viernes, 5 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 29ª parte

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Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días, tanto que no puedo asegurar la exactitud de lo que escribo. Es el precio a pagar por querer explicar los recuerdos de treinta y cinco años atrás, los pasados cuando escribí esta historia. Las conversaciones existieron, eso por supuesto, seguramente no con las mismas palabras, pero reflejan la realidad del momento, de una historia tan intensa que los años no pueden borrar, ni siquiera las pequeñas anécdotas, esas que dan la justa luminosidad a los relatos. Y también los personajes, que involuntariamente pueden haber sido desdibujados o incluso idealizados, aunque muchos de ellos, sus fisonomías y sus maneras de expresarse, han quedado grabados en mi memoria con mucha más claridad que algunos más recientes. Son historias que jamás desaparecerán de nuestra memoria, de la de Anna y de la mía, y si la vejez lo consiguiera, ahí están, aunque solo sea para nosotros.

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La niebla era muy intensa pero traslúcida. Aún había oscuridad, el sol todavía no había salido. A medida que avanzábamos veíamos el cielo clarear, tanto porque subíamos y la niebla quedaba como una alfombra cubriendo el río, como porque la luz del todavía escondido sol avanzaba hacia el valle. El paisaje impresionaba y daba vértigo. A veces parecía que avanzáramos sobre la misma niebla, como si las ruedas se abrieran paso por ella y la rompieran. Miré para atrás, y a través del ventanuco de plástico transparente vi al camión avanzar con la niebla bajo su chasis. Otras veces subíamos más y la veíamos bajo nuestro, escondiendo el precipicio; pero sobre la carretera continuaba, insistente, la misma alfombra blanca. Parecía que la escalara con nosotros o fuera parte de ella. No entendía qué utilizaba nuestro conductor como guía. Allí no había camino ni pista, no había vallas ni pintura reflectante, solo niebla y la roca de la montaña a nuestra derecha. Le veía girar el volante sin entender por qué. Qué habría visto aquel tipo para estar tan seguro, me preguntaba; porque no dudaba, lo hacía como si sus ojos fueran radares.

Después, al clarear un poco más, el paisaje se convirtió en lo más parecido a un espejismo de belleza inaudita; los árboles, las rocas, el cielo, la niebla, la accidentada pista, todo era azul, cada cosa con distinta tonalidad. Incluso de haber cruzado el camino un ser humano, este habría sido azul. Podíamos apreciar lo que era una u otra cosa con exactitud milimétrica, pero con el mismo color. El conductor había de guiarse por este cambio de tono, solo que yo no lo podía percibir por ir tras suyo.
Pasamos por algunos grupos de caseríos muy desperdigados, esta vez sin huertos. De algunos, por coincidir en la hora, salía gran cantidad de ganado: búfalos o vacas.
El río, tanto se ensanchaba como se estrechaba, y siempre con el mismo caudal. El oficial, que el día antes había sido tan comunicativo, se mantenía en silencio, por lo que del Jeep solo salía el estruendo del motor. De vez en cuando hablaba con el conductor, supuse que en urdu, aunque allí cualquier idioma era bueno.

- Donde vamos suele nevar en verano - me dijo volviendo la cabeza.

¡Junio y nevando! en Alp había experimentado lo mismo el año anterior. No recuerdo haber sentido tanto frío. Esta vez íbamos algo más preparados.
El Jeep no paraba de subir, lentamente, quizá a veinte o treinta kilómetros por hora, que era toda una proeza. De vez en cuando miraba para atrás, para asegurarme que el camión nos seguía.

- Supongo que no tienes ningún interés en llevar un arma -me preguntó de golpe.
- No sabríamos como utilizarla - respondí.

Por entonces ya empezaba a tomarme el asunto con cierta ironía, aparte que aprovechaba cualquier situación para aclarar que Anna era tan válida como yo para defendernos. Según dicen, el sentido del humor debe ser lo último que debe perderse. Se volvió y con una sonrisa se disculpó. Para ciertas cosas le era difícil tratar a mi compañera como igual, pero no porque no lo sintiera sino por costumbre.

- Aquí se aprende rápido -respondió.
- La gente de estos pueblos es buena, la mejor y amiga mía, -siguió después de unos segundos de silencio, supuse que para tranquilizarme, porque el detalle no parecía venir a cuento.

Hacía rato, tal vez una hora y media, que habíamos cogido un desvío para seguir el curso de otro río. El valle seguía siendo ancho y del camino no podíamos quejarnos. Los pequeños pueblos parecían abandonados. Antes de desviarnos pasamos por un puente, que parecía que iba a caer de un momento a otro. El Jeep parecía que bailase, sin embargo no aprecié preocupación en ninguno de mis acompañantes; miré para atrás y vi al camión parado unos metros antes de cruzarlo. Parecía que nos esperara. A unos cien metros, quizá menos, el camino se ensanchó para dar con un antiguo y gran caserío. El oficial, con el automóvil aún en marcha, saltó por encima de la portezuela y entró por una vieja puerta, labrada con sencillez y tintada con distintos tonos de azul, que daba entrada al caserío. En el Jeep nadie abrió la boca. El conductor, probablemente para romper el hielo, me habló en inglés. Entendí que intentaba tranquilizarme, dijo que su jefe volvería en un momento. No fue así, quizá estuviéramos media hora parados en aquel rincón del mundo. Nadie bajó del Jeep, aunque sabía que todos hubiéramos dado lo que fuera por estirar las piernas, y decidí no ser yo el primero. Al mirar para atrás, a lo lejos vi a Anna andar detrás del camión en compañía de un soldado, parecía animada y su acompañante le señalaba una de las cumbres, el resto de los soldados estaban cerca y miraban al mismo lugar. Agucé la vista y no aprecié nada especial, solo cumbres nevadas y montañas yermas y rocosas, casi sin hierba.

La vieja puerta de madera se abrió y de ella salieron el oficial y un anciano en animada conversación. Miré atrás y vi que ya no había nadie fuera del camión. Los soldados, Anna incluida, debieron volar al ver abrirse la puerta. El Jeep ya estaba en marcha cuando, otra vez de un salto, nuestro amigo entró en él. Entendí que lo había convertido en un deporte o una manera de divertirse con la complicidad de su conductor, aunque también podría ser porque el tiempo apremiara.

- Es un viejo amigo que me pone al día de las novedades de su valle.

Y siguió en animada charla, esta vez con sus hombres. Al poco me explicó que una de sus nueras el día anterior había dado a luz a un niño y se lo quiso enseñar. El padre estaba en el monte con el ganado y todavía no se había enterado. Entendí que por educación me traducía parte de la charla que había mantenido con el resto.

- Es el jefe tribal más importante del valle y cuando un conejo cambia de madriguera, es el primero en enterarse.

Y me reí de la ocurrencia. Los conejos de aquellos valles son de pelo largo y de un gris tan pálido que parecen blancos, muy curiosos de ver.

El curso del río seguía siendo igual de abundante, lo que me hizo pensar que bajo el valle había de correr gran cantidad de agua subterránea. No era lógico que se bifurcara y siguiera con el mismo caudal. El valle se había estrechado pero parecía más rico y de vegetación más abundante. Los pueblos eran algo más grandes y al pasar nos perseguían niños, seguramente camino de la escuela. Para esos pueblos el camino era su calle principal y estaba jalonado de pequeñas tiendas a modo de bazar. Y pensé que debíamos parar para comprar regalos y comida, ya que no nos quedaba ninguno excepto los tres ricos shalvar kamez que habíamos guardado, aunque allí nadie vestía de manera tan adornada. Los vestidos eran iguales, pero más largos, de basto algodón y colores oscuros y desteñidos. De vez en cuando parábamos y la gente nos saludaba, algún hombre se acercaba con el desayuno, una lata llena de miel, de mermelada o de compota y panes muy bien elaborados. A mí me gustaba la miel, pero comerla era muy sucio, ya que no teníamos nada con qué limpiarnos la pringosidad que dejaba la melaza. Otros nos daban la mano y nos ofrecían té. Ya en el centro de un pequeño pueblo, el conductor paró en un lugar donde se ensanchaba la carretera. Nadie le había dado ninguna indicación ni orden, parecía que todo hubiera estado previamente ensayado.

- Vamos a desayunar - dijo el oficial dirigiéndose a mi. Y al poco se nos unió el suboficial y un grupo de hombres que parecían esperarnos con multitud de viandas.

Allí, como en el resto de la comarca, el dinero no contaba y comimos hasta saciarnos sin dar nada a cambio, o eso me pareció. El camión había quedado apartado a unos veinte o treinta metros y vi a Anna desayunar sentada en el suelo con los soldados. Era uno más entre ellos, hasta el punto que parecía haberme olvidado. Sus compañeros habían sacado dos de las cajas del camión, que en poco tiempo desaparecieron y fueron cambiadas por otras, presumiblemente vacías. Yo ya no preguntaba, no hacía falta, solo me reía interiormente.
Los soldados actuaban con automatismo, sabían en todo momento lo que habían de hacer sin necesidad de recibir órdenes. La munición era el regalo, el mejor en aquel mundo. Más tarde, Anna me contó que por eso llevaban tanta, y que las cajas de vuelta no estaban vacías sino llenas de vainas usadas.

 

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