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De
vez en cuando me acercaba al Enagua. Mis amigos nunca preguntaban
por mis
ausencias,
siempre
estaban allí, escuchando
música en el mismo desvencijado sofá, los dos butacones y el puf
acolchado con
como
si guardaran el lugar
donde solía sentarme.
Tomábamos unas cervezas y
para celebrar
que volvía con ellos, íbamos a casa de Patty
con unas pizzas y nos quedábamos a dormir.
Patty
compartía
piso con una amiga de
la infancia,
Tina, que
también era del grupo de amigos. Eran
muy parecidas en todo excepto en el físico. Tina era muy atractiva,
pelirroja, alta y fuerte, de cabello corto y rizado, y nariz
respingona. Tenía los ojos grandes, de color verde claro, y algunas
pecas en la cara que le daban un aire divertido y travieso.
Ninguna de las dos buscaba
compromisos. A
Artur y a mi nos gustaba Patty y la solíamos compartir.
Tina
y Santi se gustaban mucho, mientras que Jordi prefería mantenerse al
margen, aunque
alguna vez, muy pocas, había estado con Patty o con una de sus
amigas.
Patty y
Tina
eran
dos
mujeres
inteligentes,
brillantes y muy consecuentes en sus estudios,
les
gustaba divertirse, disfrutar de la
amistad
sin
demasiados prejuicios,
y sabían
quién les
acarrearía
problemas y quién no.
Poco después de mi conversación con Carlos, María me avisó que Tomás no tardaría en ponerse en contacto conmigo.
- ¿Cómo lo hará?- pregunté.
- Nunca se sabe- dijo riéndose.
Al día siguiente debía entregar una mercancía en las galerías Maldá y renovar un pedido. Solo entrar, el dueño, un tipo muy agradable y peculiar, me dijo que un tal Tomás me había estado esperando en la calle y había marchado.
- Parecía muy apurado, desolado por no haber podido esperarte como habíais quedado. Me ha dejado el recado de que esta noche estaría donde siempre-
El tipo, al
darse cuenta de mi perplejidad, no pudo más que preguntarme si había
hecho bien.
Lo
tranquilicé. Había hecho lo correcto y le estaba muy agradecido. Le
dije que había
olvidado por completo la cita, y que
a Tomás lo conocía por su apellido y al dar su nombre, al
principio me desorientó.
Solo
salir de la tienda no pude más que sonreír. Asombroso,
pensé. Esos tíos están en todo y no se fían de nadie. No caí en
la trampa de mirar alrededor, que hubiese sido lo normal, casi un
acto reflejo. Seguramente
estaría cerca estudiando mi reacción o, lo más lógico, para
conocer al joven que pronto
tendría que entrevistar.
La
combinación de Helena, su hermana, Carlos y
el grupo que nombraba ultra,
junto a nuestra relación, me
estaba llevando a una estúpida e infantil paranoia, creía
que los ultras podían estar vigilando mis
pasos
para asegurar mi fidelidad, cuando
en realidad no era nadie, un simple joven peón
que tontamente se había enamorado de una chica guapa y sencilla.
En
mi tonto desquiciamiento sospechaba
que Helena podría no ser una casualidad, aunque nos enamoráramos y
nos sintiéramos a gusto el uno con el otro. En
lo que no me equivocaba es que
de una u otra manera, era interrogada a conciencia y con la
complicidad de su hermana, muy fácil por demás en las reuniones
familiares; y
que por mucho que Carlos lo negara, no podía ser ajena a lo que
hacía su cuñado, ya no por complicidad sino por la dificultad de
esconderlo en
una familia que aparentaba ser muy compacta.
En
el mejor de los casos debía
estar soportando una gran presión.
¿A qué se dedica? ¿Cómo es? ¿Y su familia, la conoces? ¿Qué estudios tiene? ¿Cómo piensa?... O, por lo que respecta a su hermana: ¿Ya lo has hecho? ¿A qué esperas? Hay que darle un empujón. No olvides la píldora, el preservativo. ¿No será que tiene otra? ¿Qué hace cuando te deja? ¿De qué habláis?...
Estaba claro, la cortante respuesta
de mi amigo y su negativa a comentar el tema lo confirmaban. Helena
sabía a qué nos dedicábamos, y empecé a alarmarme. Una estupidez,
un pequeño desliz podían dar al traste un montón de cosas. Y lo
peor es que cada tarde la esperaba con más ganas, y que nuestras
despedidas se habían convertido en amargura.
Poco
después paré el 2CV cerca de un bar para
llamar a casa y hablar con María, que en principio había de pasarme
la dirección donde encontrarme con Tomás. Cogí el teléfono y al
momento colgué.
Cierto,
quizá estuviera cayendo en una paranoia, pero por si acaso evitaría
el teléfono. Jep me había contado que los pinchaban desde
la misma central
y gravaban las conversaciones con una facilidad pasmosa. Y
nosotros éramos una comuna de auténticos hippies, algo que escapaba
de lo normal y
que podía confundirse con un grupo de revolucionarios anarquistas,
que
no se alejaba mucho de la realidad,
con un desertor
norteamericano.
Obviamente,
éramos proclives a ser vigilados.
Quedaba
poco para encontrarme
con Helena,
un paseo hasta la Catedral y
después con
cualquier excusa
la llevaría a su
casa.
Sentí un nudo en el estómago, y un exceso de adrenalina le jugó
una mala pasada a mi corazón. Y
me di cuenta que había
bajado
al mundo de los mortales, que lo mío tan solo era fachada. No, yo no
era María ni Anna y me
felicitaba por ello.
La encontré tensa, preocupada.
Imaginé que la presión habría llegado demasiado lejos y quería
aclarar algunas cosas. Quizá me había propasado con mi prevención.
Quizá su hermana y su cuñado, después de mi charla con él, le
hablaran con más determinación. Su mirada, fija a mis ojos, hablaba
por ella, frente a mí, sin moverse.
No estaba
preparado. Nervioso,
quizá para engañar a mi mente, busqué
una cabina telefónica para llamar a María, que
estaría estudiando en casa, como si el abandono de la prudencia
sirviera de algo.
De
un golpe mi
vida se
había convertido en
una locomotora a todo gas y
sin frenos, y su conductor se me antojaba medio chiflado.
Le
temblaban los labios, sus brazos colgaban inertes. Le
tomé las manos, siempre tan cálidas y tiernas, y las sentí húmedas
y nerviosas.
Parpadeaba más de la cuenta, pero involuntariamente.
Había de
tomar una decisión y era difícil saber cuál. Me la quedé mirando
y le dije que estaba equivocada, que no nos conocía lo suficiente
para juzgarnos con tal ligereza. Incluso tuve la audacia de
recriminárselo.
- Nunca te
he juzgado, tampoco tus ideas ni tu manera
de ser. Te he aceptado tal como eres
y tú no has podido-
Y se lo dije con lágrimas en los
ojos, aprovechando mis auténticos sentimientos.
Se
puso
frente a mi, a menos de un metro y
extrañamente
erecta, sin moverse un milímetro, como queriendo decir
que de allí no marchaba sin una solución. Ya no pestañeaba. Por un
momento creí que iba a darme un bofetón. Lo hubiese preferido mil
veces, antes de soportar aquella
mirada.
Seguí
con mi discurso mientras mi mente intentaba
recordar una cabina.
Eran las siete, no
me quedaba mucho tiempo y
abandonarla ahora, de manera intempestiva y con una mala excusa,
habría sido un suicidio.
Se mantuvo firme en la misma posición, aunque
temblando
ligeramente, no supe si de rabia, impotencia o por su estado de
nervios.
Me había juzgado bien. Era la
única que había sabido leer mis ojos y no estaba conforme con lo
que le contaba.
- Tienes razón- me dijo - Te quiero mucho, pero no tengo derecho a pedirte nada a cambio. Estaremos en bandos opuestos. Vigila cuando vayas a apalizar o torturar a un rojillo, podría ser yo y, con franqueza, sería el colmo-
¿Era una
despedida? No del todo y no sé qué hubiese sido mejor. Por un lado
deseaba pasar todo el tiempo abrazado
a
ella, por otro, que en aquel mismo momento me mandara a la mierda.
Eso último habría
sido
lo más cómodo.
Durante
unos poquísimos segundos, que se hacen tan largos que parecen
minutos, mi mente se bloqueó. No sabía cómo salir del embrollo.
Obviamente,
mi
corazón decía que debía
confiar en ella, pero si me ponía como ejemplo, que
es lo que la mente dicta,
podía ser cualquier cosa, con la ventaja que ella
tenía quien la cubriera y yo iba en plan libre y suicida.
Podía ser
como yo, una gran hija de puta, una tía que supiera mentir con los
ojos, las palabras y los sentimientos; una chica
como María, pero en el bando opuesto y mucho peor. Jugármela era
una temeridad.
Para mí seguía siendo un juego, pero no para María y sus amigos.
De hacer caso a sus palabras, obviar su mirada y
lo que yo sentía por ella,
Helena hacía de mensajero y, sin duda, con menos pericia que María.
Estoy aprendiendo rápido, me dije,
y de paso me estoy volviendo paranoico.
Siguió
sin moverse, impertérrita
mirándome
a los ojos con esa
determinación que
desarma a cualquier ser supuestamente humano.
¿Intuición? Se dice que eso
es muy femenino. Será que tengo una vena y lo llevo muy escondido.
- ¿Qué esperas de mí?- le pregunté.
Ahora fue
ella quien dudó.
Lo vi en sus ojos, en su garganta al tragar saliva.
La boca se tensa,
la lengua se mueve y presiona. No lo ves, pero sí cuando tu
interlocutor traga la saliva que, con ligereza, su lengua ha forzado
su
fabricación.
La pelota
estaba en su tejado y no
supo cómo responder.
Y seguí con malicia, pero
escondiéndola tras mi mejor cara de cordero degollado, la más
hipócrita que pude encontrar.
- Quieres presentarme a un grupo de amigos. Estás metida hasta las cejas en un grupo político y creías que podía ser de los tuyos, ¿me equivoco?-
Era una
apuesta tan ambiciosa como arriesgada. El que su hermana no supiera
nada, demostraba el tipo de mujer que tenía enfrente. Sin embargo,
podía ser un grupo controlado por sus amigos, que la utilizaran para
conocer de primera mano cada uno de sus miembros.
Había olvidado el encuentro pendiente de la noche, mi mente volaba buscando posibilidades, jugadas que
me permitieran encontrar
el
resquicio que
todos olvidamos cerrar.
Y esperé que fuera ella quien diera el primer paso. Si se abría sin
más, estaba con ellos; si soportaba la presión, aunque significara
desconfianza hacia mí, estaba con nosotros. Y eso es lo que hizo,
por tanto, debía seguir presionándola hasta que reventara.
- No sé lo que quiero. Lo que sí sé, es que eso ha de cambiar para bien o para peor. Lo primero es bueno, lo segundo ayudará a que todo reviente. No sé quién te habrá podido enredar, pero seguro que no es mejor ni peor que yo. Presumo que tendréis un objetivo, yo aún no; y los que lo tienen, que están seguros de todo, me dan pavor-
Helena me miró sorprendida. No esperaba una declaración como esa.
- De todos modos, piénsalo. Me gustaría ayudarte- zanjó sin dar tiempo a una respuesta.
Se
despidió en aquel mismo momento, dejándome con el interrogante. Yo
no necesitaba ayuda, no sabía que la precisara. Entré en una cabina
y llamé a María.
Por
el cristal de
la cabina la
vi a lo lejos, se había vuelto, quizá temiendo
que la delatara a su cuñado. María
me preguntó si podíamos quedar, que me esperaba. Respondí
que en media hora estaría
en la parada de Metro de Maragall. Luego
llamé a mis padres para decirles que no me esperaran porque
cenaría con unos amigos.
Entré
en la primera estación
lo
más rápido
posible
y fui al
encuentro de María.
La
encontré
leyendo un libro sentada en un rincón de las escaleras,
y me pidió que fuéramos a casa como siempre había hecho para pasar
cuentas, que cenara algo
y
que
a las nueve y media un taxi pasaría a recogerme por
un punto del Paseo de Maragall, que
no debía preocuparme de nada.
Por
un momento sentí la tranquilidad de volver a estar en territorio
seguro. Y no pude más que sonreír en mi interior por lo
contradictorio que era sentirme más tranquilo con una mujer dura y
sin escrúpulos, que me había torturado y
ahora me enviaba a lo desconocido,
que con una de mirada tierna e inocente, de la que estaba
profundamente enamorado.
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