jueves, 18 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 32ª parte

_____________________________________ 

 

Nos despertó el ruido. Había amanecido y salimos para ver de qué se trataba. Y nos encontramos con un grupo de hombres a caballo rodeando en silencio nuestra tienda. Habían salido en nuestra busca, alarmados porque no habíamos llegado el día anterior. El pueblo se encontraba a unos nueve o diez kilómetros de la cumbre y con una fuerte y constante pendiente.
No supimos qué cara poner, ellos tampoco. Al cabo de un rato todos reíamos. Lo que más nos impresionó era lo armados que iban. Parecía que se hubiera declarado la guerra. Éramos sus protegidos, los del comandante y del jefe de la comarca, de eso no cabía duda, o aquella gente era así y se comportaba de la misma manera con todos los forasteros.
Ya no pudimos desayunar. Levantamos el campamento, solo cinco minutos nos bastaron, y bajamos al pueblo con los caballos tras nuestro, cosa que nos impresionó porque nadie los llevaba cogidos de las riendas. Antes de empezar la corta marcha, uno de los que encontramos el día anterior y que parecía ser el que mandaba, por si quedaba alguna duda dejó clara una cosa:

- “you are our guests”-

Era un pueblo grande para el lugar donde se ubicaba, quizá tuviera cincuenta o sesenta casas, aparte de los muchos caseríos desperdigados por el valle. Nos sorprendió la gran expectación que provocamos. Los hombres y muchas mujeres ya estaban en el campo o con el ganado. Los que quedaban, algunas mujeres, el herrero, el carpintero, la gente de la tienda, que en contra de las que había en los pueblos de nuestro país, apenas tenía artículos a la venta, iban saliendo a la estrecha calle adoquinada de piedra para saludarnos y hablarnos en un idioma que no conocíamos.
En aquel pueblo, a poco más de veinte kilómetros del caserío del jefe tribal, pero con una gran cumbre por medio, un río, un valle y un empinado e infernal camino, la gente era de otra etnia. Todos parecían indoeuropeos, hasta el punto que podíamos pasar completamente desapercibidos; lo más curioso, lo que más nos llamó la atención era la altura de muchos de ellos, que rompía por completo la teoría de, a cuanto más alto se vive, más bajo se es y más caja torácica se tiene. Aquella gente era musculosa, alta y delgada, algunos rubios de ojos azules, morenos, pelirrojos. Allí estaban representadas, en más o menos quinientas personas, entre niños y adultos, todas las variantes que pueden encontrarse desde el norte de África hasta media Escandinavia. Era el pueblo más concentrado que todos los que habíamos visto, las casas de pizarra y con las fachadas rebozadas con la misma tierra gris de su alrededor, quedaba completamente integrado en el paisaje, como si buscara el perfecto camuflaje. En el centro, una pequeña plaza con la mezquita a un lado y una fuente frente a ella. En la parte más baja, ya cerca del riachuelo y prácticamente fuera del pueblo, la escuela, que se componía de un grupo de pequeñas casas.

En el Pakistán que conocimos, los pueblos podían ser pequeños o grandes, pero todos tenían su mezquita y su escuela, y Cachemira no era una excepción. Y no porque la gente fuera especialmente religiosa, que lo era a su manera, sino porque siempre había sido así; del mismo modo que en nuestro país, cada pueblo tiene su iglesia y cada cortijo, masía, caserío, su propia capilla.
La ventaja del musulmán sobre el cristiano, es que cualquier lugar es bueno para la oración y el recogimiento. Sus caseríos no tenían por qué disponer de mezquita. Una palangana con agua y una alfombra en un rincón eran suficientes, aunque solían utilizar una habitación ya preparada para los rezos.
En aquel pueblo, tanto la mezquita como la escuela tenían la misma fisonomía que una casa cualquiera, solo que la primera disponía de un pequeño torreón cubierto, para la llamada a los fieles, aunque dada la orografía del lugar, por lo pequeño que era y su situación en la montaña, dudamos que sirviera de mucho.

Nos llevaron a una casa casi a la fuerza. Que, aun sin poder decir que habíamos sido raptados, era sin duda lo más parecido a ello. Habíamos parado frente un portal, mientras charlaban entre ellos y dirigiéndose a nosotros con mucha amabilidad, de manera que no nos quedó más opción que entrar, para luego discutir, en caso que nos dieran opción, qué podíamos hacer y cómo solucionar nuestra estancia.
Casi todas las casas eran parecidas, muy sencillas, estrechas y de dos o tres plantas; algunas hacían de establo, y las gallinas y los faisanes entraban y salían de sus plantas bajas con libertad absoluta, hicieran o no de corral. Era tal su trasiego que nos pareció que no tenían propietario o que eran de la comunidad. Las calles estaban llenas de excrementos, por lo que habíamos de ir con cuidado para no resbalar y caer, aunque pronto y por imitación encontramos el truco.

Los primeros sustos y resbalones se los llevó Anna, ya que, para dejar claro a nuestro antiguo acompañante de qué pasta estaba hecha, quiso llevar la mochila durante todo el trayecto y la desequilibraba. Al principio la iba a cargar yo sin pensar en nada extraño, pero se me adelantó diciendo que le tocaba a ella. Enseguida la entendí e interiormente me reí. Aquel tipo de irónica mirada, que tanta chulería había demostrado el día anterior, con el fusil colgando de la grupa, le atraía y todo parecía indicar que ella a él también. Anna había sentido esa atracción mutua y estaba marcando su propia frontera.

Nos hicieron entrar y al ir a descalzarnos no nos dejaron. Lo agradecimos, puesto que el suelo de la planta baja estaba muy sucio y con excrementos de gallina. Lo hicimos en la primera planta, que estaba compuesta por una gran sala con alfombras extendidas, sillas y una mesa preparada para el momento, con de un grupo de fuentes llenas de comida.
Comimos hasta hartarnos, lo contrario hubiera sido un desprecio. La comida era tan exquisita que no hacía falta fingir que nos gustaba, ya que por sí solo se notaba. Nos habían preparado una habitación, pero ya habíamos aprendido a decir no, y lo hicimos con la suficiente rotundidad. Las casas eran pequeñas y la gente vivía muy apretada. Nosotros ya teníamos asumido que en más de una ocasión nos tocaría dormir en graneros o pajares y no nos molestaba, íbamos equipados para eso. De ninguna manera aceptaríamos que alguien tuviera que abandonar su dormitorio para dejar sitio a unos extranjeros. El tipo volvió a sonreír, pareció entender y no se molestó.
Y sí, le gustaba mi compañera, se sentía atraído por ella; pero por su modo de expresarse y mirarla, descubrí que de manera sana y sin intención. Y pensé que en otro momento y lugar habrían disfrutado de una buena aventura, pero allí se me consideraba su esposo y una mujer casada es sagrada en el mundo musulmán. Me hizo gracia y no me hubiera molestado. Me divertía ser testigo de los requiebros de la una y las miradas del otro, y de los esfuerzos de mi amiga porque los suyos pasaran desapercibidos, y de su tonto enfurruñamiento cuando el tipo se reía o intentaba una galantería, que sin intención y por lógica, siempre terminaba con un toque de extraño y reprimido machismo. Finalmente y con delicadeza hice ver a Anna que podía generar un conflicto. Habíamos de respetar su cultura, que en este caso dependía directamente de su religión.

Pasamos el día paseando por el pueblo y los campos cercanos, viendo sus sembrados y sus caseríos, que se hallaban desperdigados a lo largo de cinco kilómetros como mínimo. Los huertos, como casi todos los que habíamos visto en la zona, escalaban la montaña y estaban salpicados por infinidad de árboles frutales. En la tienda compramos fruta fresca y seca, y una gorra para cada uno como las que se llevaban en el pueblo, distintas a las que nos habían regalado en el caserío del jefe tribal. No habíamos visto fruta en la casa y pensamos que podríamos ofrecerla como presente. Era inútil pretender pagar por la comida y el alojamiento, eso ni siquiera nos lo podíamos plantear, y lo único que nos quedaba era los tres shalvar kamez que habíamos comprado en Lahore.
Buscar algo para regalar en aquellos pueblos era inútil, y hacerlo con uno de aquellos vestidos tan espectaculares y trasparentes, podía considerarse una ofensa casi peor que ofrecer dinero. Allí nadie osaba vestirse así.

 

.

No hay comentarios:

Publicar un comentario