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Al otro lado de las montañas, el mismo paisaje, pero a casi diez kilómetros encontramos un grupo de casas. No era un pueblo ni sus arrabales, tampoco había carretera sino solo un sendero, por el que justo podía pasar un jeep o un carro tirado por caballos, que moría en los mismos cultivos. Quedamos prendados del paisaje y su exuberante riqueza. A lo lejos vimos a un labrador. Nos saludó dejando sus aperos en el suelo. Al poco entramos en el camino, no era estrecho y se podían apreciar rodadas de carro, aunque solo de uno. Junto a él, el río, ancho y caudaloso. A uno y otro lado se abría el valle, esta vez ancho, de dos o tres kilómetros sin que pudiéramos apreciar bien su final. El Nanga Parbat seguía a nuestra derecha, impresionante. Habíamos entrado en otra orografía más llana y abierta, con más riqueza, llena de bosques que escalaban las montañas y los prados, y volvimos a ver el precioso color de los rododendros.
La carretera estaba salpicada de caseríos muy separados y en su mayoría deshabitados. De vez en cuando nos saludaban o llamaban nuestra atención. A las dos horas de caminata encontramos un puente en buen estado. De seguir el camino iríamos encontrando más y más casas hasta llegar a un pueblo, eso creímos por el número de caseríos; aunque a lo lejos, el valle parecía morir en altas cumbres. Al otro lado del río, más casas, bosques y montañas. Debíamos acampar, estábamos muy cansados y empezaba a atardecer. Lo atravesamos y buscamos un buen lugar cerca de él.
En la
comarca ya no se apreciaban rasgos tibetanos ni pashtun, y el idioma
era nítidamente kashur, aunque muchos también utilizaban el panyabí
y entendían el urdu, del que sabíamos unas cuantas palabras y
alguna frase hecha, insuficiente para entendernos.
Al poco
un hombre se nos acercó, hablaba un inglés lento y cuidado.
Supusimos que alguien le habría alertado de nuestra presencia.
Llevaba pan, ciruelas, tortas y un poco de carne. Deseaba que
aceptáramos su regalo. Nosotros, sin embargo, abrimos nuestras
mochilas y le pedimos que se sentara a compartir. Siempre que nos
comportábamos así, conseguíamos cercanía y saber mucho más de
nuestro camino y dónde nos encontrábamos. Y gracias a él
descubrimos que si nos separábamos del valle entraríamos en una
zona de la Cachemira ocupada, deshabitada y maravillosa, de
innumerables valles cubiertos de bosques y prados. Nuestro anfitrión
la conocía, pero dada la situación nadie se atrevía a entrar en
ella, ni el ejército hindú, ya que era territorio de la guerrilla y
refugio de bandoleros.
Y nos
habló del oso y del leopardo, aunque el primero ya era pardo, más
grande y pacífico que el tibetano, pero del que debíamos
desconfiar. En cuanto al segundo, nadie lo había visto; pero una vez
más tuvimos que oír la historia del hombre leopardo en forma de
alerta, que se creía que había atacado rebaños confundiendo a los
pastores y a sus perros. Y nos trazó un mapa, por si estábamos tan
locos de seguir aquel camino para llegar a nuestro destino. Nos
aconsejó el que habíamos dejado, que, aun siendo más largo, era
seguro y practicable, con casas en las que podríamos pernoctar y
comer; o el que seguía por el río hasta enlazar con el camino que
llevaba a la carretera, también largo y lleno de peligros, pero
estaba seguro de poder encontrar alguien que nos llevara. Y se empeñó
en llenar nuestras mochilas con comida de su casa: zanahorias, carne
ahumada, tortas de cereal, queso. Nos dijo que en caso de pasar por
la Cachemira ocupada, solo encontraríamos animales difíciles de
cazar y ningún caserío.
La gente del valle no nos molestó, tampoco sabía de nosotros, por lo menos hasta entonces, porque, como pudimos, explicamos al hombre nuestra aventura, el bombardeo de la escuela y la represalia de los guerrilleros, nuestra amistad con el comandante de Skardu, con Hammed Malek, con Yuz Benzir. Y a medida que hablábamos, el hombre abría los ojos con asombro. Lo cierto es que no estaba seguro de dónde veníamos. En un primer momento había creído que éramos dos intrépidos e imprudentes excursionistas occidentales, llegados de Muzaffarabad por el único camino practicable, no sabía cómo ni por qué. Solo entonces entendimos plenamente que de seguir el camino llegaríamos a la capital, aunque después de muchos días de caminata y por el valle que algunos consideraban del Indo. De seguir así terminaríamos pensando que había tres Indos y no dos como nos habían hecho creer en Skardu, o uno como debería ser.
El hombre, antes de despedirse nos dijo que le habían hablado de un joven europeo, al que Hammed Malek, a quien no tenía el honor de conocer personalmente, lo había tratado como Rashid Kamran. Y por un lado me satisfizo tal renombre, porque supe que se refería a mí, y por otro me disgustó que nuestro protector no hubiera tenido en cuenta a la mujer más entera que hombre alguno pudiera conocer. Pero vi que Anna, a la que miré con aprensión, me observaba con un punto de orgullo y muchos de ironía, por lo que decidí no darle más vueltas al asunto, principalmente porque ni ella ni yo conocíamos el significado de tales palabras. Y ella misma le explicó que Rashid Kamran era yo, aunque no sabíamos por qué me dignaba con este nombre. Y aprovechó la circunstancia para preguntarle qué dignidad tenía Hammed Malek, porque, aunque nos cayéramos mutuamente bien, no tuvimos tiempo suficiente para tratar con él. Y nos respondió que todas las tribus le obedecían, tanto las del Este como las del Oeste, de la Cachemira libre como de la ocupada; que incluso los bandoleros le respetaban y obedecían. Y que si con sus amigos era frío y duro, mejor no ser su enemigo. Y no supimos si nos lo dijo como advertencia o como enaltecimiento, pero lo que estaba claro es que habíamos conocido al señor de la guerra más importante de la región, y que esos últimos días habíamos estado viajando bajo su protección.
Al día
siguiente seguimos el camino indicado. No teníamos manera de
perdernos, debíamos marchar por una larga vaguada, hasta enlazar con
otra y otra, cubiertas de bosques de coníferas y praderías. No
había otras en dirección a la puesta de sol. Más al sur podríamos
encontrar pequeños y pobres caseríos de gente asediada y reprimida,
tan humilde como generosa; pero a costa de desviarnos de nuestro
camino y de arriesgarnos a tropezar con destacamentos del ejército
hindú.
En
aquella comarca, la frontera ya no seguía las cumbres sino las
laderas y los valles, aunque en ningún lugar de aquella tierra se
sabía dónde estaba y a quién se podía encontrar en ella.
Probablemente antes a la guerrilla, omnipresente por ser el mismo
pueblo, que al ejército hindú, abandonado y perdido en aquel vasto
territorio de montañas, bosques y pequeños valles.
Tres
días andando, cincuenta o sesenta kilómetros, quizá más. No los
contamos. Ya no era subir altas cumbres y zigzaguear, sino andar con
dificultad por la falta de camino, en tramos bastante rectos y de
suave pendiente. A veces encontrábamos lo que parecía un sendero,
pero pronto descubríamos que se había formado por el paso de
grandes animales, rebaños de cabras salvajes o las corrientes de
agua. El último día, a lo lejos vimos un oso, era pardo y muy
grande; lo supimos porque el himalayo es negro y más pequeño, y
aquel tenía un color parecido al del visón, pero más claro. El
bosque, en aquel lugar era profundo y espeso, tanto que costaba
orientarnos por la oscuridad o el constante parpadeo del sol entre la
frondosidad. Seguimos avanzando, no debíamos pasar por donde se
encontraba y lo único que nos podía preocupar es que cambiara el
sentido de su marcha. Ya no temíamos nada, el último reparo que
podía quedarnos lo perdimos en la meseta. Nos sentíamos inmunes a
todo y eso empezaba a ser peligroso.
Hablábamos
en voz baja, engurruñando las palabras como si no quisiéramos
romper el encanto o temiéramos descubrirnos. Y de golpe un grupo de
grandes cabras azules apareció frente nosotros. Unos segundos antes
no estaban, de eso estábamos seguros, porque vigilábamos de manera
constante todo lo que nos rodeaba y manteníamos muy despierto
nuestro oído. Y tal como aparecieron, se disiparon, que es la
palabra más exacta que ahora puedo encontrar. Eran rápidas y
silenciosas como sus hermanas de las rocas.
El bosque, al igual que la desolación de las altas montañas, es yermo aunque parezca lo contrario. Un hombre perdido en él, terminaría muriendo de hambre o envenenado por bayas y setas ante la desesperación que produce. A veces, cuando creíamos ver un nido con huevos y el abeto permitía la escalada, subía a buscarlos sin conseguirlo. Me valía de mi pericia como escalador, cosa que Anna no disponía, aunque a veces y para no sentirse inferior lo intentara. Y primero los buscábamos desde la altura, cuando veíamos las copas de los árboles desde la parte superior de la ladera, porque los pájaros anidaban tan alto que era imposible verlos desde el suelo. Y al subir a uno de ellos se quebró una de las ramas que me sostenían. Me confié demasiado y estuve a punto de caer desde más de diez metros de altura. Fue un aviso, el justo para recordarnos hasta dónde podíamos llegar y lo estúpido del riesgo. Lo cierto es que no pasamos hambre gracias al hombre del valle, a su aviso y a los alimentos que al fin nos vendió, aparte de los que llevábamos encima. Debió pensar que si no accedía a cobrarlos, se convertiría en responsable de nuestra muerte por inanición.
Tal como calculamos aparecimos en un valle, pero no el que esperábamos. Aparentemente nos habíamos adelantado veinte kilómetros, aparte de lo andado según el plano, aunque no podíamos estar seguros, dado lo accidentado del terreno y la dificultad para orientarnos. Cabía la posibilidad que el plano tuviera algún error producto del olvido, o que nosotros, en nuestra obsesión por seguir el ocaso y la dificultad de saber donde estaba, nos hubiéramos desviado y nos encontráramos perdidos en la Cachemira ocupada.
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