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Al mediodía bajamos a comer, éramos los últimos. En el comedor nos
esperaban la telefonista y el conserje. Por lo visto eran matrimonio,
y entendimos la cara de él cuando ella se quejó con amargura sobre
su suerte al conocer nuestro viaje. Y una vez sentados nos pidieron
si podían hacernos compañía. Era su hora libre y se la habían
combinado. Nos hizo gracia, podrían ser nuestros padres o casi, en
Pakistán seguro, porque la gente se casaba muy joven, muchas veces
con la chica ya embarazada, algo que nos sorprendía por ser un país
musulmán.
Parecían
muy abiertos y simpáticos, sin demasiados complejos. Tenían interés
por saber de nuestro viaje y nuestras impresiones sobre Cachemira. Y
tal como había sido se lo contamos. No olvidamos nada, ni nuestro
encuentro con el cadáver, ni el bombardeo con la consiguiente
represalia. Lo único que evitamos explicar fue nuestra aventura con
la droga y cómo ganamos tanto dinero. Y a medida que íbamos
hablando, sus ojos se abrían con asombro. Y querían saber de la
gente de Cachemira, cómo era, de qué vivía y si sus mujeres vivían
tan oprimidas como se decía. Y nos asombró su pregunta, cuando en el
mismo Karachi se podía encontrar lo mismo o peor, incluso frente al
hotel en el que trabajaban.
Karachi,
Lahore o Pindi, eran un gran mosaico del resto del país. Allí había
de todo, aunque abundando el androcentrismo en los barrios
periféricos. En las ciudades paquistaníes se podía encontrar
mujeres completamente cubiertas, como otras con un kamez
semitransparente; y mujeres encerradas en su casa con un candado en
la puerta, como desenfadadas y abiertas estudiantes, que podían
beber alcohol y escuchar música en la intimidad y en compañía de
sus novios y de sus amigos. Sin embargo, el norte de Cachemira era
una región olvidada y rural, donde señoreaban los prejuicios, pero
no en exceso y menos que en algunos lugares de la misma Karachi. De
la misma manera que en muchos pueblos de nuestra España, las mujeres
no pasaban del balcón, de la persiana entreabierta y de la misa de
los domingos, cubiertas de los pies a la cabeza. Eso contamos al
matrimonio, mientras asentían en silencio y con tristeza.
Después
de comer volvimos a subir a la habitación. Nadie debía extrañarse.
Nada de Karachi podía emocionar a unos jóvenes de Barcelona, solo
sus tiendas y su bazar, pero habíamos visto y vivido tanto que nada
nos motivaba, solo el descanso y el sexo. Nos acostamos y dormimos,
nos hacía falta. Desperté al cabo de una hora, quizá más. El
ventilador movía sus palas en el techo y Anna se encontraba sentada
a mi lado con las piernas cruzadas, observándome mientras acariciaba
mi cuerpo. Me levantó y me llevó hasta el gran cortinaje. Allí
hizo que levantara mis manos simulando colgarme de él y disfrutó de
mi cuerpo, lo arañó con delicadeza, lo besó y mordió, luego se
separó para mirarlo; en algún momento empezó a masturbarme, pero
sin llegar a nada, arañando mi sexo y mis testículos evitando
traspasar el límite; en otro me azotó con el cordón del cortinaje
y me pegó con la palma de sus manos, pero con la justa suavidad. No
le satisfacía provocarme dolor, lo hizo para disfrutar de la tensión
de mi cuerpo, de mis lamentos con desesperación, entonces se separó
y se acarició el cuerpo con voluptuosidad.
Fue un
espectáculo, el del sexo en toda su plenitud, y lo disfrutamos por
igual, ella a su manera y yo a la que su fantasía había decidido.
Cuando se sintió satisfecha me dijo que podía hacer lo que quisiera
con ella.
- Ahora sí te toca a ti. Puedes hacer lo que te venga en gana con mi cuerpo-
Lo dijo para provocarme, porque era consciente que poco de eso era de mi gusto, pero consiguió que nada quedara encerrado en mi mente, en mi más íntimo deseo.
Cenamos solos, el conserje y la telefonista, políglotas por cierto, habían marchado a su casa. Ya era oscuro cuando salimos a pasear. El vigilante nos aconsejó pedir un taxi.
- Este barrio no es de los mejores para un turista- nos dijo.
Pero al mirarnos más de cerca, se percató que no precisábamos consejos de este tipo y aún menos un taxi. Solo Anna, con la fuerza que aparentaba, que era muy inferior a la que gastaba, hubiera dejado malparado a cualquier asaltante; y nos habíamos vestido con los shalvar kameez del norte de Cachemira, oscuros y bastos como ninguno de los que corrían por allí. Si alguien parecía de mal fiar éramos nosotros, y el tipo, al darse cuenta se rió.
Al día siguiente la telefonista nos despertó para decirnos que ya podíamos ir a buscar los billetes por las oficinas de la PIA. Debíamos ir nosotros personalmente y nos habían conseguido un descuento. Esta vez no preguntamos la razón. Por la cantidad imaginamos que habían conseguido el precio de agencia, que era bastante reducido, y respondimos con una buena propina. Se lo merecían, y no solo por el descuento y el favor, que lo uno era innecesario y lo hicieron porque les vino en gana, y lo otro era un servicio al que estaban acostumbrados.
Embarcábamos al día siguiente, muy pronto, antes de salir el sol. Teníamos todo el día por delante, podíamos visitar la gran mezquita, que ya habíamos visto al pasar cerca de ella, las viejas y anchas calles con sus casas, palacios y museos de la época colonial, el gran bazar; pero nos quedamos en el hotel, acariciándonos y amándonos hasta la saciedad, recreándonos con nuestros cuerpos. Yo, por vez primera, había descubierto una mujer que me hacía sentir hombre por encima de todo, que lo demostraba con palabras y hechos, las unas inteligentes y abrasadoras, los otros con una sabiduría que perturbaba mis sentidos. Por vez primera, yo, tan templado y seguro, sentí perder el sentido.
La
vuelta fue rápida. Al mediodía habíamos llegado a Londres y en
pocas horas volvíamos a estar en Dover. Esta vez no nos complicamos
y fuimos directamente a la pequeña pensión donde tan bien nos
habían tratado. Al principio no nos reconocieron, sobre todo a mí.
Pensaban que éramos orientales de un país musulmán. Solo entonces
nos dimos cuenta que aún llevábamos los shalvar kameez de
Cachemira, de eso que la gente nos mirara de aquella manera. En
Londres estaban acostumbrados, existían muchos emigrantes
paquistaníes, pero pocos de Cachemira y menos aún con aquel atuendo
tan pobre y basto. Y nos reímos con ganas y pensamos en viajar vestidos así hasta Barcelona. Nos reiríamos de los revisores
franceses, de la guardia civil aduanera, que nos revisaría las
mochilas buscando cualquier cosa y hasta nos introduciría el dedo
por allí donde más asco les da. Y nos reiríamos de la gente, de
los barceloneses de bien, que por entonces les era difícil ver
alguien vestido de tal manera y con nuestra pinta, que se apartarían
a nuestro paso, temiendo que sacara una cimitarra para degollarlos. Y
pensamos en ponernos el turbante al modo de algunos cachemires
mientras cargábamos nuestras modernas y europeas mochilas. Lástima
que abandonáramos el machete antes de llegar a Muzaffarabad, en casa
de nuestros jóvenes amigos. Solo por ver la cara de los gendarmes o
de la guardia civil al detenernos y confiscarlo, hubiera valido la
pena viajar con él.
Es un
recuerdo, les diría, de un cadáver a cinco mil metros de altura,
allí donde campa el oso himalayo y el leopardo de las nieves, la
guerrilla cachemira y los soldados hindúes y paquistaníes. Y nos
hubiéramos reído al ver sus caras de incredulidad, pero de recelo
por nuestra vestimenta y fisonomía.
Un
hombre necesita muy poco para adaptarse, ser absorbido por un país,
por su gente y por sus costumbres. Cambia sus maneras, la mirada es
distinta, incluso transforma su habla, aunque sea en su propio
idioma. Quizá por eso los gendarmes y los revisores franceses no se
molestaron ni nos molestaron. Para qué complicarse la vida con
aquellos extraños extranjeros, de apariencia peligrosa y cara de
pocos amigos; pero educados y de habla francesa. Debieron pensar que
era mejor no molestarnos y mantenernos vigilados a distancia, no
fuera que algo se les escapara.
En
Barcelona fue distinto y ningún taxi nos quiso llevar. Tampoco nos
molestó, pensamos que si tan estúpidos eran, perderían la carrera,
y cogimos un autobús hasta la plaza de España. Entonces aún no
llegaba el tren de cercanías hasta el aeropuerto.
En la
plaza de España podíamos coger el Metro hasta la Barceloneta. No
nos planteábamos otro destino, sabíamos que durante unos días
viviríamos juntos hasta hartarnos de tanto amarnos. No lo hablamos,
no hizo falta. Después volvería a mi casa y mantendríamos nuestra
independencia. Nuestra vida cambiaría poco, solo en el amor, que en
aquel momento era lo que más valorábamos; porque en cuanto a la
libertad, ya sabíamos que ninguno de los dos atentaría a la del
otro.
Anna y
yo, a partir de nuestra llegada a Lahore, nos habíamos convertido en
uno y creí que ya nada podía separarnos, por mucho que supiera que
nunca sería mía, porque no lo era de nadie. Su libertad seguía
siendo innegociable y yo estaba dispuesto a morir y matar por ella.
Al día siguiente nos acercamos a mi casa. Nos esperaban, querían saber de nosotros, de nuestra aventura. Creían que estaríamos más tiempo, meses. No sé cuánto tiempo tardamos en contarles nuestra historia. Aquel día volvía a estar la famosa abogada feminista, también la laboralista, con el tiempo dirigente de un partido político de la derecha independentista. Pero entonces era la historia de Anna y la del joven Popol lo que interesaba, que rompía todos los esquemas; de la atractiva, joven e independiente pareja, que antes escuchaba en silencio y en un rincón, que había vuelto madura y segura de si misma, mucho más fuerte en todos los sentidos.
A menudo me vestía con el shalvar kameez, me sentía incómodo con otra cosa. Los jeans ceñidos y con cremallera, las camisas con cuello, aunque abierto; con botones, puños. Iba a trabajar de europeo, pero cuando debía ir a comprar algo por el barrio o llevar uno de los niños al parque, me vestía al modo de Cachemira.
Volví
a ganarme la vida, no fue tan difícil y poco a poco la historia
vivida fue quedando en el olvido. Las necesidades de la comuna, los
problemas cotidianos, que poco tiempo antes me parecían miserables y
hasta estúpidos, volvían a tener vigencia e importancia. Jep había
conseguido nuevos productos, con más diseño y más vanguardistas. Y
tuve que buscar nuevos materiales, nuevas técnicas y abrir nuevos
mercados; y renovar permisos municipales para instalar paradas en más
pueblos y barrios, en las fiestas patronales o de verano. Y debí
buscar nuevas amistades entre los policías municipales, conseguir
que no registraran innecesariamente nuestras paradas, a la búsqueda
de una droga inexistente. Y es que el vecino de más edad, con pinta
de sumiso, pelo corto y camisa bien planchada, podía permitirse la
falta de un permiso, tenerlo caducado y hasta fumar un porro en
público. Nosotros no. Era la imagen la que marcaba la diferencia.
De vez
en cuando, de coincidir conmigo, algunos me miraban con desconfianza.
Algo no cuadraba, se decían. ¿Qué hace un tipo como este, vestido
normal y con pelo corto, con esos mamarrachos? Se preguntaban. Y yo
me reía al ver que no sabían si pedirme la documentación o esperar
mejor momento. Y en casos como este, los buscaba y los enfrentaba con
la realidad.
- Buenos días agente, somos nuevos en la feria, ¿quiere ver nuestros permisos?-
Y se retiraban mustios, algo turbados y un punto desangelados. Su instinto depredador había sido reprimido, momentáneamente se decían para consolarse; pero ya no podrían. Al poco me encontraban hablando animadamente con los vecinos de parada: el de la ropa, el de los juguetes y, a veces, desayunando en el Casino del pueblo con el concejal.
Anna,
poco a poco, casi imperceptiblemente, fue diluyéndose. No tenía
teléfono y el que podía utilizar del trabajo, no me lo había dado.
De tanto en tanto me llamaba, preguntaba cómo me iba o se presentaba
en casa, como si viniera de visita. En esos casos, si la situación
lo permitía, que casi siempre era así, se quedaba a dormir. Otras
veces era yo quien pasaba algunos días en su casa, los justos para
mantener nuestra particular llama encendida.
Aquella
mujer no era de nadie, nunca lo sería y el tiempo lo demostraría.
Más intimidad, convivencia y hermandad que conmigo era imposible;
más amor que el sentido el uno por el otro era difícil. Y lo más
que podía aspirar cualquier otro hombre o mujer era igualarlo. Y, no
obstante, no éramos pareja y nunca supe si en algún momento lo
habíamos sido.
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