domingo, 14 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 31ª parte

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Tras la comida nuestros amigos militares marcharon en dirección a Skardu, pero por la carga que llevaban imaginamos que antes tomarían algún desvío para seguir repartiendo su mercancía. Nos emocionó cuando el oficial, sin apenas dudarlo, nos abrazó para desearnos suerte. Luego Anna se acercó al camión para también despedirse de los soldados.
Dos días más tarde, después de preciosos paseos en camello, de comer exquisiteces, de ver faisanes y conejos, dar de comer al ganado, ver parir a una magnífica camella y, al poco rato, ver su preciosa cría correr alrededor de su madre salimos antes de la primera luz de la mañana. Habíamos aprendido lo que era el día y aprovechar la penumbra anterior del amanecer. Nuestras mochilas iban cargadas hasta el límite, aparte de unos gruesos y largos jerséis de lana confeccionados por las mujeres del caserío, y calcetines y sendos gorros hechos de la misma manera; además de cinco pequeñas banderas tibetanas de distintos colores, parecidas a las que íbamos encontrando por el camino, allí donde el viento podía llevarse las bendiciones que emanaban.

En Skardu habíamos comprado un par de curiosos sacos de dormir. Los que llevábamos eran buenos para las frescas noches del verano pirenaico, pero no para aquel país, que sin viento y con sol, de día hacía mucho calor, pero las noches eran frías y con mal tiempo podía ser que nevara y llegar por debajo de los cero grados. Estaban confeccionados con piel de oveja girada, suavizada y untada por fuera con grasa de caballo o de camello; y pese a que podían enrollarse con facilidad, el bulto que hacían era considerable.

Andamos durante dos horas hasta llegar al cruce. Desde el camino veíamos casas y campos, cedros y otros árboles desperdigados, cultivos pobres y tierras desoladas parecidas a un desierto. Nos cruzamos con unos jinetes que pararon, nos dijeron unas palabras, nos sonrieron y siguieron su camino.

El puente que tanto buscaba Anna, se componía de simples troncos en fila puestos de dos en dos y colgados de una maraña de cuerdas. Por él solo se podía pasar de uno en uno y con mucho cuidado, ya que si te movías mucho daba bandazos y perdías la verticalidad. Lo sorprendente es que lo utilizaban jinetes y pastores para pasar el ganado, nunca supimos cómo. Lo cierto es que ya nos habíamos acostumbrado y lo pasamos sin que su bamboleo nos desestabilizara.
Aquel río era menos caudaloso que el anterior y parecía su afluente. Entonces entendimos por qué la gente del lugar no lo consideraba el Indo aunque para los mapas de la región lo fuera. Paramos en un recodo donde caía agua de la montaña, goteando por el musgo y las pocas plantas que sobrevivían a aquella altura.

Nuestras cantimploras eran de vejiga, regalo de los soldados del campamento, parecidas a las que usan para el vino los labradores de nuestro país, -todo se parece, la necesidad y la naturaleza crean las herramientas y los utensilios- y nos interesaba parar en lugares como aquel para renovar su contenido.
Abrimos nuestras mochilas y, riéndonos, no fuera que alguien casi imposible de encontrar nos recriminara falta de higiene, extendimos nuestras pequeñas alfombras. Al poco aparecieron dos hombres a caballo, llevaban fusiles en bandolera y por su pinta creímos que de pastores tenían poco. Les invitamos con un gesto y la palabra en urdu que aprendimos para la ocasión: “poxe”, pronunciada adecuadamente. No sabíamos si la entenderían, de todos modos era lo que debíamos decir, aparte del típico: “you are our guests”. Los tipos nos observaron petrificados desde sus caballos sin disimular su perplejidad. Los miré fijamente ya sin la típica sonrisa y me volví hacia Anna ignorándolos. Estaba más ofendido que asustado. De pronto los tipos parecieron darse cuenta de su descortesía y descabalgaron, uno de ellos intentó disculparse en inglés, y se sentaron a nuestro lado, abrieron sus zamarras y compartimos el desayuno. Con gestos y una mezcla de inglés y el idioma de la tierra nos preguntaron de dónde veníamos, quiénes éramos y cómo habíamos llegado hasta allí; cuando se lo explicamos no cambiaron su trato, pero percibimos más cuidado. Miraron las mochilas y a Anna, y nos ofrecieron llevarnos en la grupa de sus caballos. No era lo que teníamos pensado, nuestra intención era andar y recrearnos con aquel paisaje, parar cuando nos cansáramos, acampar y pasar la noche donde nos apeteciera.

Llevábamos una lona y cuatro palos para resguardarnos del frío y las alimañas. Sabíamos que el oso y el leopardo, si huelen comida no siempre respetan el espacio cerrado; por lo que decidimos que, en caso de dormir en la montaña, la esconderíamos fuera de nuestra tienda.
Vi a Anna irritada, estaba harta de tanto proteccionismo, de tanta conmiseración. Una vez más nos dimos cuenta que no podíamos negarnos, aquellos tipos nos hablaron del comandante, -hasta entonces no sabíamos su graduación- eran sus amigos; también de Muhad Behnam, el jefe tribal y abuelo de las dos chicas, y se sentían obligados a protegernos. Al final nos vieron tan apenados que no quisieron molestarnos más, no obstante se empeñaron en llevar la mochila de Anna hasta el pueblo. La oferta era tentadora, pero Anna, que se había dado cuenta de qué iba el asunto, cogió la mía, que era la más pesada, y con una mano la levantó sin esfuerzo y como pudo dijo:

- No hace falta, no pesa nada.

Los tipos me miraron sorprendidos buscando una explicación, como respuesta yo me encogí de hombros. Me había costado mucho convencerla de repartir el peso a tenor del tamaño y la fuerza de cada uno. La lógica se impuso y vaciamos las dos mochilas para llenar una con lo imprescindible. No les preguntamos dónde la encontraríamos, no hacía falta. Días atrás lo habríamos hecho quedando en ridículo.
Todavía recuerdo sus siluetas alejándose, el contoneo de sus pequeños pero magníficos caballos con los fusiles colgando de sus grupas y, ya a lo lejos, sus caras al girarse para despedirse y asegurarse que lo que habían visto y vivido no era un espejismo.

Andamos durante todo el día, poco a poco, regocijándonos con el paisaje, los pájaros. Podríamos haber llegado al pueblo en cinco o seis horas, pero alargamos el trayecto hasta el ocaso. El camino era increíble, un sendero por el que apenas podíamos pasar uno al lado del otro. No haría más de dos metros en sus tramos más anchos, en algunos algo más, lo justo para que un par de jinetes pudieran cruzarse sin apuro. A la izquierda, el abismo, gris o tostado según el color de la piedra, y con pequeñas manchas de un verde intenso. El contraste del azul del cielo con las cumbres era tan fuerte y nítido que parecía un dibujo con líneas tan limpias como definidas. A lo alto, volando por encima nuestro, un águila a la búsqueda de una cabra, un conejo o algún otro pájaro.

Acampamos en la cumbre. A nuestro alrededor había mucha nieve y pequeños recodos limpios de ella, con algunos hierbajos y pequeños matojos. Con piedras y la misma nieve construimos un pequeño cercado, lo más alto posible para resguardarnos del viento, desplegamos los palos y lo cubrimos con la lona, de manera que quedáramos totalmente recogidos. Hacía rato que el sol había empezado a caer, era la primera vez que comíamos pasado el mediodía y supimos que ya no encontraríamos agua hasta llegar al otro lado de la montaña. La sequedad era impresionante, pero estaba la nieve, tan limpia y pura como blanca. Sed no pasaríamos si la fundíamos con fuego. Nos sentamos en unas piedras y con el paisaje de fondo, más cansados de la cuenta por la escasez de oxígeno, nos pusimos a charlar como nunca habíamos hecho. Por vez primera de nosotros y de nuestro futuro, del extraño amor y atracción que sentíamos el uno por el otro, del sexo y la libertad. Habíamos descubierto y recorrido el camino que conduce la amistad y la fidelidad hacia el amor y el deseo.

Una noche espléndida. Allí, sin siquiera la poca luz que podía salir de las casas, de los quinqués, de los fuegos y las lámparas de aceite de los caseríos, el cielo se veía como nunca y la luna, al salir de una cumbre vecina, iluminaba como jamás habíamos visto.
No sabíamos a qué altura nos encontrábamos, a bastante más de tres mil metros seguro. Nos echamos sobre nuestros sacos y estuvimos charlando con las estrellas como paisaje, hasta que el frío y el viento nos obligaron a refugiarnos bajo la lona. A no ser por el frío, por los sacos individuales y por la extraña emoción que sentíamos, probablemente aquella noche habríamos hecho el amor con sexo. Porque sin él ya lo hicimos, recogidos y abrazados mirando el cielo.

 

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