miércoles, 16 de junio de 2021

El Camino Infinito, 49ª parte

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En Londres, los empleados de la compañía aérea nos habían aconsejado viajar en tren. Dijeron que solo eso ya era toda una aventura para un occidental. No podían imaginar la que viviríamos sin necesidad de viajar en uno de ellos. Pakistán es tan grande y multicultural, que difícilmente un paquistaní de Karachi o incluso de Pindi podía conocer su país por entero, ni la mitad de él, y mucho menos una zona tan remota como el norte de Cachemira.

Llevábamos casi un mes fuera de casa y nunca tan poco había ocupado tanto. Y es que antes de coger el avión de Karachi a Lahore éramos unos, y a nuestra vuelta en la caja del camión de patatas, otros. Personalmente me fui siendo niño y sintiéndome hombre, y ahora sabía que de lo último era poco, pero sí infinitamente más que cuatro semanas antes.

Era el último día de junio y habíamos salido justo antes que yo cumpliera los veinte. Mi aniversario lo celebramos en Karachi. Nadie nos esperaba, ni familia ni amigos. Ni siquiera sabían dónde estábamos ni cuándo volveríamos. De mi familia no me acordaba y Anna apenas hablaba de la suya. Teníamos dinero y estábamos bien. En aquel momento podríamos haber pasado toda una vida juntos, pero en las ciudades paquistaníes no nos sentíamos a gusto, aunque no menos que en la misma Barcelona. Una solución habría sido viajar al oeste, pero todos nos decían que era peligroso, allí el bandolerismo era un oficio y en algunas comarcas la mujer era despreciada, usada y un objeto mercantil, y la que se rebelaba, machacada. Solo de pensar que encontraríamos más androgenismo nos repugnaba. Más adelante descubrimos que, excepto la inseguridad y el bandolerismo, el resto era falso. Y a esas alturas a nosotros la mera mención de bandolerismo se había convertido en una atracción. La otra opción era seguir andando hasta Lahore. Pero nos teníamos ganas, nuestras últimas conversaciones trataban de sexo directamente, sin tapujos y con excitante desparpajo, aparte que tampoco nos atraía la idea de andar siguiendo carreteras o caminos, que cruzaban grandes poblaciones separadas por extensos campos de cultivo.
Ya habíamos visto mucho, aunque nunca es suficiente, pero en aquel momento lo creímos así. Nos faltaba el interés de viajar, de conocer más gente y más país. Tiempo después nos arrepentimos de haber actuado así y de no haber seguido el maravilloso viaje, hasta agotar nuestro tiempo o nuestros recursos.

Por nuestros compañeros y por el encargado del hotel, nos enteramos que viajar en avión a Karachi era casi imposible. Los aviones de la PIA estaban parcialmente militarizados y solo funcionaban a medio rendimiento los vuelos internacionales. Los aviones civiles eran utilizados para transportar tropas y material a Bangla Desh. Tan mal estaban las cosas.
Tiempo después, cuando la India entró en guerra, nos enteramos que derribó casi todos estos aviones, con tropa o sin ella, de ida con material o de vuelta con heridos, algo que era de esperar. Y pensamos en lo que debió ser para aquellos soldados, heridos en una guerra horrible, odiada e innoble, ser derribados y muertos a la vuelta; y el odio y crueldad que debía sentir un piloto hindú, al derribar un avión de pasajeros paquistaní, tan inofensivo como desarmado.
Nosotros, no obstante, fuimos al aeropuerto. Nunca se sabe, pensamos, y hasta era posible que los pocos vuelos estuvieran medio vacíos por la noticia. No era así, se habían formado colas de docenas de metros de gente disciplinada pero nada silenciosa. Aparentemente todo el mundo se conocía. Nos situamos en una de ellas y esperamos. No teníamos nada que perder, lo máximo que podía pasar es que tuviéramos que coger uno de los pintorescos y atestados autobuses o viajar en el famoso tren.

La gente se trasladaba con gigantescas maletas, tan grandes que no entendimos cómo podían caber en las bodegas del avión. Nosotros ya habíamos vaciado nuestras mochilas. Anna regaló los tres shalvar kameez ricamente bordados a sus compañeras de habitación. Dos de los que llevábamos y un juego de botas los tiramos, de tan reventados que habían quedado por el viaje; conservamos los dos sacos de dormir, que tan buen servicio nos habían dado, por no estar seguros de cómo terminaría nuestra aventura, un par de shalvar kameez para cada uno, un par de mudas interiores y nuestra escasa ropa occidental. Las mochilas, sin apenas ropa y nada de comida, ya no eran tan voluminosas; y colgado del hombro llevaba un sencillo y barato sitar que nos habían vendido en el autobús, y que ni en broma pensábamos abandonar.
En un momento apareció una pareja de empleados, podía ser tan joven como la que conocimos en el mostrador de la PIA en Heathrow. Y vimos como frente nuestro la cola poco a poco se fue dispersando. Estaban avisando que no permitirían más de una maleta por pasajero y de un tamaño determinado; eran las normas, que siempre habían sido tratadas con laxitud y que ahora utilizaban para eliminar pasaje. La gente se quejó, unos airadamente, otros con la conformidad de quien sabe que no obraba bien y que algún día terminaría pasando.

Nunca sabríamos lo que nos habría deparado el tren. Quizá un nuevo viaje. Estábamos tan sensibilizados que, con solo que alguien más nos hubiera hablado del encanto del oeste, de su desierto, de sus animales, de su belleza; o del noroeste, de la hospitalidad de los pashtunes, de la grandeza de su tierra, de sus costumbres; o simplemente que la pareja de empleados hubiera puesto un inconveniente al embarque del sitar. En aquel momento lo pensamos, recordamos la conversación con nuestros amigos del hotel, su tan peculiar y relativo machismo, tan intransigente para ellos como transigente con las costumbres del extranjero, su inmensa hospitalidad y nobleza, y su respeto por el resto de culturas. Nos hablaron de su país con tanta ternura, que nos faltó poco para cambiar nuestro destino.

El pashtún que nosotros conocimos es grande y fuerte, porque solo los grandes y fuertes, los que no temen, pueden respetar al extraño aun siéndolo tanto. El pashtún es hospitalario, generoso y noble, y solo pide el mismo respeto que brinda.

En Karachi buscamos un buen hotel. Decidimos pasar el último día con comodidad, al estilo más occidental posible, con un buen cuarto de baño, agua tibia, colchones y cojines, sábanas limpias y una buena cena. Los mejores estaban ocupados por periodistas, políticos y seguro que muchos agentes de inteligencia. Karachi era un hervidero, porque si la capital de Pakistán es Islamabad, la real, del dinero, de los negocios, de la industria, es Karachi. Las decisiones, su crítica, la opinión de los políticos más influyentes, se sabían antes allí que en Pindi, que es de donde procedían.
Al final conseguimos una habitación en un viejo hotel, tan vetusto como maravilloso, del centro de la ciudad y del que no recuerdo el nombre. En el último piso, con un ventilador de grandes aspas sobre la cama, igual que en las películas de la época colonial, un balcón que daba a la gran avenida y a unos jardines con un palacio. En la planta había cuatro habitaciones y el ascensor solo llegaba a la tercera, sin embargo, las habitaciones eran las más grandes y parecían suites, y, aunque antiguas, disponían de todas las comodidades. Desde la terraza se veía tanto coches y triciclos, como carros tirados por asnos, mujeres con jeans o cubiertas por completo y con una abertura en los ojos. Nadie se extrañaba por nada, ni siquiera por nuestra manera, que no era paquistaní ni occidental.

En el hotel pagamos por adelantado y pedimos que no nos molestaran. Habíamos decidido bañarnos, dormir y refocilarnos en la cama hasta hartarnos; bajar a desayunar, almorzar y cenar, solo eso.
Al recepcionista del mostrador, un tipo simpático, de abundante y rizado cabello, tez morena y con bigote, que parecía más del Punjab que de Karachi, pero vestido con el correcto traje oscuro, uniforme del hotel, le preguntamos si nos podrían conseguir el vuelo a Londres sin necesidad de movernos demasiado. La mujer de la centralita, ya entrada en años, ligeramente oronda, morena, con la nariz ancha y algo aguileña y con el cabello muy ensortijado y vestida con un kameez muy floreado, nos miró ceñuda y preguntó de dónde veníamos para parecer tan cansados y hartos. Parecía muy susceptible, quizá por haber escuchado demasiadas impertinencias de algunos extranjeros. Y Anna le respondió que de haber estado andando por las montañas y valles del país más bello del mundo. La mujer levantó la cabeza y la miró entre sorprendida y escéptica. No estaba acostumbrada a una respuesta como aquella de unos tipos tan jóvenes y extraños.

- ¿De dónde?– Insistió perpleja.

Y le contamos nuestra peripecia en la alta Cachemira.
Ella nunca había estado, no había tenido la suerte de ser occidental y tener un esposo como yo. Eso dijo ante la reticente pero comprensiva mirada del responsable al que pedimos el favor. Ahorramos decirle que, excepto ratones, habíamos comido de todo para sobrevivir.

- No os preocupéis, mañana por la mañana os despertaré, a poder ser con todo solucionado- Nos dijo ya en un castellano que parecía portugués, entre emocionada y divertida, mientras el que parecía su jefe asentía con firmeza.

Nos desnudamos mientras la gran bañera se llenaba, no estábamos tan sucios, el día anterior, aunque someramente, nos habíamos duchado; pero la humedad, el calor y la contaminación, eran impresionantes y aún nos sentíamos desastrados. Me miré en el espejo, no recordaba la última vez que lo había hecho. Veinte años que parecían veinticinco o más, de metro ochenta, delgado y musculoso, moreno y con barba rala, mucho más poblada de lo que había podido imaginar. El montañismo y la escalada con Artur nunca dejaron que criara demasiada barriga ni que mi musculatura se debilitara, pero ahora no me reconocía. A través de él vi a Anna mirarme divertida, se había dado cuenta de mi sorpresa. Paradójicamente ella no había cambiado, siempre había aparentado más edad de la que tenía, excepto por su cara. Seguía siendo la misma, alta y fuerte; de preciosos pechos, redondos, esféricos y muy bien adheridos a su cuerpo; ancha de hombros y cintura estrecha, apenas había adelgazado. Me abrazó por detrás y sentí la tibieza de su desnudo cuerpo en mi espalda, y besó y mordió mi nuca como solo ella sabe hacerlo. Me cogió de la mano y me llevó a la bañera.

Quizá fuera tantos días y noches juntos hablando de nuestros sentimientos, ahora no sabría decirlo, pero en aquel momento intuí lo que esperaba de mí, de cualquier hombre. Tal vez fuera un sexto sentido o la continuación de nuestra curiosa relación. Anna necesitaba hacer el amor a un hombre, que sin abandonar su naturaleza, supiera tomar un rol de sutil sumisión.

Me hizo entrar y se sentó en uno de sus bordes. Me atrajo con una mano por mi cintura y me acarició el torso, el vientre. Su boca entreabierta, sentí su tranquila excitación, segura, pausada; recrearse con el cuerpo que tenía enfrente, disfrutarlo con los ojos, las yemas de los dedos, las uñas. Sabía que era suyo, que podía hacer conmigo lo que quisiera, pero antes quería sentir al macho en todo su esplendor. Mi cuerpo reaccionó. La erección, la musculatura de mi vientre. Se separó un poco y volvió a mirarme para regodearse, y eso llenó mi espíritu, me sentí fuerte y poderoso, pero sabía que debía contenerme para no echar a perder lo que ella esperaba. Y llenó sus manos con jabón y me lavó desde la cabeza hasta los pies con sublime delicadeza, los rincones más íntimos, los pliegues más escondidos. Y mantuve mis brazos levantados con las manos tras la cabeza, ofreciendo mi cuerpo a su satisfacción y resistiendo mal que bien el masaje. Y mi respiración, mis gemidos y mi sexo no pudieron disimular el esfuerzo. Luego me llevó al gran balcón y me puso de espaldas a la barandilla, introdujo dos dedos en mi boca forzando mi cuerpo a doblarse hacia el exterior, con la mitad de él colgando en el vacío, y de pie me folló de una manera que no pude definir si salvaje o delicadamente, porque lo fue todo.

- Ahora te toca- le dije cuando terminó. Pero se negó
- En Barcelona dejaré que hagas conmigo lo que te venga en gana, pero aquí no, aquí mando yo- respondió.

Y solo pensar en lo que podía significar su promesa e imaginar las mil y una maneras con que podría hacerle el amor, me excitó nuevamente.
Sus orgasmos eran largos y profundos, lo cual me satisfizo enormemente. Por mucho que simulara resistencia, finalmente conseguí lo que tanto deseaba, hacerle el amor tal como yo quería. Y su cuerpo se convirtió en un juguete para mí, pero bajo su control, como si dejara que jugase con él a mi gusto, cuando en realidad era ella quien guiaba mis impulsos.

Nunca había conocido una mujer como aquella. Aunque por mi edad no fuera sobrado en experiencias, no había de ser muy listo para percatarme que Anna era la mujer perfecta y que difícilmente conocería otra así: inteligente, fuerte, noble, valiente y sin ningún prejuicio; porque era eso lo que la hacía tan brillante como mujer y como persona: la absoluta falta de prejuicios, tanto en la vida diaria como en el amor, de vergüenza en demostrar placer, sus morbosidades y sus fantasías. Se reía de ellas de la misma manera que las disfrutaba, y no tenía empaque para llevarlas hasta el final y en el grado que más gusto le daba. Y sabía qué hacer para que su pareja la acompañara en la aventura hasta el límite de los sentidos y de su resistencia física.

Salimos del baño y me llevó de la mano hasta el sofá que había en una de las paredes. Con un empujón me tiró de espaldas en él, y empezó a acariciarme, pellizcarme, besarme, morderme. Me convertí en su monigote, tan perdido como afortunado. Moverme, intentar ser activo, habría sido de mentecatos, aunque tampoco habría podido. Trabajó mis sentidos hasta el límite del orgasmo. Y entonces me abrazó y absorbió, chupó mi cuello, mi pecho, mis orejas, hasta sentir que me extraía el alma. Y por fin se sentó sobre mi y me folló mientras acariciaba mi cráneo con sus uñas. Y bajó su boca para mordisquear mis pezones hasta enloquecerme, y luego exhibió los suyos para que le hiciera lo mismo.

 

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