La encuentro con su ojo enfermo hinchado de tanto llorar, desconsolada y rota.
-He
hablado con Sonia y me ha confesado que se está muriendo.
Me
encojo de hombros, no puedo hacer nada por ella, desde hace cinco años que
sabíamos cómo terminaría su enfermedad.
-Me
ha dicho que prefería pasar estos últimos días tranquila, para dejar las cosas
arregladas entre los suyos.
Asiento
con la cabeza, yo también haría lo mismo, o no, quizá no. ¿Qué tengo por
arreglar con los míos? Pienso que nada. No, yo no tengo cosas pendientes y, de
haberlas, no me conciernen. Sonia tampoco debería tenerlas, siempre ha sido una
mujer transparente y sencilla. Los pocos problemas que alguien haya tenido con
ella no han sido por su acción o inacción sino por los que no saben vivir sin ellos.
-¿No
te afecta? ¿Cómo es posible que seas tan frío, tan duro? -Inquiere irritada.
Me
afecta mucho, me duele más de lo que ella podría imaginar, pero no lo
transmito; no porque no sepa sino porque no me gusta. No quiero que nadie entre
en mi espíritu.
-No
lloraste con tu padre y con tu madre lo hiciste a escondidas y sin que se
notase. Tan extraño eres, que tu hija vino a contármelo como algo
extraordinario.
No
dejar que mis sentimientos fluyan tiene un coste, el que los demás me vigilen y
sigan, analicen el brillo de mis ojos o un inusual gesto.
¿Soy
duro? Quizá lo sea, pero no más que ella. Los que han trabajado en la sanidad
con enfermos terminales son más duros que yo, mucho más si, como ella, traban
amistad y se implican con el enfermo. Ser frío es distinto y haberlo sido
seguramente me salvó la vida, a mí y a los míos, puede que no solo una vez.
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Me
sorprendo al recordar con detalle, imágenes, momentos y conversaciones, después
de tantos años pasados. Sentado sobre una gran piedra al filo de la trocha que
llevaba a Maldonado, en lo alto de los Andes, mirando el paisaje que se
extendía a mis pies, desolado y terrible, con la colombiana a mi lado. Recuerdo
la pared del cerro levantarse tras nuestro, el barranco, el sonido de las
piedras al desprenderse y rodar cuesta abajo; y las suaves facciones de la
chica, su silencio. Sin embargo, por mucho esfuerzo que hago no puedo recordar
su nombre ni el de su compañero.
Recuerdo
los huevos rotos con papas, que mucho después comería en España como huevos
estrellados; y a la mesera simulando tener mucho trabajo; y a su marido, su
bigote y su panza, tranquilo y feliz. Recuerdo la mesilla de noche, la vetusta
cama cubierta por sábanas apedazadas de distintos colores, la ventana enrejada,
la calle de tierra apisonada y el grupo de hombres sentados en sillas de
plástico; y a los niños jugando o rebuscando entre una montaña de basura.
Recuerdo sus caras, sus gestos, las heces colgando de sus nalgas. Y al camarero
del pub, que, pusilánime con los dos clientes que nos importunaron, se disculpó
de sus impertinencias invitándonos a una cerveza. Incluso recuerdo el papel
higiénico del establecimiento, su pobre e irregular color blanco. Y el extraño
crujido que provocó el cuchillo al penetrar en el cuerpo del barquero, supuse
que por haber partido un cartílago; y su quejido mezclado con una quebrada
exclamación de sorpresa, sus ojos muy abiertos mirándome con asombro. Eso nunca
podré olvidarlo, sin embargo, si me preguntas por su cara, sus facciones o las
de su india, es inútil; como si mi cerebro los hubiese eliminado por completo.
Hace
años, mi amigo Devic me comentó que había caras que nunca podría olvidar, las
que pudo observar antes de apretar el gatillo de su arma. Devic era teniente
del ejército bosnio e hizo de enlace durante la guerra de liberación. No peleó
como el resto sino que hizo de espía y, como tal, tuvo que ejecutar a más de un
enemigo. A mi amigo le cuesta retener las imágenes, cosa extraña por su trabajo,
pero no puede olvidar las caras de aquellos asesinos. Yo, sin embargo, puedo
recordar la de cualquiera tras infinidad de años, con solo una sola vez que lo
haya visto, y ubicarla sin ningún problema, sea la de un chino, un africano o
un indio; pero no puedo con la del barquero y su mujer.
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