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La cumbre del Nanga Parbat nos salvó, se convirtió en nuestro guía
como si de un imán se tratara. Sabíamos que no podríamos subirlo,
que solo estaba hecho para los escaladores más preparados y osados y
nosotros ni siquiera lo éramos; pero desde el primer día que lo
vimos, entonces a nuestra derecha en el cruce de Gilgit a Skardu,
sentimos su atracción.
La
meseta era una plataforma gigantesca, de muchos kilómetros, tantos
que nos era imposible recorrerla en su totalidad. Estaba cubierta de
grandes matorrales y quebrada por innumerables fallas en la misma
piedra, de distintos kilómetros de largo, entrecruzándose unas con
otras de la manera más caprichosa que pueda imaginarse.
El
Nanga Parbat se mostraba formidable a lo lejos, con las inmensas
nubes cubriendo su mitad superior. Debíamos seguir andando siempre
con él a nuestra derecha. Abandonamos la zona de vegetación y
frente nosotros apareció la paradoja más sorprendente: pequeños
lagos, y riachuelos. Agua por doquier corriendo casi sin sentido, y
la desolación, el desierto más absoluto. Acampamos después de
haber andado dos o tres kilómetros hacia el suroeste, sin encontrar
camino o sendero, como si no nos atreviéramos a penetrar en su
interior. Frente a nosotros la impresionante y bella desolación,
tras nuestro el gran precipicio y las altas montañas de una
cordillera que creímos separaba la India del Pakistán.
Nos
bañamos en uno de los lagos. Hacía mucho sol, apenas corría el
aire y el agua daba la sensación de calidez; sin embargo, al salir
nos helamos.
Para
nosotros, algo tan simple como el papel higiénico se había
convertido en el más acuciante de los problemas. Comida o agua nos
podrían haber faltado, aunque supiéramos que no por mucho tiempo;
pero lo de nuestra higiene más íntima se hacía difícil y muy
incómodo, y carecer de papel
nos preocupaba y amargaba, incluso más que no saber si podríamos
comer durante las siguientes horas. Solo en Karachi y Lahore lo
pudimos encontrar con cierta facilidad, y supusimos que en Pindi o en
Islamabad también, pero estas ciudades no estaban a nuestro alcance.
Al lado
de los inodoros, que simplemente eran agujeros en el suelo, lo máximo
que podíamos encontrar era una palangana con agua, que servía para
lavarnos con las manos y que después la teníamos que echar por el
agujero. Pero en la montaña era aún más difícil. Los caminos no
siempre seguían el curso de un río y, cuando sí, eran rápidos y
bajar hasta su cauce se hacía muy peligroso.
Cuando
por casualidad encontrábamos algo de papel que pudiera suplir el
higiénico, hacíamos acopio, no mucho por lo que ocupaba y porque lo
utilizábamos con respeto.
Era
curioso vernos tan preocupados por eso y tan poco por cosas bastante
más angustiosas, puesto que nos habían asegurado que por allí
corrían muchos leopardos y osos.
El
leopardo daba caza a íbices, cabras azules, conejos, y conocía poco
al humano. Y eso, como todas las cosas de este mundo, tenía su lado
bueno y su lado malo. El bueno es que no nos consideraba presa, el
malo es que no reconocía como arma un palo pintado.
Nos
habían recomendado ir siempre juntos, puesto que, como buen felino,
solo ataca al que se separa de la manada, a quien huye y se espanta.
Y ante tal disyuntiva, decidimos no separarnos ni para hacer nuestras
necesidades. Y cuando preguntamos qué hacer con el oso, nos
respondieron que con una ráfaga de Kalashnikov era suficiente; que
con un tiro no había bastante y tiro a tiro a veces no daba tiempo.
Y nos lo dijeron tranquilos, como de pasada. Y respondimos que eso
nos daba sosiego, porque no llevar arma simplificaba mucho el asunto.
Y alegremente nos explicaron que lo habitual es que dejara tranquilo
al caminante.
Nosotros
sabíamos que con el oso lo mejor era pasar desapercibido, no dar
muestras de espanto ni hacer ruido. Haberlo encontrado dos días
antes, precisamente donde nadie nos había alertado, nos enseñó que
no era tan agresivo como nos lo habían pintado.
El oso
himalayo es peligroso si se le molesta. El truco, en caso que lo
hubiera, creímos que consistía en saber lo que para él es
molestia. Si bebíamos, pescábamos, cazábamos en sus lugares
preferidos; o si corríamos, huíamos o intentábamos asustarlo,
seguro que lo era. Pero si lo mirábamos de lejos o andábamos
tranquilos, dando un rodeo para no coincidir, el oso no se agitaría
y seguiría con lo suyo.
Días
después, por un naturalista de Karachi nos enteramos que allí no
era peligroso, ya que no estaba maleado por el hombre; que lo era por
donde habíamos viajado más tranquilos, y que llevar los palos
pintados había sido una temeridad, porque el oso podía sentirse
amenazado. Lo que demuestra que nadie sabe nada, por muy entendido
que parezca o se crea.
Anduviéramos
hacia el sur o el oeste, nuestra mirada siempre se dirigía al Nanga
Parbat. Ya en el largo valle nos fijamos en él. Unas veces se veía
nítido entre las altas montañas, como si fuera el destino escogido;
en otras sobresaliendo tras un pico. Ahora que lo teníamos enfrente,
casi a nuestro lado, nos parecía tan imponente como inalcanzable.
Algunos
tramos de la meseta estaban cubiertos de vegetación, arbustos
cubiertos de bayas o frutos que no conocíamos, rosales silvestres y
alguna pradería de rododendros. Entre las grandes formaciones
rocosas, tan llanas como la poca tierra que había, corrían multitud
de conejos que se dejaban cazar con facilidad, grupos de perdices y
algún faisán despistado, y vimos un pequeño rebaño de cabras
azules. No existía camino, parecía que nadie hubiera pasado por
allí, de manera que tuvimos que inventarlo sorteando las grandes
grietas que servían de ríos, y la multitud de pequeños lagos. El
paisaje era grandioso y no cansaba.
Al
segundo día decidimos pescar con la mano, una vez más como había
aprendido en el Pirineo, levantando las piedras con forma de cuña y
presionando la tripa del pez hasta sedarlo. Encontramos muchos
panales de abejas, algunos pegados a las paredes rocosas. Nunca
pensamos en robarles su miel, no habríamos sabido cómo hacerlo y
tampoco hubiera sido prudente, ya que lo más probable es que
estuviera hecha con el néctar de los rododendros, y la miel salida
de sus flores es tóxica.
Al
final del día encontramos el paso que tanto habíamos buscado. Un
ancho desfiladero se abría frente nuestro, agreste y salvaje y en la
dirección esperada, la del oeste. Cierto que en el valle nos habían
hablado de la gran meseta y que debíamos atravesarla, también que
nuestro protector de la barba blanca nos había dicho lo mismo y nos
dirigió hacia ella con sus planos dibujados en el suelo, pero nadie
nos explicó qué camino seguir una vez nos encontráramos en ella,
quizá porque no lo había.
En la meseta por primera vez tuvimos la percepción de habernos perdido, de no saber qué dirección tomar ni qué hacer para encontrar la salida. Nuestra guía había dejado de ser el sol, era más fácil mantener el Nanga Parbat como referencia, y mientras anduviéramos con él a nuestra derecha, nos sentíamos tranquilos, aun sabiendo que podíamos desviarnos muchos kilómetros o pudiera ser que nuestro camino quedara más al sur o más al norte.
Se hace extraño al caminante andar sin sendero ni señales que marquen la dirección de un lugar habitado. En aquella tierra nunca vimos señales, pero los senderos nos daban seguridad, sabíamos que llevan a algún lugar o, como mínimo, encontraríamos el porqué habían sido creados. Una o dos semanas antes nos habría alarmado o llenado de incertidumbre, pero ya no temíamos nada, tal vez porque estábamos a gusto, no teníamos problemas de alimentos, de agua ni de higiene, y empezábamos a sentir el constante deseo del contacto físico, de la caricia o, simplemente, de ir cogidos de la mano; aunque por el cansancio, por lo mucho que nos absorbía la experiencia o porque nuestras largas conversaciones lo suplían con creces, habíamos dejado de sentir, al menos yo, tanta necesidad de sexo.
Descubrir
que en el ancho y salvaje paso tampoco había camino no nos arredró.
Pensamos que, en caso de habernos equivocado, un día o dos de
andadura perdido no significaba nada, tan solo tiempo, que era lo que
nos sobraba. Y lo único que pensamos es que, en caso de fracasar,
siempre quedaba la opción de desandar lo andado, aunque fuera por
otro lugar para disfrutar del país, o dirigir nuestros pasos hacia
el Nanga Parbat, para rodearlo y encontrar la carretera principal.
Nos daba igual que fueran cincuenta, cien o doscientos los
kilómetros.
La
vaguada era practicable, de tal que pensamos que mucho tiempo atrás
habría existido un camino para franquearla. En ella se apreciaba
otra clase de vegetación, más abundante y verde, llena de arbustos
cubiertos de bayas, frutos que no conocíamos, y rosales silvestres.
Podíamos subir por las rocas que iban escalonándose, algunas con la
suficiente suavidad, mientras que otras debíamos escalarlas con
mucho sufrimiento.
Teníamos suficiente comida, sin embargo, recolectábamos la que podíamos, ya solo por el gusto de comer huevos de faisanes y de perdices, fruta fresca, pequeñas y sabrosas ciruelas, y albaricoques silvestres; o pequeños conejos que nos lo ponían demasiado fácil, ya que allí, excepto algunas aves de presa y un tipo de culebra grande y vistosa, nadie les daba caza. Era tanta la tranquilidad de aquellos animales, que de haber querido habríamos comido perdices en todo momento; pero nos daba coraje darles caza, cuando no nos hacía falta y era un engorro prepararlas.
Nos sentíamos integrados en la naturaleza, los matorrales nos cubrían casi por completo y los pájaros no levantaban el vuelo a nuestro paso, de tal que casi podíamos tocarlos; ni siquiera las abejas, a las que siempre había tenido mucho respeto, parecían molestarse. Había agua por doquier en forma de pequeños torrentes, con cascadas y plantas acuáticas. Nos refrescábamos constantemente y llenamos las cantimploras con la que parecía salir de una mina, tan limpia como potable, por las ranas que la merodeaban y el rastro de los innumerables animales que paraban para beber.
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