados en las escalinatas de algún gran
edificio o en alguna de las muchas terrazas que salpicaban la ciudad,
donde parábamos para refrescarnos, se abrían para dejarnos un
espacio, incitando con la mirada al intercambio. En un momento que
nos sentimos cansados, nos sentamos en una de aquellas escalinatas.
Frente a nosotros se abría uno de los jardines más floridos y
cuidados que pudiéramos haber visto nunca; a nuestra espalda, la
asamblea de la ciudad. Un rato antes habíamos encontrado un mercado
abierto en plena calle, al estilo de los que aún se pueden encontrar
en nuestro país, y compramos unas tortas recién hechas rellenas de
miel, carne y yogur; y en otra parada, dos mazorcas de maíz que nos
asaron al momento. Unos jóvenes nos hicieron sitio y al poco nos
pusimos a hablar con ellos. Y les preguntamos por la gente de nuestra
edad, nos sorprendía ver tan poca.
-Muchos han sido
movilizados- nos dijeron con un deje de amargura y preocupación, ya
que de entrar en guerra con la India, no se les escapaba que
terminarían como ellos.
-¿Y las chicas?- preguntamos.
-¿Chicas
solas por la calle? -respondió una de ellas, medio en broma y con
una mueca de fastidio -Eso es Pakistán, no Europa.
Su
arquitectura decía mucho de la cultura, riqueza y laboriosidad de su
gente. La elegante y luminosa sencillez de sus edificios, no los
coloniales sino los que habita el pueblo y las sencillas mezquitas.
En sus calles y en sus jardines predominaba la limpieza y el orden,
más que en cualquier gran ciudad española; no obstante, en cuanto
salíamos del centro, la limpieza a duras penas se mantenía, más
por la gente que habitaba el barrio que por los inexistentes
barrenderos. Y los coches te los encontrabas aparcados sobre las
aceras, en caso de haberlas, o en pleno centro de la
calle.
Sudábamos. El calor y la humedad eran asfixiantes, pero
estábamos acostumbrados al verano barcelonés. No podíamos beber de
sus fuentes ni de los grifos, su agua distaba mucho de ser potable.
No hacía tanto que había vivido la misma situación en Guinea, pero
allí, porque fuera española o por alguna razón que desconozco, el
agua podía beberse en muchos lugares. Aquella experiencia demostró
la fortaleza de nuestro organismo, lo poco que nos afectaba el cambio
de agua o su pobre calidad; nuestros compañeros, sin embargo, con la
primera comida ya pasaron por gran apuro. En Karachi era distinto y
ni sus mismos habitantes bebían agua del grifo. Y nos tranquilizaba
ver que en las terrazas se tomaba el té o se servía en jarras con
una pizca de limón, por lo que debía ser de confianza.
Al
atardecer la gente hacía mucha vida en la calle, buscando la sombra
de los cientos de toldos que cubrían las terrazas y las pequeñas
calles. Por la mañana se recogía en el trabajo o en sus casas,
frescas por su tipo de construcción.
A finales de Junio era
normal que el termómetro pasara de los cuarenta y se esperaba el
monzón, que aquel año parecía tardío. Moscas, muchísimas, y
mosquitos; pero a Anna y a mí apenas nos picaban. Algunos
paquistaníes untaban su cuerpo con aceites aromáticos, decían que
los alejaban. Nosotros vestíamos con camisas blancas de manga larga
y pantalones de grueso algodón o tejanos gastados por el uso;
mientras que nuestros compañeros se cubrían con ropa oscura e
incómoda, según ellos la mejor, la misma que día tras día
utilizaban en Barcelona. La ropa oscura absorbe el calor, hace sudar y seguramente eso
atraía más a los mosquitos.
Si vives tranquilo, sin ansia, el
cuerpo se integra en el ambiente; entonces apenas sudas ni sientes
incomodidad. El ser humano que sabe compartir el espacio, por pequeño
que sea, nunca se siente incómodo; y no es difícil si su estado
anímico lo acompaña. Debe adaptarse y ser parte, algo difícil para
la mayoría, incluso para el indígena. Yo lo había aprendido en un
lugar muy distinto e incomparable por la situación: el Pirineo de la
ventisca y la nieve, del frío intenso. Y Anna, sorprendentemente y
sin haber vivido situaciones parecidas, se adaptaba de tal manera que
parecía estar en su casa.
En Karachi las mujeres trabajaban
tanto o casi como los hombres, por lo menos en apariencia; sin
embargo, veíamos pocas por la calle y, en su mayoría, acompañadas
o con niños. Y, como nos explicó el grupo de jóvenes, era extraño
ver chicas de nuestra edad, a no ser en grupo, tomando el té o
charlando en la calle sin la compañía de jóvenes del otro sexo. En
cambio, se veían muchas en los balcones, colgando con cuidado la
colada, y en los soportales hablando entre ellas.
Nuestro avión
partía pronto, casi al alba, y Lahore debía ser nuestro último
destino en Pakistán. Nuestra intención era cruzar la frontera por
el Panyab y, desde allí, hacer el viaje hasta Katmandú, en el
centro de Nepal, ya más cerca y fácil; aunque todo el mundo nos
avisaba sobre lo difícil que sería cruzar la frontera por la
tensión que se respiraba.
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