________________________________________________
A
Patty, Jordi,
Artur,
y
el pequeño grupo que habíamos formado,
los seguía viendo en el Enagua,
nuestro pub favorito.
A
veces cenábamos una pizza justo al lado, en el
Sorrento,
y otras íbamos a casa de
Patty,
entonces llamaba a mis padres y me quedaba allí.
A menudo
caemos en la tentación de creer que la ideología y el amor son lo
que más importa, cuando la
realidad es que, por
encima de todo,
el ser humano necesita bromear y reír.
Patty,
sin
ser ninguna líder, por su peculiar y gran personalidad era el centro
el grupo. No quién más hablaba ni la que mejor se expresaba, pero
el día que faltaba nos retirábamos antes y cada uno en su casa.
Nos
veíamos
para hacer unas risas,
hablar de
música o lo
más prosaico que pudiéramos
encontrar. Juntos habíamos vivido situaciones tan difíciles como
divertidas, discutido sobre el amor, la vida y la muerte, rodeados
por muros de nieve o los paisajes más maravillosos del Pirineo. Sin
embargo, nunca sobrepasamos la línea de la buena amistad y ahora
solo nos quedaba las ganas de pasarlo bien, sabiendo que podíamos
confiar entre nosotros y que
jamás nos haríamos daño.
La reunión
con los amigos de María había resultado un fiasco a mi modo de ver.
No había podido explicar lo que pensaba ni
concretar
lo que se esperaba de mí. Para ellos lo más importante había sido
poner a prueba mi fidelidad y nivel de compromiso. Supuse que
tendrían sus razones. La situación no era la mejor y sabían que
los servicios de inteligencia
militar
andaban tras cualquier atisbo de rebelión o de
duda. No podían arriesgarse, era demasiado lo que estaba en juego y
muy difícil volver a organizar algo parecido. No se me escapaba que
solo había conocido una pequeña muestra de lo que había por medio
y
que tampoco conocería mucha más.
Aquella gente era más poderosa de lo que aparentaba, si
no me equivocaba sus
tentáculos habían
de
llegar muy lejos, tal vez más allá de la frontera. María marchaba
a Madrid y estaba claro el
porqué. Y pensé en su padre y su comentario al conocernos, cómo
valoraba a su hija.
¿Qué les
había llevado a arriesgarse hasta ese
punto? Yo no era de los suyos, no podían confiar en mí. Y pensé
que no podían ni sabían llegar al mundo civil, que la calle les era
ajena y, no obstante, la necesitaban y buscaban gente de unas
características muy especiales, extrovertida y sin ataduras
ideológicas. Quizá fuera María, tan poco militar como liberal, la
que les abriera los ojos y les forzara a tomar esta decisión. Ella
era quien más arriesgaba, la chica rebelde que huía de la familia,
independiente y fuerte. El resto quizá
se quedara
fuera hasta tener más seguridad.
Eso
pensaba mientras me acercaba al lugar de reunión con el grupo ultra.
No estaba seguro, pero es lo que yo, en su caso, habría
hecho.
De vez en
cuando alternaba con la camarilla. Solícitas, sus chicas me buscaban
pareja o, incluso, alguna pretendía hacer de protectora. Conmigo no
entraba la droga, el juego y
la prepotencia. Era el más joven del grupo, también el más tierno
y, poco a poco, el confidente que lo sabía todo: los engaños, las
traiciones. Y me había hecho habitual en algunas casas de
Pedralbes
y de Sant
Cugat,
donde abundaban los coches oficiales y la guardia civil en la puerta.
Y algunas veces había sido invitado a comer en sus casas, cuando
curiosamente el resto no lo era. Era el amigo formal y decente, y se
me hablaba con condescendencia de política, de los opositores al
régimen, de la traición o debilidad en las propias filas del
Movimiento, de su impotencia por controlar la Universidad y los
grandes centros de trabajo. Y hablaban con desprecio de algunos jefes
militares, ministros, consejeros y diputados de las cortes
franquistas. Y de opositores burgueses, controlados por su propia
familia, amigos o compañeros, temerosos de perder las prebendas
conseguidas. Y me regocijaba y asentía cuando me enteraba de
detenciones, interrogatorios, aprobándolos con la mirada o un gesto
aparentemente involuntario, hasta creerme de los suyos. Para ellos
era joven, quizá
débil,
de media
estirpe; aunque de buena sangre por mi abuelo, excombatiente y viejo
conocido. Era, pese a todo, digno de ser amigo de sus hijos.
Durante
una de aquellas comidas por vez primera escuché el nombre de Martín
Villa. Yo desconocía
quien era y
tampoco
me importaba, pero pocos años después descubrí por qué lo habían
despreciado
tanto. Incompetente
e iluso, lo culpaban del descalabro del SEU y la posibilidad de
controlar la Universidad.
Los ultras
eran distintos, más formales, serios y mucho más educados. Entre
ellos reinaba la competitividad y conmigo la desconfianza. Para
mí
era difícil la integración. Para conseguirla necesitaba
demostrar mucho más que convencimiento. Para
ellos yo
era
un tipo demasiado condescendiente y
muy catalán,
y me provocaban para que me introdujera en algún grupo de rojillos
para pasarles información. Al principio lo tomé como
broma algo
pesada, pero pronto
me di cuenta que hablaban en serio y hasta que no les entregara un
buen plato, no dejarían de importunarme hasta
que me hartara y desapareciera.
Aquellos
tipos, no
necesitaban conocer mis inquietudes, se sentían fuertes e
invulnerables, del bando ganador. Les daba lo mismo lo que pudiera
pensar, sin duda
eran los únicos que acertaban en su valoración, sabían
perfectamente para lo que les podía servir.
Al salir de una reunión uno de
ellos llamado Carlos, que parecía ser el segundo en categoría, me preguntó si había quedado con alguien. Respondí
que
no.
Y el tipo, riéndose por mi extrañeza, me dijo si quería
acompañarle. Su compañera le esperaba con su hermana, algo más
joven que yo, que había pasado por una mala experiencia.
- Ven a cenar con nosotros. Es guapa, sincera y noble, muy adecuada para ti. Te gustará conocerla- Y, riéndose - muy distinta a nosotros-
No
entendía por qué me soportaban. Por mucho que fingiera, su
ideología y su
personalidad
chocaban de frente con los míos, y eso no se podía esconder. A
veces me enfrentaba, sobre todo cuando hablaban de mi idioma
despectivamente. Entonces rectificaban y
se disculpaban.
No sé lo que vieron en mí para llegar a pedir perdón por algo
que no creían o eso parecía, a alguien a quien no necesitaban ni en
quien confiaban. Quizá fuera mi vehemencia.
Lo cierto
es que no tenía nada que hacer. El día que tocaba reunión dejaba arreglados todos los asuntos previamente. Y
precisamente
aquel día lo
había dejado libre
al
pensar equivocadamente que me vería con Anna.
Mientras
íbamos a la cita le confesé mis temores. El tipo se rió. Me dijo
que eran más una célula paramilitar
de información que de represión. Que
casi nunca llegaban al límite, aunque
en algún caso y siempre que pillaran alguien que
lo merecía, podían
divertirse algo más de lo necesario.
- Participamos en algunos interrogatorios sin necesidad de detención previa, así podemos actuar en consecuencia fuera de los juzgados, abogados y otras sensiblerías-
Y
supuse,
con razón, que solo me contaba una parte y que en realidad era
un grupo muy
profesional y
paralelo
a
la policía para informarse, de manera que no quedara ninguna señal
de paso por la comisaría.
Me
explicó que al principio se irritaron con el compañero que me había reclutado, hasta el punto que para despejar las dudas el mismo me investigó para demostrar que era inofensivo y que, como
bien les había contado, tenía buenos contactos en el gobierno civil y podía ser útil.
Y me maravillé que los
policías que visitaron la comuna por
la denuncia de
la vecina,
no dieran
parte de nosotros.
Debieron pensar que era estúpido llenar papel por tan poca cosa, o
quizá decidieran que lo
mejor era
dejarnos tranquilos y la mejor manera era no dejar informe de la visita.
En este aspecto y
para ellos
estaba limpio, y mi domicilio para cualquier estamento oficial seguía
siendo el de mis padres.
- Tiso es
homosexual. Lo lleva muy escondido y hacemos como que no nos enteramos.
Le caíste bien, ¿entiendes? Por eso no te echamos
de buenas a primeras. Y nos divirtió tanto
ver su decepción cuando descubrió que te gustan las mujeres, que
nos satisfizo que te quedaras-
Y se rió con ganas al ver mi
perplejidad y alarma.
Helena era
preciosa, dulce. Algo
baja para mi gusto, poco más de metro
sesenta,
no
tenía la estatura de Patty, Anna o María, pero solo
verla
me fascinó.
Su cabello mal cortado que siempre caía por encima de su cara, le
daba un aire entre inocente y travieso; su recta nariz; su bien
dibujada boca, gruesa y sensual; su delicada y perfecta barbilla; y
sus hoyuelos en las mejillas, su piel suave, lisa, pálida, tierna.
Aquella
misma noche la acompañé hasta la puerta de su casa. No fue
flechazo, eso
quiero creer ahora,
sino una relación que fue afianzándose más y más y con gran
intensidad. Me relajaba observarla, sentir su serenidad, recrearme en
su tranquila belleza. Desde el primer momento que la vi, tuve
la impresión que me traería problemas, además que terminaría
enamorándome de
aquella chica tan dulce como delicada.
Mi compañero
estaba encantado, no podía disimularlo y en un momento a solas me
pidió que no le hiciera daño. Aquel tipo, duro, implacable,
violento, no me amenazaba ni prevenía sino que me lo pedía.
Imaginaba que tenía amigas y que me acostaba con ellas.
Desde aquel mismo día se convirtió en una costumbre. Quedábamos en cualquier esquina de
la vieja Barcelona. Adapté la agenda para que mis
últimas visitas coincidieran en la ciudad y por aquellos barrios. Me
dejé ver menos por el Enagua
y solo unas pocas noches las pasaba con Patty y Artur.
Paseábamos, tomábamos una cerveza, charlábamos hasta la hora de
cenar y la llevaba a casa. Con Helena descubrí el
enorme poder de la
ternura y
lo mucho que me afectaba.
Dos
semanas después la llevé a mi refugio secreto,
que
había descubierto tiempo atrás y que utilizaba para reflexionar y
relajar mi espíritu en los momentos más difíciles. Un lugar
alejado de las miradas, extrañamente desconocido incluso para las
parejas que buscaban un rincón de intimidad.
Estaba pasado el Tibidabo,
tras una curva cerrada de la Rabassada.
Un estrecho
e intrincado
desvío de tierra, por el que pasaba el 2CV con dificultad, invisible
de noche y
difícil de ver de día,
y
que
terminaba
en
una pequeña terraza natural, un claro en el bosque. Desde él se
veía una
pequeña parte de Barcelona
iluminada. Me sentaba al borde, con el bosque a mis pies y el
pequeño claro
a mi espalda. Y me relajaba y meditaba. Era
el rincón donde la soledad me
ayudaba a sentirme
más seguro, donde podía
ordenar todas mis experiencias y pensamientos, seguramente para no
enloquecer.
Solo llegar me pregunté porqué había
llevado aquella chica allí, a aquel rincón de desahogo personal.
Quizá, sin saber aún por qué, la sintiera sencilla y a la vez con
complejidades que se me escapaban, pero intuía que muy parecidas a
las que yo experimentaba.
Helena se
sentó
a mi lado y se puso a llorar. Yo no sabía
lo que le pasaba, pero lo temí. La abracé y se lo pregunté.
- Todavía no sé quién eres. Escondes parte de ti y no sé lo que es. Mi hermana me pregunta quién eres en realidad y sé que es por su novio. A mi no me importa engañarla, me da lo mismo lo que piense o sepa. El problema es mío, quiero saberlo porque te amo-
Y casi lloré, sentí como mis ojos se humedecían. Me di cuenta que estaba a punto de perder algo insustituible, que me había enamorado de una mujer que me quería sin condiciones, tal como era.
La besé, hacía un par de días que ya lo hacía. Nunca intenté
ir más allá, aunque sabía que podía. La respetaba, y no porque me
lo hubiera pedido mi amigo, sino porque la quería y no quería
hacerle daño.
Me descubrí en una cruel encrucijada y lo peor
es que me había introducido solo, nadie me había obligado. Yo no era
María, tan fría y fuerte, tan entera.
En pocos
días el
tal Tomás
me llamaría y quería proponerle una estrategia tan ingeniosa como
despiadada. Para llevarla a cabo necesitaba cultivar la amistad con
el grupo ultra. La relación con la camarilla solo podía facilitarme información y
contactos, eso creí entonces, y yo no quería convertirme en un simple informador o
espía. Aspiraba ser y hacer algo más. Y eso no lo podía amoldar
con una relación con Helena.
Estábamos a
mediados
de Noviembre, habían pasado cinco meses y medio de nuestra llegada
de Cachemira, faltaban seis para mi entrada en el ejército. A mí me
parecía poco, había demasiadas cosas por hacer y el tiempo pasaba
volando; no obstante, si miraba para atrás había hecho muchas. El
problema era que a partir de entonces habían
de
madurar para ser efectivas.
Con el
grupo me reunía una vez por semana. Intuía, por la manera que
hablaban, que lo hacían más a menudo. Éramos entre diez y doce
fijos y un grupo indeterminado que apenas conocía. Y pensé que lo
más sencillo era enfrentar el problema. Intentar convencer a Helena que no
era un buen tipo para ella, que me olvidara y, por otro lado, hablar
con mi amigo del asunto. Al día siguiente lo llamé, quería hablar
con él personalmente. Quedamos
cerca de nuestro habitual punto de reunión, de manera que entendí
que habían tenido un encuentro.
- Helena me ha preguntado quién soy realmente, qué escondo. Y sé que no debo contárselo y menos a ella. No se lo merece, no podría soportarlo o eso creo. ¿Qué sabe de nosotros?-
Se sorprendió, no esperaba esta pregunta y de manera tan directa. Además intuí que le sorprendió el alcance de nuestra relación.
- Nada- respondió.
Pero percibí su desconcierto y
desconfié.
Helena había entrado en mi mundo
por la puerta pequeña, después de atravesar el pasadizo oscuro y
tortuoso de mi reserva. Pero día a día nuestra relación se había
afianzado. En nuestros paseos le conté cosas de mi clientela,
de mi familia, de mis amigos del pueblo, de mis aventuras por el
Pirineo, y las hizo suyas. Nunca le hablé de Anna y de la comuna.
Tras
dejarla en su casa,
iba a la
mía,
pasaba cuentas, a veces cenaba y luego iba a dormir a la casa de mis
padres. De vez en cuando a la de mis abuelos, donde tenía un
dormitorio con cuarto de baño, tan grande que multiplicaba por
cuatro cualquiera de los otros. Me gustaba ir a su casa, visitarlos;
lo había
hecho
incluso durante los tiempos más agitados de mi vida, cuando ni mis
padres sabían de mí
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario