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Las noticias de Bangla Desh y de la guerra de Vietnam, llenaban por
completo las páginas dedicadas al extranjero; y el que unos hindúes
bombardearan una escuela en la alta Cachemira, cuando nadie sabía
dónde se encontraba eso, carecía de importancia.
Los
paquistaníes, en Bangla Desh cometían una atrocidad parecida todos
los días. En el mismo Pakistán se habló mucho de la premeditada
matanza en un pueblo de Cachemira; sin embargo, nada se publicó
sobre la de los hindúes. A los paquistaníes no les interesaba y sus
vecinos prefirieron esconder sus vergüenzas. Ya era bastante haber
bombardeado la escuela de un país con el que no estaban en guerra.
Solo les faltaba aceptarlo y asumir que un grupo de guerrilleros, al
que consideraban de medio pelo, se había cargado una compañía
entera sin haber sufrido una sola baja y en su propio territorio.
Meses después y gracias a Bill, nos enteramos que algunos medios
occidentales hablaron del bombardeo de la escuela por parte hindú, y
de la muerte de alrededor de cien militares hindúes por parte de la
guerrilla cachemir. Pero los publicaron como actos por separado y
habiendo sucedido mucho más al sur. La prensa de aquellos tiempos
era mucho mejor que la de ahora, los periodistas más profesionales;
sin embargo, también cometían errores y no eran demasiado fiables.
Me eché al lado de nuestra tienda. La granada había respetado nuestro dormitorio, por lo cual solo habíamos perdido algo de la comida que habíamos comprado en la tienda. Desde allí podía seguir el bullicio de la plaza, saber si la gente se retiraba o no. A la vuelta ya había tomado una decisión, pero éramos dos y antes tenía que convencer a Anna, aunque de antemano conociera su respuesta. El temor lo habíamos perdido al principio, antes de llegar a Skardu. De la gente del país nada debíamos temer, y a la soldadesca hindú habíamos dejado de respetarla. Solo una cosa podía hacernos dudar, la brutalidad de la naturaleza y no saber lo que esta nos depararía.
¿Qué
importa la incertidumbre si no intentamos vivir como queremos, si en
el último momento nos espanta dar cumplimiento a nuestros sueños, a
sentirnos seres humanos hasta el límite?
Éramos
jóvenes y odiábamos lo previsible, el orden que da seguridad al
cuerpo y ata al espíritu; que si pasa lo inesperado, tu mente te
perdona y exige a la sociedad su adecuada, asegurada y regulada
compensación, aunque sea en forma de lástima.
Sentíamos
la vida en su máxima plenitud, en la tierra donde se le da valor y
cuesta lo que se merece; donde para mantenerla, hay que tirar de
ella, arañarla para que no escape; donde se le da el valor que tiene
y se lucha por ella, donde uno se siente tan cerca del cielo como de
la tierra. Y pensé que si salía bien y ganábamos, eso que
tendríamos; y si mal, eso que nos llevaríamos.
En la
plaza solo quedaba un grupo de hombres, el resto se había repartido
entre las casas como huésped. Entre ellos el de la barba blanca y a
su lado Anna. Y los encontré escuchando embelesados la historia de
nuestro largo viaje. Por vez primera no oí preguntar por nuestro
país sino por el suyo, por las montañas y los valles que tanto
amaban, vistos desde nuestros ojos. Aquellos hombres, tan sensibles
como despiadados, tan andróginos, escuchaban como mi compañera
cantaba sobre la belleza y el espíritu que contenía su tierra.
Miraban con embeleso a la mujer, mientras escuchaban con admiración
su historia. Hablaba en su inglés entremezclado con algunas palabras
en urdu, y las que faltaban las expresaba con sus manos, su mirada,
su mímica de frío, calor, dificultad, placer, felicidad, hambre,
sed, peligro, cansancio, amor.
Me
acerqué con sigilo y alguien me hizo sitio en el largo escalón que
bordeaba la fuente. Uno de ellos traducía su discurso al cachemir,
con la misma cadencia con que ella relataba. Y entonces aprecié en
toda su plenitud la belleza de aquel idioma, la dulce música que
emitían aquellos hombres, que horas antes habían torturado a
docenas de seres hasta la muerte.
Y le
preguntaban sobre el valle que solo nosotros habíamos visitado; de
qué nos habíamos alimentado cuando ya nada nos quedaba; qué
habíamos bebido durante tantos días en aquella tierra tan seca y
hostil. Y ella, sin saber de mi presencia, tenía el cuidado de
hablar sobre mi pericia, mi fuerza y mi indomable espíritu, mis
habilidades como escalador, cazador y montañero. Sabía que entre
aquellos hombres yo debía ser el dominante y ella mi compañera,
fuerte y rebelde, pero respetuosa y fiel hasta la muerte. Y reí en
mi interior y hacía cábalas sobre las risas que haríamos a costa
de esta historia.
Mi
vecino, el que me había hecho sitio, me dio un codazo y soltó una
risa. Respondí con otro y se rompió el encanto. Ella me vio o
fingió que hasta entonces no había sabido de mi presencia.
- ¡Ah!
Estás ahí. Les estaba contando el viaje-
Y lo
dijo en inglés para que supieran.
Respondí
diciéndole que debíamos ir a dormir, que marcharíamos antes que
saliera el sol.
El tipo
de la barba blanca me preguntó:
- ¿Ya has decidido el camino a seguir?-
- Sí-
respondí pensando que luego lo hablaría con ella - el de la
incertidumbre-.
El tipo
me miró con una sonrisa. Es lo que debía estar esperando.
- En
esta tierra el de los valles ya lo es, dijo con un encogimiento de
hombros. Y me pidió que le enseñara el reloj y el anillo. Los fui a
buscar a la tienda dejando que Anna siguiera con su charla.
Cuando
los tuvo en su mano, meneó la cabeza.
- Solo
un hombre rico puede permitirse este reloj- dijo
En
aquel país, pocos tenían uno de pulsera y, menos aún, de bolsillo.
No conocía a nadie que tuviera uno, a menos que lo mantuviera
escondido para no levantar suspicacias. El anillo no lo recordaba y,
por tal como encontramos el esqueleto, debía llevar mucho tiempo
abandonado.
- Antes
la gente viajaba con escopetas de caza, y kalachnikovs apenas se
veían. Todo el mundo tenía una. Son más prácticas para los
animales, pero menos para defenderse de los hombres. Ahora hay menos
depredadores y más presas; sin embargo, los caminos se han vuelto
inseguros y se dan casos de bandolerismo-
Al
hombre le sorprendió que no encontráramos escopeta, papeles y
dinero. Y Anna respondió a sus meditaciones en voz alta. No habíamos
caído en lo de los papeles. Si no estaban es que alguien se los
habría llevado, aunque en el estado que se encontraba su zamarra,
casi destruida por el agua y el sol, lo extraño hubiera sido
encontrarlos. Que viajara con un machete y aquel reloj, que nadie de
la zona supiera de él ni lo buscara, daba a entender que podría
haber sido un forastero, un europeo como nosotros.
- ¿Un
forastero solitario allí?- Preguntó con desdén - Imposible- Y al momento nos miró y soltó una carcajada.
Le
expliqué lo que nos dijeron los pastores, Lahore.
- Os
dijeron Lahore porque los habitantes de aquel valle, hace pocos años
emigraron allí, pero nunca hubieran abandonado a uno de los suyos. Es posible que muriera por enfermedad y sus compañeros dejaran su
cuerpo en manos de la naturaleza. No se llevarían el reloj porque era
suyo, pero sí sus documentos y la escopeta-
Y acto seguido nos explicó que en
aquellas montañas unos pocos seguían una religión que, en cambio de
enterrar o quemar a sus muertos, los abandonaba para que volvieran lo
antes posible al ciclo de la vida.
Y
hablamos de Dios, el de todos los hombres. Quería saber si era
cierto que en occidente ya pocos veneraban a Dios y si nosotros
éramos de esos.
-
Nosotros tenemos el nuestro- expliqué - y lo veneramos en nuestro
interior. Es el dios de la naturaleza. No obliga a nadie seguir un
rito, no castiga más de lo que uno se castiga a sí mismo cuando
siente que ha obrado mal, y solo exige que se le tenga respeto-
El
traductor tuvo que repetir varias veces el pequeño discurso. El
pobre hombre no supo cómo dar el correcto significado a mis palabras
y el resto no paraba de interrogarlo. El tipo de la barba blanca, que
me entendió perfectamente, soltó una risotada y anunció que, poco
más o menos, todos teníamos el mismo dios. Y vimos que el traductor
se acogía a aquellas palabras como a un hierro candente, porque los
demás entendieron que también éramos seguidores de Dios, solo que
de una secta que rezaba en la intimidad y de una manera muy extraña.
Y seguimos hablando de los distintos dioses, y que todos eran uno, de la
naturaleza y del sentido del bien y del mal, hasta altas horas de la
noche.
Aquellos
hombres probablemente no habrían dormido desde el día anterior, a
causa del trasiego que les dieron los desafortunados hindúes que
cayeron vivos en sus manos. Aunque, al hablar del tema, al contrario
de turbados parecían satisfechos por haberles servido en bandeja el
camino a su cielo, ya que los desgraciados no habían parado de
reconocer la barbaridad que habían cometido y lo mucho que merecían
el castigo. Y lo explicaron riéndose con nosotros, que habíamos
visto en la escuela el horror que aquellas alimañas habían
provocado.
Al
despedirnos y viendo la hora que era, invitamos bajo nuestra lona a
los que buenamente cupieran. Sabíamos que se negarían, pero era lo
menos que podíamos hacer para estar a su altura. Su líder, el de la
blanca barba, nos hizo una última recomendación, que seguramente
sabía que no tendríamos en cuenta.
- Id
con cautela-
Y
recordé lo aprendido con Artur, cuando atravesábamos las cumbres
nevadas de nuestro querido Pirineo. La cautela es el peor enemigo del
hombre, porque es el miedo que aflora de su interior, que le hace ver
la piedra más grande de lo que es, y hace que tropiece con más
facilidad en ella. A la montaña hay que respetarla, no temerla. Eso
habría deseado decirle con la suficiencia de un joven aventurero con
suerte. Sin embargo, solo le di las gracias por el consejo. Nos dio
la mano y se despidió.
-
Vayáis como vayáis, que Ala os proteja- y, tras una pausa y con su
característica risotada - o vuestro dios, que es el de todos los
hombres-
Mi
compañera, antes de dormir quiso despedirse de la maestra y terminó
pasando lo que quedaba de noche con ella en su casa.
Me
levanté al alba, casi no había dormido y mis piernas flaqueaban.
Había echado en falta la compañía de Anna. En una noche como
aquella, seguramente nos habríamos ayudado mutuamente a descansar.
Recogí la lona y los palos, doblé y até los sacos, las mochilas ya
estaban preparadas. La vi llegar con pasos cortos y muy lentos, como
si le costara marchar de aquel modo.
Sabíamos
qué camino tomar, el jefe nos había mostrado cómo llegar a él,
dibujando un mapa de la comarca en el suelo para que no nos
perdiéramos, por lo menos hasta una gran y alta meseta. Allí las
montañas eran menos elevadas, pero, por el contrario, la zona era un
desierto, tan bello como desolado y sin una casa donde acogerse, con
pequeños lagos, praderías y ríos. El oso y el leopardo eran los
señores de aquella tierra.
- Allí no hay caminos a seguir, os
tendréis que guiar por vuestro instinto, el sol y las estrellas- nos
dijo-
Debíamos andar con cuidado, aún no había clareado y cualquier tropiezo podía hacernos caer montaña abajo.
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