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Llegamos agotados a una pequeña plataforma previa a la cumbre. Nos
costaba respirar o eso creímos. En lo que llevábamos de viaje era
la primera vez que nos pasaba y nos sorprendió. En principio nos
habíamos aclimatado muy bien, mejor de lo esperado, de modo que solo
podía deberse a que habíamos subido quizá más de la cuenta y por
la tensión no nos habíamos percatado.
¿A qué
altitud podíamos estar?
No lo
sabíamos, pero ni mucho menos era de las montañas más altas, lo
que demostraba que al Oeste seguían siendo muy elevadas. El pueblo
que habíamos dejado atrás, seguramente superaba los tres mil metros
de altitud, y no habíamos parado de subir con el río y ahora ya muy
por encima de él. Descansamos durante una hora para que nuestros
pulmones e incluso nuestra mente se adaptaran, aunque fuera un poco, y
subimos los pocos metros, quizá cien, que faltaban para la cumbre.
Desde
allí el paisaje era de una grandeza sobrecogedora. Nos sentimos
pequeños, ridículos. Tal vez nunca más podríamos ver algo
parecido y lo observamos enmudecidos por la belleza. A nuestro
alrededor se veían tres valles, sus pequeñas casas, minúsculas
desde la altura, los campos, las terrazas y las cumbres tan nevadas
como la nuestra, infinidad de ellas hasta perderse en el horizonte.
Decidimos
acampar, no había otra opción y la subida nos había agotado por
completo, además queríamos ver la puesta de sol y el amanecer.
Cavamos una profunda hendidura en la nieve y montamos la lona como
toldo. Era un nuevo sistema de iglú, medio en este caso e ideado
para la ocasión. Una manera de cubrirnos del viento helado, en caso
que soplara durante la noche, y del frío cuando
la temperatura cayera por debajo de los cero grados. Los plásticos y
la ropa de las mochilas nos sirvieron de impermeable y de aislante, y
los mullidos sacos de borrego para resguardarnos del frío. El truco,
y debíamos rogar para que así fuera, consistía en que no nevara
durante la noche, porque de lo contrario nos costaría salir.
Ya
nunca más, con los años y mis viajes por el altiplano peruano, el
desierto mauritano, la selva amazónica y birmana, navegando entre tempestades
y la grandiosidad de alta mar, en el Pirineo nevado y salvaje, en el
Cap de Creus o en los acantilados de Menorca, vería algo comparable.
Ni de lejos.
El
crepúsculo se abatió sobre nosotros y un millón de estrellas
iluminaron el cielo y la tierra; después apareció la luna, primero
su luz tras el horizonte de montañas, y el paisaje se convirtió en
fantasmagórico, suave, dulce como los cantares de aquella tierra.
Nos
despertamos por el frío, seco, duro, implacable. ¡Qué tierra tan
extraña! Con treinta grados algunos días, y tantos grados bajo cero
en aquel amanecer. No llevábamos termómetro, no sabíamos si era
sensación o realidad. Nos habíamos aclimatado tanto que no
teníamos modo de calcular la altura, y es que de tanto subir y bajar
nos habíamos hecho un lío con la falta de oxígeno. Dependía de la orientación, del clima, de la cantidad de valles que nos rodeaban y de su
verdor. Nuestro amigo Yuz Benzir nos había explicado que la altura era
fundamental, pero en algunos lugares de cinco mil metros se podía
respirar mejor que en otros de cuatro mil quinientos.
Temíamos la bajada, sin embargo, y al contrario que en la subida, encontramos el camino bastante arreglado y cómodo. Y no tenía mucho sentido, porque en la cumbre no había nada. Era verano y allí no había pastos, ni siquiera los típicos matojos de otros lugares. Una vez en el valle encontramos a dos hombres trabajando la tierra. El camino estaba lleno de ganado, gallinas, patos, por lo que debimos andar con cuidado para no pisarlos o tropezar con ellos. Los muy taimados no se apartaban y a veces se metían tanto entre nuestras piernas como las de los búfalos. Nos acercamos, más que nada para saber dónde estábamos o que nos dibujaran un mapa. Los valles y las vaguadas se entrecruzaban siguiendo direcciones aleatorias y no siempre era posible seguir la puesta del sol.
Preguntamos
por el camino hacia Muzaffarabad, que es dónde queríamos llegar. Y
perplejos por la pregunta y el camino por donde habíamos
llegado, nos señalaron los caminos de los valles para volver a Skardu, con la
recomendación de buscar alguien que nos llevara por lo peligroso y
complicado del trayecto. Y cuando les explicamos que queríamos
seguir el camino de las montañas, nos miraron como si fuéramos
extraterrestres y respondieron que no lo había; y tras nuestra
insistencia nos dijeron que aparecía y desaparecía, y que no
conocían a nadie que lo hubiera andado. Y al vernos convencidos nos
dibujaron lo que podía ser parecido a un camino, el que los
pastores recorrían hasta un punto muerto porque más allá no había
sendero. Pero lo cierto es que día a día, preguntando a unos y
otros, nos íbamos acercando a nuestro objetivo, y no sabíamos si
alegrarnos o apenarnos.
Aquellos dos hombres no fueron una excepción. A medida que íbamos
encontrando pobladores, fueran labradores o pastores, todos pretendían
que siguiéramos el curso del río.
En
aquella comarca ya no llegaba la influencia de nuestros amigos, y su
idioma o dialecto era distinto, sin embargo, la figura del comandante
seguía estando presente; y no se nos escapaba que por muy recóndito
que fuera el lugar, siempre había alguien que sabía de nosotros y
que le daba aviso de nuestro paso.
- ¿No
habéis visto a los soldados?-
Eso nos
preguntaron cuando supieron de dónde veníamos y por dónde habíamos
pasado. Y es que en la cumbre donde habíamos acampado había un
pelotón de soldados.
No, no
los habíamos visto y era extraño.
- Es
que están camuflados- nos dijeron.
Los
reemplazaban todas las semanas y vigilaban la ladera del sur, es decir
la Cachemira ocupada. Y eso nos demostró que no sabíamos donde
estábamos. Inconscientemente habíamos bordeado la frontera,
pero lo más sorprendente es que los soldados seguramente nos habrían
visto, vigilado y dado parte de nuestro paso, sin molestarnos ni
descubrirse. Entonces entendimos porqué el camino hasta la cumbre
estaba tan bien arreglado por aquel lado de la montaña.
La
gente era igual de amable y hospitalaria, aunque fuera de tribus o
familias muy distintas, tanto que hasta en sus rasgos parecían
diferentes. Las mujeres vestían con menos uniformidad y muchas no
llevaban la cabeza cubierta. Pero nos seguía siendo difícil pagar
por lo que comprábamos, aunque lo cierto es que no había tiendas y
debíamos hacerlo directamente en los caseríos.
Un día
lo pasamos siguiendo el ancho y caudaloso río, que nunca supimos
cual era, de caserío en caserío, invitados a almorzar, a cenar, a
pasar el día con ellos. La gente dejaba el trabajo por tal de
conocer o cambiar unas palabras imposibles, ya que no había manera
de entendernos, pero sí compartir una canción, una risa o
simplemente una buena comida.
La
primera noche la pasamos en un granero. Una vez más nos negamos a que
alguien cediera su cama. Para nosotros, acostumbrados a dormir a la
intemperie, bajo una simple lona soportada por cuatro palos y en el
interior de sacos hechos con piel de oveja, un granero era lo más
parecido a la suite de un hotel de cinco estrellas.
La
familia estaba desolada, creía haber hecho algo mal; aunque
nosotros, con signos señalamos a los chicos, a las chicas y sus
dormitorios, para dar a entender nuestra postura. Anteriormente
habríamos intentado explicarnos hasta el aburrimiento, pero entonces
ya no lo hacíamos, nos habíamos cansado que simularan no
entendernos y nos negamos en redondo.
Durante
los dos días siguientes atravesamos un precioso y boscoso valle,
poblado de pino azul y otra conífera que no supimos precisar, lleno
de vida animal y absolutamente deshabitado por el hombre. Allí por
fin vimos al oso negro, el animal contra el que tanto nos habían
apercibido. Lo vimos de lejos, igual que él a nosotros, y, como es
natural, nos rehuyó de inmediato. Seguimos andando, nos habría
gustado acercarnos y verlo más de cerca, pero aunque viajara solo y
lo encontráramos pequeño, sabíamos que era tentar a la suerte. Por
encima de todo debíamos hacer caso a la sabiduría popular, y esa lo
dejaba muy claro, había más muertes por ataques del oso que del
leopardo.
Aquella
noche plantamos el toldo como siempre, pero tuvimos el cuidado de
colgar las zamarras con nuestros alimentos en lo alto de uno de
aquellos grandes árboles, de manera que el animal no pudiera
alcanzarlas. Nos acostamos como siempre, pero muy pegados, tanto que
dormimos abrazados, con la lona en forma de tienda y las mochilas
cubriendo las aberturas de sus extremos. Nos
habían explicado que el oso respeta los lugares cerrados.
A media
noche creí oír como olisqueaba una mochila, debió sentir
curiosidad y pasó unos minutos dando vueltas a nuestro alrededor. Mi
sueño es ligero, por entonces dormía con facilidad, pero cualquier
ruido inesperado o que pudiera provocar alarma me despertaba. Me
quedé inmóvil, casi sin respirar. Anna dormía tranquila a mi lado,
ajena a lo que acontecía. Al fin marchó, supuse que decepcionado
por no haber probado bocado. Por la mañana, ante mi asombro, lo
primero que dijo mi compañera fue:
- Esta
noche nos ha visitado el oso, supongo que el mismo que vimos en el
bosque. No te he despertado para no alarmar a ninguno de los dos-
Y me
reí con ganas, me había puesto en el mismo paquete que al oso.
A los tres días de caminata llegamos al pie de la gran meseta, era necesario atravesarla para conseguir llegar a nuestro destino, eso nos habían dicho. Una formación rocosa, inmensa y elevada que debíamos franquear evitando rodearla. No había camino ni nada que se le pareciera para subir a ella. Lo único que se nos ocurrió fue escalarla o seguir su contorno hasta encontrar un acceso para superarla. Lo primero se me hacía difícil incluso a mí, entrenado para ello, por carecer de los útiles imprescindibles. Lo segundo parecía imposible, porque hasta donde llegaba la vista no se apreciaba ninguna irregularidad. Pero a las dos horas de caminata encontramos una grieta de doscientos metros de anchura, un desprendimiento convertido en escalera natural. ¿Cuántos metros tendría? Allí todo era grande, gigantesco. Subir a la meseta significaba escalar trescientos metros y no valían lamentos. Podríamos no haber encontrado la grieta o haber andando muchos kilómetros hacia el sur, con el riesgo de entrar en la Cachemira ocupada.
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