domingo, 13 de junio de 2021

El Camino Infinito, 48ª parte

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Para ir de Muzaffarabad a Pindi habíamos de subir a un autobús, y para evitar problemas el conductor del camión prometió que nos dejaría cerca de la estación. Pero antes debíamos llegar y lo que había de ser un viaje tranquilo y rápido, duró ocho horas de baches, polvo y constantes paradas; que no se nos hizo tan largo por las muchas risas, largas conversaciones mímicas y reparto de comida y de un montón de diferentes bebidas; aparte de cantar a coro canciones del país y de nuestra tierra, porque los viajeros nos las pedían. Causaba asombro ver aquella gente seguir el estribillo de: “si yo tuviera una escoba” y otras canciones parecidas.
De vez en cuando parábamos. El conductor, investido por una autoridad que nadie discutía, decidía cuando debíamos vaciar la vejiga, comer con tranquilidad o estirar las piernas. A esas alturas Anna ya pasaba de todo, se acercaba a un rincón de lo que decían carretera, se remangaba la camisola, se bajaba los pantalones y orinaba tranquila. Y cuando la parada se hizo justo al lado del río que seguíamos, nos acercamos a él y se lavó. Y nos sorprendió gratamente que nuestros acompañantes se pusieran de barrera para cubrir la intimidad de la guapa spanish, por cierto la única pasajera del camión, principalmente porque allí poca gente podía haber, solo ellos. Y entendimos que así demostraban que no tenían nada que mirar.

La carretera, difícil y polvorienta como habíamos esperado, se hizo infernal en los últimos tramos, precisamente los más rectos y que debían ser agradables y arreglados por la proximidad a la ciudad. Llena de baches, con automóviles y camiones parados, a veces en medio de la pista y sin ninguna explicación, aunque el conductor y la mayoría del pasaje lo consideraran normal o hicieran como si lo fuera.
Nos habían explicado que había otra vía para llegar a Pindi, casi toda ella asfaltada y sin tanta curva. Pero nuestro autobús era de línea y paraba en pequeñas poblaciones o fuera de ellas, en paradas preestablecidas sin ningún cartel y cercanas a grupos de caseríos. En cualquier caso habíamos sido nosotros quienes habíamos decidido utilizar este transporte, y no nos arrepentimos.

Seguimos el curso del gran río. Al otro lado, pequeños caseríos y pueblos, de los que sobresalían los esbeltos minaretes, y puentes colgantes para cruzarlo, algunos muy largos y en tan mal estado, que ni nosotros nos hubiéramos atrevido a andar por ellos.
Nos recreamos desde la ventanilla en esos pequeños pueblos, muchos más a nuestro lado de la carretera, donde no se debía cruzar el río, quizá porque fuera territorio claramente paquistaní y el hindú no estuviera reclamándolo eternamente como suyo.

Era curioso de ver los miles de kilómetros que nos separaban, y la gran diferencia cultural que existía entre nosotros; y que, sin embargo, las costumbres religiosas eran las mismas y siguieran un mismo patrón arquitectónico: el pueblo de casas bajas con tejas, disimulándose en la orografía por su color, y la mezquita, con su minarete destacando por encima de toda la población; igual que en nuestro país o cualquiera de nuestro ámbito, con sus casas, sus estrechas calles y la iglesia, con el campanario dominando para dar rebato al pueblo llano.
Ocho horas para un viaje de cuatro en cualquier carretera en mal estado, o de tres en una de normal. El autobús repleto de gente sentada en el suelo, de pie o en sus asientos. Daba igual, todo el mundo había pagado lo mismo. En un momento decidí que ya había suficiente y me levanté para dejar que un tipo de entre cuarenta y cincuenta años pudiera sentarse. Al principio se extrañó, pero un rato antes alguien había hecho lo mismo con otro, aunque estaba claro que eran de la misma familia y había sido por un pacto de turnos. El tipo me lo agradeció y se sentó, y al poco vimos que parte de los sentados, entre ellos Anna, iban levantándose gradualmente para dejar su asiento a otros. Me quería morir de risa, eso nunca habría sucedido en nuestro país, sin embargo, aquella gente, con el lío enorme que representaba sentarse y levantarse en tan poco espacio, parecía seguir un protocolo recién inventado, convencida que seguramente era típico de un país extranjero y muy civilizado. No podían ser menos, y quizá una docena, aparte de nosotros, terminaron por dejar su asiento a otros tantos. Anna aguantó con esfuerzo para no deshacerse de risa. Sentada tras mío en el suelo del pasillo, me habló en catalán y voz baja sobre el asunto. Y vimos a algunos hacer lo mismo entre ellos. Era imposible saber de qué hablaban, pero seguramente del lío montado y lo que habíamos provocado.

La Pindi de nuestra ida había cambiado, no era la misma. Soldados en las esquinas, en las calles, en las avenidas, en las puertas de los cines; con galones o sin ellos, en camiones o andando. Tres semanas habían bastado para notar tanto cambio. Hasta pensamos que el ataque a la escuela podía tener algo que ver. El ejército, antes omnipresente en los acuartelamientos o en la carretera, ahora también lo era en la ciudad, aunque bien podría ser por un aumento de los permisos o por el relajamiento de la tensión con su vecino. Nosotros, tal vez influenciados por el terrible suceso que nos tocó vivir y lo vivido entre la gente de la montaña, es posible que imagináramos más de la cuenta.

Anduvimos en busca de un hotel barato donde pernoctar. Nuestra intención era quedarnos el menor tiempo posible. Había tensión en el ambiente y la gente parecía más excitada e irascible de la cuenta. Algunos tipos me miraban con desafío y a Anna sin pudor. Alguno se acercó y nos habló a bocajarro sin importarle la presencia de militares, que hacían caso omiso a su agresividad. Respondimos mirándolo a los ojos, sin temor, y le hablamos en catalán con la misma agresividad. Yo me acerqué a él sin temor a que estaba acompañado, con cara de pocos amigos y, puede que por mi pinta, que por joven que fuera daba la impresión de fuerte y salvaje, o mi mirada, que demostraba hasta dónde estaba dispuesto a llegar, lo ahuyenté sin problema.
En una de las calles del centro, abigarrada, repleta de gente circulando arriba y abajo, topamos con una tienda de recuerdos; era la primera que vimos con postales. Entramos para comprar algunas y mandarlas a los amigos, a la familia. Y desperté de mi ensoñación. Había marchado de mi país habiendo olvidado despedirme de mis padres y de mis abuelos. Solía hacerlo, pero hasta el momento mis salidas habían sido cercanas, Cadaqués, el Pirineo o Valencia. A veces los llamaba desde allí, solo para explicarles dónde me encontraba. Escogí unas cuantas y decidí mandar una a mi casa, a los que consideraba mi familia, que me habían ayudado a ser como era y que me respetaban tanto como yo a ellos. Fuera de aquí, el único que sabía de mi viaje era Jep y, por ende, Joan y los demás del viejo grupo de amigos de veraneo. Si mis padres se enteraban de mi viaje sería por ellos.
Sentí desasosiego, por qué negarlo. De ningún modo merecían aquel trato y enterarse por extraños. Seguramente estarían preocupados, o quizá no, porque no era la primera vez que desaparecía dos o tres semanas sin dar señales de vida, aunque esta vez eran más días. Me sentí mal, porque si las cosas habían llegado a tal punto, la culpa solo era mía. Ellos siempre habían hecho el esfuerzo de soportarme tal cual era, sin entremeterse en mi vida. Al final envié las escogidas a todo el mundo y decidí hablar del asunto a mi vuelta, cuando las cosas se hubieran calmado. No hizo falta, las postales llegaron mucho después que nosotros. El correo paquistaní hacia España era lento y poco fiable.

Al salir de la tienda volvimos a tener problemas con la gente, que en cuanto veía que éramos extranjeros, nos esquivaba con evidente malhumor. Era muy tarde y pensamos que quizá fuera eso lo que les irritaba. Había pocas mujeres por la calle, casi escondidas entre sus acompañantes y cubiertas de arriba a abajo; mientras que Anna había abandonado el poco decoro que le quedaba. Y aunque vistiéramos de manera parecida a ellos, el desenfado y descaro de mi compañera superaba todos los cánones establecidos, lo haría incluso en gran parte de nuestro país, de manera que una mujer con vestimenta occidental no solo pasaría más desapercibida sino que a nadie molestaría. Su juventud, su insultante físico, su manera de mirar, su postura. Las cosas más insustanciales suelen ser las que más diferencia marcan. Una camisa entallada habría representado mucho menos que la desafiante mirada de mi compañera.

Entramos en un sitio con ínfulas de hotel, al que en España nadie le hubiera dado el permiso para ejercer de pensión. Tenía cuatro dormitorios, enormes y con varias camas, uno para mujeres y los otros tres para hombres. Daba lo mismo que fueran casados o solteros, allí la cosa funcionaba así. Al rato de entrar, unos tipos que tomaban el té, de mirada torva y típicamente pashtunes, al escuchar nuestra conversación con el encargado y saber de dónde veníamos, se ofrecieron cambiar de dormitorio y apretarse por una noche para que pudiéramos dormir juntos. Nos sorprendió su amabilidad y generosidad; y nos dimos cuenta, por enésima vez, que la imagen y la mirada de aquellos hombres, que ya no nos eran extraños, no reflejaban su espíritu. Y vi a Anna sonreír por vez primera desde nuestra llegada a la ciudad, se acercó a ellos y les agradeció el gesto, pero negó la posibilidad. Pasaríamos la noche como marcaban los cánones. Ella, les dijo, se sentiría cómoda entre sus mujeres y yo soportaría pasar una noche sin su compañía. Y los tipos se rieron e hicieron broma a mi costa.

¿Qué nos podía importar una noche más o menos, después de la aventura que habíamos vivido?Tomé asiento con ellos mientras ella marchaba hacia otra sala, y con gestos, palabras y mímica nos contamos nuestras historias. Yo la aventura que habíamos vivido y ellos la suya.
Eran familiares de soldados movilizados y de algún suboficial. Y hasta allí, en aquel sucio hotel, se dejaba sentir la diferencia de clases, la jerarquía militar de sus hijos; y sentí aprensión por ello, porque creí que pronto me encontraría con el mismo problema en el ejército más atrasado y retrógrado de occidente. Y mi sentimiento de solidaridad y, probablemente, el hecho que tuviera la edad de sus hijos, sobrinos, nietos, hizo que me brindaran su intimidad.
Ninguno de aquellos hombres estaba conforme con lo que pasaba en Bangla Desh. El que más y el que menos se enteraba por la radio hindú, por viajeros o por los muchos soldados heridos que volvían del país, y se sentían desconcertados. ¿Cómo era posible que su ejército masacrara y destruyera a sus hermanos, y violara a sus mujeres? Y, sin embargo, alguno todavía creía que la guerra podía ganarse; y el resto guardaba silencio, sin atreverse a confesar lo que pensaba o expresar lo que cualquiera podía ver, lo que hasta un tipo como yo, de veinte años y español.

Pakistán ya había perdido la guerra en su propio país, ni siquiera necesitaba enemigo, lo tenía en su interior. Y pensé que en caso de guerra contra el hindú, a menos que este cometiera la estupidez de intentar invadir Cachemira, en dos semanas quedaría resuelta. Una lástima para los cachemires, que serían los grandes perjudicados de la segura derrota paquistaní y seguirían sin poder relacionarse con sus familiares y amigos del otro lado de la frontera.

Allí no daban desayuno y, de haberlo mejor no comerlo. Unos tipos como nosotros, que nos habíamos alimentado de cualquier manera y con lo primero que caía en nuestras manos, no nos sentíamos muy dispuestos a seguir en aquel lugar, lavarnos en su cuarto de baño y, aún menos, comer.

 

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