viernes, 24 de septiembre de 2021

El Poder de una Convicción, 8ª parte

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Una gran mansión, casi tan grande como el grupo de casas en la que estuve confinado, pero de una sola pieza. Se entraba a través de un viejo portalón a un enorme patio, a la izquierda de este una gran puerta de madera labrada y remachada con grandes tachuelas de hierro forjado. Sobre ella podía verse una ristra de ventanales ovalados en su parte superior, y más arriba dos óculos redondos que debían iluminar un desván. La puerta daba entrada a una gran estancia con suelo hecho de grandes losas de barro cocido, pulidas por el uso y la limpieza, sin apenas resquicios entre una y otra. Enfrente, una escalinata de mármol que daba a un largo y ancho pasillo que hacía de distribuidor, iluminado por los ventanales que había visto desde el patio. El pasillo, por su tamaño e iluminación, estaba decorado formando pequeñas estancias con lámparas de pie, butacas, mesas y sofás; de manera que se podía hacer vida con comodidad y con la preciosa vista de la huerta y el jardín fuera del muro que cerraba el patio. Tras la puerta central, la más grande, una gran sala con un piano pegado a una de las paredes y decorada con antiguos y cuidados muebles. Lo más impresionante: un gigantesco óleo con, se suponía, el abuelo de María armado con una escopeta de caza y un Pointer a sus pies. A su lado, otra pintura del mismo tamaño en la que se veía una altiva señora, alta y delgada, vestida a la época. No me fue difícil descubrir a quién había pertenecido aquella casa. La señora de la pintura era la calca de la madre de María, algo extraño, ya que este tipo de mansión no solía pasar de padres a hijas, a no ser que no hubiera descendencia masculina.
El salón estaba preparado para hacer de comedor y muchas cosas más. La mayoría de los pisos de mi ciudad, ni de lejos tenían su tamaño. María me cogió de la mano
sin mostrar prejuicio ni reserva frente a sus padres, y me llevó a mi dormitorio, una pequeña habitación por los cánones que allí se estilaban, pero grande para los míos. Sobre la cama mi maletín, y en su interior un par de mudas bien escogidas. Desde un principio María había estado segura del final y me lo estaba demostrando. Yo tampoco hubiera dudado de ella.

- Esta noche dormirás solo. Supongo que lo entiendes. Mi novio es un buen amigo de la familia y no me gustaría montar un escándalo- me dijo con una cómica mueca.

Y sonreí como pude, tampoco me sentía con fuerzas de hacer el sexo. Hacía tiempo que no nos acostábamos juntos. Y también era consciente que a partir de entonces nuestra relación cambiaría. No se puede estar en dos sitios a la vez, y aún menos tan antagónicos.

Almorzamos en una sala contigua a la cocina. Parecía depender de ella, pero no era así, antiguamente quizá fuera el comedor del servicio, porque tenía su propio aparador, mesa, sillas y una radio en un rincón. La madre, cohibida pero igual de altiva como cuando la conocí, servía la comida junto a su hija. Sufría por mi maltrecha dentadura, de la que yo no sentía dolor, y la dificultad que pudiera tener para comer, pero lo hizo en silencio, sin apenas dar a conocer su preocupación. Para ella todo aquello había sido muy desagradable. El padre nos acompañó junto sus dos hijos. Me sentí muy violento. María sirviendo la mesa y yo sentado, magullado, pero sentado.
Hice como que me levantaba, y María previéndolo me frenó con un gesto. Mis padres me habían acostumbrado a servir la mesa de igual manera que mi hermana. No concebía otra cosa, y en nuestra casa habría sido impensable. Mi abuela era diferente, pero era rica y tenía dos sirvientas, por lo que nunca la vi levantarse de la mesa. El padre, viendo mi turbación me dijo:

- Hemos dado fiesta al servicio, así podremos hablar más tranquilos-

No obstante, al terminar aproveché que nos levantábamos para llevar algunas cosas al fregadero. Cada uno es como es y aunque fuera invitado, hay cosas por las que no podía pasar. Y uno de los hijos, disimulando normalidad siguió mi ejemplo.
Hablamos de muchas cosas, pero nada de lo que en principio
podía interesar. Para mí fue muy aleccionador, sobre todo por lo del servicio. El mayor de los dos se disculpó con elegancia.

- En casa todos somos militares y tenemos la mala costumbre de ser servidos. Sé por María que estuviste en Cachemira y tuviste contacto con un comandante paquistaní. Tengo entendido que fue muy interesante-

Y les conté nuestra experiencia con nuestro amigo y sus soldados. Se rieron porque la pinté con humor, al exponer el contraste entre Anna y el comandante, que era un tipo progresista y muy occidental, mientras ella rompía todos los moldes. Y me di cuenta que querían escuchar algo más de la historia. Anna les interesaba, pero la conocían de pequeña y sabían de qué pasta estaba hecha, les interesaba más saber qué impresión extraje de la historia. Y les conté lo que el oficial dijo de su ejército, de la diferencia que existía con el norteamericano y el británico. Y lo escucharon en silencio y sin pestañear. Y también les conté lo que nos explicó sobre la guerra del sesenta y cinco, la batalla en la que su ejército perdió la guerra, y porqué los mejores tanques norteamericanos del momento sucumbieron frente a unos soldados bien dirigidos y escondidos entre los arrozales, armados con pequeños cohetes rusos. Entre ciento cincuenta y doscientos tanques Pathon destruidos a causa de la prepotencia y la falta de buenos mandos en su infantería, y luego los miles de muertos en un día de aquella misma infantería, porque una vez más sus mandos habían olvidado estar a su lado. Y el concepto que le tenían los soldados a su mando y lo que le comentaron a Anna.
Y les expliqué que nuestro amigo había estudiado en Norteamérica y en el Reino Unido, y nos contó que allí los mandos son uno más, comen con sus hombres, se ponen en la misma cola con la bandeja, y toman asiento en la misma mesa. Que la diferencia entre un ejército occidental y el suyo empezaba por eso.

- En Pakistán, las clases sociales están muy marcadas y los militares son de la más alta. Nunca se mezclan con sus soldados y las órdenes no siempre llegan como debieran, ni son obedecidas con la suficiente premura. El divorcio entre quien está combatiendo y quien manda es muy profundo-

Y eso lo dije sabiendo que el ejército en el que servían padecía el mismo defecto, pero con el suficiente tacto para que creyeran que no era así o no era consciente de ello.
Y hablamos de nuestros amigos, de la gente de la comuna, de cómo y de qué vivíamos; de mis amigos de veraneo, del fracaso de mis estudios. Y me sorprendí hablar de e
so, cuando siempre lo había evitado por vergüenza o desazón. A María nunca le había contado esa historia, ni lo que había soñado ser cuando mis estudios iban bien.
Por la noche, mientras paseábamos por el jardín, María me explicó que a mi vuelta un tal Tomás se pondría en contacto conmigo. 

- A partir de ahora, nuestra relación puede volver a ser la misma, siempre y cuando tu quieras- 

Y al poco y no obtener respuesta.

- Supongo que nunca olvidarás lo que te he hecho-

La miré a los ojos fijamente y con la sonrisa más abierta posible, sorprendido que me conociera tan poco. Quizá Anna se había guardado más de lo que yo imaginaba, y dejó que nuestra relación fluyera por sí sola, sin prevenciones.

- Creo que deberías hablar más con Anna- respondí

Y como respuesta me cogió del brazo sin temor a que nos vieran, y apoyó su cabeza en mi hombro.

Nunca entendí aquella mujer, tal como ella tampoco a mí. Lo único que sabía es que era tan fuerte y consecuente como su amiga de la infancia. Un enfrentamiento entre ellas podía ser una bomba de proporciones megalíticas, y su unión, la ola de un gran tsunami.
Yo ya había olvidado.
Los hombros apenas me dolían y solo notaba la rotura dental por la irritación de la lengua al rozarla. No sentía ningún resquemor, la confianza que me había demostrado había curado cualquier sentimiento negativo. Había sido una experiencia, parte del juego. Había apostado y sabía a lo que me exponía, ahora más que nunca. Ellos se jugaban más, toda la familia, el padre y sus tres hijos; y estaba seguro que había más, mucho más. Y me sorprendí a mi mismo al darme cuenta que me estaba divirtiendo. Y me pregunté si sería capaz de hacer lo mismo a una persona querida, por un proyecto de héroes, locos o las dos cosas a la vez, y con pocas posibilidades de éxito. Y pensé que sí lo sería.

- Dentro de unos días me desplazaré a Madrid, he conseguido el cambio de facultad, es la ventaja de tener un padre militar, y me alojaré en una residencia de estudiantes. Nos veremos poco o quizá nunca más. Nunca se sabe-

Y cerca de una gran morera, cuyo tronco nos cubría de miradas indiscretas, la abracé y la besé. De todos modos, saliera bien o mal, había valido la pena.

A la mañana siguiente desperté tarde. Muy lógico por lo poco que había dormido, que era nada. Mis amigos estaban acostumbrados a las fiestas, a no dormir una noche entera y beber hasta la salida del sol. Yo no me lo podía permitir y tampoco me gustaba. La fiesta sí, pero hasta un punto, el del sueño. Artur, Patty, los amigos del Pirineo, eran como yo. Tal vez nos lo pasáramos mejor, nuestras fiestas eran más disparadas y sin prejuicios, todo lo contrario que los demás; pero a cierta hora nos acostábamos y dormíamos como benditos.
La noche anterior no había estado de fiesta,
solo había sido torturado, y eso, aparte de doler, cansa. Eso pensé en aquel momento, con el sentido del humor que la situación merecía.
Nadie me dijo nada, encontré la mesa puesta y, en mi rincón, había una naranjada recién exprimida.
Me preguntaron si había descansado bien, si me había recuperado. Estaban empeñados en que tomara algún calmante y yo no sabía como decirles que
ya no sentía dolor.
¡Qué equivocado estaba! Al llegar a casa
apenas podía levantar los brazos. Los condenados hombros se hincharon y me dolían mucho, hasta el punto que mis padres consiguieron llevarme al médico. Y el pobre, al no entender lo sucedido y después de preguntarme mil cosas, se inventó una explicación más absurda si cabe que la mía o incluso que la realidad, y pretendió que fuera al hospital.
Cuando llegamos a casa, me negué a dar más vueltas. Tomé los calmantes que aquellos malditos aragoneses habían metido en mi maletín y pasé
un par de días descansando, ya que el resto del cuerpo también empezó a dolerme, aunque ni mucho menos como los hombros.
Decidí
trasladarme definitivamente a la casa de mis padres. Era mejor para lo que estaba pensando. Antes hice un último esfuerzo y fui a mi casa. Debía una explicación a mis compañeros, la que consideraba mi auténtica familia, y les expliqué la historia al completo, de tal manera que nunca pudieran relacionarla con María. Para ellos me había introducido en un grupo de la oposición democrática, en el que la lucha era lo más importante, callejera o política. Me había infiltrado en unos grupos radicales de ultraderecha, y era conveniente para la continuidad del proceso y por la seguridad de todos, que fingiera una vida lo más convencional posible.
Lo entendieron. Seguiría trabajando para la
familia, pero desvinculado de la convivencia. Me había desprendido de un peso, el más grande.
Durante el tiempo que no pude
mover bien los brazos mi padre me ayudó mucho. Mila se presentaba cada día con el material, yo hablaba con la clientela por teléfono, y él, aprovechando su trabajo de representación, lo repartía. Tan solo fueron tres días, insuficientes para echar a perder nuestra mecánica.
Mila aprovech
ó esos encuentros para desearme suerte y ofrecerse para lo que fuera. Mi amiga hermana, la más joven, divertida y quizá desinhibida, quería ser útil y luchar a mi lado. Curiosamente, de todos nosotros era la que parecía más activa y comprometida, la que mejor entendía a las dos famosas feministas y a la gente de la CNT, todas amigas de Alex. Mila era consciente de lo importante que era la discreción y que no había de comprometer a nadie.

Cuando me sentí mejor y pude coger el coche, me acerqué a casa y volví a organizar la comercialización de los productos que hacían otros. Con eso no ganábamos mucho, pero lo suficiente para pagar los gastos de mantenimiento de la casa y nos ayudaba a ahorrar. Solo llegar me encontré que lo de Mila era solo la punta del iceberg. Mis compañeros siempre habían estado concienciados, pero desde el silencio y la impotencia. Ahora, por vez primera podían hacer algo.
Durante dos días hablamos de política, de la situación que creía ver en los grupos de los que se hablaba y la corrupción imperante en su interior.

- Cada vez que uno se mueve la policía se entera, a veces antes que él- nos dijo Alex.

Les expliqué que la única manera era actuar fuera de sus círculos, que sería muy arriesgado, ya que al ser desconocidos, si pillaban a uno lo machacarían sin piedad para saber algo más. Les comenté que tal como iban las cosas, las comunas como la nuestra debían estar fuertemente vigiladas, por un lado por la sospecha de droga, y por otro por su idiosincrasia libertaria.
Los convencí, no del todo, pero sí lo suficiente para esperar la reunión prometida.

 

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