lunes, 7 de junio de 2021

El Camino Infinito, 47ª parte

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La belleza de la soledad, de los grandes bosques sin un alma, de aquella tierra tan llena de contrastes, nos había embriagado hasta el punto que, sin duda, de haber dispuesto de agua y alimentos en abundancia, habríamos vuelto atrás para desandar lo andado.
Nunca la congoja que produce la soledad y el frío, la austeridad del inacabable bosque, había conformado tanta belleza y paz interior. Andar sin aparente rumbo, sin apenas ver el sol, escuchando los ruidos, pequeños o grandes, el crujir de las ramas, el viento moviendo las altísimas copas, y el que hacen las piñas secas al caer, con las que encendíamos el fuego; y las ardillas, que nunca se oía su brincar, tan discretas como invisibles, a menos que fijáramos la vista en un punto. El sonido del bosque, que paradójicamente formaba parte de su silencio.

Y por el camino Anna me habló de las maestras de la escuela bombardeada, de su historia. Eran amigas y amantes, las dos de una ciudad del interior del país y graduadas en psicología, y soñaban con emigrar a Occidente, donde creían que su sexualidad sería más entendida o, por lo menos, aceptada. Allí tenían que fingir y lo conseguían gracias a ser de otra región, simulando tener los prometidos en su ciudad. Convencidas marxistas y laicas, también debían llevar su inquietud política en silencio, fingir su mahometismo para poder enseñar, que era su vida.

Ser homosexual en España era difícil, estaba prohibido y podía significar la cárcel. Ser bisexual representaba pasar por enfermo, casi obsesivo; pero, en caso de ser mujer el hombre lo aceptaba, porque daba a entender liberalidad con añadida morbosidad. Pero en muchos lugares de Europa era distinto, estaba permitido y en algunos países hasta respetado.
Ser homosexual en Pakistán podía significar la misma cárcel que en España, pero con una represión sin límite. En las cárceles paquistaníes, los homosexuales eran tratados como pervertidos, a los que se les podía hacer de todo. Curiosamente, pocos años atrás y como en la mayoría del mundo musulmán, la ley y las costumbres del país no lo prohibían y era aceptado como natural. Fueron las costumbres británicas y su puritanismo, lo que hizo cambiar la percepción de la homosexualidad y las leyes sobre libertad sexual.
Y entendí el cuidado que había dispensado a la maestra herida, su empeño en consolarla, hasta el momento que se valió por sí misma y se sintió con fuerzas de cuidar a sus alumnos, cuando encontró algo por lo que sobrevivir. Mi amiga no pasó la noche ayudando a una maestra herida, sino a una persona que había perdido su compañera sentimental de manera terrible, sin poder compartir su gran pena.

Al entrar en el valle nos dimos cuenta que el tipo que nos hizo el mapa se había equivocado de muy poco o nosotros no lo seguimos con la suficiente precisión, a lo que ya estábamos acostumbrados. A veces salíamos antes, otras un poco más lejos, pero nunca tuvimos que desandar el camino, sino corregirlo ligeramente. El sol era quien nos dirigía y todo el mundo sabe que no se deja llevar por el capricho.
El pequeño valle parecía deshabitado, cubierto del mismo bosque y de praderías, pero no tan extenso sino escalando las montañas que lo flanqueaban. No seguía el Oeste sino el Norte, y no lo regaba el gran río sino uno pequeño que, a buen seguro, daba a él.
Anduvimos unos cientos de metros y tras el bosque apareció un grupo de casas, grandes y bien construidas. A su alrededor unos campos de labranza que se iban abriendo hasta perderse, praderías con ganado y un grupo de camellos sentados en un campo. Era la primera vez que veíamos unos en aquel país. En los aledaños de Lahore y Karachi abundaban, pero en la Cachemira que habíamos visitado se utilizaba el caballo.

Un hombre recolectaba con sumo cuidado una gran cantidad de rosas, había miles de ellas y las depositaba en unas cestas alargadas y tapizadas de grandes hojas verdes. Se nos quedó mirando. No pareció sorprenderse, y tampoco, como luego descubrimos, sabía de nuestra existencia. El tipo era así: amable y cercano, se apoyaba en una azada que utilizaba para remover la tierra y nos miraba con tranquila sonrisa, aparentando normalidad donde, a todas luces no la había. No parecía el típico paquistaní, mediría algo más de metro setenta, extremadamente delgado, tanto de cuerpo como de brazos, de ojos oscuros, pelirrojo y con el pelo muy rizado. A sus tierras se llegaba desde el otro lado del valle, no de donde veníamos con nuestras grandes mochilas y tan tiznados por el sol que parecíamos mulatos. Nos acercamos y le ofrecimos la mano. El tipo siguió sonriendo y nos habló en un idioma que no entendimos. Al poco se dio cuenta de su descortesía y quiso enmendarlo de la mejor manera. No sabía a quien dársela primero, si a Anna o a mí y nos embarullamos con el gesto. Yo me reí, no pude hacer otra cosa. Dio unos gritos y al poco salió una mujer de la casa más cercana. Llevaba un pañuelo de mil colores y vestía de manera parecida a una hindú. Mucho más baja y bastante más gruesa. Era tan distinta a él en todos los aspectos que al principio no creímos que fuera su mujer. Fue tan grande la impresión que, sin saber cómo y por qué, tuvimos la impresión de estar en el país equivocado; sin embargo, la riqueza y el tipo de caserío no coincidía con lo que esperábamos encontrar en la India o nos habían contado, gente pobre y oprimida.
Y Anna preguntó:

- ¿Pakistán?- El tipo con una sonrisa afirmó con la cabeza.

De la casa salieron dos jóvenes muy atractivos, tendrían nuestra edad. Chico y chica, y guardaban mucha semejanza, tanto entre ellos como con el padre, parecían mellizos. Pelirrojos, los ojos de color verde claro y vivo, sonreían como su padre. Se acercaron, nos dieron la mano y nos miraron a los ojos con extraña fijeza. Me señalé y dije:

- Spanish-
- ¡AH! Spanish- respondió el padre. Los jóvenes rieron, sabían que su progenitor no tenía idea de lo que significaba.

Hablaban inglés a la perfección y Anna les explicó quienes éramos y de dónde veníamos. Al principio no pudieron creerlo, pero el camino por el que habíamos llegado era inequívoco. Hablaron con el padre, que, extrañado, miró nuestras botas, los sacos y nuestras caras. Anna seguía hablando animadamente con el pelirrojo. Me di cuenta que se gustaban y que habían conectado. El joven era muy atractivo y su simpatía lo acentuaba, su hermana también y los miró con cierta ironía. Me gustaron sus ojos despiertos y risueños, y también su desenfado, cuando, mirándome a los ojos, me dijo:

- Dejemos a este par y entremos en casa. Me cogió de la mano y la seguí. Era la primera vez que asentía con tanta facilidad y sin oponer resistencia, también que una mujer me cogía de la mano al estilo de los hombres paquistaníes.

La casa era grande y bien amueblada, pareja a otra en la que vivían algunos de sus trabajadores.

- Estaréis cansados. Os podéis quedar el tiempo que haga falta-

Y me enseñó el que había de ser nuestro dormitorio, sencillo y austero, pero cómodo como ninguno de los que habíamos estado. Busqué algo que demostrara a quién pertenecía. La chica debió darse cuenta porque me dijo:

- Es la habitación que usan mis primos cuando vienen de visita- señalando una gran foto enmarcada en la que estaban ellos con otra pareja de jóvenes en una calle de Londres.

Era una familia rica y culta, al menos ellos dos, y sus padres muy abiertos y sin prejuicios. Superaba con creces cualquier familia o grupo de los conocidos en Karachi y Lahore, y bastante más que la mayoría de barceloneses, mi familia entre ellos.
Vi al hermano entrar en la casa con Anna cogida de su mano. Ella se reía y le hablaba en voz baja. Me gustó, aunque lo vi demasiado aniñado para ser su tipo, pero había de reconocer que mi compañera se sentía a gusto y muy cercana a él.

Pasamos cuatro días con ellos. Nos habíamos acostumbrado tanto a dormir juntos y en el suelo, que la primera noche tuvimos problemas y, entre risas, estuvimos a punto de hacer sitio entre las dos camas para echarnos en el suelo.
Comer, pasear, muñir, arar y conversar. Y hacer excursiones por la montaña, por el largo y precioso valle, por el lago. Allí se cultivaba de todo y en cantidad, se trasladaba en carros hasta el final del valle, a unos dos kilómetros, donde llegaban los camiones que eran cargados con leche, ganado y los frutos del campo. Durante nuestra estancia nos hartamos de comer mangos, de un sabor y calidad que nunca más encontraríamos. Por entonces era prácticamente imposible encontrar esta fruta en España.

Un día encontré a Anna echada sobre la hierba, con su cabeza apoyada en el vientre de nuestro amigo pelirrojo. Le hablaba mientras él se la acariciaba. Su hermana, echada panza abajo, me esperaba vigilante a mi reacción; y al verme, se llevó un dedo a los labios, como pidiendo discreción, a la vez que me guiñaba un ojo. La cogí de la mano y subí a una peña para enseñarle unas plantas que había descubierto, cuyas raíces eran comestibles, sabrosas si se las freía y muy alimenticias. Y me sentí feliz al pensar en mi compañera, en lo cercana que la sentía, en lo mucho que la amaba y en lo libres que éramos. El carácter, la proximidad y la empatía nos habían emparejado sin malicia ni sentimiento de posesión. Yo me sentía mejor con la chica, mientras que Anna lo estaba con el hermano.

Otro día que fuimos a ayudar en un campo cercano, me fijé en una especie de trinchera con forma de uve cavada en la tierra. Pregunté a mi compañera y me señaló el cielo, y con una mano hizo de avión y con la otra de bomba.

– Hindúes, me dijo con pasmosa tranquilidad-

Y durante la cena averigüé que un avión hindú, después de haber violado el cielo paquistaní, había dejado caer un par de bombas en los sembrados. No mató ni hirió a nadie, pero un granero había quedado algo dañado y aún lo estaban arreglando, y a los trabajadores, que se habían echado al suelo, la explosión los asustó y construyeron la trinchera. Y pensé en lo que nos dijo nuestro amigo comandante, que para los paquistaníes era su gente, tanto a un lado como a otro de la frontera, y nunca atacarían o bombardearían la población; sin embargo, los hindúes se sentían en casa ajena y no les importaba hacerlo en cualquiera de los dos lados, aun creyendo que les pertenecían.

El último día casi lloramos, nos hubiéramos quedado cinco, diez, quince días; daba lo mismo. Nunca nos cansábamos del paisaje, de su belleza, porque parte de él era la gente que lo habitaba. No era el más bello, fantástico, grandioso de los que habíamos conocido, pero sí el más entrañable. Les dijimos que no teníamos nada qué regalarles y se rieron de la idea, aunque lo hacían a todas horas por cualquier cosa. Nos dijeron que parando en su casa les habíamos hecho el mejor regalo del mundo, sobre todo a sus hijos.

En la casa había un mapa de la comarca, hecho curiosamente por el padre, que tenía unas dotes de geógrafo y dibujante envidiables. Luego descubrimos que también escribía, principalmente sobre la comarca y su historia. Gracias a él descubrimos que habíamos cambiado de provincia y que durante los últimos días habíamos avanzado mucho, quizá por haberlo hecho más en línea recta y haber subido y bajado pocas montañas. Lo cierto es que habíamos superado en muchos kilómetros el meridiano de Skardu y dejado atrás Chilas, el destino que nos habíamos marcado, muy al norte. Estábamos más cerca de Muzaffarabad que de aquella ciudad. El padre nos dijo que teníamos dos opciones, llegar a la carretera siguiendo la del valle, para coger uno de los autobuses que iban diariamente a la capital, o seguir andando por las montañas y valles del país más bello del mundo. Pero las montañas ya no serían las mismas y encontraríamos gente en ellas, militares casi siempre; y en los valles había muchos y bellísimos pueblos con carreteras limpias y arregladas, algunas incluso con electricidad. Pero nosotros, que ya sabíamos lo que para ellos era una carretera limpia y arreglada, y bellos pueblos, pensamos que ya nada sería como hasta entonces y dimos por terminada nuestra aventura.

A la mañana siguiente nos llevaron en carro hasta donde empezaba la carretera. Un camión debía salir cargado de patatas y maíz y se había brindado llevarnos hasta la capital.
Nunca hubiéramos imaginado que haríamos el viaje en la caja, sobre una lona y una montaña de patatas, junto a un variopinto grupo de lugareños. La cabina ya iba llena de gente que había pagado por ello. Debía ser un espectáculo viajar con dos jóvenes occidentales vestidos de manera extraña para cualquiera, sobre un típico camión adornado hasta en sus parachoques con chapas de latón a su alrededor, chocando unas con otras provocando un constante campaneo, y pintado de amarillo, verde, rojo, azul y más colores que ahora no puedo recordar

 

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