martes, 9 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 30ª parte

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Quizá lleváramos recorridos cien kilómetros. El río seguía igual de ancho y caudaloso, tanto o más que en el cruce de Gilgit, ya a doscientos kilómetros de distancia. Yo estaba acostumbrado a los ríos de mi país, como el Ter, domesticados y cortos. Cien kilómetros son muchos para ellos y sus aguas se aprovechan por el camino, su caudal se regula con cuidado y a través de pantanos. En Cachemira era distinto, no se apreciaba el uso de su agua, nadie la necesitaba y el número de habitantes era muy escaso. Los pueblos se asentaban en pequeños y verdes valles cubiertos de bosques de cedros y de praderías, coincidentes con los afluentes que alimentaban abundantemente al gran río.

Pasamos por senderos y cruces de caminos, que según nuestro amigo llevaban a caseríos aislados, algunos abandonados y otros habitados por grupos familiares. Y recordé las grandes masías catalanas o los cortijos andaluces, las “cases pairals” de nuestro país, su pasado, el patriarcado, sus mujeres sometidas y cómo se pactaban los matrimonios. En ellas también vivían abuelos, padres, hijos, nietos, sobrinos, tíos y los trabajadores; algunos, como los capataces, con sus mujeres e hijos. Y recordé lo que mi padre me había contado sobre las guerras carlistas, de cómo la masía más importante tomaba partido y con otras completaba un pequeño ejército que vencía al del rey, más equipado, pero sin la suficiente logística y espíritu combativo, de soldados reclutados a la fuerza o de mercenarios.
El oficial se abstuvo de contarnos esta historia, quizá porque la creyera extraña para nosotros, incomprensible para nuestra cultura. No sabía que ya la conocíamos y que nuestra tierra la había vivido poco más de cien años atrás. Mi padre tenía cincuenta años, si mi abuelo viviera tendría ochenta, mi bisabuelo ciento diez y mi tatarabuelo la edad de combatir. Poca cosa para tantos miles de kilómetros y a tres mil metros de altura, en los valles del Karakorum, entre el Hindu Kush y el Himalaya. Lo entendíamos todo e imaginábamos la historia que se cocinaba en aquella parte del mundo.
Los hindúes solo conseguirían dominar la situación si exterminaban la población, caserío por caserío, pueblo por pueblo, y eso solo en caso que Pakistán diera su visto bueno. Y era evidente que jamás podría darlo.

Había tramos que los vehículos parecían escalar la montaña, después venía otro más llano y alguno de suave bajada. El río, que desde Skardu se había tornado más caudaloso, ahora era mucho más fuerte, en justa concordancia con la pendiente, hasta el punto de oír el choque del agua contra las rocas a pesar del motor. Llegamos a un ancho y verde valle de pradería. Ya no se veían árboles, pero sí grandes prados salpicados de floridos y altos rododendros.
Si en Skardu la etnia predominante parecía tibetana, en los pueblos por donde pasábamos era muy difícil encontrar otra. Solo muy de vez en cuando veíamos algún indoeuropeo, generalmente dedicado al comercio con su camión haciendo de tenderete; o nos cruzábamos con un transportista con el camión, siempre pequeño, adornado hasta la saciedad y rodeado de campanas o curiosas esferas parecidas a cascabeles, visible tan de lejos que podíamos prever el momento del encuentro.

Volvimos a comer después del segundo rezo y con la verticalidad del sol, pero no por verlo sino por su luz. Estaba completamente nublado y en los pliegues del terreno se concentraba abundante nieve. Estaba claro que no llevábamos cadenas ni nada parecido, sin embargo, habíamos seguido subiendo y a nadie parecía importarle. A mi modo de ver estaba a punto de nevar y no en poca cantidad. Nosotros estábamos preparados para soportar aquel clima, pero no por mucho tiempo. Nuestro primer objetivo había sido Katmandú y algo de abrigo llevábamos, con la presunción de, una vez allí, comprar lo adecuado para la zona.
Llegamos a lo que nos pareció una aldea, pero en realidad era un gran caserío compuesto por muchas casas y ricos cultivos, que iban encaramándose por la montaña. En muchos lugares se podían ver los típicos banderines flameando con el viento, atados entre pequeños montículos de rocas, algunos con oraciones escritas.

En la comarca o incluso los pequeños pueblos, convivían las dos religiones sin que apreciáramos tensión o malestar entre sus seguidores. Ser tibetano no significaba ser budista, muchos integrantes de esta etnia eran musulmanes. Incluso en Skardu comprobamos que vecinos de un mismo barrio podían seguir una u otra religión sin que nadie se sintiera ofendido.
El oficial saltó del Jeep. Ya lo esperaban. Abrazos, saludos y la presentación de sus amigos europeos al gran patriarca. Parecía de etnia tibetana, aunque luego nos enteramos que era mestizo como muchos de aquella tierra. Llevaba el turbante atado a la manera de Anna, supuse que por comodidad como ella. De barba rala y corta, cuidada como la del oficial, muy distinta a la descuidada que solía darse en la zona, más negra y despoblada. La suya era blanca y espesa, como la de un árabe de edad avanzada.

Allí donde parábamos éramos presentados como amigos, y por deseo expreso de nuestro anfitrión, nos sentábamos con ellos y nos comunicábamos con signos y las pocas palabras sueltas que habíamos ido aprendiendo, pura mímica con la que nos entendíamos perfectamente.
La casa era grande y con un gran salón en la entrada. Tomamos asiento en un gran banco de madera, con el oficial entre nosotros dos por su expreso deseo. Vi a las mujeres de la casa retiradas y pensé que una vez más mi amiga tendría que comer con ellas. Me equivocaba, sorprendido vi como nuestro amigo la cogió del brazo casi como compañera, mientras distendidamente hablaba con el anciano. Ella, entre asombrada y divertida lo aceptó. Pronto descubrimos que en aquella sociedad los gestos importaban mucho, el oficial había mostrado con firmeza que éramos sus protegidos, y Anna una mujer muy especial, quizá al jefe tribal más importante de aquellos valles.

Habíamos llegado a lo que parecía el fin del mundo, la belleza absoluta, limpia y enorme como las montañas que nos rodeaban. El camino, al que consideraban carretera, moría allí y se bifurcaba en varios senderos cubiertos de nieve, que escalaban las montañas más elevadas. El ganado no estaba en las altas praderías, ya estábamos en ellas o las habíamos dejado atrás. Dos de los soldados descargaron dos cajas de munición, junto a uno de los fusiles que llevábamos en el Jeep. Las cajas entendimos que eran parte de un acuerdo parecido al del pueblo donde paramos a desayunar, el segundo un regalo, el último modelo de los americanos junto una bolsa de lona llena de munición. Y vi al patriarca feliz, lo enseñaba a todo el mundo, hasta se empeñó que Anna y yo lo tuviéramos en nuestras manos. Días más tarde descubrimos que los que se utilizaban por allí eran kalashnikovs, que, aunque más sencillos y anticuados, eran mejores, más fiables y duros, y que la munición de las cajas eran para ellos.

El interior de la casa era muy sencillo, pocos muebles de tosca madera y muchas repisas de obra, que hacían de armarios o estanterías para recoger los utensilios y la ropa de cualquier casa. Colgadas de las paredes, ollas de bronce, una extraña balanza, cazuelas de metal parecidas a las que podíamos encontrar en cualquier casa perdida de nuestro país, y algunas típicas pinturas enmarcadas. Al fondo, después de atravesar un largo pasillo con preciosos tapices en sus paredes, y una pequeña sala con un fuego a ras de suelo, entramos en un gran salón cubierto de alfombras y cojines a los lados. Nos acuclillamos, nuestro amigo con Anna a su lado y yo al del suboficial. A la izquierda de mi amiga dos chicas de nuestra edad, probablemente nietas del patriarca, seguidas por él mismo y su mujer.

Era la primera vez que en aquel pequeño país veíamos a las mujeres en completa igualdad y armonía con los hombres, y precisamente allí donde terminaba, en su más recóndito final. Las dos chicas rápidamente entablaron conversación con Anna, hablaban en perfecto inglés, con cuidado para que mi compañera pudiera seguir la conversación. Eran muy cultas y se notaba el orgullo del abuelo al ver a sus nietas hablar con tanta desenvoltura con la chica occidental, tan especial e importante para su aliado militar. Estudiaban en Pindi, la una medicina y la otra ciencias políticas, y aspiraban practicar en Europa o en Norteamérica. Parecía como si el abuelo hubiera decidido darles lo mejor. Vestían con jeans y camisas de cuadros. Era curioso ver en aquel remoto lugar, a unos occidentales vestir a la manera del país, aunque sensiblemente informales, y a dos chicas paquistaníes a la manera más desenvuelta y occidental posible. La paradójica imagen hizo que recordara los pequeños pueblos de nuestro país, donde se apreciaba con radicalidad el cambio generacional. Los abuelos trabajando de sol a sol con la boina encasquetada y las abuelas encerradas en casa, cuidando el corral y los cerdos, siempre con el pañuelo negro cubriendo su cabeza, el vestido hasta los pies y el sempiterno delantal; los padres con el ganado en las praderías de verano, plantando la patata y segando forraje para pasar el invierno; y los nietos estudiando en la capital, ayudando a la familia durante sus vacaciones o divirtiéndose con sus amigos. Lo que vimos en aquel remoto lugar del norte de Cachemira, allí donde el mundo parecía terminar, no era tan extraño para nosotros.

Anna explicó a las chicas que nos gustaría seguir uno de los caminos a primera hora de la mañana, andar por los valles y subir a una cumbre en particular, que desde ella el paisaje había de ser increíble, para llegar hasta un pueblo que había pegado a la ladera de un pequeño y escondido valle, siguiendo un camino al otro lado de un río. El oficial, que hasta entonces nunca había demostrado asombro, ni siquiera cuando Anna se encaramó por las cuerdas del puente para arreglarlo, la observó perplejo. Anna dispuso mucho tiempo para charlar con los soldados en el camión, y supuse que le habrían contado algo sobre el pueblo y sus montañas. El tipo se volvió y me miró, ya no con asombro sino con ironía. Sabía que para mí también había sido una sorpresa, aunque yo hiciera lo posible por disimularla; sobre todo cuando volviéndose hacia mí y mirándome fijamente, mi amiga dijo con una maravillosa sonrisa:

-¿Verdad Popol?

 

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