viernes, 21 de mayo de 2021

El Camino Infinito, 45ª parte

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La cumbre del Nanga Parbat nos salvó, se convirtió en nuestro guía como si de un imán se tratara. Sabíamos que no podríamos subirlo, que solo estaba hecho para los escaladores más preparados y osados y nosotros ni siquiera lo éramos; pero desde el primer día que lo vimos, entonces a nuestra derecha en el cruce de Gilgit a Skardu, sentimos su atracción.
La meseta era una plataforma gigantesca, de muchos kilómetros, tantos que nos era imposible recorrerla en su totalidad. Estaba cubierta de grandes matorrales y quebrada por innumerables fallas en la misma piedra, de distintos kilómetros de largo, entrecruzándose unas con otras de la manera más caprichosa que pueda imaginarse.
El Nanga Parbat se mostraba formidable a lo lejos, con las inmensas nubes cubriendo su mitad superior. Debíamos seguir andando siempre con él a nuestra derecha. Abandonamos la zona de vegetación y frente nosotros apareció la paradoja más sorprendente: pequeños lagos, y riachuelos. Agua por doquier corriendo casi sin sentido, y la desolación, el desierto más absoluto. Acampamos después de haber andado dos o tres kilómetros hacia el suroeste, sin encontrar camino o sendero, como si no nos atreviéramos a penetrar en su interior. Frente a nosotros la impresionante y bella desolación, tras nuestro el gran precipicio y las altas montañas de una cordillera que creímos separaba la India del Pakistán.
Nos bañamos en uno de los lagos. Hacía mucho sol, apenas corría el aire y el agua daba la sensación de calidez; sin embargo, al salir nos helamos.

Para nosotros, algo tan simple como el papel higiénico se había convertido en el más acuciante de los problemas. Comida o agua nos podrían haber faltado, aunque supiéramos que no por mucho tiempo; pero lo de nuestra higiene más íntima se hacía difícil y muy incómodo, y carecer de papel nos preocupaba y amargaba, incluso más que no saber si podríamos comer durante las siguientes horas. Solo en Karachi y Lahore lo pudimos encontrar con cierta facilidad, y supusimos que en Pindi o en Islamabad también, pero estas ciudades no estaban a nuestro alcance.
Al lado de los inodoros, que simplemente eran agujeros en el suelo, lo máximo que podíamos encontrar era una palangana con agua, que servía para lavarnos con las manos y que después la teníamos que echar por el agujero. Pero en la montaña era aún más difícil. Los caminos no siempre seguían el curso de un río y, cuando sí, eran rápidos y bajar hasta su cauce se hacía muy peligroso.
Cuando por casualidad encontrábamos algo de papel que pudiera suplir el higiénico, hacíamos acopio, no mucho por lo que ocupaba y porque lo utilizábamos con respeto.
Era curioso vernos tan preocupados por eso y tan poco por cosas bastante más angustiosas, puesto que nos habían asegurado que por allí corrían muchos leopardos y osos.
El leopardo daba caza a íbices, cabras azules, conejos, y conocía poco al humano. Y eso, como todas las cosas de este mundo, tenía su lado bueno y su lado malo. El bueno es que no nos consideraba presa, el malo es que no reconocía como arma un palo pintado.

Nos habían recomendado ir siempre juntos, puesto que, como buen felino, solo ataca al que se separa de la manada, a quien huye y se espanta. Y ante tal disyuntiva, decidimos no separarnos ni para hacer nuestras necesidades. Y cuando preguntamos qué hacer con el oso, nos respondieron que con una ráfaga de Kalashnikov era suficiente; que con un tiro no había bastante y tiro a tiro a veces no daba tiempo. Y nos lo dijeron tranquilos, como de pasada. Y respondimos que eso nos daba sosiego, porque no llevar arma simplificaba mucho el asunto. Y alegremente nos explicaron que lo habitual es que dejara tranquilo al caminante.
Nosotros sabíamos que con el oso lo mejor era pasar desapercibido, no dar muestras de espanto ni hacer ruido. Haberlo encontrado dos días antes, precisamente donde nadie nos había alertado, nos enseñó que no era tan agresivo como nos lo habían pintado.

El oso himalayo es peligroso si se le molesta. El truco, en caso que lo hubiera, creímos que consistía en saber lo que para él es molestia. Si bebíamos, pescábamos, cazábamos en sus lugares preferidos; o si corríamos, huíamos o intentábamos asustarlo, seguro que lo era. Pero si lo mirábamos de lejos o andábamos tranquilos, dando un rodeo para no coincidir, el oso no se agitaría y seguiría con lo suyo.
Días después, por un naturalista de Karachi nos enteramos que allí no era peligroso, ya que no estaba maleado por el hombre; que lo era por donde habíamos viajado más tranquilos, y que llevar los palos pintados había sido una temeridad, porque el oso podía sentirse amenazado. Lo que demuestra que nadie sabe nada, por muy entendido que parezca o se crea.

Anduviéramos hacia el sur o el oeste, nuestra mirada siempre se dirigía al Nanga Parbat. Ya en el largo valle nos fijamos en él. Unas veces se veía nítido entre las altas montañas, como si fuera el destino escogido; en otras sobresaliendo tras un pico. Ahora que lo teníamos enfrente, casi a nuestro lado, nos parecía tan imponente como inalcanzable.
Algunos tramos de la meseta estaban cubiertos de vegetación, arbustos cubiertos de bayas o frutos que no conocíamos, rosales silvestres y alguna pradería de rododendros. Entre las grandes formaciones rocosas, tan llanas como la poca tierra que había, corrían multitud de conejos que se dejaban cazar con facilidad, grupos de perdices y algún faisán despistado, y vimos un pequeño rebaño de cabras azules. No existía camino, parecía que nadie hubiera pasado por allí, de manera que tuvimos que inventarlo sorteando las grandes grietas que servían de ríos, y la multitud de pequeños lagos. El paisaje era grandioso y no cansaba.

Al segundo día decidimos pescar con la mano, una vez más como había aprendido en el Pirineo, levantando las piedras con forma de cuña y presionando la tripa del pez hasta sedarlo. Encontramos muchos panales de abejas, algunos pegados a las paredes rocosas. Nunca pensamos en robarles su miel, no habríamos sabido cómo hacerlo y tampoco hubiera sido prudente, ya que lo más probable es que estuviera hecha con el néctar de los rododendros, y la miel salida de sus flores es tóxica.
Al final del día encontramos el paso que tanto habíamos buscado. Un ancho desfiladero se abría frente nuestro, agreste y salvaje y en la dirección esperada, la del oeste. Cierto que en el valle nos habían hablado de la gran meseta y que debíamos atravesarla, también que nuestro protector de la barba blanca nos había dicho lo mismo y nos dirigió hacia ella con sus planos dibujados en el suelo, pero nadie nos explicó qué camino seguir una vez nos encontráramos en ella, quizá porque no lo había.

En la meseta por primera vez tuvimos la percepción de habernos perdido, de no saber qué dirección tomar ni qué hacer para encontrar la salida. Nuestra guía había dejado de ser el sol, era más fácil mantener el Nanga Parbat como referencia, y mientras anduviéramos con él a nuestra derecha, nos sentíamos tranquilos, aun sabiendo que podíamos desviarnos muchos kilómetros o pudiera ser que nuestro camino quedara más al sur o más al norte.

Se hace extraño al caminante andar sin sendero ni señales que marquen la dirección de un lugar habitado. En aquella tierra nunca vimos señales, pero los senderos nos daban seguridad, sabíamos que llevan a algún lugar o, como mínimo, encontraríamos el porqué habían sido creados. Una o dos semanas antes nos habría alarmado o llenado de incertidumbre, pero ya no temíamos nada, tal vez porque estábamos a gusto, no teníamos problemas de alimentos, de agua ni de higiene, y empezábamos a sentir el constante deseo del contacto físico, de la caricia o, simplemente, de ir cogidos de la mano; aunque por el cansancio, por lo mucho que nos absorbía la experiencia o porque nuestras largas conversaciones lo suplían con creces, habíamos dejado de sentir, al menos yo, tanta necesidad de sexo.

Descubrir que en el ancho y salvaje paso tampoco había camino no nos arredró. Pensamos que, en caso de habernos equivocado, un día o dos de andadura perdido no significaba nada, tan solo tiempo, que era lo que nos sobraba. Y lo único que pensamos es que, en caso de fracasar, siempre quedaba la opción de desandar lo andado, aunque fuera por otro lugar para disfrutar del país, o dirigir nuestros pasos hacia el Nanga Parbat, para rodearlo y encontrar la carretera principal. Nos daba igual que fueran cincuenta, cien o doscientos los kilómetros.
La vaguada era practicable, de tal que pensamos que mucho tiempo atrás habría existido un camino para franquearla. En ella se apreciaba otra clase de vegetación, más abundante y verde, llena de arbustos cubiertos de bayas, frutos que no conocíamos, y rosales silvestres. Podíamos subir por las rocas que iban escalonándose, algunas con la suficiente suavidad, mientras que otras debíamos escalarlas con mucho sufrimiento.

Teníamos suficiente comida, sin embargo, recolectábamos la que podíamos, ya solo por el gusto de comer huevos de faisanes y de perdices, fruta fresca, pequeñas y sabrosas ciruelas, y albaricoques silvestres; o pequeños conejos que nos lo ponían demasiado fácil, ya que allí, excepto algunas aves de presa y un tipo de culebra grande y vistosa, nadie les daba caza. Era tanta la tranquilidad de aquellos animales, que de haber querido habríamos comido perdices en todo momento; pero nos daba coraje darles caza, cuando no nos hacía falta y era un engorro prepararlas.

Nos sentíamos integrados en la naturaleza, los matorrales nos cubrían casi por completo y los pájaros no levantaban el vuelo a nuestro paso, de tal que casi podíamos tocarlos; ni siquiera las abejas, a las que siempre había tenido mucho respeto, parecían molestarse. Había agua por doquier en forma de pequeños torrentes, con cascadas y plantas acuáticas. Nos refrescábamos constantemente y llenamos las cantimploras con la que parecía salir de una mina, tan limpia como potable, por las ranas que la merodeaban y el rastro de los innumerables animales que paraban para beber.

 

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