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Dan Osman murió, curiosamente, mientras hacía caída libre con cuerda.
Abro la web de JOT DOWN, muy recomendable por cierto, y un artículo
atrae mi atención. No puedo resistirlo y lo abro. Quien me conoce sabe
lo irresistible que es para mí.
Aunque en mi historia no salga,
me pregunto por qué, la montaña, principalmente la de paredes de
roca, siempre me ha llamado la atención. Incluso las que no son de
roca, esas que proliferan por nuestra geografía urbana, se me hacen
irresistibles a la mirada. Es algo innato, levanto la vista y
automáticamente calculo al milímetro como subir por la fachada. Eso
es algo que mi cuñada, una hija para mí, sabe muy bien. El día de
su boda consiguió esconder las llaves de su casa, de modo que su
grupo de amigos no pudo entrar en ella para jugarle las consabidas
gamberradas. Los encontré junto a mi hijo, compungidos mirando el
balcón sin saber cómo estropearle la velada.
- No conseguimos
la llave- me dijeron.
Era tan fácil que incluso me dio
vergüenza. Les pedí un par de minutos, me descalcé y subí hasta
el balcón. Unos chavalotes fuertes y jóvenes abajo, y un abuelo
arriba extendiendo una pancarta para que todo el barrio se enterara
que allí vivían unos recién casados. Luego, claro está, picar los
cristales hasta que mi cuñada, con los ojos como boinas, abriera el
balcón para seguir la fiesta.
- Subir es fácil, bajar no
tanto. No querrás que tu cuñado se rompa la crisma-
Por
supuesto, bajar no es tan sencillo, me habría costado uno o dos
minutos más.
La escalada libre no
es un deporte, al menos a mi no me lo parece, aunque para afirmar
algo así y con esta contundencia, primero se habría de definir lo
que es deporte. Quizá lo sea, igual que muchas otras cosas que todos
hacemos sin darnos cuenta.
La escalada libre es
algo que sale de uno, que lleva dentro de su espíritu. Ves una
pared, un acantilado, y no puedes frenarte, te atrae como un imán.
En unos pocos segundos sabes si para ti es practicable. Luego empleas
unos minutos, lo estudias con detenimiento y te lanzas. Si es
alto y tu vista no llega, coges unos prismáticos, y si ni así, lo
intuyes. La intuición es primordial, nunca falla.
No es desafío
ni pretender ser mejor que otros. En escalada eso no debe hacerse
porque invariablemente se convierte en tu ruina, que en la versión
libre, es decir sin cuerdas, eso significa la muerte. No, no es eso.
El deporte es competitivo, aunque sea compitiendo con uno mismo. Con
la escalada libre no compites con nadie, ni con el compañero, ni
siquiera contigo mismo. Ves una pared y no puedes remediarlo, y si es
en el mar, solo de pensar que luego te lanzarás a él desde donde
sea, eso ya hace que tengas ganas de llegar.
Todo empezó de
muy joven, al poco de que mis amigos, Artur, Jordi y Sebas
consiguieran sacarme de encima la mierda del vértigo. Con el tiempo
descubrí que podía ser un defecto del oído, es decir nada
psicológico; pero mira, a la vista está que el oído lo tenía
bien, de modo que todo era de coco.
A los pocos días ya
la estaba liando parda, subiendo por la fachada de una casa
abandonada. Al principio costó, sentía mucho miedo, muchísmo;
demasiados años evitando cualquier altura, incluso una montaña rusa
me había dado pavor, pero levanté la vista y la atracción que
sentí fue demasiado.
A las pocas semanas ya escalaba con mis
amigos, buscando, cómo no, eso que llaman límite.
En escalada libre el
límite no lo marca tu músculo sino tu racionalidad.
El límite real es
el de tus capacidades y para conocerlo siempre has de intentar
traspasarlo. Solo cuando no has conseguido llegar conoces el tuyo. El
problema es que en escalada libre si no llegas la palmas, así de
claro, de modo que antes de empezar tienes que valorar muy bien si
podrás o no. En escalada libre se busca, es parte de la naturaleza
humana, pero solo lo encuentra quien deja los huesos en el intento.
La grandeza de la escalada libre es que solo sobrevive quien sabe
dejar el justo margen, y eso que parece tan sencillo, es lo más
difícil.
Éramos tan jóvenes y libres que no sabíamos nada de escalada. Para nosotros subir una pared era escalar, no teníamos ni idea de que se necesitaran cuerdas, anclajes y otras gilipolleces. Luego la historia se complicó y solo quedamos Artur y yo, y con los años solo yo. Por entonces ya sabíamos de cuerdas y anclajes, pero no entraban en nuestro imaginario. Para nosotros subir una pared o un acantilado era mirarlo, sentirnos atraídos por su belleza y subir, solo eso. Las cuerdas y los anclajes no eran escalada y punto, porque solo con prepararse y tal ya se perdía la magia del momento y la belleza que representaba.
Con los años te vuelves más osado, no por ser riesgoso sino porque la pared es más alta y lisa, porque se curva hacia fuera y eso nunca lo habías hecho, porque… e instintivamente buscas los puntos donde agarrarte, imaginas los que encontrarás, y lo ves posible, luego seguro y a los pocos minutos sonríes porque ya lo ves fácil. Y subes, no lo puedes remediar. Y si es en el mar, ¡oh, el mar! te lanzas a él con tanta felicidad que mientras escribo esas líneas los recuerdos me llenan de gozo.
El peligro no está en la escalada libre sino en lo que conlleva, lanzarte en ala delta sin preparación, de un acantilado al mar sin asegurarte que no haya una roca escondida, ir a la montaña en invierno sin valorar la nieve que caerá. En suma, que la osadía en lo que dominas, te convierte en osado en lo que no.
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