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Una
gran mansión, casi tan grande
como el grupo de casas en la que estuve confinado, pero de una sola
pieza. Se entraba a través de un
viejo portalón a un enorme patio,
a la izquierda de
este
una
gran puerta
de madera labrada y remachada con grandes
tachuelas
de hierro forjado. Sobre ella
podía verse
una ristra de ventanales ovalados en su parte superior, y más arriba
dos óculos
redondos
que debían iluminar un desván. La
puerta daba entrada a
una gran estancia con suelo hecho de grandes losas de barro cocido,
pulidas por el uso y la limpieza, sin apenas resquicios entre una y
otra. Enfrente,
una escalinata de mármol que daba a un largo y ancho pasillo que
hacía de distribuidor, iluminado por los ventanales que había visto
desde el patio. El pasillo, por su tamaño e iluminación, estaba
decorado formando pequeñas estancias con lámparas de pie, butacas,
mesas y sofás; de manera que se podía hacer vida con comodidad y
con la preciosa vista de la huerta y el jardín fuera
del muro que cerraba el patio.
Tras la puerta central, la más grande, una gran sala con un piano
pegado a una de las paredes y decorada con antiguos y cuidados
muebles. Lo más impresionante: un gigantesco óleo con, se suponía,
el abuelo de María armado con una escopeta de caza y un Pointer a
sus pies. A su lado, otra pintura del mismo tamaño en la que se veía
una altiva señora, alta y delgada, vestida a la época. No me fue
difícil descubrir a quién había pertenecido aquella casa. La
señora de la pintura era la calca de la madre de María, algo
extraño, ya que este tipo de mansión no solía pasar de padres a
hijas, a no ser que no hubiera
descendencia masculina.
El salón
estaba preparado para hacer de comedor y muchas cosas más. La
mayoría de los pisos de mi ciudad, ni de lejos tenían su tamaño.
María me cogió de la mano sin
mostrar
prejuicio ni reserva frente a
sus padres, y me llevó a mi dormitorio, una pequeña habitación por
los cánones que allí se estilaban, pero grande para los míos.
Sobre la cama mi maletín, y en su interior un par de mudas bien
escogidas. Desde un principio María había estado segura del final y
me lo estaba demostrando. Yo tampoco hubiera
dudado de ella.
- Esta noche dormirás solo. Supongo que lo entiendes. Mi novio es un buen amigo de la familia y no me gustaría montar un escándalo- me dijo con una cómica mueca.
Y sonreí como pude, tampoco me sentía con fuerzas de hacer el sexo. Hacía tiempo que no nos acostábamos juntos. Y también era consciente que a partir de entonces nuestra relación cambiaría. No se puede estar en dos sitios a la vez, y aún menos tan antagónicos.
Almorzamos
en una sala contigua a la cocina. Parecía depender de ella, pero no
era así, antiguamente quizá fuera
el comedor del servicio, porque tenía su propio aparador, mesa,
sillas y una radio en un rincón. La madre, cohibida pero igual de
altiva como cuando la conocí, servía la comida junto a su hija.
Sufría por mi maltrecha
dentadura,
de
la que yo no sentía dolor,
y la dificultad que pudiera tener para comer, pero lo hizo
en silencio, sin apenas
dar a conocer su preocupación. Para ella todo aquello había sido
muy desagradable. El padre nos acompañó
junto sus dos hijos. Me sentí muy violento. María sirviendo la mesa
y yo sentado, magullado, pero sentado.
Hice como que me levantaba, y María
previéndolo me frenó con un gesto. Mis padres me habían
acostumbrado a servir la mesa de igual manera que mi hermana. No
concebía otra cosa, y en nuestra casa habría sido impensable. Mi abuela era
diferente, pero era rica y tenía dos sirvientas, por lo que nunca la
vi levantarse de la mesa. El padre, viendo mi turbación me dijo:
- Hemos dado fiesta al servicio, así podremos hablar más tranquilos-
No obstante, al terminar aproveché
que nos levantábamos para llevar algunas cosas al fregadero. Cada
uno es como es y aunque fuera invitado, hay cosas por las que no
podía pasar. Y uno de los hijos, disimulando normalidad siguió mi
ejemplo.
Hablamos
de muchas cosas, pero nada de lo que en principio podía
interesar. Para mí fue muy aleccionador, sobre todo por lo del
servicio. El mayor de los dos se disculpó con elegancia.
- En casa todos somos militares y tenemos la mala costumbre de ser servidos. Sé por María que estuviste en Cachemira y tuviste contacto con un comandante paquistaní. Tengo entendido que fue muy interesante-
Y les
conté nuestra experiencia con nuestro
amigo
y sus soldados. Se rieron
porque la pinté con humor, al exponer el contraste entre Anna y el
comandante,
que era
un tipo
progresista
y muy
occidental, mientras ella rompía todos los moldes. Y me di cuenta
que querían escuchar algo más de la historia. Anna les interesaba,
pero
la conocían de
pequeña y
sabían de qué
pasta estaba hecha, les
interesaba más
saber qué impresión extraje de la historia. Y les conté lo que el
oficial
dijo de su ejército, de la diferencia que existía con el
norteamericano y el británico. Y lo escucharon en silencio y sin
pestañear. Y también les conté lo que nos explicó sobre la guerra del
sesenta y cinco, la batalla en la que su ejército perdió la guerra,
y
porqué
los mejores tanques norteamericanos del
momento
sucumbieron frente a unos soldados bien
dirigidos y
escondidos entre los arrozales, armados con pequeños cohetes rusos.
Entre ciento
cincuenta
y doscientos tanques Pathon destruidos
a causa de la prepotencia y la falta de buenos mandos en su
infantería, y luego los
miles de muertos en un día de aquella misma infantería, porque una
vez más
sus
mandos habían olvidado estar a su lado. Y
el concepto que le tenían los soldados a su mando y lo que le
comentaron a Anna.
Y les expliqué que nuestro amigo
había estudiado en Norteamérica y en el Reino Unido, y nos contó
que allí los mandos son uno más, comen con sus hombres, se ponen en
la misma cola con la bandeja, y toman asiento en la misma mesa. Que
la diferencia entre un ejército occidental y el suyo empezaba por
eso.
- En Pakistán, las clases sociales están muy marcadas y los militares son de la más alta. Nunca se mezclan con sus soldados y las órdenes no siempre llegan como debieran, ni son obedecidas con la suficiente premura. El divorcio entre quien está combatiendo y quien manda es muy profundo-
Y eso lo dije sabiendo que el
ejército en el que servían padecía el mismo defecto, pero con el
suficiente tacto para que creyeran que no era así o no era
consciente de ello.
Y hablamos
de nuestros amigos, de la gente de la comuna, de cómo y de qué
vivíamos; de mis amigos de veraneo, del fracaso de mis estudios. Y
me sorprendí hablar de eso,
cuando siempre lo había evitado por vergüenza o desazón. A María
nunca le había contado esa historia, ni lo que había soñado ser
cuando mis estudios iban bien.
Por la noche, mientras paseábamos
por el jardín, María me explicó que a mi vuelta un tal Tomás se
pondría en contacto conmigo.
- A partir de ahora, nuestra relación puede volver a ser la misma, siempre y cuando tu quieras-
Y al poco y no obtener respuesta.
- Supongo que nunca olvidarás lo que te he hecho-
La miré a los ojos fijamente y con la sonrisa más abierta posible, sorprendido que me conociera tan poco. Quizá Anna se había guardado más de lo que yo imaginaba, y dejó que nuestra relación fluyera por sí sola, sin prevenciones.
- Creo que deberías hablar más con Anna- respondí
Y como respuesta me cogió del brazo sin temor a que nos vieran, y apoyó su cabeza en mi hombro.
Nunca
entendí aquella mujer, tal como ella tampoco a mí. Lo único que
sabía es que era tan fuerte y consecuente como su amiga de la
infancia. Un enfrentamiento entre ellas
podía ser una bomba de proporciones megalíticas, y
su unión, la ola de un
gran tsunami.
Yo ya
había olvidado. Los
hombros
apenas
me dolían y solo notaba la rotura dental por la irritación de la
lengua al rozarla. No sentía ningún
resquemor,
la confianza que me había demostrado había curado cualquier
sentimiento negativo. Había sido una experiencia, parte del juego.
Había apostado y sabía a lo que me exponía, ahora más que
nunca. Ellos se jugaban más, toda la familia, el padre y sus tres
hijos; y estaba seguro que había más, mucho más. Y me sorprendí a
mi mismo al darme cuenta que me estaba divirtiendo. Y me pregunté si
sería capaz de hacer lo mismo a una persona querida, por un proyecto
de héroes, locos o las dos cosas a la vez, y con pocas posibilidades
de éxito. Y pensé
que sí lo sería.
- Dentro de unos días me desplazaré a Madrid, he conseguido el cambio de facultad, es la ventaja de tener un padre militar, y me alojaré en una residencia de estudiantes. Nos veremos poco o quizá nunca más. Nunca se sabe-
Y cerca de una gran morera, cuyo tronco nos cubría de miradas indiscretas, la abracé y la besé. De todos modos, saliera bien o mal, había valido la pena.
A la
mañana siguiente desperté tarde. Muy lógico por lo poco que había
dormido, que era nada. Mis amigos estaban acostumbrados a las
fiestas, a no dormir una noche entera y beber hasta la salida del
sol. Yo no me
lo
podía permitir
y tampoco me gustaba. La fiesta sí, pero hasta un punto, el del
sueño. Artur,
Patty, los amigos del Pirineo, eran como yo. Tal vez nos lo pasáramos
mejor, nuestras fiestas eran más disparadas y sin prejuicios, todo lo contrario que los demás; pero a cierta hora nos
acostábamos y dormíamos como benditos.
La noche
anterior no había estado de fiesta, solo
había sido torturado, y eso, aparte de doler, cansa. Eso
pensé en aquel momento, con el sentido del humor que
la situación merecía.
Nadie me dijo nada, encontré la
mesa puesta y, en mi rincón, había una naranjada recién exprimida.
Me
preguntaron si había descansado bien, si me había recuperado.
Estaban empeñados en que tomara algún calmante y yo no sabía como
decirles que ya
no sentía dolor.
¡Qué
equivocado estaba! Al llegar a casa apenas
podía levantar los brazos.
Los condenados hombros
se
hincharon
y me
dolían mucho, hasta el punto que mis padres consiguieron llevarme al
médico. Y el pobre, al no entender lo sucedido y después de
preguntarme mil cosas, se inventó una explicación más absurda si
cabe
que la mía o incluso que la realidad, y pretendió que fuera al hospital.
Cuando
llegamos a casa, me negué a dar más vueltas. Tomé los calmantes que
aquellos malditos aragoneses habían metido en mi maletín y pasé un
par de
días descansando,
ya que el
resto del cuerpo
también empezó
a dolerme,
aunque ni mucho menos como los hombros.
Decidí
trasladarme definitivamente a la casa de mis padres. Era mejor para
lo que estaba pensando. Antes hice un último esfuerzo y fui a mi
casa. Debía una explicación a mis compañeros, la que consideraba mi auténtica
familia, y
les expliqué la historia al completo, de tal manera que nunca
pudieran relacionarla con María. Para ellos me había introducido en
un grupo de la oposición
democrática,
en el que la lucha era lo más importante, callejera o política. Me
había infiltrado en unos grupos radicales de ultraderecha, y era
conveniente para la continuidad del proceso y por la seguridad de
todos, que fingiera una vida lo más convencional posible.
Lo
entendieron. Seguiría trabajando para la familia,
pero
desvinculado
de la convivencia. Me había desprendido de un peso, el más grande.
Durante el
tiempo que no pude mover
bien los brazos
mi padre me ayudó mucho. Mila se presentaba cada día con el
material, yo hablaba con la clientela por teléfono, y él,
aprovechando su trabajo de representación, lo repartía. Tan solo
fueron tres
días, insuficientes para echar a perder nuestra mecánica.
Mila
aprovechó
esos encuentros para desearme suerte y ofrecerse para lo que fuera.
Mi amiga hermana,
la más joven, divertida y quizá desinhibida,
quería ser útil y luchar a mi lado. Curiosamente,
de todos nosotros
era
la que parecía más
activa
y comprometida, la que mejor
entendía a
las dos famosas feministas y a
la gente
de la CNT, todas
amigas
de Alex.
Mila
era
consciente de lo importante que era la discreción y
que no había
de
comprometer a
nadie.
Cuando me sentí mejor y pude coger
el coche, me acerqué a casa y volví a organizar la comercialización
de los productos que hacían otros. Con eso no ganábamos mucho, pero
lo suficiente para pagar los gastos de mantenimiento de la casa y nos
ayudaba a ahorrar. Solo llegar me encontré que lo de Mila era solo
la punta del iceberg. Mis compañeros siempre habían estado
concienciados, pero desde el silencio y la impotencia. Ahora, por vez
primera podían hacer algo.
Durante dos días hablamos de
política, de la situación que creía ver en los grupos de los que
se hablaba y la corrupción imperante en su interior.
- Cada vez que uno se mueve la policía se entera, a veces antes que él- nos dijo Alex.
Les expliqué
que la única manera era actuar fuera de sus
círculos,
que sería muy arriesgado, ya que al ser desconocidos, si pillaban a
uno lo machacarían sin piedad para saber algo más. Les comenté que
tal como iban las cosas, las comunas como
la nuestra debían
estar fuertemente vigiladas, por un lado por la sospecha de droga, y
por otro por su idiosincrasia libertaria.
Los convencí, no del todo, pero sí
lo suficiente para esperar la reunión prometida.
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