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El paisaje era grandioso. La piedra parecía seca, no obstante, por
sus grietas rezumaba tanta agua, que al reflejarse con el sol parecía
hecha de mil espejos rotos en irregulares pedazos; y si mirábamos un
poco a lo lejos, podían verse decenas de arco iris entre montañas,
rocas y el mismo sendero, algunos sensitivamente tan cercanos que
parecía que los pudiéramos tocar o atravesar con nuestros cuerpos.
En cualquier caso debíamos andar con cuidado para no resbalar.
Poco a
poco fuimos abandonando la gruesa vestimenta, práctica para unas
cosas, pero incómoda para andar con ella con el sol del verano,
hasta quedar desnudos de cintura para arriba.
El calor y el frío dependen de la situación y el momento y se convierten en sensaciones. Para nosotros el calor era una realidad sensitiva, pero no debíamos olvidar que a unos pocos cientos de metros empezaba la nieve, que en algún momento la pisaríamos. De haber llevado un termómetro encima, habríamos descubierto que no debíamos pasar de los diecisiete grados, quince seguramente. No obstante quisimos aprovechar aquellos caminos solitarios y el buen tiempo para broncearnos, poco porque podíamos quemarnos con mucha facilidad y sin darnos cuenta. El sol de la montaña es engañoso, el aire refresca los cuerpos, y la altura y la pobreza de la atmósfera provocan quemaduras e insolaciones. No debíamos olvidar el porqué de la vestimenta del país y que viajábamos por parajes situados entre tres mil quinientos y cuatro mil metros de altitud. Eso creímos entonces, luego descubrimos que en algunos momentos habíamos sobrepasado esa altitud. Nuestras caras y manos estaban tan bronceadas, que, de no ser por nuestro idioma y nuestras costumbres, habríamos pasado por oriundos. Bajo el turbante llevábamos un pañuelo de tul transparente de seda negro, que nuestro amigo Yuz Benzir nos había entregado al despedirnos, tan fino que parecía tela de araña, y que al principio lo llevábamos a modo de cortina para proteger los ojos y la nariz; pero poco a poco lo fuimos alargando hasta enrollar toda la cara. Podría ser curioso y bastante morboso ver a dos jóvenes de ambos sexos, con el torso desnudo, turbante y la cara cubierta de aquel tul negro; pero allí, excepto algunos lagartos, pájaros, cabras salvajes y alguna fiera que nos vigilara de lejos, no había nadie que pudiera escandalizarse.
Llegamos
a una pequeña meseta. A unos doscientos metros de ella y a su izquierda, una pequeña cumbre dominaba el paisaje; y en ella, dos
jinetes montados en sendos y fuertes caballos conformaban una
magnífica estampa, uno de espaldas al otro, sus monturas se movían
inquietas, perfilándose en el horizonte. El primero en vernos nos
saludó levantando el fusil y al momento hizo dos disparos. A lo
lejos sonaron otros dos. No era el eco sino una respuesta o la
continuidad de un mensaje. Mi compañera, medio paralizada por la
sorpresa, se cubrió los pechos con las manos. Ellos jinetes
cabalgaron hasta nosotros y uno de ellos, sin inmutarse por lo
inusual de la estampa, en forzado inglés dijo:
-
Hammed Malek es feliz de saber que estáis bien-
Después
nos entregó una zamarra de lona con pan tierno, queso y dos pedazos
de carne seca en su interior. Sin duda había aprendido el mensaje de
memoria. Se despidieron con los fusiles en alto y sin esperar
respuesta, y, como nuestros viejos amigos, ya desde lejos miraron
para atrás, supuse para confirmar que lo que habían visto no había
sido un sueño. Y los entendí, porque mi compañera, desafiante como
siempre, de inmediato había rectificado su postura y mostraba su
magnífico torso con bravura. El encuentro, si se le podía llamar
así, no había durado ni treinta segundos y había sido tan
inesperado que tardamos un buen rato en recuperarnos de la sorpresa.
No hacía falta pasar por la nevada cumbre para seguir nuestro camino, sin embargo, subimos para ver el paisaje y lo que nos esperaba; y entendimos el porqué los jinetes se habían situado allí. Desde la cima se veía todo el serpenteante camino como zigzagueaba para subir una gran y lejana montaña, incluso podían verse o intuirse los que recorrían las montañas al otro lado del río. Era impresionante. Bajo nuestro se abría un gran valle de piedra, de colores tostados y grisáceos, en él apenas había matojos y esos crecían como podían entre piedras y rocas, pero profusamente floridos, de manera que el cuadro se componía de una peculiar y grandiosa terraza de piedra salpicada con manchas de color violeta, naranja, amarillo y verde. El río bordeaba el camino por donde habíamos pasado y se notaba que pocas horas antes lo había invadido, dejándolo cubierto de grandes piedras. Y entendimos la congoja de los jinetes y de Hammed Malek, el jefe de barba blanca. Habrían pasado de largo mientras dormíamos, sin haber podido ver nuestro refugio, por encontrarse sensiblemente más alto y escondido. El agua habría borrado nuestro rastro, el de cualquiera; y al no encontrarnos ni vernos desde aquella altura, debieron pensar lo peor, lo más lógico. Y al vislumbrar el lugar por donde habíamos de pasar, recordé las palabras de nuestro protector sobre la cautela, y mi respuesta interior sobre el respeto a la montaña. ¿Qué más daba si casi significaban lo mismo? Aun así, estaba seguro que nos había salvado el respeto que siempre le he profesado, que ayuda a prevenir posibles desprendimientos o accidentes, no la cautela de la que él hablaba.
El olor
había cambiado, era tan limpio como las rocas, como el cielo; tan
puro como el aire. El horizonte se componía de montañas,
innumerables. En lo alto de todas, mucha nieve. No había señal de
seres humanos, ni una choza o humo. El paisaje, de tan desolado
parecía grotesco. A lo lejos, tal vez a unas tres horas de camino,
se veía la gigantesca cumbre que nos tocaba atravesar, del mismo
color, sin que pudiera vislumbrarse un ápice de verdor, al menos
desde donde nos encontrábamos.
El río
bajaba con mucho caudal, pero al ser llano ya no revestía peligro.
Bajamos a él con mucha dificultad y desplazando algunas piedras
pudimos construir un pequeño remanso para bañarnos.
Uno de
los problemas que teníamos era de higiene, quizá el más
importante. En aquella tierra no había papel higiénico ni nada que
se le pareciera, además llevarlo hubiera significado más espacio y
peso. Nos limpiábamos con las manos y agua en abundancia, por eso
cuando podíamos disfrutar de un río en soledad, aprovechábamos
para bañarnos, y si no podíamos nos echábamos agua uno al otro con
las risas de rigor y ateridos de frío.
De un
lado de la montaña bajaba un gran torrente, quizá de cuatro metros
de ancho, con caídas de cinco o más metros de cristalina agua. El
camino se encontraba al otro lado, por lo cual tuvimos que pasarlo
con los jirones de cuerda de lo que quedaba de la pasarela y la que
nosotros llevábamos. Y una vez más Anna me demostró de qué pasta
estaba hecha. Dejamos las mochilas en el suelo y se colgó con
piernas y manos de la única cuerda que quedaba entera, para ir
pasando las que yo iba añadiendo con nudos hacia el otro lado del
torrente. Una vez pasadas tres de ellas, las justas para agarrarse de
pies y manos con la original que había quedado entera, con los
restos que quedaban y los palos y ramas arrastrados por el aguacero,
la terminé a modo de pasarela colgante, tal como habíamos aprendido
con el comandante. Cuando la tuve asegurada y antes que pudiera dar
un paso para
volver a cruzarla, la vi entrar cargada con una de las mochilas. Y
sin haber terminado de pasarla, la descargó y volvió para atrás
para recoger la otra. La pasarela de fortuna era insegura, se movía
mucho y los nudos a duras penas aguantaban el peso, de manera que mi
idea era cortar el apaño que había hecho, para que nadie se
arriesgara demasiado y recuperar la cuerda utilizada. La llamé para
que cruzara el río.
- Yo
peso menos y soy muy ágil para esas cosas- respondió.
El
camino, curiosamente por lo desolado del lugar, estaba bien dibujado
y sin grandes piedras por medio. Todavía nos estábamos felicitando,
cuando de improviso se convirtió en un cúmulo de rocas sin sentido,
entre las cuales se acumulaba la nieve caída durante la noche
anterior. De estar estaba, lo habíamos visto desde la cumbre, pero
en el lugar no parecía que existiera.
A
medida que avanzamos las piedras y a veces grandes rocas se iban
desprendiendo, arrastrando otras por el camino y convirtiéndose en
pequeños aludes, aunque en otro momento y en nuestro país nos
hubieran parecido bastante más grandes.
Miramos
para arriba y todo parecía ser lo mismo. Podríamos haber llorado,
parecía ser nuestro final. No podía pasar mucho tiempo que la mala
fortuna nos obligara a pisar la roca equivocada y terminar montaña
abajo, aplastados por las que siguieran o rotos por la caída.
De vez en cuando veíamos un íbice, otras a una cabra más parecida a la montés, de las que abundan en los Picos de Europa. Y parecían vigilarnos desde lo alto de las peñas, y en cuanto los veíamos y señalábamos, desaparecían por ensalmo. Aquellos animales, pesados y grandes, no movían ni media piedra por pequeña que fuera. Parecían hechos de pluma o de aire, porque otra cosa no podía ser, y nos llenó de envidia. Encontramos un macho grande y poderoso en medio del camino, sobre las piedras que parecían conformarlo. Estaba a pocos metros y nos miró, desafiante, majestuoso y tranquilo, ocupando todo el inestable paso. Nos paramos y nos reímos por la impotencia que sentimos. Ahora qué hacemos, nos preguntamos desconcertados por la extraña situación. Aquel animal no parecía tener intención de moverse durante todo el día. Nos quedaba intentar ahuyentarlo con los palos, pero la experiencia y la prudencia nos decía que no nos moviéramos. Si nos embestía caeríamos montaña abajo, si decidíamos dar la vuelta también, porque solo hacer el gesto de girar ya era arriesgado por la inestabilidad y estrechez del camino. Y de pronto el animal dio un salto y desapareció. No movió una sola piedra. Nos miramos perplejos, no por su súbita desaparición sino por su nitidez. Nos acercamos al lugar y miramos las piedras. Alguna explicación habría y de encontrarla podríamos seguir mucho más tranquilos. Las toqué con cuidado para moverlas hacia los lados y presionarlas hacia abajo, y se desplazaron peligrosamente, y descubrí que siempre había un punto en el se mantenían quietas y seguras. Cada piedra tenía el suyo y la cabra debía conocerlo antes de saltar o con solo sentirlo bajo sus pezuñas.
Al girar en un recodo, el camino volvió a ser visible, pero tan estrecho e inseguro que en algunos lugares apenas cabía un pie. La sensación era tan brutal que nos obligaba a andar ladeados hacia la montaña, por miedo a un gesto, un traspié o que la mochila nos desequilibrara momentáneamente. No sabíamos si era preferible la inestabilidad de las piedras o la precariedad del camino. No podíamos parar, era imposible, ni siquiera nos atrevíamos a dar la vuelta o mirar para atrás, no fuera que el gesto nos hiciera perder el frágil equilibrio. De vez en cuando se escuchaba una risa tras mío. Era Anna, quién sino, que nerviosa se burlaba de nuestra suerte y locura; porque era evidente que había más posibilidades de dar un mal paso, o que uno de nuestros pies resbalara o rompiera la débil y pequeña cornisa marcada por la suave y estrecha línea de nieve helada, a que todo saliera bien.
Tuvimos suerte de vestirnos convenientemente cuando pudimos. La visita de los dos jinetes había sobresaltado a Anna, además no llevábamos protección solar y había empezado a refrescar. En aquellas montañas se pasaba de una agradable calidez al frío más intenso. No habíamos hecho ni la mitad de camino, y lo seguro es que allí no podíamos abrir una mochila para buscar algo de abrigo, ni siquiera hacer el gesto de ponérnoslo.
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